Por último, el corazón

Margaret Atwood

Fragmento

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Apretujados

En el coche duermen apretujados. De entrada, como se trata de un Honda de tercera mano, no es ningún palacio. Si fuese una furgoneta dispondrían de más espacio, pero ni siquiera cuando creían tener dinero habrían podido permitirse un lujo como ése. Stan dice que son afortunados por tener el vehículo que sea, pero esa fortuna no hace que el coche sea más grande.

Charmaine cree que Stan debería dormir en el asiento de atrás, porque necesita más espacio —sería lo justo, él es más alto—, pero tiene que quedarse delante por si han de salir pitando en caso de emergencia. Stan no confía en la capacidad de Charmaine para reaccionar en esas circunstancias: dice que estaría tan ocupada gritando que no podría conducir. Por eso Charmaine se acomoda en el asiento trasero, más amplio, aunque, incluso así, tampoco puede estirar el cuerpo del todo y se ve obligada a enroscarse como un caracol.

Casi siempre tienen las ventanillas subidas a causa de los mosquitos, las bandas y los gamberros solitarios. Los solitarios no suelen llevar pistolas ni cuchillos —si llevan esa clase de armas has de marcharte el triple de rápido—, pero lo más probable es que estén como una cabra, y un loco con un objeto metálico o una piedra, o incluso un zapato de tacón de aguja, puede hacer mucho daño. Les da por creer que eres un demonio, un muerto viviente o una puta vampira y, por muy razonables que sean tus esfuerzos para calmarlos, no hay manera de hacerles cambiar de opinión. La abuela Win solía decir que lo mejor que se puede hacer con los locos —en realidad, lo único que se puede hacer— es alejarse de ellos.

Con las ventanillas subidas, salvo por una mínima rendija, el aire se carga y se satura con sus efluvios. No hay muchos sitios adonde puedan ir a ducharse o a lavar la ropa, y eso pone de mal humor a Stan. A Charmaine también, pero ella se esfuerza como buenamente puede por acallar ese sentimiento y ver el lado positivo de las cosas. Total, ¿de qué sirve quejarse?

«¿De qué sirve nada?», se pregunta a menudo. Pero de qué sirve siquiera pensar si las cosas sirven de algo. Por eso ella prefiere exclamar:

—Cariño, ¡vamos a animarnos!

Stan podría contestarle: «¿Por qué? Dame un puto motivo para animarme.» O quizá le diría: «Cariño, ¡cállate!», imitando su tono despreocupado y positivo, lo cual sería cruel por su parte. Stan puede ser más bien cruel cuando se enfada, pero en el fondo es un buen hombre. La mayoría de las personas son buenas en el fondo, si se les concede la ocasión de demostrar su bondad: Charmaine está decidida a seguir creyendo en esa máxima. Una cosa que ayuda a revelar lo mejor de las personas es una ducha, porque, como solía decir la abuela Win: «El aseo y la devoción siempre van de la mano.»

Era una de las muchas cosas que solía decir, como: «Tu madre no se suicidó, sólo eran habladurías. Tu padre lo hizo lo mejor que pudo, pero tenía que tragar mucho y no lo soportó más. Deberías esforzarte por olvidar todo lo demás, porque ningún hombre es responsable de sus actos cuando ha bebido demasiado. —Y luego añadía—: ¡Vamos a hacer palomitas!»

Y hacían palomitas, y la abuela Win decía: «No mires por la ventana, cariño, es mejor que no veas lo que están haciendo. No es agradable. Gritan porque les apetece. Se están expresando. Siéntate aquí conmigo. Al final todo ha salido bien, fíjate, ahora estás aquí conmigo, ¡las dos a salvo y felices!»

Pero eso no duró. La felicidad. Estar a salvo. El ahora.

¿Dónde?

Stan se revuelve en el asiento delantero, intentando ponerse cómodo. Pero no hay puta manera de conseguirlo. ¿Y qué puede hacer? ¿Adónde pueden ir? No hay ningún lugar seguro, no hay instrucciones. Es como si lo arrastrara una ventolera salvaje pero indecisa y lo tuviera dando vueltas y vueltas sin rumbo fijo. Sin escapatoria.

Se siente muy solo y, a veces, al estar con Charmaine, la sensación incluso aumenta. La ha decepcionado.

Stan tiene un hermano, sí, pero ése sería el último recurso. Conor y él han seguido caminos distintos, por decirlo de una manera fina. La manera burda sería explicar que tuvieron una pelea de borrachos a medianoche, en la que intercambiaron con desparpajo apelativos como «capullo», «cabronazo» y «tonto del culo»; de hecho, Conor había preferido explicar de esa manera la última vez que se vieron. En honor a la verdad, Stan había elegido la misma, aunque él nunca había sido tan malhablado como Con.

Según la opinión de Stan —la que tenía en ese momento—, Conor estaba a un paso de convertirse en un delincuente. Por su parte, Con opinaba que Stan era un lacayo del sistema, un lameculos, un falso y un cobarde. Tenía los huevos de un renacuajo.

