Me casé con un comunista

Philip Roth

Fragmento

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Murray, el hermano mayor de Ira Ringold, fue mi primer profesor de Lengua y Literatura inglesa en la escuela media, y gracias a él me relacioné con Ira. En 1946 Murray acababa de licenciarse, tras haber servido en la XVII División Aerotransportada e intervenido en el contraataque que frustró el avance de los alemanes en las Ardenas. Fue uno de los soldados que, en marzo de 1945, efectuaron el famoso salto al otro lado del Rin que señaló el principio del fin de la guerra en Europa. En aquel entonces era un joven calvo, rudo e insolente, no tan alto como Ira pero esbelto y atlético, que sobresalía por encima de nuestras cabezas, siempre atento a su entorno. Sus ademanes y posturas eran del todo naturales, tendía a la verbosidad y era casi amenazante al expresar sus ideas. Le apasionaba dar explicaciones, clarificar, hacernos comprender, y por ello descomponía en sus principales elementos cualquier cosa de la que habláramos, con la misma meticulosidad con que efectuaba el análisis gramatical de una frase en la pizarra. Tenía un talento especial para dramatizar los interrogantes que suscitaban los temas, para darnos la intensa sensación de que estábamos escuchando un relato incluso cuando realizaba una tarea estrictamente analítica, y para examinar con toda claridad, a fondo y en voz alta, lo que leíamos y escribíamos.

Junto con la fuerza muscular y la evidente inteligencia, el señor Ringold aportaba a la clase una espontaneidad visceral que era reveladora para los chicos amansados y adecentados incapaces de comprender todavía que obedecer las reglas del decoro impuestas por un profesor no tenía nada que ver con el desarrollo mental. Su simpática predilección por arrojarte un borrador de pizarra cuando le dabas una respuesta errónea tenía más importancia de la que quizás él mismo imaginaba. O tal vez no, tal vez el señor Ringold sabía muy bien que aquello que los chicos como yo necesitábamos aprender no era sólo la manera de expresarnos con precisión y reaccionar con más discernimiento a lo que nos decían, sino a ser revoltosos sin ser estúpidos, a no disimular demasiado ni comportarnos demasiado bien, a iniciar la liberación del ardimiento masculino, encerrado en la corrección institucional que tanto intimidaba a los muchachos más brillantes.

Uno percibía, en el sentido sexual, la autoridad de un profesor de escuela de enseñanza media como Murray Ringold, una autoridad masculina en absoluto corregida por la piedad, mientras que, en el sentido religioso, percibía la vocación de un profesor como Murray Ringold, que no se diluía en la amorfa aspiración norteamericana a tener un gran éxito, un hombre que, al contrario que las profesoras, podría haber elegido cualquier otra profesión, pero prefirió dedicarnos su vida. No deseaba más que tratar con jóvenes en los que pudiera influir, y lo que más le satisfacía era la respuesta que obtenía de ellos.

Desde luego, en ese momento no se evidenció la impresión que su audaz estilo docente producía en mi sentido de la libertad; ningún chico pensaba así con respecto a la escuela o a los profesores. No obstante, el anhelo incipiente de independencia social tuvo que ser alimentado en cierta manera por el ejemplo de Murray, y así se lo dije cuando, en julio de 1997, y por primera vez desde que me gradué en la escuela de enseñanza media, en 1950, me encontré con Murray, ya con noventa años, pero, en todos los aspectos visibles, todavía el profesor cuya tarea consiste, de forma realista y sin parodiarse a sí mismo ni exagerar de un modo teatral, en personificar para sus alumnos la rebelde expresión «me importa un comino», en enseñarles que no es necesario que seas un Al Capone para transgredir las reglas, sino que basta con que pienses.

—En la sociedad humana —nos enseñaba el señor Ringold—, el pensar es la mayor transgresión de todas. El pensamiento crítico —añadía, golpeando con los nudillos la mesa para subrayar cada una de las sílabas— es la subversión definitiva.

Le dije a Murray que oír estas cosas en la adolescencia, expresadas por un hombre tan viril como él, verlas demostradas por él, me aportó la información más valiosa para mi desarrollo a la que me aferré, aunque comprendiéndola a medias, como es propio de un alumno de enseñanza media provinciano, protegido y noble, que aspira a ser racional, importante y libre.

Murray, a su vez, me contó todo cuanto en mi adolescencia desconocía, y no podía haber sabido, de la vida privada de su hermano, una seria desventura rebosante de farsa sobre la que Murray reflexionaba en ocasiones a pesar de que Ira había muerto más de treinta años atrás.

—Miles y miles de norteamericanos destruidos en aquellos años —dijo Murray—, víctimas políticas, víctimas de la historia, debido a sus creencias. Pero no recuerdo a nadie a quien derribaran de la misma manera que lo hicieron con Ira. No fue en el gran campo de batalla norteamericano que él mismo habría elegido para su destrucción. Tal vez, a pesar de la ideología, la política y la historia, una catástrofe auténtica siempre es, en el fondo, un desengaño personal, el paso de lo sublime a lo ridículo. No hay ocasión de llevar la contraria a la vida porque ha fracasado en el intento de trivializar a la gente. No, tienes que quitarte el sombrero ante las técnicas de que la vida dispone para despojar a un hombre de su importancia y vaciarlo por completo de su orgullo.

Cuando le pregunté, Murray me contó de qué manera también él había sido despojado de su importancia. Yo tenía una idea general de lo ocurrido, pero apenas conocía los detalles, debido a que por entonces tuve que incorporarme a filas, tras mi graduación universitaria, en 1954; no regresé a Newark hasta varios años después, y la odisea política de Murray comenzó en mayo de 1955. Empezamos por la historia de Murray, y sólo al caer la tarde, cuando le pregunté si le gustaría quedarse a cenar conmigo, él pareció tener la misma sensación que yo, la de que nuestra relación había pasado a un plano más íntimo y no sería incorrecto que siguiéramos hablando abiertamente acerca de su hermano.

Cerca de donde vivo, al oeste de Nueva Inglaterra, hay una pequeña universidad llamada Athena que organiza una serie de programas veraniegos de una semana de duración para personas mayores, y Murray, a sus noventa años, se había matriculado en el curso titulado pomposamente «Shakespeare y el milenio». Esta circunstancia explica que tropezara con él en el pueblo el domingo de su llegada (no lo había reconocido, pero tuve la suerte de que él me reconociera) y que pasáramos nuestras seis noches juntos. Así apareció el pasado, esta vez en forma de un hombre muy anciano que tenía el talento necesario para no pensar en sus problemas un instante más de lo que merecían y que aún no podía perder su tiempo hablando con otra persona más que de cosas serias. Una obstinación palpable prestaba a su personalidad una plenitud sin fisuras, y ello a pesar de la reducción radical efectuada por el tiempo de su viejo y atlético físico. Al mirar a Murray mientras me hablaba de aquella manera familiarmente abierta y meticulosa, me dije: «He aquí la vida humana. Esto es resistencia».

En 1955, casi cuatro años después de que pusieran a Ira en la lista negra de profesionales de la radio porque era comunista, la Junta de Educación despidió a Murray de su puesto docente por negarse a cooperar con el Comité Doméstico de Actividades Antinorteamericanas, cuando se presentó en Newark para dedicarse durante cuatro días a efectuar averiguaciones jurídicas. Lo rehabilitaron, pero sólo tras una lucha legal prolongada durante seis años que terminó en una decisión del Tribunal Supremo del Estado por cinco a cuatro: lo rehabilitaron con efecto retroactivo en cuanto a la paga, menos la cantidad de dinero que había ganado como vendedor de aspiradoras para mantener a su familia durante aquellos seis años.

—Cuando no sabes qué otra cosa puedes hacer —me dijo Murray, sonriendo—, vendes aspiradoras de puerta en puerta. Aspiradoras Kirby. Derramas un cenicero lleno sobre la alfombra y aspiras las colillas para que lo vean, les aspiras la casa entera. Así es como vendes el aparato. En mi época aspiré la mitad de las casas de Nueva Jersey. Mira, Nathan, había mucha gente dispuesta a favorecerme. Tenía una esposa cuyos gastos médicos eran constantes, y una hija, pero el negocio iba muy bien y vendía aspiradoras a mucha gente. Y a pesar de sus problemas con la escoliosis, Doris iba a trabajar, había vuelto al laboratorio del hospital, donde trabajaba en hematología. Acabó por dirigir el laboratorio. En aquel entonces no había separación entre las cuestiones técnicas y las artes médicas, y Doris lo hacía todo: extraía sangre, embadurnaba las platinas. Era muy paciente, muy minuciosa con el microscopio. Estaba bien adiestrada y era observadora, precisa, entendida. Trabajaba en el Beth Israel, que estaba en la acera de enfrente; para volver a casa sólo tenía que cruzar la calle, y preparaba la cena sin quitarse la bata del laboratorio. No he conocido ninguna otra familia que, como la nuestra, usara matraces de laboratorio para el aderezo de la ensalada. El matraz Erlenmeyer. Removíamos el café con pipetas. Toda nuestra cristalería era del laboratorio. Cuando estábamos en aprietos, Doris se las arreglaba para llegar a fin de mes. Juntos éramos capaces de hacer frente al problema.

—¿Y fueron a por ti porque eras el hermano de Ira? —le pregunté—. Siempre lo había dado por sentado.

—No puedo saberlo con seguridad. Ira creía que sí. Tal vez fueron a por mí porque nunca me comporté como era de esperar de un profesor. Tal vez habrían ido a por mí incluso sin Ira. Empecé como agitador, Nathan. Ardía en deseos de establecer la dignidad de mi profesión. Es posible que eso les irritara más que cualquier otra cosa. La indignidad personal que debías sufrir como profesor cuando empecé a enseñar… no te lo creerías. Te trataban como a un niño. Todo cuanto te decían tus superiores tenía valor de ley, incuestionable. «Vendrás a tal hora, firmarás puntualmente en el libro de registro, pasarás tantas horas en la escuela y te encargarás de tareas por la tarde y por la noche, aun cuando eso no forme parte de tu contrato.» Toda clase de menudencias ordenadas por los de arriba. Te sentías denigrado.

Puse todo mi empeño en la organización de nuestro sindicato, y no tardé en dirigir comités y ocupar puestos ejecutivos en la junta. No tenía pelos en la lengua, y admito que a veces era bastante locuaz. Creía conocer todas las respuestas, pero me interesaba que se respetara a los profesores, que tuvieran respeto y sueldo apropiados a su tarea, y esas cosas. Los profesores tenían problemas con la paga, las condiciones de trabajo, los beneficios…

El inspector de enseñanza media no era amigo mío. Yo había tenido un papel destacado en la moción para impedir su promoción a inspector. Apoyé a otro candidato, y perdió. Así pues, como no me andaba con rodeos respecto a mi oposición a aquel hijo de puta, me tenía atravesado, y en el año 55 cayó el hacha y me citaron en la Sede Federal, donde tenía lugar una reunión del Comité Doméstico de Actividades Antiamericanas, para que diera mi testimonio. El presidente era un diputado llamado Walter, a quien acompañaban otros dos miembros del comité. Tres de ellos eran de Washington y les acompañaba su abogado. Estaban investigando todo tipo de influencias comunistas en la ciudad de Newark, pero en especial lo que ellos llamaban la «infiltración del partido» en el mundo laboral y docente. Se había realizado una serie de tales reuniones en todo el país, en Detroit, en Chicago… Sabíamos que nos iba a tocar, que era inevitable. A los profesores nos despacharon en un solo día, el último, un martes de mayo.

Mi declaración duró cinco minutos. «¿Ha sido usted ahora o alguna vez…?» Me negué a responder. Ellos quisieron saber por qué, puesto que no tenía nada que ocultar. ¿Por qué no quería quedar limpio? Ellos sólo deseaban información. Para eso estaban allí. Se ocupaban de la legislación, no eran un organismo punitivo. Pero tal como yo entiendo la Declaración de Derechos, mis creencias políticas no les concernían, y eso es lo que les dije: «Esto no les concierne».

Aquella misma semana habían ido detrás de la Unión de Trabajadores Eléctricos, el viejo sindicato de Ira, allá en Chicago. Un lunes por la noche, mil sindicalistas se trasladaron en autobuses alquilados desde Nueva York para formar piquetes en el hotel Robert Treat, donde se alojaban los miembros del comité. El Star-Ledger describió la aparición de los piquetes como una «invasión de fuerzas hostiles a la investigación por parte del Congreso». No una manifestación legal garantizada por los derechos expresados en la constitución, sino una invasión, nada menos, como la invasión de Polonia y Checoslovaquia por parte de Hitler. Uno de los congresistas del comité señaló a la prensa (y sin que le turbara el antiamericanismo que acechaba en su observación) que muchos de los manifestantes cantaban en español, lo cual demostraba que desconocían el significado de las pancartas que llevaban, que eran unos «primos» embaucados por el Partido Comunista. Le reconfortaba el hecho de que habían sido vigilados por el «grupo antisubversivo» de la policía de Newark. Después de que la caravana de autobuses cruzara el condado de Hudson, camino de regreso a Nueva York, un importante funcionario policial de allí manifestó; «Si hubiera sabido que eran rojos, habría encerrado al millar entero». Tal era la atmósfera local, y eso era lo que había aparecido en la prensa cuando me interrogaron. Fui el primero de los citados aquel martes.

Faltaba poco para que terminaran mis cinco minutos, y, ante mi rechazo a cooperar, el presidente dijo que le decepcionaba que un hombre instruido y comprensivo como yo se negara a prestar su ayuda para la seguridad del país, no diciendo al comité lo que quería saber. Encajé eso en silencio. Hice una sola observación hostil, y fue cuando uno de aquellos cabrones concluyó diciéndome: «Pongo en duda su lealtad, señor»; a lo que respondí: «Y yo pongo en duda la suya». Entonces el presidente me dijo que si seguía difamando a cualquier miembro del comité, haría que me expulsaran. «No vamos a quedarnos aquí de brazos cruzados tolerando su palabrería y escuchando sus difamaciones», me dijo. «Tampoco yo tengo que quedarme aquí y escuchar sus difamaciones, señor presidente», repliqué. Hasta ahí llegaron las cosas. Mi abogado me dijo que no siguiera, y ése fue el final de mi declaración. Dijeron que podía irme.

Pero cuando me levantaba de la silla, uno de los congresistas me interpeló, supongo que para provocar mi desprecio: «¿Cómo es posible que le paguen con el dinero de los contribuyentes cuando su condenable juramento comunista le obliga a enseñar de acuerdo con la política soviética? ¿Cómo, en nombre de Dios, puede ser usted un agente libre y enseñar lo que dictan los comunistas? ¿Por qué no abandona el partido y cambia de dirección? ¡Vuelva al estilo de vida norteamericano, se lo ruego!».

Pero no mordí el anzuelo, no le dije que mi enseñanza no tenía nada que ver con los dictados de cualquier cosa que no fuese la composición y la literatura, aunque, al final, no parecía importar lo que dijera o dejase de decir: aquella noche, en la última edición deportiva, apareció mi cara en la primera plana del Newark Times, bajo el titular: «Negativa de un testigo en interrogatorio a rojos», y la cita: «“No toleraremos su palabrería”, dice el CDAA a un profesor de Newark».

Bueno, uno de los miembros del comité era Bryden Grant, diputado por el estado de Nueva York. Supongo que te acuerdas de los Grant, Bryden y Katrina. Todos los americanos se acuerdan de ellos. Pues bien, para esa gente los Ringold eran como los Rosenberg. Ese chico guapo de la alta sociedad, esa nulidad perversa, estuvo a punto de destruir a nuestra familia. ¿Y sabes por qué? Porque una noche Grant y su mujer asistieron a una fiesta que Ira y Eve daban en el piso de la calle West Eleventh, y Ira se metió con Grant como sólo él podía meterse con alguien. Grant era amigo de Wernher von Braun, o eso creía Ira, y éste le dio un buen rapapolvo. Grant era, a primera vista, desde luego, un tipo decadente de clase alta, de los que tanto irritaban a Ira. La mujer escribía unas populares novelas rosas que las mujeres devoraban, y Grant aún era columnista del Journal-American. Para Ira, Grant era la encarnación del individuo mimado y privilegiado. No podía soportarlo. Cada gesto de Grant le provocaba náuseas, y aborrecía su línea política.

Hubo una escena en toda regla: Ira gritó e insultó a Grant, y durante el resto de su vida Ira sostuvo que la venganza de Grant contra nosotros empezó esa noche. Era propio de Ira presentarse sin ningún camuflaje. Dice lo que piensa, no se guarda nada, sin una sola excusa. De ahí el magnetismo que tenía para ti, pero era también lo que le convertía en repelente para sus enemigos. Y Grant era uno de sus enemigos. La riña duró tres minutos, pero, según Ira, esos tres minutos sellaron su destino y el mío. Había humillado a un descendiente de Ulysses S. Grant, graduado por Harvard y empleado de William Randolph Hearst, por no mencionar marido de la autora de Eloísa y Abelardo, el libro más vendido en 1938, y La pasión de Galileo, el libro más vendido de 1942… y eso nos sentenció. Estábamos acabados: al insultar públicamente a Bryden Grant, Ira no sólo había puesto en tela de juicio las impecables credenciales del marido, sino también la inextinguible necesidad de la esposa de tener razón.

Mira, no estoy seguro de que eso lo explique todo, aunque no porque Grant fuese menos imprudente en el uso del poder que el resto de la banda de Nixon. Antes de ir al Congreso, escribía una columna para el Journal-American, una columna de chismorreo tres veces por semana, acerca de Broadway y Hollywood, a la que añadía una porción de injurias a Eleanor Roosevelt. Así dio comienzo la carrera de Grant en el servicio público. Eso fue lo que tanto le cualificó para formar parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Era un columnista de chismorreos antes de que eso se convirtiera en el gran negocio que es hoy. Estuvo en ello al comienzo, en la mejor época de los grandes pioneros. Era un grupo formado por Cholly Knickerbocker, Winchell, Ed Sullivan y Earl Wilson. Y estaban también Damon Runyon, Bob Considine, Hedda Hopper… y Bryden Grant era el esnob del grupo, no el luchador callejero, no el rufián, no el enterado locuaz que frecuentaba Sardi’s o The Brown Derby o el gimnasio de Stillman, sino el aristócrata de la chusma que frecuentaba el Racquet Club.

Grant empezó con una columna titulada «El runrún de Grant» y, como debes recordar, estuvo a punto de acabar como jefe de personal de la Casa Blanca durante la administración Nixon. El congresista Grant era un gran favorito de Nixon. Perteneció, como Nixon, al Comité de Actividades Antiamericanas. Recuerdo la época, en el 68, en que la administración Nixon puso de nuevo en circulación el nombre de Grant para el puesto de jefe de personal. Lástima que renunciaran. Fue la peor decisión que Nixon tomó jamás. Ojalá Nixon hubiera considerado la ventaja política de nombrar, en vez de a Haldeman, a ese escritorzuelo mercenario y pretencioso como jefe de la operación de encubrimiento del Watergate, pues la carrera de Grant podría haber terminado entre rejas. Bryden Grant en la cárcel, en una celda entre la de Mitchell y la de Ehrlichman. La tumba de Grant. Pero eso jamás ocurriría.

Puedes oír a Nixon cantar las alabanzas a Grant en las cintas de la Casa Blanca. Eso está ahí, en las transcripciones. «Bryden tiene el corazón bien templado», le dice el presidente a Haldeman. «Es testarudo, capaz de hacer cualquier cosa. Y no exagero, cualquier cosa.» Le dice a Haldeman el lema de Grant sobre la manera de tratar a los enemigos de la administración: «Destrúyelos en la prensa». Y entonces, con admiración (es un epicúreo de la difamación perfecta, de la calumnia que arde con una llama dura, como una gema), el presidente añade: «Bryden tiene instinto asesino. Nadie hace un trabajo más hermoso».

El congresista Grant murió mientras dormía, cuando era un viejo estadista rico y poderoso, todavía muy respetado en Staatsburg, Nueva York, donde pusieron su nombre al campo de fútbol de una escuela.

Durante la audiencia observé a Bryden Grant, tratando de creer que era algo más que un político empeñado en una venganza personal que encontraba en la obsesión nacional el medio de ajustar cuentas. En nombre de la razón, buscas algún motivo más elevado, un significado más profundo… en aquellos días aún acostumbraba a ser razonable acerca de lo irrazonable y buscar la complejidad en las cosas sencillas. Exigía a mi inteligencia unas explicaciones que no eran realmente necesarias. Me decía: «Es imposible que sea tan mezquino e insípido como parece. Eso no puede ser más que la décima parte de la verdad. Ha de haber algo más».

¿Pero por qué? La mezquindad y la insipidez también pueden ser imponentes. ¿Qué podría ser más firme, más constante que la mezquindad y la insipidez? ¿Son acaso obstáculos que dificultan la astucia y la dureza? ¿Invalidan el objetivo de ser un personaje importante? No es preciso tener una visión evolucionada de la vida para ansiar el poder, ni para alcanzarlo. De hecho, una visión evolucionada de la vida puede ser el peor obstáculo, mientras que la carencia de esa visión puede ser la ventaja más espléndida. No es necesario evocar las desdichas de su infancia aristocrática para comprender al congresista Grant. Al fin y al cabo, es la persona que ocupó el escaño de Hamilton Fish, quien odiaba de veras a Roosevelt, a un aristócrata del río Hudson como Franklin Delano Roosevelt. Fish estudió en Harvard después de Roosevelt. Le envidiaba, le odiaba y, puesto que el distrito de Fish incluía Hyde Park, acabó siendo congresista de Roosevelt. Gran aislacionista y estúpido como pocos. En los años treinta, Fish fue el primer zopenco de clase alta que actuó como presidente del precursor de aquel pernicioso comité. El prototípico aristócrata hijo de puta, farisaico, patriotero y estrecho de miras que era Hamilton Fish. Y cuando, en 1952, efectuaron la nueva división de los distritos electorales, Bryden Grant fue su chico.

Después de la audiencia, Grant abandonó el estrado donde los tres miembros del comité y su abogado estaban sentados y fueron directamente a mi encuentro. Él era el que me había dicho aquello de que ponía en tela de juicio mi lealtad. Pero ahora sonreía amablemente, como sólo Bryden Grant sabía hacerlo, como si hubiese inventado la sonrisa amable, me tendió la mano y, por mucho que me repugnara, se la estreché. La mano de la sinrazón, y, de una manera razonable, civilizada, como los boxeadores se tocan mutuamente los guantes antes de un combate, se la estreché, un gesto que dejó consternada durante días a mi hija Lorraine.

«Señor Ringold», me dijo. «Hoy he venido aquí para ayudarle a limpiar su reputación. Ojalá hubiera cooperado más. No facilita usted las cosas, ni siquiera a quienes somos comprensivos. Quiero que sepa que no me han designado oficialmente para representar al comité en Newark, pero sabía que usted daría testimonio y por eso solicité venir, porque pensé que no le sería de mucha ayuda que se presentara en mi lugar mi amigo y colega Donald Jackson.»

Jackson era el individuo que había ocupado el asiento de Nixon en el comité. Donald L. Jackson, de California. Un pensador deslumbrante, dado a declaraciones públicas del tipo de: «Me parece que ha llegado la hora de ser americano o no ser americano». Fueron Jackson y Velde quienes encabezaron la búsqueda sistemática de los comunistas subversivos para erradicarlos del clero protestante. Era una cuestión nacional apremiante para aquellos tipos. Después de que Nixon dejara el comité, consideraron a Grant la punta de lanza intelectual del comité, el que extraía para ellos sus profundas conclusiones… y, por triste que sea decirlo, es más que probable que lo fuera.

Grant siguió diciéndome: «Pensé que quizá le sería de más ayuda que el honorable caballero de California. A pesar de su comportamiento de hoy, todavía lo creo así. Quiero que sepa que si, tras descansar bien esta noche, decide usted limpiar su reputación…».

Entonces fue cuando Lorraine estalló. Tenía catorce años. Ella y Doris estaban sentadas detrás de mí, y el enojo de Lorraine, en el transcurso de la sesión, había sido incluso más audible que el de su madre. Enojada e inquieta, apenas capaz de refrenar la agitación de su cuerpecillo de catorce años. «¿Por qué ha de limpiar su reputación?», le preguntó al congresista Grant. «¿Qué ha hecho mi padre?» Grant le sonrió afablemente. Era un hombre muy bien parecido, con el cabello plateado, estaba en buena forma y sus trajes eran los más caros confeccionados por Tripler. Sus modales no podrían haber agraviado a la madre de nadie. Había en su voz una agradable mezcla, era respetuosa y, al mismo tiempo, suave y viril, y le dijo a Lorraine: «Eres una hija leal». Pero la chica no se dio por vencida, y ni Doris ni yo intentamos refrenarla. «¿Limpiar su reputación? No tiene ninguna necesidad de hacer eso… su reputación no está sucia», le dijo a Grant. «Es usted quien ensucia su reputación.» «Está usted evadiendo el tema, señorita Ringold», le dijo Grant. «Su padre tiene ciertos antecedentes.» «¿Antecedentes?», replicó Lorraine. «¿Qué antecedentes? ¿Cuáles son?» Él sonrió de nuevo. «Es usted una joven muy simpática, señorita Ringold», le dijo. «Eso no tiene nada que ver. ¿Cuáles son sus antecedentes? ¿Qué ha hecho?» «Su padre nos dirá lo que ha hecho.» «Mi padre ya ha hablado», dijo ella, «y usted está retorciendo todo lo que dice, convirtiéndolo en un montón de mentiras para que parezca culpable. Su reputación está limpia. Puede dormir por la noche, pero no sé si usted puede hacerlo, señor. Mi padre sirvió a este país tan bien como los demás. Sabe de lealtad y lucha, y lo que significa ser americano. ¿Es así como trata usted a la gente que ha servido a su país? ¿Para eso luchó él, para que usted esté ahí sentado e intente manchar su nombre? ¿Para que trate de echarle fango encima? ¿A eso lo llama lealtad? ¿Qué ha hecho usted por Estados Unidos? ¿Escribir columnas de chismorreo? ¿Es eso tan americano? Mi padre tiene principios, y son unos decentes principios americanos, y usted no tiene ningún derecho a tratar de destruirle. Va a la escuela, enseña a los niños, trabaja tan duro como puede. Deberían tener ustedes un millón de profesores como él. ¿Es ése el problema? ¿Que es demasiado bueno? ¿Por eso tienen que decir mentiras sobre él? ¡Deje en paz a mi padre!».

Como Grant no replicaba, Lorraine gritó: «¿Qué pasa? Tenía tanto que decir cuando estaba en el estrado, ¿y ahora se ha vuelto el señor mudo? No despega los labios, ¿eh?». Entonces le tapé la boca y le dije: «Ya basta». Pero ella se enfadó conmigo. «No, no basta. No bastará hasta que dejen de tratarte así. ¿No va usted a decir nada, señor Grant? ¿Son así los Estados Unidos, nadie dice nada delante de los jóvenes de catorce años? ¿Sólo porque no voto, es ése el problema? ¡Bueno, pues tenga la seguridad de que nunca votaré por usted ni por ninguno de sus asquerosos amigos!» Se echó a llorar, y fue entonces cuando Grant me dijo: «Ya sabe dónde encontrarme», nos sonrió a los tres y se marchó a Washington.

Así son las cosas. Te joden y entonces te dicen: «Tienes suerte de que sea yo quien te haya jodido y no el honorable caballero de California».

Nunca me puse en contacto con él. Lo cierto es que mis creencias políticas estaban bastante localizadas, jamás fueron ampulosas, como las de Ira. Jamás me interesé como él por el destino del mundo. Me interesaba más, desde un punto de vista profesional, por el destino de la comunidad. Mi preocupación no era tanto política como económica, y yo diría que sociológica, por lo que se refiere a las condiciones de trabajo, a la situación de los profesores en la ciudad de Newark. Al día siguiente, el alcalde Carlin declaró a la prensa que gente como yo no debería enseñar a nuestros hijos, y la Junta de Educación me encausó por comportarme de una manera impropia de un profesor. El inspector vio en eso una justificación para librarse de mí. No había respondido a las preguntas de un órgano gubernamental responsable, por lo que era incompetente ipso facto. Dije a la Junta de Educación que mis creencias políticas no tenían nada que ver con mi condición de profesor de Lengua y Literatura inglesa en el sistema educativo de Newark. Sólo había tres bases para mi expulsión: insubordinación, incompetencia e inmoralidad manifiesta, y argumenté que ninguna de ellas era aplicable a mi caso. Varios ex alumnos míos desfilaron ante la junta para dar testimonio de que jamás había tratado de adoctrinar a nadie, ni en el aula ni en ninguna otra parte. Ninguna persona relacionada con el mundo docente me había oído tratar de adoctrinar a nadie en nada que no fuese el respeto por la lengua inglesa, ni los padres, ni mis alumnos, ni mis colegas. Mi ex capitán del ejército testimonió en mi favor. Vino desde Fort Bragg. Eso fue impresionante.

Disfruté vendiendo aspiradoras. Algunas personas cruzaban la calle cuando me veían, incluso gente a la que tal vez le avergonzaba comportarse así, pero no quería que la contaminara. Cierto que eso no me apuraba. Contaba con todo el apoyo del sindicato de profesores y también tenía mucho en el exterior. Llegaban donativos, contábamos con el salario de Doris y yo vendía aspiradoras. Conocía gente de todos los campos profesionales y establecía contacto con el mundo real más allá de la enseñanza. En fin, era un profesional, un profesor de escuela que leía, impartía lecciones sobre Shakespeare, os hacía a vosotros, los chicos, analizar frases, memorizar poemas y apreciar la literatura, y no creía que hubiera otra forma de vida digna de ser vivida. Pero me dediqué a vender aspiradoras y llegué a sentir una gran admiración por muchas de las personas a las que conocía, y todavía estoy agradecido por ello. Creo que, gracias a eso, tengo una actitud mejor ante la vida.

—Supón que el tribunal no te hubiera rehabilitado. ¿Seguirías teniendo una actitud mejor?

—¿Si hubiera perdido? Creo que me habría ganado la vida bastante bien, que habría sobrevivido intacto. Tal vez habría lamentado algunas cosas, pero no creo que eso hubiera afectado mi temperamento. En una sociedad abierta, por mal que vayan las cosas, siempre hay una salida. Perder tu trabajo y que los periódicos te llamen traidor son cosas muy desagradables, pero de todos modos no es una situación inamovible, como en caso de totalitarismo. No me metieron en la cárcel ni me torturaron. A mi hija no le negaron nada. Me arrebataron mi medio de vida y algunas personas dejaron de hablarme, pero otras me admiraban. Mi mujer y mi hija me admiraban. Muchos de mis ex alumnos me admiraban, y lo decían así, abiertamente. Y podía entablar una querella legal. Tenía libertad de movimientos, podía conceder entrevistas, recaudar fondos, contratar un abogado, recusar al tribunal, cosa que hice. Cierto que puedes sufrir un ataque cardiaco de tanto sentirte deprimido y desgraciado, pero también puedes encontrar alternativas, y así lo hice.

En fin, si el sindicato hubiera fracasado, no hay duda de que eso me habría afectado. Pero no fracasamos. Luchamos y, finalmente, ganamos. Igualamos los salarios de hombres y mujeres, así como los de los profesores de enseñanza primaria y secundaria. Conseguimos que todas las actividades fuesen, en primer lugar, voluntarias, y en segundo lugar, pagadas. Luchamos por conseguir que la baja por enfermedad fuese más larga. Exigimos un permiso de cinco días para cualquier clase de asuntos personales. Conseguimos que los ascensos se basaran en exámenes y no en el favoritismo, lo cual significaba que todas las minorías tenían una oportunidad justa. Atrajimos negros al sindicato y, a medida que su número aumentaba, fueron ocupando puestos de mando. Pero eso fue hace años. Ahora el sindicato me decepciona mucho. Se está convirtiendo en una organización codiciosa. El salario, eso es todo. Lo que debe hacerse para educar a los chicos es lo último en lo que piensan. Una gran decepción.

—¿Fue muy terrible durante esos seis años? ¿Qué perdiste con ello?

—No creo que perdiera nada. Desde luego, tienes que apechugar con el insomnio. Me pasaba muchas noches en blanco, pensando en toda clase de cosas: cómo hacer esto, qué haría a continuación, a quién debía llamar, y cosas por el estilo. Siempre estaba reconstruyendo lo sucedido y proyectando lo que sucedería. Pero entonces llega la mañana, te levantas y haces lo que tienes que hacer.

—¿Y cómo se tomó Ira lo que te había ocurrido?

—Pues le afligió. Incluso diría que fue su ruina si no fuese porque todo lo demás ya le había arruinado. Yo confié desde el principio en que ganaría, y así se lo dije. No tenían razones legales para despedirme. Él me decía una y otra vez: «Estás de broma. Ésos no necesitan razones legales». Conocía a demasiada gente que había sido despedida; no había más que hablar. Al final gané, pero él se sentía responsable de lo que había sufrido. Cargó con ese sentimiento durante el resto de su vida. Y también con lo tuyo, ¿sabes? Se sentía culpable de lo que te ocurrió.

—¿A mí? —repliqué—. No me ocurrió nada. Era un crío.

—Bueno, algo te ocurrió.

Desde luego, no debería sorprendernos el descubrimiento de que en nuestra vida ha habido un acontecimiento, algo importante, de lo que no sabíamos nada. Nuestra vida es en sí y por sí misma algo de lo que sabemos muy poco.

—Recordarás que cuando te licenciaste en la universidad no conseguiste una beca Fulbright —me dijo Murray—. Bueno, eso fue por culpa de mi hermano.

En el curso 1953-1954, mi último año en Chicago, solicité una beca Fulbright para proseguir en Oxford mis estudios de graduado en letras, y me rechazaron. Había figurado en los primeros puestos de mi clase, tenía unas recomendaciones entusiastas y, tal como lo recuerdo ahora (probablemente por primera vez desde que ocurrió), no sólo me afectó el hecho de que me rechazaran, sino también que un condiscípulo cuyas calificaciones eran muy inferiores a las mías hubiera obtenido una beca Fulbright para estudiar en Inglaterra.

—¿Es eso cierto, Murray? Sólo creí que fue algo absurdo, injusto, la veleidad del destino. No sé qué pensar. Tuve la sensación de que me habían quitado algo más… y entonces me llamaron a filas. ¿Cómo sabes que fue así?

—El agente se lo dijo a Ira. El FBI. Se encargó de Ira durante años. Iba a visitarle. Intentaba conseguir que le diera nombres, diciéndole que así podría probar su inocencia. Creían que eras el sobrino de Ira.

—¿Su sobrino? ¿Cómo se les ocurrió tal cosa?

—No me lo preguntes. El FBI no siempre tenía los datos correctos. Tal vez no siempre quería tenerlos. Aquel individuo le dijo a Ira: «¿Sabe usted que su sobrino ha solicitado una beca Fulbright? El chico que está en Chicago. Pues no la ha conseguido porque usted es comunista».

—¿Crees que eso era cierto?

—Sin ninguna duda.

Mientras escuchaba a Murray, observaba lo descarnado que se había vuelto, pensando en que su aspecto físico era la materialización de aquella coherencia suya, la consecuencia de una indiferencia sostenida durante toda la vida a todo cuanto no fuese la libertad en su sentido más austero… pensando en que Murray era un hombre de esencias, que su carácter no era contingente, que dondequiera que se encontrase, incluso vendiendo aspiradoras, se las ingeniaba para mantener su dignidad… pensando que Murray (por quien no sentí afecto ni tuve necesidad de ello, a quien sólo me unía el contrato entre profesor y alumno) era Ira (por quien sí sentí afecto) en una versión más mental, juiciosa, prosaica, Ira con un objetivo social práctico, claro, bien definido, Ira sin las ambiciones heroicamente exageradas, sin esa apasionada, exaltada relación con todo; tenía una imagen mental del torso desnudo de Murray, todavía agraciado, cuando ya contaba cuarenta y un años, con todos los signos de la juventud y la fortaleza. Era una imagen de Murray Ringold tal como le había visto un martes por la tarde en el otoño de 1948, asomado a la ventana y retirando los marcos con tela metálica del piso en una segunda planta de la avenida Lehigh donde vivía con su mujer y su hija.

Quitar y poner las telas metálicas, retirar la nieve, echar sal al hielo, barrer la acera, podar el seto, lavar el coche, recoger y quemar las hojas, bajar al sótano dos veces al día, entre octubre y marzo, para cuidar de la caldera que calentaba el suelo del piso: avivar el fuego, cubrirlo, extraer la ceniza con la pala, subirla en cubo por la escalera y echarla a la basura… El inquilino tenía que estar en forma para hacer todas esas tareas antes y después de ir al trabajo, tenía que ser vigilante y diligente, y estar en forma, de la misma manera que las esposas tenían que estar en forma para asomarse a las ventanas traseras, los pies bien afianzados en el suelo, y, fuera cual fuese la temperatura, allá arriba como marineros trabajando en el aparejo, tender la colada en el tendedero, tender las prendas una a una con las pinzas, haciendo avanzar la cuerda hasta que toda la ropa húmeda de la familia estaba colgada y aleteaba en el aire de la industrial Newark, y luego recoger la cuerda y destender la colada pieza a pieza, depositarla doblada en el cesto y llevarla a la cocina, donde se secaría antes de plancharla. Para que una familia siguiera adelante era preciso, ante todo, ganar dinero, preparar la comida, imponer disciplina, pero también había esas actividades pesadas, desagradables, propias de marineros: trepar, alzar, acarrear, arrastrar, girar la manivela, desenrollar, todas esas tareas que me cronometraban cuando recorría en bicicleta los tres kilómetros desde mi casa a la biblioteca: tic, tac, tic, el metrónomo de la vida diaria del barrio, la añeja cadena de la existencia en una ciudad norteamericana.

En la misma avenida Lehigh donde vivía el señor Ringold se alzaba el hospital Beth Israel, donde yo sabía que la señora Ringold había trabajado como ayudante de laboratorio antes de que naciera su hija, y a la vuelta de la esquina estaba la filial de la biblioteca Osborne Terrace, adonde acudía en bicicleta cada semana en busca de libros. El hospital, la biblioteca y la escuela, representada por mi profesor: el nexo institucional del barrio estaba presente para mí, de la manera más tranquilizadora, prácticamente en aquella manzana cuadrada de casas. Sí, el barrio se hallaba en plena actividad cotidiana aquella tarde de 1948 en que vi al señor Ringold asomado a la ventana, retirando la tela metálica de la ventana principal.

Cuando frené para bajar la empinada pendiente de la avenida Lehigh, le vi pasar una cuerda por uno de los ganchos en los extremos del marco y entonces, tras gritar «¡Ahí va!», lo bajó por la pared del edificio de dos plantas y desván, hacia un hombre que estaba en el jardín, el cual desanudó la cuerda y depositó el marco en un rimero contra el pórtico de ladrillo. Me sorprendió la manera en que el señor Ringold realizaba un acto a la vez atlético y práctico. Para hacerlo con el garbo con que él lo había hecho, uno tenía que ser muy fuerte.

Cuando llegué a la casa, vi que el hombre del jardín era un gigante con gafas. Allí estaba Ira, el hermano que había ido a nuestra escuela, al Auditorio, para hacer una representación de Abe Lincoln. Aparecía él solo, vestido de época, en el escenario, y pronunciaba el discurso de Lincoln en Gettysburg y luego el segundo discurso inaugural, para finalizar con la que el señor Ringold, el hermano del orador, nos dijo más adelante que era la frase más noble y hermosa escrita jamás no sólo por cualquier presidente, sino por cualquier autor norteamericano (una frase que era como una larga y traqueteante locomotora, con una ristra de pesados furgones de cola, que entonces nos hacía analizar y comentar durante toda una clase): «Sin malicia hacia nadie, con caridad para todos, con firmeza en lo justo; como Dios nos concede ver lo justo, esforcémonos por terminar la obra que tenemos entre manos, por sanar las heridas de la nación, por cuidar de quien tenga que soportar la lucha, y por su viuda y su huérfano; por hacer cuanto pueda para lograr y proteger una paz justa y duradera entre nosotros, y con todas las naciones». Durante el resto del programa, Abraham Lincoln se quitaba el sombrero de copa y discutía con el senador proesclavista Stephen A. Douglas, cuyo papel (los puntos más insidiosamente antinegros fueron abucheados ruidosamente por un grupo de estudiantes, del que yo formaba parte, miembros de un grupo de discusión extraescolar llamado Club Contemporáneo) leía Murray Ringold, quien había organizado la visita a la escuela de Iron Rinn.

Como si no fuese bastante desorientador ver al señor Ringold en público sin camisa ni corbata, incluso sin camiseta, Iron Rinn no iba más vestido que un boxeador. Pantalones cortos y zapatillas deportivas, nada más… iba casi desnudo, y no sólo era el hombre más corpulento que jamás había visto de cerca, sino también el más famoso. Los radioyentes escuchaban a Iron Rinn cada jueves por la noche en Los libres y los valientes, una popular dramatización semanal de episodios edificantes de la historia norteamericana. Representaba a hombres como Nathan Hale, Oville Wright, Wild Bill Hickok y Jack London. En la vida real estaba casado con Eve Frame, primera actriz del teatro de repertorio «serio» semanal, llamado Radioteatro Norteamericano. Mi madre lo sabía todo acerca de Iron Rinn y Eve Frame, gracias a las revistas que leía en la peluquería. Nunca habría comprado esas revistas, y las desaprobaba tanto como mi padre, quien deseaba que su familia fuese ejemplar, pero ella las leía bajo el secador, y también hojeaba las revistas sobre la moda, los sábados por la tarde, cuando iba a ayudar a su amiga, la señora Svirsky, quien, con su marido, tenía una tienda de ropa en la calle Bergen, al lado de la sombrerería de la señora Unterberg, donde mi madre también echaba una mano en ocasiones, los sábados y los días de ajetreo previos a la Pascua.

Una noche, después de que hubiéramos escuchado el Radioteatro Norteamericano, algo que hacíamos desde los tiempos más remotos a los que alcanzaba mi memoria, mi madre nos habló de la boda de Eve Frame con Iron Rinn y de las personalidades de la escena y la radio que asistieron como invitados. Eve Frame había llevado un traje de dos piezas de lana rosa oscuro, las mangas adornadas con anillos dobles de piel de zorro a juego, y se tocaba con la clase de sombrero que nadie en el mundo lucía de un modo más encantador que ella. Mi madre lo llamaba «un sombrero con velo ven acá», un estilo que, al parecer, Eve Frame había hecho famoso al actuar frente al ídolo del cine mudo Carlton Pennington en Ven acá, cariño mío, película en la que ella representaba perfectamente a la joven mimada de clase alta. Se sabía que llevaba uno de esos sombreros con velo cuando, guión en mano, actuaba ante el micrófono en Radioteatro Norteamericano, aunque también la habían fotografiado ante el micro de la radio con fieltros de ala caída, sombreritos redondos sin alas, panamás y, cierta vez, recordaba mi madre, cuando actuó como invitada en El show de Bob Hope, un sombrero negro de paja en forma de platillo con un seductor velo de seda delgadísima. Mi madre nos dijo que Eve Frame tenía seis años más que Iron Rinn, que el cabello le crecía dos centímetros y medio al mes y que se lo aclaraba para la escena de Broadway, que su hija, