El poder de los hábitos

Charles Duhigg

Fragmento

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PRÓLOGO

La cura de los hábitos

Ella era la participante predilecta de los científicos.

Según su expediente, Lisa Allen tenía treinta y cuatro años, empezó a fumar y beber a los dieciséis, y llevaba casi toda la vida luchando contra la obesidad. En un momento dado, alrededor de los veinticinco años, la perseguían agencias de cobro para recuperar los más de diez mil dólares que debía. Un antiguo currículum revelaba que lo máximo que había durado en un empleo era menos de un año.

Sin embargo, la persona que los investigadores tenían delante era una mujer delgada y enérgica, con las piernas torneadas de una corredora. Se veía unos diez años más joven que en las fotos del expediente y parecía encontrarse en un estado físico mejor que el de cualquiera de los presentes. Según el informe más reciente, Lisa ya no tenía deudas, no bebía y llevaba treinta y nueve meses trabajando en una agencia de diseño gráfico.

—¿Cuándo fue la última vez que fumaste? —le preguntó uno de los médicos, partiendo de la lista de preguntas que Lisa contestaba cada vez que visitaba el laboratorio, a las afueras de Bethesda, Maryland.

—Hace cuatro años —contestó—, y desde entonces he bajado veinticinco kilos y corrido un maratón.

También había iniciado un máster y se había comprado una propiedad. Había sido un trayecto ajetreado.

Entre los científicos presentes había neurólogos, psicólogos, genetistas y un sociólogo. Durante los últimos tres años, gracias al subsidio de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, habían examinado y reexaminado a Lisa y a otras dos docenas de exfumadores, comedores y compradores compulsivos, alcohólicos y personas con otros hábitos destructivos. Todos los participantes tenían algo en común: habían reconstruido su vida en periodos de tiempo relativamente cortos. Los investigadores querían entender cómo lo habían logrado; para ello, midieron los signos vitales de los sujetos,[1] instalaron cámaras de vídeo en sus hogares para observar su rutina diaria, secuenciaron fragmentos de su ADN y, con tecnología que les permitía asomarse a los cráneos de la gente en tiempo real, observaron cómo la sangre y los impulsos eléctricos fluían por su cerebro al verse expuestos a tentaciones como el humo del cigarrillo o una comida apetecible. Su objetivo era descifrar cómo funcionan los hábitos a nivel neurológico y qué se requiere para cambiarlos.

—Sé que has contado esta historia docenas de veces —le dijo el doctor a Lisa—, pero algunos de mis colegas solo la conocen de oídas. ¿Te molestaría describirnos de nuevo cómo dejaste de fumar?

—Por supuesto que no —contestó Lisa—. Todo empezó en El Cairo.

Les explicó que la decisión de realizar aquel viaje fue impulsiva. Unos cuantos meses antes, su esposo llegó a casa del trabajo y le anunció que la dejaba porque estaba enamorado de otra mujer. Lisa tardó en procesar la traición y asimilar el hecho de que se iba a divorciar. Hubo un periodo de duelo, luego otro en el que lo espiaba obsesivamente, seguía a su nueva novia por la ciudad y la llamaba pasada la medianoche para luego colgar. Una noche, se presentó borracha en casa de la novia, golpeó varias veces la puerta y gritó que quemaría el edificio.

—No fue una buena época para mí —continuó Lisa—. Siempre había querido ver las pirámides, y aún no había agotado el crédito de mis tarjetas, así que...

La primera mañana que pasó en El Cairo, Lisa se despertó con la llamada a orar proveniente de una mezquita cercana. Su habitación de hotel estaba completamente a oscuras. A ciegas y todavía afectada por el cambio de horario, buscó un cigarrillo.

Estaba tan desorientada que no se dio cuenta —hasta que percibió el olor a plástico quemado— de que estaba intentando encender un bolígrafo y no un cigarrillo. Llevaba los últimos cuatro meses llorando, comiendo de forma compulsiva, sin poder dormir y sintiéndose avergonzada, impotente, de­primida y furiosa, todo a la vez. Tirada en aquella cama, se derrumbó.

—Fue como una oleada de tristeza —dijo—. Todo lo que había deseado en mi vida se había venido abajo. Ni siquiera era capaz de fumar bien.

»Entonces empecé a pensar en mi exesposo y en lo difícil que me resultaría encontrar otro empleo cuando volviera, y en lo mucho que lo odiaría y en lo poco saludable que me sentía todo el tiempo. Me puse de pie y por accidente tiré una jarra de agua, que se hizo añicos al caer contra el suelo. Los sollozos se convirtieron en berridos. Estaba desesperada y sentía que algo tenía que cambiar; algo, siquiera una cosa tenía que estar bajo mi control.

Se duchó y salió del hotel. Mientras viajaba en taxi por las calles cubiertas de baches de El Cairo, y luego por los caminos de tierra que conducían hasta la esfinge, las pirámides de Guiza y el vasto desierto que la rodeaba, la autocompasión cedió por un instante. Necesitaba tener una meta en la vida, pensó. Algo por lo que esforzarse.

Así que, en aquel taxi, decidió que algún día volvería a Egipto para cruzar el desierto a pie.

Lisa sabía que era una locura. No estaba en forma, tenía sobrepeso y apenas contaba con dinero ahorrado en el banco. Ni siquiera conocía el nombre de aquel desierto que estaba viendo ni sabía si era posible cruzarlo. Pero nada de eso importaba. Necesitaba algo en lo que centrarse. Decidió que se tomaría un año para prepararse. Y si pretendía sobrevivir a aquella expedición, estaba claro que tendría que hacer algunos sacrificios.

Para empezar, tendría que dejar de fumar.

Cuando once meses después Lisa por fin cruzó aquel desierto —en una autocaravana con aire acondicionado y en compañía de media docena de personas—, el vehículo transportaba tantas botellas de agua, alimentos, tiendas de campaña, mapas, sistemas de geolocalización y radios de doble frecuencia, que añadir una caja de cigarrillos no hubiese importado.

Sin embargo, en aquel taxi, Lisa aún no lo sabía. Y para los científicos del laboratorio los detalles de la aventura eran irrelevantes. Por razones que apenas empezaban a entender, aquel pequeño cambio de percepción que experimentó ella ese día en El Cairo —la convicción de que para lograr su objetivo tenía que dejar de fumar— desencadenó una serie de cambios que, en última instancia, influirían sobre todos los demás aspectos de su vida. Durante los siguientes seis meses, cambió el cigarrillo por salir a correr, y eso, a su vez, alteró la forma en que comía, trabajaba, dormía, ahorraba, organizaba sus horarios de trabajo, planeaba el futuro, etcétera. Empezó a correr medios maratones, luego un maratón completo, volvió a la universidad, compró una casa y se comprometió en matrimonio. Tiempo después, la reclutaron para un estudio científico, y cuando los investigadores empezaron a examinar imágenes de su cerebro, encontraron algo notable: una serie de patrones neurológicos —sus viejos hábitos— había sido anulada por nuevos patrones. Aún se podía observar la actividad neurológica de los viejos comportamientos, pero aquellos impulsos eran desplazados por nuevas ansias. A medida que los hábitos de Lisa cambiaron, también se modificó su cerebro.

Los científicos estaban convencidos de que no fue el viaje a El Cairo lo que desencadenó el cambio, ni tampoco el divorcio ni la aventura en el desierto: el desencadenante fue que Lisa se concentró en cambiar un solo hábito —fumar— en un inicio. El resto de los sujetos de estudio había pasado por un proceso similar. Al concentrarse en un patrón —lo que se conoce como «hábito clave»—, Lisa se enseñó a sí misma a reprogramar también las otras rutinas en su vida.

No solo los individuos son capaces de tales cambios. Cuando las empresas se enfocan en cambiar de hábitos, es posible que organizaciones enteras se transformen. Gigantes como Procter & Gamble, Starbucks, Alcoa y Target han sacado provecho de esta noción para influir en cómo se trabaja, cómo se comunican entre sí los empleados y cómo gasta la gente (sin que los consumidores se den cuenta).

—Quiero mostrarte una de tus resonancias más recientes —le dijo uno de los científicos a Lisa al final del examen. Desplegó un archivo en la pantalla del ordenador que mostraba imágenes provenientes del interior de su cabeza—. Cuando ves comida, estas zonas —señaló la región más cercana a la frente—, donde creemos que radican la inhibición conductual y la autodisciplina, se activan. Esa actividad se ha vuelto más pronunciada cada vez que te evaluamos.

Lisa era la participante predilecta de los científicos porque sus resonancias cerebrales eran contundentes y sumamente útiles para hacer un mapa de dónde se ubican los patrones conductuales —los hábitos— en la mente.

—Nos estás ayudando a comprender cómo una decisión se convierte en un comportamiento automático —concluyó el doctor.

Todos los presentes sentían que estaban a punto de lograr algo importante. Y así era.

¿Qué fue lo primero que hiciste esta mañana después de despertar? ¿Te metiste en la ducha, revisaste tu correo electrónico o tomaste una rosquilla del mostrador de la cocina? ¿Te lavaste los dientes antes o después de vestirte? ¿Te pusiste primero el zapato izquierdo o el derecho? ¿Qué les dijiste a tus hijos antes de dirigirte hacia la puerta? ¿Qué ruta tomaste para ir al trabajo? Cuando llegaste a tu escritorio, ¿abriste tu correo, conversaste con un colega o empezaste a escribir un informe? ¿Almorzaste hamburguesa o ensalada? Cuando volviste a casa, ¿te pusiste zapatillas deportivas y saliste a correr o te serviste un trago y cenaste mientras veías la televisión?

«Nuestra vida entera, en la medida en que tiene[2] una forma definida, no es más que un amasijo de hábitos», escribió Wil­liam James en 1892. Muchas de las decisiones que tomamos a diario pueden parecer producto de una toma de decisiones concienzuda, pero no lo son. Son hábitos. Y, aunque cada hábito signifique relativamente poco por sí solo, con el tiempo la comida que ordenamos, lo que les decimos a nuestros hijos cada noche, si ahorramos o gastamos, con cuánta frecuencia hacemos ejercicio y la forma en que organizamos nuestros pensamientos y rutinas de trabajo tienen un impacto gigantesco en nuestra salud, productividad, seguridad financiera y feli­cidad. Un artículo publicado[3] por un investigador de Duke en 2006 concluyó que más de 40 % de las acciones que realiza la gente a diario no son decisiones reales, sino hábitos.

William James —como muchas otras personas, desde Aristóteles hasta Oprah— pasó buena parte de su vida intentando entender por qué existen los hábitos. Sin embargo, solo en las dos últimas décadas los científicos y publicistas han empezado a comprender cómo funcionan los hábitos y, sobre todo, cómo se modifican.

Este libro está dividido en tres partes. La primera sección se enfoca en cómo surgen los hábitos a nivel individual; en ella exploro el fundamento neurológico de la formación de há­bitos, la manera en que se crean nuevos hábitos y se modifican los viejos, y los métodos, por ejemplo, de los que se valió un publicista para lograr que el uso de pasta dental pasara de ser una práctica inusual a ser una obsesión nacional. Aquí también exploro cómo Procter & Gamble convirtió un ambientador llamado Febreze en un negocio multimillonario al aprovecharse de deseos habituales en los consumidores, cómo Alcohólicos Anónimos cambia vidas al atacar los hábitos que radican en el núcleo de la adicción y cómo el entrenador Tony Dungy revirtió la suerte del peor equipo de la NFL al enfocarse en las reacciones automáticas de sus jugadores frente a sutiles señales en el campo de juego.

La segunda parte examina los hábitos de empresas y organizaciones exitosas. Explora en detalle cómo un ejecutivo llamado Paul O’Neill —que después sería secretario del Tesoro de Estados Unidos— reconstruyó una empresa de aluminio en crisis hasta llevarla a la cima del Promedio Industrial Dow Jones centrándose en un solo hábito clave, y cómo Starbucks convirtió a un desertor de bachillerato en gerente general al inculcarle hábitos diseñados para afianzar su fuerza de voluntad. También describe por qué hasta los cirujanos con más talento pueden cometer errores catastróficos cuando los hábitos organizacionales del hospital se corrompen.

La tercera parte examina los hábitos de las sociedades. En ella se relata cómo Martin Luther King y el movimiento por los derechos civiles triunfaron, en parte, porque cambiaron los hábitos sociales arraigados en Montgomery, Alabama, y por qué un enfoque similar ayudó a un joven pastor llamado Rick Warren a construir la iglesia más grande del país en Saddleback Valley, California. Por último, explora cuestiones éticas espinosas, como si un asesino en Reino Unido debería quedar libre si es capaz de argumentar de forma convincente que sus hábitos lo impulsaron a matar.

Cada capítulo gira en torno a un argumento central: es posible cambiar de hábitos si entendemos cómo funcionan.

Este libro se basa en cientos de estudios académicos, entrevistas con más de trescientos científicos y ejecutivos, e investigaciones realizadas en docenas de empresas. (Para acceder a un índice de los recursos, véanse las notas de este libro y http://www.thepowerofhabit.com). Se centra en los hábitos, según su definición técnica: las elecciones que todos hacemos de forma deliberada en algún momento y en las que luego dejamos de pensar pero seguimos haciendo, muchas veces a diario. En algún momento, todos decidimos de forma consciente cuánto comer y en qué concentrarnos al llegar a la oficina, con cuánta frecuencia beber o salir a correr. Luego dejamos de tomar la decisión y nuestro comportamiento se vuelve automático. Es una consecuencia neurológica natural. Y, si entendemos cómo ocurre, podemos reconstruir esos patrones de la forma en que queramos.

Me interesé por primera vez en la ciencia de los hábitos hace ocho años, cuando era corresponsal en Bagdad. Al ver al ejército estadounidense en acción,[4] se me ocurrió que la milicia era uno de los experimentos formadores de hábitos más grandes de la historia. El entrenamiento básico les inculca a los soldados hábitos diseñados de forma concienzuda para disparar, pensar y comunicarse al estar bajo fuego. En el campo de batalla, cada orden emitida apela a comportamientos que fueron practicados hasta volverse automáticos. El ejército entero depende de rutinas ensayadas hasta el cansancio para construir bases, establecer prioridades estratégicas y decidir cómo reaccionar a los ataques. En aquellos primeros días de la guerra, mientras la insurgencia se expandía y la cifra de muertos iba en aumento, los comandantes buscaban hábitos que pudieran infundirles a los soldados y a los iraquíes para crear una paz duradera.

Hacía unos dos meses que estaba en Irak cuando oí que un oficial estadounidense había puesto en marcha un programa de modificación de hábitos improvisado en Kufa, una pequeña ciudad a 150 km de la capital. Era un comandante del ejército que había analizado grabaciones de disturbios recientes y había identificado un patrón: la violencia solía ir precedida de una multitud de iraquíes que se reunían en una plaza u otro espacio abierto y que, durante el transcurso de varias horas, se incrementaba. Aparecían vendedores de comida, así como también espectadores. Entonces, alguien lanzaría una botella y se desataría el caos.

El comandante se reunió con el alcalde de Kufa y le hizo una solicitud inusual: ¿sería posible impedir que los vendedores de comida se instalaran en las plazas? «Claro», contestó el alcalde. Unas semanas después, se reunió una pequeña multitud cerca de Masjid al-Kufa, la gran mezquita de Kufa. En el transcurso de la tarde, la multitud se incrementó. Algunas personas empezaron a canturrear consignas furiosas. La policía iraquí, consciente del peligro potencial, se comunicó con la base y les pidió a las tropas estadounidenses que estuvieran alerta. La gente empezó a buscar a los vendedores de kebabs que solían instalarse en la plaza, pero no había ni uno. Los espectadores se retiraron. Los cantos perdieron fuerza. A las ocho de la noche, todos se habían ido.

Cuando visité la base cerca de Kufa, hablé con el comandante. Él me dijo que no era necesario pensar en las dinámicas multitudinarias en términos de hábitos. Sin embargo, a él le habían infundido la psicología de la formación de hábitos durante toda su carrera.

En el campo de entrenamiento adquirió los hábitos necesarios para cargar su arma, conciliar el sueño en zona de guerra, mantener la concentración en medio del caos de la batalla y tomar decisiones a pesar de estar agotado y sentirse abrumado. Tomó clases en las que le enseñaron a ahorrar dinero, a ejercitarse a diario y a comunicarse con sus compañeros de litera. Al subir de rango comprendió la importancia de los hábitos organizacionales para garantizar que los subordinados pudieran tomar decisiones sin tener que pedir permiso con frecuencia, y cómo las rutinas adecuadas facilitan trabajar con gente que en general no toleraría. Y en Kufa, como creador improvisado de una nación, veía cómo las multitudes y las culturas se guiaban por los mismos principios. De cierto modo, dijo él, la comunidad no es más que un conjunto gigantesco de hábitos que se establecen entre miles de personas y que, dependiendo de las influencias externas, pueden derivar en violencia o en paz. Además de sacar a los vendedores de comida de la plaza, estaba emprendiendo docenas de experimentos distintos en Kufa para influir en los hábitos de la población. No había habido un solo disturbio desde su llegada.

—Entender los hábitos es lo más importante que he aprendido en el ejército —me dijo el comandante—. Ha cambiado por completo mi forma de ver el mundo. ¿Quieres conciliar el sueño rápido y despertar descansado? Presta atención a tus patrones nocturnos y a lo que haces de forma automática al despertar. ¿Quieres que salir a correr sea sencillo? Crea detonantes para convertirlo en rutina. Taladro a mis hijos con estas cosas. Mi esposa y yo escribimos planes de hábitos para nuestro matrimonio. Los hábitos son de lo que hablamos en las juntas de comandantes. Nadie en Kufa hubiera dicho que retirar a los vendedores de kebab de las plazas hubiera influido en las multitudes, pero cuando ves todo como un montón de hábitos, es como si alguien te entregara un pico y una pala para que te pongas a trabajar.

El comandante era un hombre de baja estatura, originario de Georgia. Siempre estaba escupiendo semillas de girasol o tabaco de mascar en una taza. Me contó que, antes de alistarse en el ejército, su mejor opción de carrera era reparar líneas telefónicas o, quizá, emprender un negocio de metanfetaminas, que era el camino poco exitoso que tomaron algunos de sus excompañeros del bachillerato.

—Mira, si un don nadie como yo puede aprender estas cosas, cualquiera puede. Se lo digo a mis soldados todo el tiempo: no hay nada que no puedas hacer si sabes formar hábitos.

En la última década, lo que sabemos sobre neurología y psicología de los hábitos y cómo funcionan los patrones en nuestra vida, nuestras sociedades y organizaciones ha proliferado de formas que hace medio siglo eran inimaginables. Ahora sabemos por qué surgen los hábitos, cómo cambian y cuál es el fundamento científico que explica su mecánica. Sabemos cómo desarmar sus partes y reconstruirlas siguiendo nuestras propias especificaciones. Entendemos cómo hacer que la gente coma menos, se ejercite más, sea más eficiente en el trabajo y lleve vidas más saludables. Transformar un hábito no necesariamente es fácil ni rápido, y no siempre es simple.

Pero es posible. Y ahora sabes cómo hacerlo.

PRIMERA PARTE

LOS HÁBITOS DE LOS INDIVIDUOS

1

EL BUCLE DE LOS HÁBITOS

Cómo funcionan los hábitos

I

En el otoño de 1993, un hombre que cambiaría la forma en que concebimos los hábitos entró en un laboratorio en San Diego donde tenía concertada una cita. Era un anciano de poco más de 1,80 metros de estatura[5] que vestía una elegante camisa azul. Su espesa cabellera cana hubiera sido la envidia en cualquier quincuagésima reunión de excompañeros de bachillerato. La artritis lo obligaba a renquear un poco mientras cruzaba los pasillos del laboratorio y, de la mano de su esposa, caminaba despacio, como si no supiera qué le deparaba cada nuevo paso.

Alrededor de un año antes, Eugene Pauly, o «E. P.», como se le conocería en la literatura médica, se encontraba en su casa de Playa del Rey, preparando la cena, cuando su esposa le mencionó que su hijo, Michael, iría de visita.

—¿Quién es Michael?[6] —preguntó Eugene.

—Tu hijo —contestó Beverly, su esposa—. Ya sabes, al que criamos juntos.

Eugene la miró a los ojos con gesto inexpresivo.

—¿Quién?

Al día siguiente, Eugene empezó a vomitar y a retorcerse por los cólicos estomacales. Al cabo de 24 horas, la deshidratación era tan pronunciada que Beverly, aterrada, lo trasladó a urgencias. Su fiebre aumentó hasta alcanzar 40 ºC, lo que lo llevó a empapar las sábanas del hospital con un halo amarillento de sudor. Se tornó delirante, luego violento, y empezó a gritar y a patalear cuando las enfermeras intentaron colocarle una intravenosa en el brazo. Cuando consiguieron sedarlo, el médico pudo introducirle una larga aguja entre dos vértebras en la zona lumbar y extraerle unas cuantas gotas de líquido cefalorraquídeo.

El médico que realizó la prueba intuyó al instante que algo no andaba bien. El líquido que rodea el cerebro y los nervios espinales es una barrera protectora contra las infecciones y heridas. En las personas sanas, es transparente y fluye con facilidad, se filtra como seda líquida en la jeringa. La muestra de líquido de Eugene[7] era turbia y densa, como si la espesara una arenilla microscópica. Una vez que el laboratorio emitió los resultados, los médicos de Eugene supieron qué lo aquejaba: padecía encefalitis viral, una enfermedad causada por un virus relativamente inofensivo que produce úlceras bucales, ampollas febriles e infecciones leves en la piel. Sin embargo, en raras ocasiones, el virus puede llegar al cerebro e infligir daños catastróficos mientras devora los delicados pliegues de tejido en los que residen nuestros pensamientos, sueños y —según algunas personas— almas.

Los médicos de Eugene le dijeron a Beverly que no había nada que hacer para revertir el daño, pero que una dosis sustancial de antivirales podía evitar que se expandiera. Eugene entró en coma y, durante diez días, estuvo al borde de la muerte. De forma gradual, mientras los medicamentos combatían la enfermedad, la fiebre cedió y el virus desapareció. Cuando por fin despertó, estaba débil y desorientado y no podía tragar correctamente. No podía formar frases y a veces boqueaba, como si por un momento se le olvidara cómo respirar. Pero estaba vivo.

Con el tiempo, Eugene estuvo lo suficientemente recuperado para que le realizaran toda una serie de pruebas. Los médicos se sorprendieron al descubrir que su cuerpo, incluyendo su sistema nervioso, parecía intacto. Era capaz de mover las extremidades y respondía a los estímulos de sonido y luz. No obstante, los escáneres de la cabeza revelaron sombras inquietantes cerca del centro del cerebro. El virus había agujereado el tejido cerca de donde el cráneo se encontraba con la columna ver­tebral.

—Quizá no sea la persona que usted recuerda —le advirtió un médico a Beverly—. Debe estar preparada por si su esposo ya no es quien era.

A Eugene lo trasladaron a un ala distinta del hospital. Al cabo de una semana, era capaz de tragar con facilidad. Después de otra semana, empezó a hablar de forma normal, pedía gelatina y sal, cambiaba los canales de la televisión y se quejaba de lo aburridas que eran las telenovelas. Cuando le dieron el alta y lo trasladaron a un centro de rehabilitación cinco semanas después, Eugene ya caminaba por los pasillos del hospital y les daba a las enfermeras consejos sobre sus planes de fin de semana sin que estas se los pidieran.

—Creo que nunca he visto a alguien recuperarse así —le dijo un médico a Beverly—. No quiero que se haga ilusiones, pero esto es sorprendente.

Sin embargo, Beverly seguía preocupada. En el centro de rehabilitación quedó claro que la enfermedad le había causado cambios inquietantes a su esposo. Por ejemplo, Eugene no podía recordar qué día de la semana era, ni los nombres de sus médicos o enfermeras, sin importar cuántas veces se los presentaran.

—¿Por qué siguen haciéndome tantas preguntas? —le dijo un día a Beverly después de que el médico saliera de la habitación.

Cuando por fin volvieron a casa, las cosas empeoraron. Euge­ne no parecía recordar a sus amistades y tenía dificultades para mantener una conversación. Algunas mañanas se levantaba de la cama, iba a la cocina, se preparaba huevos con beicon y volvía a meterse en la cama y encendía la radio. Cuarenta minutos después, hacía de nuevo lo mismo: se levantaba, se preparaba huevos con beicon, regresaba a la cama y cambiaba la emisora de radio. Y así una y otra vez.

Beverly, alarmada, buscó varios especialistas, incluyendo a un investigador de la Universidad de California en San Diego especializado en pérdida de la memoria. Así es como, en un soleado día de otoño, Beverly y Eugene llegaron a un edificio del campus universitario y cruzaron sus pasillos despacio, agarrados de la mano. Los guiaron a un pequeño consultorio. Eugene empezó a conversar con una joven que estaba tras un ordenador.

—Después de dedicarme a la electrónica durante años, me sorprende todo esto —le dijo, y señaló la máquina en la que tecleaba—. Cuando era joven, esa cosa hubiera necesitado dos estanterías de un metro ochenta y hubiera ocupado casi todo el cuarto.

La mujer siguió tecleando. Eugene soltó una risotada.

—Es increíble —continuó—. Todos esos circuitos impresos y diodos y triodos. Cuando trabajaba en electrónica, hubieran sido necesarias dos estanterías de un metro ochenta para sostener esa cosa.

En ese momento, un científico entró en la habitación y se presentó. Luego le preguntó a Eugene su edad.

—Veamos. ¿Cincuenta y nueve? ¿O sesenta? —contestó Eugene. Tenía setenta y uno.

El científico empezó a teclear algo en el ordenador. Eugene sonrió y lo señaló.

—Es algo increíble —dijo—. ¿Sabe? Cuando yo trabajaba en electrónica, hubieran sido necesarias dos estanterías para sostener esa cosa.

El científico era el profesor Larry Squire, de cincuenta y dos años, quien había dedicado las últimas tres décadas a estudiar la neuroanatomía de la memoria. Su especialidad consistía en explorar cómo el cerebro almacena los sucesos. No obstante, su trabajo con Eugene pronto les abriría un nuevo mundo, a él y a cientos de otros investigadores que han reconfigurado el conocimiento sobre el funcionamiento de los hábitos humanos. Los estudios de Squire muestran que incluso una persona que no puede recordar su propia edad es capaz de desarrollar hábitos que pueden parecernos sumamente complejos... hasta que nos damos cuenta de que todos actuamos a diario con base en los mismos procesos neurológicos. Estas y otras investigaciones ayudarían a revelar los mecanismos subconscientes que influyen en incontables decisiones que en apariencia son producto de un pensamiento bien razonado, pero que en realidad están condicionadas por impulsos que apenas reconocemos o comprendemos.

Cuando Squire y Eugene se conocieron, el primero llevaba varias semanas estudiando imágenes del cerebro del segundo. Las resonancias indicaban que casi todo el daño en el cráneo de Eugene se limitaba a una zona de cinco centímetros en el centro de la cabeza. El virus le había destruido casi por completo el lóbulo temporal medial, una fina estructura celular que los científicos consideran responsable de toda clase de tareas cognitivas, como recordar el pasado y regular algunas emociones. A Squire no le sorprendió la magnitud del deterioro; la encefalitis viral consume el tejido cerebral con la implacable precisión de un cirujano. Lo que sí le sorprendió fue la familiaridad de las imágenes.

Treinta años antes, cuando Squire estaba cursando el doctorado en el MIT, trabajó con un grupo que estudió el caso de un muchacho conocido como «H. M.», uno de los pacientes más famosos en la historia de la medicina. Cuando H. M. —cuyo verdadero nombre era Henry Molaison, aunque los médicos ocultaron su identidad durante toda su vida— tenía siete años,[8] lo atropelló una bicicleta[9] y al caer se dio un fuerte golpe en la cabeza.[10] Poco después, empezó a tener convulsiones y a perder el conocimiento. A los dieciséis, padeció su primera convulsión tónico-clónica, que es el tipo de convulsión que afecta a todo el cerebro; poco tiempo después, empezó a perder la consciencia hasta diez veces al día.

A los veintisiete años, H. M. estaba desesperado. La medicación no le funcionaba. Era un hombre inteligente,[11] pero no lograba conservar ningún trabajo. Seguía viviendo con sus padres. Quería llevar una vida normal, así que buscó la ayuda de un médico cuyas ansias de experimentación superaran su temor a incurrir en negligencia profesional. Los estudios sugerían que una zona del cerebro llamada hipocampo podría estar implicada en las convulsiones. Cuando el médico recomendó abrirle[12] la cabeza, alzar la parte frontal del cerebro y, con una cañita[13] succionarle el hipocampo y parte del tejido circundante del interior del cráneo, H. M. accedió.

La cirugía se llevó a cabo en 1953; a medida que H. M. se recuperaba, las convulsiones fueron disminuyendo. No obstante, casi de inmediato fue evidente que habían ocurrido cambios sustanciales en el cerebro de H. M. El paciente sabía cuál era su nombre y que su madre era originaria de Irlanda. Recordaba la crisis financiera de 1929 y noticias sobre la invasión de Normandía. Sin embargo, casi todo lo que vino después —todos los recuerdos, las experiencias y las dificultades que había afrontado durante la década previa a la cirugía— había sido borrado. Cuando el médico empezó a hacerle pruebas de me­moria con ayuda de naipes y listas de números, descubrió que H. M. era incapaz de retener información nueva durante más de veinte segundos.

Desde el día de la cirugía hasta su fallecimiento en 2008, cada persona que veía, cada canción que escuchaba y cada lugar al que entraba era una experiencia completamente nueva para él. Su cerebro permaneció congelado en el tiempo. Cada día lo desconcertaba el hecho de que fuera posible cambiar el canal de la televisión apuntando con un rectángulo de plástico negro a la pantalla. Se presentaba a los médicos[14] y enfermeras una y otra vez, docenas de veces al día.

—Me encantó aprender sobre el caso de H. M., ya que la memoria me parecía una forma muy tangible y emocionante de estudiar el cerebro —me contó Squire—. Crecí en Ohio y recuerdo que, en primer año de primaria, el profesor nos repartió unos lápices y yo empecé a mezclar todos los colores para ver si conseguía el color negro. ¿Por qué conservé ese recuerdo pero soy incapaz de recordar el rostro de mi maestro? ¿Por qué el cerebro decide que un recuerdo es más importante que otro?

Cuando Squire recibió las imágenes de la resonancia de Eugene, le maravilló lo mucho que se parecían a las de H. M. Ambos tenían huecos del tamaño de una nuez en medio de la cabeza. Y la memoria de Eugene, como la de H. M., se había esfumado.

Ahora bien, al empezar a examinar a Eugene, notó que entre su paciente y H. M. había diferencias sustanciales. Mientras que casi cualquier persona se daba cuenta de que algo no andaba bien al conocer a H. M., Eugene era capaz de mantener conversaciones y realizar tareas que no despertarían sospechas en un observador casual. Los efectos de la cirugía de H. M. fueron tan devastadores que tuvo que permanecer internado en una clínica durante el resto de su vida. Eugene, por el contrario, vivía en casa con su esposa. H. M. no podía mantener una conversación. Eugene, en cambio, tenía una extraordinaria destreza para guiar casi cualquier discusión hacia un tema con el que se sintiera cómodo hablando largo y tendido, como de los satélites —ya que había trabajado para una empresa aeroespacial— o del tiempo.

Squire inició el examen haciéndole a Eugene preguntas sobre su juventud. Eugene le habló del pueblo en el que creció, en el centro de California, y del periodo que pasó en la marina mercante y el viaje que hizo a Australia de joven. Recordaba casi todos los episodios de su vida previos a 1960. Pero cuando Squire le hizo preguntas sobre décadas posteriores, Eugene cambió educadamente de tema y dijo que tenía problemas para recordar sucesos recientes.

Squire le hizo algunas pruebas de inteligencia y descubrió que a pesar de no recordar los últimos treinta años de su vida, Eugene aún tenía bastante agudeza mental. Por si eso fuera poco, conservaba los hábitos que había adquirido en la juventud, de modo que, cada vez que Squire le daba un vaso de agua o lo felicitaba por alguna respuesta especialmente detallada, Eugene le daba las gracias y le devolvía el cumplido. Siempre que entraba alguien en la habitación, Eugene se presentaba y le preguntaba cómo le iba.

Sin embargo, cuando Squire le pidió a Eugene que memorizara una serie de números o que describiera el pasillo del laboratorio, el doctor observó que el paciente era incapaz de retener información nueva durante más de un minuto. Si alguien le mostraba a Eugene fotos de sus nietos, no los reconocía. Cuando Squire le preguntó si recordaba que se había puesto enfermo, este le contestó que no recordaba nada de su enfermedad ni de haber estado hospitalizado. De hecho, Eugene casi nunca recordaba que padecía amnesia. La imagen mental que tenía de sí mismo no incluía la pérdida de memoria y, dado que no recordaba su lesión, era incapaz de concebir que le pasara algo.

Los meses siguientes a ese encuentro, Squire llevó a cabo experimentos para poner a prueba los límites de la memoria de Eugene. Para entonces, Eugene y Beverly se habían mudado de Playa del Rey a San Diego para poder estar más cerca de su hija, y Squire solía visitarlos para realizar las pruebas. Un día, Squire le pidió a Eugene que dibujara un esbozo de la distribución de la casa. Eugene no fue capaz de dibujar un mapa rudimentario que mostrara dónde estaban la cocina o el dormitorio.

—Cuando te levantas por las mañanas, ¿cómo sales de la habitación? —le preguntó Squire.

—Bueno —contestó Eugene—, no estoy muy seguro.

Squire tomó notas en su ordenador portátil y, mientras escribía, Eugene se distrajo. Miró al otro lado del salón y se puso de pie, cruzó un pasillo y abrió la puerta del baño. Minutos después, se oyó la cisterna y el agua del grifo; Eugene regresó al salón, secándose las manos en los pantalones, y volvió a sentarse en la silla junto a Squire. Luego esperó pacientemente la siguiente pregunta.

En ese instante, nadie se preguntó cómo era posible que un hombre que era incapaz de dibujar un mapa de su casa pudiera encontrar el baño sin problemas. Pero esa pregunta, como muchas otras similares, a la larga conduciría a un sendero de descubrimientos que ha transformado la forma en que entendemos El poder del hábito.[15] Ayudaría a iniciar una revolución científica que hoy en día implica a miles de científicos que están aprendiendo por primera vez a entender todos los hábitos que influyen en nuestra vida.

Una vez que Eugene se sentó a la mesa, miró la pantalla del ordenador de Squire.

—Es sorprendente —dijo, y señaló la pantalla—. ¿Sabes? Cuando trabajaba en electrónica, se hubieran necesitado dos estanterías de un metro ochenta para sostener esa cosa.

Durante las primeras semanas después de la mudanza, Beverly intentaba salir a pasear con Eugene todos los días. Los médicos le dijeron que era importante que hiciera ejercicio, y si Eugene pasaba demasiado tiempo en casa, volvía loca a Beverly haciéndole las mismas preguntas una y otra vez en un bucle interminable. Por tanto, cada mañana y cada tarde lo llevaba a dar una vuelta a la manzana, siempre juntos y siempre por la misma ruta.

Los médicos le habían advertido a Beverly que necesitaría vigilar a Eugene de forma constante. Si alguna vez se perdía, sería incapaz de volver a casa. Sin embargo, una mañana, mientras ella se vestía, Eugene salió de casa sin avisar. Solía pasear por las habitaciones, así que Beverly tardó un rato en notar su ausencia. Cuando lo hizo, entró en pánico. Salió corriendo y miró de un lado al otro de la calle. No lo veía por ningún lado. Fue a casa de los vecinos y golpeó la ventana con desesperación. Sus casas se parecían, así que quizá Eugene se había confundido y se había metido en la de ellos. Se dirigió a la puerta y tocó el timbre hasta que alguien le abrió. Eugene no estaba ahí. Volvió corriendo a la calle y dio la vuelta a la manzana gritando su nombre. No paraba de llorar. ¿Y si había cruzado la calle? ¿Sería capaz de decirle a alguien dónde vivía? Beverly llevaba quince minutos fuera de casa, mirando en todas direcciones. Entonces regresó corriendo para llamar a la policía.

Tan pronto entró en la casa, encontró a Eugene en el salón, sentado frente a la televisión, viendo el History Channel. Las lágrimas de Beverly lo confundieron. Dijo que no recordaba haber salido de la casa ni sabía dónde había estado, y no entendía por qué ella estaba tan alterada. Entonces Beverly vio un montón de piñas de pino, como las que acababa de ver en el jardín del vecino de la esquina, apiladas sobre la mesa del comedor. Se acercó a Eugene y examinó sus manos. Tenía los dedos pegajosos de resina. Había estado vagando por la calle y había recogido algunos recuerdos.

Y encontró el camino de vuelta a casa.

Al poco tiempo, Eugene empezó a salir solo a caminar cada mañana. Beverly intentaba detenerlo, pero era inútil.

—Aunque le dijera que no saliera de casa, se le olvidaba minutos después —me dijo—. Lo seguía a veces para asegurarme de que no se perdiera, pero siempre volvía.

A veces, Eugene volvía cargando piñas o piedras. En una ocasión, volvió a casa con una cartera; en otra ocasión, con un cachorro. Nunca lograba recordar dónde había encontrado las cosas.

Cuando Squire y sus asistentes se enteraron de estos paseos, empezaron a sospechar que algo ocurría en la cabeza de Eugene que no tenía nada que ver con la memoria consciente. Diseñaron entonces un experimento: una de las asistentes de Squire visitó la casa un día y le pidió a Eugene que dibujara un mapa de la manzana en la que vivía. Eugene no pudo hacerlo. Le pidió que le indicara la ubicación de la casa en la calle. Él hizo unos garabatos, pero luego olvidó la pregunta. Ella le pidió que señalara la puerta que llevaba a la cocina. Eugene miró a su alrededor. Contestó que no sabía cuál era. Luego le preguntó qué haría si tuviera hambre. Eugene se puso de pie, se dirigió a la cocina, abrió un armario y sacó un frasco de nueces.

Esa misma semana, un visitante se sumó a Eugene en su paseo diario. Caminaron unos quince minutos, rodeados de la perpetua primavera del sur de California y el aire cargado del aroma de las adelfas. Eugene no dijo mucho, pero siempre llevó la delantera y parecía saber adónde iba. Nunca pidió indicaciones. Al doblar la esquina cercana a su casa, el visitante le preguntó a Eugene dónde vivía.

—No lo sé exactamente —contestó.

Luego caminó hasta su casa, abrió la puerta, entró en la sala de estar y encendió el televisor.

A Squire le quedó claro que Eugene era capaz de absorber información nueva. Pero ¿en qué parte del cerebro se acu­mulaba esa información? ¿Cómo podía alguien encontrar un frasco de nueces si no podía decir dónde estaba la cocina? ¿O cómo lograba volver a casa si no tenía idea de cuál era su casa? Squire se preguntó en qué parte del cerebro dañado se formaban esos nuevos patrones.

II

En el edificio que alberga el Departamento de Ciencias Cerebrales y Cognitivas del Instituto Tecnológico de Massachusetts hay laboratorios que contienen lo que un observador inexperto podría interpretar cómo quirófanos en miniatura. Hay bisturís diminutos, pequeños taladros y sierras de menos de seis milímetros conectados a brazos robóticos. Hasta las mesas del quirófano son diminutas, como si estuvieran hechas para cirujanos del tamaño de un niño. Las salas siempre están a una temperatura de 15 ºC porque el frío estabiliza los dedos de los investigadores durante los procedimientos delicados. En el interior de aquellos laboratorios, los neurólogos abren los cráneos de ratas anestesiadas para implantarles diminutos sensores que registran hasta los más mínimos cambios en su cerebro. Cuando las ratas despiertan, no parecen notar que tienen en la cabeza docenas de diminutos cables organizados como telarañas neurológicas.

Estos laboratorios se han convertido en el epicentro de la discreta revolución científica de la formación de hábitos, y los experimentos que allí se llevan a cabo explican por qué Eugene —al igual que tú y yo y el resto de la gente— desarrolló los comportamientos necesarios para sobrellevar la cotidianidad. Las ratas que viven en esos laboratorios han permitido conocer mejor las complejidades de lo que ocurre dentro de nuestra cabeza cada vez que hacemos algo tan mundano como lavarnos los dientes o sacar marcha atrás el coche del garaje. En cuanto a Squire, el trabajo realizado en estos laboratorios le ayudó a explicar cómo Eugene logró aprender nuevos há­bitos.

Una vez que los investigadores del MIT empezaron a estudiar los hábitos humanos en los años noventa —más o menos en la misma época en la que Eugene enfermó—, sin­tieron la curiosidad de saber más sobre un nudo de tejido neurológico conocido como ganglios basales. Si imaginamos el cerebro humano como una cebolla compuesta de varias capas de células, las células externas —las más cercanas al cráneo— suelen ser las capas añadidas más recientemente desde el punto de vista evolutivo. Cuando sueñas con un nuevo invento o te ríes del chiste de un amigo, son las partes exteriores del cerebro las que están funcionando; es ahí donde tiene lugar el pensamiento más complejo.

En la parte más profunda del cerebro, cerca del tronco encefálico —donde el cerebro y la columna vertebral se encuentran—, se hallan las estructuras más antiguas y primitivas. Estas controlan los comportamientos automáticos, como la respiración y la deglución, o la reacción de sobresalto que experimentamos cuando alguien sale de pronto de detrás de un arbusto. En el centro del cráneo hay un nódulo del tamaño de una pelota de golf[16] que se parece a lo que podríamos encontrar en la cabeza de los peces, los reptiles y otros mamíferos: se trata de los ganglios basales, un puñado ovalado de células[17] que durante años los científicos no entendían bien, salvo porque sos­pechaban que estaba implicado en enfermedades como el Parkinson.[18]

A principios de los noventa, los investigadores del MIT empezaron a preguntarse si los ganglios basales también tenían algo que ver con la formación de hábitos. Se dieron cuenta de que animales de laboratorio con lesiones en esta zona del cerebro desarrollaban problemas repentinos con tareas como aprender a cruzar un laberinto o recordar cómo abrir los comederos.[19] Decidieron hacer experimentos con ayuda de nuevas microtecnologías que les permitieron observar con todo detalle lo que ocurría en el cerebro de las ratas cuando realizaban docenas de rutinas. Durante la cirugía, les insertaban en el cerebro lo que parecía una pequeña palanca de mando y docenas de diminutos cables. Después de eso, colocaban al animal en un laberinto con forma de T con chocolate en un extremo.

El laberinto estaba diseñado[20] para que la rata fuera ubicada detrás de una compuerta que se abría cuando se oía un fuerte clic. Al principio, cuando las ratas oían el clic y veían que la compuerta se abría, en general deambulaban de un lado al otro del pasillo central, olisqueando las esquinas y rascando las paredes. Parecían percibir el olor del chocolate, pero no eran capaces de encontrarlo. Al llegar a la parte alta de la T, en general viraban a la derecha, lejos del chocolate, para luego volver sobre sus pasos e ir hacia la izquierda, y quizá hacer algunas pausas en el camino sin razón aparente. Con el tiempo, la mayoría de los animales encontraba la recompensa. Sin embargo, no había un patrón de comportamiento discernible. Era como si las ratas no hicieran más que dar un paseo irreflexivo.

Sin embargo, los sensores en los cerebros de las ratas señalaban algo distinto. Mientras cada una deambulaba por el labe­rinto, su cerebro —en especial los ganglios basales— trabajaba mucho. Cada vez que la rata olisqueaba el aire o rascaba una pared, su cerebro se encendía como si estuviera analizando cada nuevo aroma, cada imagen, cada sonido. La rata procesaba los estímulos al mismo tiempo que deambulaba.

Los científicos repitieron el experimento una y otra vez, y observaron cómo la actividad cerebral de cada rata se modificaba al recorrer la misma ruta cientos de veces. Poco a poco se hicieron evidentes algunos cambios. Las ratas dejaron de olisquear las esquinas y girar en la dirección equivocada. En vez de eso, cruzaban el laberinto cada vez más rápido. En el interior de su cerebro ocurría algo inesperado: conforme la rata aprendía a recorrer el laberinto, la cantidad de actividad mental disminuía. A medida que la ruta se hacía más automática, las ratas pensaban menos.

La primera vez que la rata exploraba el laberinto, era como si el cerebro tuviera que trabajar a pleno rendimiento para procesar toda la información nueva. Sin embargo, después de recorrer la misma ruta durante varios días, la rata ya no necesitaba rascar las paredes ni olisquear, de modo que la actividad cerebral asociada al rasguño y al olisqueo cesó. Ya no necesitaba decidir qué dirección tomar, de modo que los centros cerebrales de toma de decisiones se apagaron. Bastaba con que recordara el camino más directo hacia el chocolate. Al cabo de una semana, incluso las estructuras cerebrales relacionadas con la memoria se apagaron. La rata había asimilado de tal forma cómo cruzar el laberinto que prácticamente ya no necesitaba pensar.

Ahora bien, los sensores del cerebro indicaban que esa asimilación —correr en línea recta, girar a la izquierda, comer el chocolate— dependía de los ganglios basales. Esta diminuta estructura neurológica parecía tomar cada vez más el control a medida que la rata corría más rápido y su cerebro trabajaba menos. Los ganglios basales son esenciales para recordar patrones y ponerlos en práctica; dicho de otro modo, en ellos se almacenan los hábitos mientras el resto del cerebro permanece en reposo.

En la siguiente gráfica, que muestra la actividad en el cráneo de la rata cuando se encuentra en el laberinto la primera vez, se observa esta capacidad de almacenamiento en acción.[21] Al principio, el cerebro trabaja arduamente todo el tiempo:

Al cabo de una semana, una vez que la ruta es familiar y escabullirse se ha convertido en hábito, el cerebro de la rata se calma mientras corre por el laberinto:

Este proceso, en el cual el cerebro convierte una secuencia de acciones en una rutina automática, se conoce como «fragmentación», y es la base de la formación de hábitos.[22] A diario, dependemos de docenas —si no cientos— de fragmentos conductuales. Algunos son simples: automáticamente untas pasta dental en el cepillo antes de llevártelo a la boca. Otros, como vestirse o preparar la comida de nuestros hijos, son un poco más complejos.

Otros son tan complicados que resulta sorprendente imaginar que un pedazo tan pequeño de tejido que evolucionó hace millones de años pueda convertirlos en hábitos. Pensemos en la acción de sacar el coche del garaje marcha atrás. Cuando aprendes a conducir, sacar el coche del garaje requiere mucha concentración, lo cual es justificable: hay que abrir la puerta del garaje, abrir la puerta del coche, ajustar el asiento, meter la llave para ponerlo en marcha, girarla en sentido de las agujas del reloj, ajustar el espejo retrovisor interior y los exteriores, poner el pie en el freno, poner la marcha atrás, quitar el pie del freno, calcular mentalmente la distancia entre el garaje y la calle mientras se mantiene el volante alineado y se comprueba el tráfico, calcular cómo las imágenes que se reflejan en los espejos se traducen en distancias reales entre el parachoques, los cubos de basura y los arbustos, al tiempo que se ejerce cierta presión sobre el acelerador y el freno y, posiblemente, se le pide al copiloto que deje de cambiar la emisora de radio.

No obstante, ahora lo haces cada vez que necesitas salir a la calle sin siquiera razonarlo. La rutina ocurre por hábito.

Millones de personas emprenden esta elaborada coreografía cada mañana, sin pensarlo, ya que cuando cogemos las llaves del coche, los ganglios basales toman las riendas e identifican el hábito que almacenamos en el cerebro relacionado con sacar el coche del garaje marcha atrás. Una vez que el hábito comienza a desarrollarse, la materia gris es libre de relajarse o concentrarse en otros pensamientos, lo que explica por qué tenemos capacidad mental suficiente para darnos cuenta de que Jimmy olvidó la fiambrera en la casa.

Según los científicos, los hábitos surgen porque el cerebro está constantemente buscando la forma de esforzarse menos. Si se le deja a su suerte, el cerebro intentará convertir cualquier rutina en hábito, ya que los hábitos permiten al cerebro descansar con más frecuencia. Este instinto de ahorrar energía es una gran ventaja. Un cerebro eficiente requiere menos espacio, lo que se traduce en una cabeza más pequeña que facilita el parto y provoca menos mortalidad infantil y de las madres. Un cerebro eficiente también nos permite dejar de pensar constantemente en comportamientos básicos como caminar o decidir qué comer, de modo que podemos dedicar nuestra energía mental a inventar lanzas, sistemas de irrigación y, a la larga, aviones y videojuegos.

Sin embargo, ahorrar energía mental es complicado, pues si el cerebro se apaga en el momento equivocado, podríamos pasar por alto algo importante: un depredador oculto en los arbustos o un automóvil que viene hacia nosotros a toda velocidad. Por tanto, nuestros ganglios basales han diseñado un sistema inteligente para determinar en qué momento cederles el control a los hábitos. Es algo que ocurre cada vez que un fragmento de comportamiento empieza o termina.

Para entender cómo funciona, veamos de cerca una vez más la gráfica del hábito neurológico de la rata. Notarás que la actividad cerebral se dispara al principio del laberinto, cuando oye el clic antes de que la compuerta se abra, y vuelve a dispararse al final, cuando encuentra el chocolate.

Esos picos son la forma en que el cerebro determina cuándo ceder el control al hábito y qué hábito usar. Al estar detrás de la compuerta, por ejemplo, es difícil que la rata sepa si está en un laberinto conocido o en uno desconocido que está siendo acechado por un gato. Para lidiar con la incertidumbre, el cerebro dedica mucho esfuerzo al principio para buscar algo, una pista que le dé indicios de qué patrón usar. Detrás de la compuerta, si la rata oye el clic, sabe que debe usar el hábito del laberinto. Si oye un maullido, elige un patrón distinto. Y, al final de la actividad, cuando la recompensa aparece, el cerebro se reactiva y se asegura de que todo se haya desarrollado como esperaba.

Este proceso cerebral es un bucle de tres pasos; el primero es la señal, el detonante que le indica al cerebro que puede poner el piloto automático y le dice qué hábito usar; luego viene la rutina, la cual puede ser física, mental o emotiva; por último está la recompensa, la cual ayuda al cerebro a descifrar si vale la pena recordar este bucle en particular en el futuro:

Con el tiempo, este bucle —señal, rutina, recompensa; señal, rutina, recompensa— se vuelve cada vez más automático. La señal y la recompensa se entretejen hasta que surge una potente sensació

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