¿Dónde estará el escurridizo Conor ahora? ¿Qué estará haciendo? Por lo menos él no habrá perdido el trabajo en la crisis financiera y empresarial que ha convertido esa parte del país en un montón de chatarra oxidada: si no tienes trabajo, no puedes perderlo. Al contrario que Stan, él no se ha visto expulsado, desterrado, condenado a una vida errante y frenética de rancio olor a sobaco y arenilla en los ojos. Con siempre ha vivido de lo que podía gorronear o mangar a los demás, ya desde crío. Stan no ha olvidado la navaja suiza para la que tanto había ahorrado, su Transformer, aquella pistola Nerf con dardos de espuma: todo desaparecía por arte de magia y Con, el hermano pequeño, siempre sacudía su cabecita, no, no, qué va, ¿quién, yo?

Stan se despierta por la noche pensando por un momento que está en su cama de casa, o por lo menos en algo parecido a una cama. Alarga el brazo buscando a Charmaine y, al no encontrarla, descubre que sigue dentro del coche apestoso y que necesita mear, pero le da miedo abrir la puerta a causa de las voces chillonas que se acercan, las pisadas que crujen en la grava o resuenan, sordas, en el asfalto, y quizá un puñetazo en el techo y una cara llena de cicatrices, con una sonrisa mellada junto a la ventanilla: «¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Una zorrita! ¡Vamos a divertirnos! ¡Pásame la palanca!»

Y a continuación, el susurro aterrorizado de Charmaine: «¡Stan! ¡Stan! ¡Tenemos que irnos! ¡Tenemos que irnos ahora mismo!»

Como si él no se hubiera dado cuenta. Stan siempre deja la llave puesta en el contacto. Acelerón, chirrido de ruedas, gritos y mofas, el corazón en la boca ¿y luego qué? Más de lo mismo en otro aparcamiento o en algún callejón, en cualquier otro sitio. Estaría bien tener una ametralladora: algo más pequeño no serviría. Sin embargo, de momento su única arma es la huida.

Se siente perseguido por la mala suerte, como si la mala suerte fuera un perro rabioso que lo acecha, le sigue el rastro, lo aguarda con paciencia a la vuelta de cada esquina. Lo observa agazapado bajo los arbustos y le clava su diabólica mirada amarilla. A lo mejor lo que necesita es un curandero, una sesión completa de vudú. Y un par de billetes de cien dólares para poder permitirse una noche en un motel y sentir a Charmaine a su lado en vez de tenerla tan lejos, en el asiento de atrás. Sería lo mínimo: desear más que eso ya sería pedir demasiado.

La compasión de Charmaine todavía empeora más las cosas. Se esfuerza en exceso.

—No eres un fracasado —le dice—. Sólo porque hayamos perdido la casa, estemos durmiendo en el coche y te hayan... —No quiere decir la palabra «despedido»—. Y tú no has tirado la toalla, por lo menos estás buscando trabajo. Eso de perder la casa y, y... eso le ha pasado a mucha gente. A la mayoría.

«Pero no a todo el mundo —quisiera contestarle Stan—. No le ha pasado a todo el mundo, joder.»

A la gente rica no le ha pasado.

Al principio les iba bien. Por aquel entonces los dos tenían empleo. Charmaine trabajaba en Ruby Slippers, una cadena de residencias y clínicas para ancianos. Se encargaba de organizar actividades para entretenerlos y toda clase de eventos —sus supervisores decían que tenía buena mano con los ancianos— y se estaba abriendo camino. A Stan también le iba bien: era uno de los ayudantes del departamento de Control de Calidad en Dimple Robotics, y se encargaba de probar el Módulo Empático de los prototipos automáticos destinados a los departamentos de Atención al Cliente. A los clientes no les bastaba con que alguien les metiera la compra en una bolsa, solía explicarle a Charmaine: querían tener la sensación de comprar de verdad, y eso incluía una sonrisa. Lo de las sonrisas era complicado; se podían convertir en muecas o expresiones lascivas, pero si dabas con la sonrisa adecuada, los clientes pagaban un poco más. Era asombroso recordar, ahora, en qué cosas gastaba dinero extra la gente en otros tiempos.

Habían celebrado una boda íntima: sólo amigos, ya que a ninguno de los dos le quedaba mucha familia: en ambos casos, los padres estaban muertos. Charmaine dijo que ella, de no haber sido así, tampoco habría invitado a los suyos, pero no explicó el motivo porque no le gustaba hablar de ellos. En cambio, sí habría querido que estuviera presente su abuela Win. A saber dónde estaba Conor. Stan no lo buscó, porque, si llega a aparecer, probablemente habría intentado meterle mano a Charmaine o llamar la atención con cualquier otra artimaña.

Luego se fueron de luna de miel a la playa, en Georgia. Ése fue el punto álgido. En las fotos salen los dos morenos y sonrientes, rodeados de un halo de luz solar que parece niebla, levantando los vasos de —¿qué era eso?, algún cóctel tropical con demasiado concentrado de lima—, levantando los vasos para brindar por su nueva vida. Charmaine llevaba un top retro con estampado de flores atado al cuello, un pareo a la cintura y una flor de hibisco detrás de la oreja, su brillante melena rubia revuelta por la brisa, y él, una camisa verde con pingüinos que había elegido Charmaine y un sombrero panamá; bueno, no era un verdadero panamá, pero era del mismo estilo. Qué jóvenes parecen, qué intactos. Qué ansiosos por estrenar el futuro.

Stan le mandó una de esas fotografías a Conor para demostrarle que por fin tenía una chica que no le podría levantar; y también para que le sirviera de ejemplo del éxito al que podía aspirar si sentaba la cabeza, enderezaba su vida y dejaba de trapichear y de vivir al margen de la ley. No era que Con no fuera listo: era demasiado listo. Siempre se salía con la suya.

Con respondió con un mensaje: «Buen culo y bonitas tetas, hermano. ¿Sabe cocinar? Aunque pareces tonto con esos pingüinos.» Típico: tenía que burlarse, tenía que contestar con desdén. Eso fue antes de que cortara el contacto, borrara su correo electrónico y se negara a darle su dirección.

De vuelta en el norte dieron la entrada para una casa, un pisito de dos habitaciones donde empezar a vivir, un poquito falto de amor, pero con espacio para formar una familia, según dijo el vendedor con un guiño. Parecía asequible, pero al mirar atrás, la decisión de comprar había sido un error: tuvieron que hacer reformas y reparaciones y eso incrementó el préstamo de la hipoteca. Se convencieron de que podrían salir adelante, no eran muy derrochadores y trabajaban mucho. Eso fue lo peor: el trabajo duro. Stan se dejó el culo trabajando. Para lo que le ha servido, podría habérselo ahorrado. Lo cabrea recordar lo mucho que trabajó.

Y entonces todo se fue a tomar viento. Dio la sensación de que ocurría de la noche a la mañana. No sólo en su vida personal: todo el castillo de naipes, el sistema entero se hizo pedazos, miles de millones de dólares desaparecieron de los libros de contabilidad como el vaho de una ventana. Por la tele, salieron una multitud de expertos de poca monta, intentando explicar cómo había ocurrido —demografía, pérdida de confianza, gigantescos sistemas de venta piramidal—, pero sólo eran un montón de conjeturas baratas. Alguien había mentido, alguien había engañado, alguien había especulado en bolsa con operaciones bajistas, alguien había inflado las divisas. Faltaba trabajo, sobraba gente. O al menos faltaba trabajo para medianías como Stan y Charmaine. La zona nordeste del país, que era donde vivían ellos, fue la más afectada.

La sección de Ruby Slippers en la que trabajaba Charmaine empezó a tener problemas: era una institución exclusiva y muchas familias ya no podían permitirse el lujo de dejar allí a sus ancianos. Las habitaciones se vaciaron y empezó el recorte de gastos. Charmaine solicitó un traslado —a la cadena todavía le iba bien en la Costa Oeste—, pero no se lo concedieron y acabaron por despedirla. A continuación, Dimple Robotics cerró y se trasladó al oeste, y Stan se vio en caída libre, y sin paracaídas.

Se sentaron en su casa recién estrenada, en su sofá nuevo con los almohadones floreados que Charmaine tanto se había molestado en combinar, y se abrazaron, se dijeron que se querían, Charmaine rompió a llorar y Stan le dio unas palmaditas en la espalda y se sintió impotente.

Charmaine consiguió un empleo temporal de camarera; cuando ese local cerró, encontró otro. Y luego otro, en un bar. No eran establecimientos lujosos; esa clase de sitios estaban desapareciendo, porque la gente que se podía permitir pagar comidas caras se había desplazado con sus banquetes al oeste o a países exóticos donde nunca había existido el concepto de salario mínimo.

Stan, en cambio, no había tenido tanta suerte con los trabajos esporádicos: demasiado cualificado, según le dijeron en la empresa de colocación. Él les explicó que no se le caían los anillos, que podía fregar suelos, cortar el césped. Ellos sonrieron —¿qué suelos?, ¿qué césped?— y le dijeron que conservarían sus datos en el archivo. Pero entonces también cerró la empresa de colocación, porque... ¿qué sentido tenía mantenerla abierta si no había trabajo?

Aguantaron en su casita, sobreviviendo a base de comida rápida y del dinero que habían sacado de vender los muebles, ahorraban tanta energía como podían y se sentaban a oscuras, con la esperanza de que las cosas mejorarían. Al final pusieron la casa en venta, pero para entonces ya no había compradores; las casas contiguas a la suya estaban vacías y los saqueadores ya habían pasado por allí para llevarse cualquier cosa que se pudiera vender. Un día ya no les quedaba dinero para pagar la hipoteca y les congelaron las tarjetas de crédito. Abandonaron la casa antes de que los echaran y se largaron con el coche antes de que se lo reclamaran los acreedores.

Por suerte, Charmaine guardó un poco de efectivo. Con eso y el sueldo minúsculo que ganaba en el bar, más las propinas, han podido pagar la gasolina y conservar un apartado de correos que les permitía fingir que tenían una dirección por si a Stan le salía algo y, muy de vez en cuando, hacer una visita a la lavandería, cuando ya no soportaban seguir llevando la ropa sucia.

Stan ha vendido sangre dos veces, aunque no le pagan mucho.

—No te lo vas a creer —le dijo una mujer mientras le daba un vaso de papel con sucedáneo de zumo después de la segunda donación—, pero hay gente que ha venido a preguntarnos si queríamos comprar la sangre de sus bebés, ¿te imaginas?

—No jodas —dijo Stan—. ¿Por qué? Los bebés no tienen mucha sangre.

Ella le contestó que era más valiosa. Le dijo que había visto en las noticias que una renovación sanguínea total, sangre joven en vez de vieja, prevenía la demencia y retrasaba el reloj biológico veinte o treinta años.

—Sólo se ha probado en ratones —le explicó—. ¡Y los ratones no son personas! Pero la gente se agarra a un clavo ardiendo. Ya hemos rechazado como una docena de ofertas de personas que querían vender la sangre de sus bebés. Les decimos que no podemos aceptarla.

Alguien la estará aceptando, pensó Stan. Apuesta lo que quieras. Si hay dinero de por medio...

Ojalá pudieran encontrar algún sitio con mejores perspectivas. Dicen que Oregón está en pleno crecimiento —un auge alentado por el descubrimiento de minerales raros, que China compra en grandes cantidades—, pero ¿cómo van a llegar hasta allí? Ya no dispondrían del goteo de dinero de Charmaine, se quedarían sin gasolina. Podrían abandonar el coche, intentar hacer autoestop, pero a Charmaine la aterroriza la idea. El coche es la única barrera que los protege de la violación en grupo, y no sólo a ella, dice, teniendo en cuenta los elementos que deambulan sin pantalones por la noche. Y algo de razón tiene.

¿Qué debe hacer él para sacarlos de ese agujero? Haría lo que fuese. Antes el mundo empresarial ofrecía muchos trabajos de lameculos, pero ahora esos culos ya no están a su alcance. La banca ha abandonado la zona y la industria también; los genios de lo digital han migrado a pastos más jugosos, en lugares y países más prósperos. El sector servicios solía presentarse como una promesa de salvación, pero esos empleos también escasean, al menos por aquí. Uno de los tíos de Stan, que ya falleció, había sido chef cuando ser cocinero era un buen curro, porque los ricachones aún vivían en territorio continental y los restaurantes de lujo eran glamurosos. Pero hoy en día ya no es así, porque esa clase de clientes se han ido a vivir a islas artificiales libres de impuestos. Y cuando la gente es tan rica, lleva consigo a sus propios cocineros.

Otra medianoche, otro aparcamiento. Es el tercero de la noche; han tenido que marcharse de los dos anteriores. Ahora están tan nerviosos que no consiguen conciliar el sueño.

—¿Y si probamos suerte con las tragaperras? —propone Charmaine.

Ya lo hicieron en una ocasión y sacaron diez dólares. No fue mucho, pero por lo menos no lo perdieron todo.

—Ni hablar —contesta Stan—. No podemos arriesgarnos, necesitamos el dinero para gasolina.

—Cómete un chicle, cariño —dice Charmaine—. Relájate un poco. Duérmete. Tu cerebro está demasiado activo.

—¿Qué cerebro, joder? —replica Stan.

Hay un silencio dolorido: no debería tomarla con ella. Imbécil, se dice. Nada de esto es culpa suya.

Mañana se tragará el orgullo. Irá a buscar a Conor, le echará una mano con cualquier timo en el que ande metido, se integrará en el submundo de los delincuentes. Tiene una idea de por dónde empezar a buscar. O quizá sólo le pida un préstamo, suponiendo que Con vaya bien de pasta. Parece que se ha dado la vuelta la tortilla —antes, cuando eran más jóvenes y todavía no había encontrado la manera de saltarse las normas del sistema, era Conor quien le pedía dinero a él—, pero Stan hará bien en no recordarle a su hermano cómo eran las cosas.

O quizá sí debería recordárselo. Con está en deuda con él. Podría decirle que ha llegado la hora de devolver los favores o algo así. Tampoco es que tenga con qué negociar. Pero de todos modos, Con es su hermano. Y él es el hermano de Con. Y eso tiene que significar algo.

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II

LANZAMIENTO

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Cerveza

No era una buena noche. Charmaine intentó calmar los ánimos: «Vamos a concentrarnos en lo que tenemos —dijo en la húmeda y apestosa oscuridad del coche—. Nos tenemos el uno al otro.» Empezó a alargar el brazo hacia delante desde el asiento de atrás para tocar a Stan, para consolarlo, pero se lo pensó mejor. Él podía malinterpretar el gesto, querría pasarse al asiento de atrás con ella, querría hacer el amor y eso podía ser muy incómodo, con los dos bien apretujados, porque a ella se le quedaría la cabeza aplastada contra la puerta del coche y empezaría a resbalarse del asiento mientras Stan se concentraba, como si aquello fuera una tarea que tuviera que terminar muy deprisa, y ella dándose en la cabeza, bum, bum, bum. No era muy inspirador.

Además, Charmaine nunca se podía concentrar, porque ¿y si alguien se acercaba con sigilo desde fuera? Stan, pillado con el culo al aire, tendría que trepar como pudiera para volver al asiento de delante e intentar arrancar el coche mientras una panda de bestias golpeaba las ventanas para atraparla a ella. Aunque Charmaine no sería su objetivo principal. Lo que querrían sería lo verdaderamente valioso, que era el coche. En ella pensarían después, cuando se hubieran deshecho de Stan.

Han aparecido unos cuantos propietarios de coches tirados en la gravilla; apuñalados, con la cabeza aplastada, desangrados hasta morir. Ya nadie se preocupa por esos casos, por investigar quién lo ha hecho, porque eso conllevaría tiempo y sólo los ricos se pueden permitir tener policía. Todas esas cosas a las que no dábamos ningún valor hasta que las perdimos, como diría la abuela Win, piensa Charmaine con pesar.

La abuela Win se negó a ir al hospital cuando se puso muy enferma. Decía que costaría mucho dinero, y tenía razón. Así que murió en casa. Charmaine la cuidó hasta el final. «Vende la casa, cielo —le dijo la abuela Win cuando todavía estaba lúcida—. Ve a la universidad, saca todo el máximo provecho. Puedes hacerlo.»

Y Charmaine sacó todo el provecho que pudo. Se especializó en Gerontología y en Terapias de juego, porque la abuela Win decía que así tendría cubiertos los dos extremos de la vida, y que era una persona empática, con un don especial para ayudar a la gente. Charmaine consiguió el título.

Tampoco es que ahora le sirva para nada.

Si pasa cualquier cosa, estamos solos, le dice Stan demasiado a menudo. No es muy tranquilizador. No es de extrañar que vaya tan deprisa cuando consigue subirse encima de ella. Tiene que estar alerta todo el tiempo.

Por eso anoche, en lugar de tocar a Stan, Charmaine susurró:

—Que duermas bien. Te quiero.

Él dijo algo parecido a un «Yo también te quiero», aunque sonó más bien como un murmullo con una especie de resoplido. Lo más probable es que el pobre estuviera casi dormido. Sí que la quiere, le dijo que la amaría siempre. Ella se sintió muy agradecida cuando lo encontró, o cuando él la encontró a ella. Cuando se encontraron. Stan era muy equilibrado y fiable. A Charmaine también le gustaría ser así, equilibrada y fiable, aunque duda que algún día llegue a conseguirlo, porque se asusta con facilidad. Pero necesita curtirse. Tiene que echarle valor. No quiere ser una carga.

Los dos se despiertan temprano: es verano y la luz que entra por las ventanillas del coche es demasiado brillante. Quizá debería poner unas cortinas, piensa Charmaine. Así podrían dormir un poco más y no estarían de tan mal humor.

Van a buscar los donuts del día anterior a la cafetería más cercana, de chocolate con doble glaseado, y se preparan un poco de café instantáneo en el coche, enchufando el calentador de tazas en el mechero. Es mucho más barato que comprar el café en la tienda de los donuts.

—Esto es como un pícnic —dice Charmaine con alegría, aunque comer donuts rancios dentro del coche mientras fuera llovizna no tiene demasiado que ver con un pícnic.

Stan consulta las páginas web de empleo en su teléfono móvil con tarjeta prepago, pero eso lo deprime. Como no deja de repetir: «Nada, joder, nada, joder, nada», Charmaine le sugiere salir a correr un poco. Solían hacerlo cuando tenían su casa: se levantaban temprano, corrían antes de desayunar y luego se daban una ducha. Eso hacía que se sintieran llenos de energía, limpios... Pero Stan la mira como si estuviera loca, y ella lo entiende. Sí, sería absurdo dejar el coche abandonado con todas sus cosas dentro, como por ejemplo la ropa, y encima ponerse en peligro; a saber quién puede haber escondido entre los arbustos. Además, ¿por dónde iban a correr? ¿Por las calles de casas tapiadas? Los parques son demasiado peligrosos, están llenos de adictos, todo el mundo lo sabe.

—Qué correr ni qué hostias —es lo único que dice Stan.

Está irritable y gruñón y le iría bien un corte de pelo. Quizá más tarde Charmaine pueda colarlo con una toalla y una cuchilla en el bar donde trabaja y lavarle la cabeza y afeitarlo en el servicio de caballeros. No es muy lujoso, pero por lo menos sigue saliendo agua del grifo. Tiene un color rojizo de óxido, pero sale.

El bar se llama PixelDust. Abrió en la década en que en la zona se vivía un pequeño boom digital —unos cuantos proyectos interactivos de emprendedores y creadores de aplicaciones—, con la intención de atraer a los loquitos de la tecnología con juguetes y juegos como el futbolín, el billar y las carreras de coches online. Hay una serie de pantallas planas en las que, en su día, se proyectaban películas mudas, como si fuera un papel pintado guay, aunque ahora una está rota y en las demás se ven programas de televisión normales, uno distinto en cada pantalla. Hay algunos rincones y recovecos que se idearon con la intención de que los clientes pudieran mantener allí conversaciones serias; lo llamaban Espacio Think Tank. El cartel sigue ahí, aunque alguien ha tachado la palabra «Think» y ha escrito «Fuck», porque dos de las prostitutas medio fijas del lugar hacen sus trabajitos allí. Cuando pasó el pequeño boom, algún listillo rompió la parte del rótulo de leds donde ponía «Pixel» y ahora sólo se lee «Dust».

Polvo, qué nombre tan apropiado, piensa Charmaine: todo está cubierto por una permanente capa de mugre. El aire huele a grasa rancia por la tienda de alitas de pollo que hay al lado; los clientes las entran en el bar metidas en bolsas de papel y las van paseando por todo el local. Esas alitas son bastante asquerosas, pero Charmaine nunca dice que no cuando le ofrecen una.

El bar no seguiría abierto si no fuera porque se ha convertido en el punto de encuentro de los que ella supone —en realidad, lo sabe— que son los camellos de la zona. Se reúnen allí con sus proveedores y con sus clientes; no tienen que preocuparse por si los cogen; allí no, ya no. Además de ellos, van unos cuantos parásitos y las dos prostitutas, dos chicas animosas que no tendrán más de diecinueve años. Las dos son muy guapas; una es rubia, la otra tiene el pelo largo y es morena. Sandi y Veronica: zapatos de plataforma, tops con lentejuelas y pantaloncitos muy cortos. Antes de que todo el mundo se quedara sin dinero iban a la universidad, o eso dicen.

Charmaine cree que no durarán mucho. Alguien les dará una paliza y lo dejarán, o se rendirán y empezarán a consumir drogas, que es otra forma de dejarlo. O algún chulo se les echará encima; o un día, sencillamente, se caerán por algún agujero del espacio y nadie querrá mencionarlas, porque estarán muertas. Es un milagro que no haya pasado todavía ninguna de esas cosas. Charmaine quiere decirles que se vayan, pero no es asunto suyo y, además, adónde van a ir.

Cuando no están ocupadas en el Fuck Tank, se sientan a la barra y beben refrescos light mientras hablan con Charmaine. Sandi le explicó que sólo se prostituyen mientras esperan a conseguir un trabajo de verdad. Veronica dijo «Yo me dejo el culo», y las dos se echaron a reír. A Sandi le gustaría ser entrenadora personal, Veronica prefiere la enfermería. Hablan como si esas cosas pudieran llegar a suceder algún día. Ella no les lleva la contraria, porque la abuela Win siempre decía que los milagros podían ocurrir. Por ejemplo, que Charmaine se hubiera ido a vivir con ella, ¡eso sí que era un milagro!

Así que... ¿quién sabe? Sandi y Veronica coincidieron un par de veces con Stan cuando éste iba a buscar a Charmaine, y no pudo evitar presentárselas. Cuando ya estaban en el coche, él le dijo «No deberías tener tan buen rollo con esas putas», y Charmaine le contestó que no tenía tan buen rollo, pero que en realidad eran chicas muy dulces. A lo que Stan respondió «¿Dulces?, y una mierda», cosa que a Charmaine no le pareció muy amable. Pero no dijo nada.

De vez en cuando entra algún forastero; suelen ser chicos jóvenes, turistas de ciudades o países más prósperos, que van de fiesta por los bajos fondos en busca de diversiones baratas y entonces Charmaine tiene que ponerse en guardia. Conoce a la mayoría de los clientes habituales, y éstos suelen dejarla en paz —ya saben que ella no es como Sandi y Veronica, ella tiene marido—, y sólo a alguien nuevo se le ocurriría tirarle los tejos.

A Charmaine le toca el turno de tarde, unas horas en las que todo está bastante tranquilo. Por la noche sacaría más propinas, pero Stan dice que no quiere que trabaje a esas horas, que hay demasiados borrachos salidos, aunque quizá tenga que ceder si le ofrecen ese horario, porque cada vez les queda menos dinero. Por las tardes sólo están ella y Deirdre, que ya trabajaba allí en los buenos tiempos del PixelDust. Antes era programadora, lleva tatuada una cinta de Moebius en el brazo y sigue haciéndose dos coletas castañas de niña pequeña, como las fanáticas de Harriet la Espía. Y también está Brad, que es quien se encarga de poner mala cara a los clientes que arman jaleo.

Charmaine puede ver la televisión en las pantallas planas: películas antiguas de Elvis Presley de los años sesenta, tan reconfortantes, o las series que dan por las mañanas, aunque no son tan divertidas y, además, esas comedias siempre son frías y despiadadas porque se ríen de los problemas de la gente. Ella prefiere programas dramáticos donde los secuestran a todos, los violan o los encierran en un agujero oscuro, y nadie espera que te rías de eso. Se supone que debes disgustarte, como si te estuviera ocurriendo a ti. El malestar es una emoción más cálida y cercana, no es una gélida emoción distante, como reírse de la gente.

Antes veía un programa que no era una serie. Era un reality titulado «The Home Front», con Lucinda Quant. En otros tiempos, Lucinda era un gran reclamo, pero envejeció y «The Home Front» ya sólo se televisaba por cable en canales locales. Lucinda iba por ahí entrevistando a la gente en pleno desahucio, y los espectadores podían ver cómo apilaban en el césped todas sus cosas, como el sofá, la cama y el televisor, todo lo que habían comprado, algo muy triste, pero también interesante, y Lucinda les preguntaba qué les había pasado, y ellos le explicaban que habían trabajado mucho, pero entonces la planta había cerrado, o habían trasladado la sede central, o lo que fuera. Se suponía que los espectadores tenían que mandar dinero para ayudar a esas personas, y a veces lo hacían, y así se veía que la gente es muy buena.

A Charmaine le parecía que «The Home Front» era alentador, porque lo que les había pasado a ella y a Stan podía ocurrirle a cualquiera. Pero entonces Lucinda Quant enfermó de cáncer y se quedó calva y empezó a emitir vídeos en los que salía vomitando en la habitación del hospital; a Charmaine le parecía deprimente, así que dejó de verla. Aunque le deseaba lo mejor y esperaba que se pusiera bien.

A veces habla con Deirdre. Se cuentan las historias de sus vidas, y la de Deirdre es peor que la de Charmaine, porque en ella hay menos adultos buenos, como la abuela Win, y más abusos, y ha pasado por un aborto, algo que Charmaine no podría hacer ni por obligación. De momento toma la píldora, Deirdre se las consigue baratas, pero siempre ha querido tener hijos, aunque no tiene ni idea de cómo se las arreglaría si se quedara embarazada por accidente, teniendo en cuenta que Stan y ella viven en un coche. Otras mujeres —mujeres del pasado, mujeres más fuertes que ella— han vivido con bebés en espacios reducidos, como barcos o carretas. Pero quizá no en un coche. Cuesta mucho eliminar los olores de la tapicería, así que tendría que ser extremadamente cuidadosa con las vomitonas y esas cosas.

Sobre las once, Charmaine y Stan se comen otro donut. Luego, llenos de esperanza, pasan por un contenedor que hay detrás de un garito donde sirven sopas, pero no hay suerte, alguien se les ha adelantado y se lo ha llevado todo. Antes de mediodía, Stan la lleva a la lavandería que hay en uno de los centros comerciales —ya la han utilizado en ocasiones anteriores, dos de las lavadoras todavía funcionan—, y él vigila el coche mientras ella hace la colada y luego paga con el teléfono móvil. Charmaine tiró su ropa blanca hace tiempo —se deshizo incluso de las bragas de algodón—, y la cambió por prendas de colores más oscuros. Cuesta demasiado conservar limpias las prendas blancas y no soporta que siempre parezcan sucias. Luego, para comer, se acaban las lonchas de queso y el panecillo que les queda, y se toman otro café instantáneo. Esa noche comerán mejor, porque Charmaine cobra.

Después, Stan la deja en el Dust y le dice que volverá a recogerla a las siete.

Brad le explica que Deirdre no está, que ha llamado para decir que está enferma, pero no pasa nada, porque tampoco hay mucho movimiento. Sólo un par de tíos sentados a la barra, tomándose una cerveza o dos. Hay una serie de combinados elegantes anotados en la pizarra, pero nunca los pide nadie.

Charmaine se entrega a la aburrida rutina de cada tarde. Sólo lleva trabajando allí algunas semanas, pero tiene la sensación de que hace más tiempo. Esperar, esperar, esperar a que los demás decidan cosas, a que ocurra algo. Le recuerda mucho la residencia Ruby Slippers, cuyo lema era: «No hay nada como el hogar». Un poco retorcido, pensándolo bien, ya que esas personas estaban allí porque no podían estar en sus casas. Ella básicamente se dedicaba a servir comida y bebida a los ancianos, como en el Dust, y a ser simpática con ellos, como en el Dust, y a sonreír mucho, como en el Dust. De vez en cuando había algún entretenimiento, como un payaso o un perro terapéutico, o un mago, o alguna banda musical que donaba su tiempo a la beneficencia. Pero por lo general no ocurría gran cosa, como en esas páginas web en las que una cámara fija muestra el comportamiento de unos animales, como por ejemplo crías de águila, hasta que, de repente, estalla una crisis por una muerte, con un alboroto de graznidos. Como en el Dust. Aunque allí no apaleaban a nadie en el interior del edificio si podían evitarlo.

—Cerveza —dice con acento canadiense el hombre que está sentado a la barra—. La misma de antes.

Charmaine esboza una sonrisa impersonal y se agacha para coger la cerveza de la nevera. Al enderezarse, se ve en el espejo —sigue en buena forma y no parece muy cansada, pese a haber pasado una mala noche—, y sorprende al hombre observándola. Ella aparta la mirada. ¿Lo estaba provocando, se estaba exhibiendo al agacharse de esa forma? No, sólo estaba haciendo su trabajo. Que mire si quiere.

La semana anterior, Sandi y Veronica le habían preguntado si le apetecía hacer algún trabajillo. Ganaría más dinero del que se sacaba detrás de la barra; mucho más, siempre que estuviera dispuesta a salir de allí. Podían usar un par de habitaciones que tenían cerca del bar, con mucha más clase que el Fuck Tank, con cama y todo. Charmaine tenía una imagen fresca y a los clientes les gustaban las rubias de grandes ojos dulces con cara de niña como ella.

«Ah, no —les contestó Charmaine—. ¡Ah, no, no podría!» Aunque había sentido una pequeña punzada de excitación, como si hubiera mirado por una ventana y hubiera visto otra versión de sí misma al otro lado, como si se hubiera visto llevando una segunda vida; una segunda vida más escandalosa y gratificante. Por lo menos más gratificante económicamente, y además lo haría por Stan, ¿no? Eso disculparía cualquier cosa que ocurriera. Cosas con hombres desconocidos, cosas diferentes. ¿Cómo sería?

Pero no, no podía hacerlo porque era demasiado peligroso. Nunca se sabía lo que podían hacer esa clase de hombres, quizá se dejaran llevar. Quizá les diera por empezar a expresarse. ¿Y si Stan lo descubría? Jamás lo aceptaría, por mucho que necesitaran el dinero. Se quedaría hecho polvo. Además, estaba mal.

Confundido

Stan se aventura con la última dirección de Conor que recuerda, un adosado cerrado con tablones en una calle que sólo está semihabitada. Tal vez haya caras que lo observan desde algunas ventanas, tal vez no. Quizá sólo sea cosa de la luz. En lo que tal vez antaño fuera un jardín comunitario hay algo que parece una planta de guisantes marchita. Algunas estacas de madera asoman entre malas hierbas puntiagudas, que llegan a la altura de la rodilla. En la acera destrozada que conduce al porche hay una calavera pintada de rojo, como la que Con y él utilizaron para decorar la caseta de herramientas que convirtieron en su club particular cuando Stan tenía diez años. ¿Qué se proponían? Algo relacionado con piratas, seguro. Es curioso cómo persisten los símbolos.

Ésa era la casa que Con había ocupado cuando Stan lo vio por última vez, haría dos o tres años. Había recibido un mensaje suyo que parecía urgente, pero al llegar allí se encontró con lo de siempre: Con necesitaba un préstamo.

Su hermano llevaba una camiseta de tirantes y shorts Speedo, tenía una hilera de arañas tatuadas en el brazo y estaba lanzando un cuchillo contra una pared interior —para ser exactos, lanzándolo contra la silueta de una mujer desnuda, dibujada con rotulador violeta— mientras algunos de los imbéciles de sus amigos se pasaban porros y lo jaleaban. Como en esos tiempos Stan todavía tenía trabajo y se creía moralmente superior, se puso en plan hermano mayor y le soltó un sermón por ser tan holgazán, y Con lo mandó a tomar por culo. Uno de los amigos se ofreció a arrancarle la cabeza a Stan, pero Con se rió y dijo que si había que arrancar alguna cabeza lo podía hacer él solo. Y luego añadió: «Es mi hermano, siempre me suelta su discurso de reprimido antes de darme la pasta.» Después de fulminarse mutuamente con la mirada, se dieron unas palmadas en la espalda y Stan le dejó a Con un par de billetes de cien que no había vuelto a ver desde entonces, pero que ahora le encantaría tener. Entonces Stan cometió un error y le preguntó por aquella navaja suiza que había desaparecido tanto tiempo atrás, y Con se rió de él por cabrearse de ese modo por un cuchillo absurdo, y acabaron insultándose como si tuvieran nueve años.

Stan llama a la puerta verde llena de ampollas. Como no recibe respuesta, empuja y ve que no está cerrada. Algún pirómano debe de haberle prendido fuego al interior de la casa, porque está medio carbonizada; los cálidos rayos del sol se reflejan en los fragmentos de cristales que hay esparcidos por el suelo. Lo asalta la desagradable idea de que Conor podría estar en algún rincón en forma de esqueleto carbonizado, pero no hay nadie en ninguna de las habitaciones chamuscadas y sin techo. Los muebles, quemados y roídos por los ratones, desprenden olor a humo.

Cuando vuelve a salir, hay un hombre curioseando el interior de su coche, no cabe duda de que está pensando en robarlo. El tipo parece bastante flaco y no da la sensación de que lleve ninguna arma, Stan podría con él si fuera necesario. Aun así, mejor no acercarse.

—Hola —saluda a la camiseta de color gris desgastado y a su calvicie incipiente.

El otro da media vuelta.

—Sólo estaba mirando —le dice—. Bonito coche.

Sonrisa halagüeña, pero Stan no se deja engañar: tiene un brillo astuto en los ojos. ¿Llevará un cuchillo?

—Soy el hermano de Conor —dice—. Antes vivía aquí.

Algo cambia: cualquiera que fuese el plan de ese tipo, ya no lo va a intentar. Eso significa que Con debe de seguir con vida, y que su reputación ha empeorado en estos dos años.

—No está aquí —le explica el hombre.

—Sí, ya lo veo —contesta Stan.

Se hace un silencio. O ese tío sabe dónde está Conor o no lo sabe. Está tratando de deducir qué valor tiene esa información para Stan. Luego, o bien mentirá e intentará engañarlo, o no. Hace algunos años, esta situación le habría dado más miedo que ahora.

Al final, el otro dice:

—Pero yo s

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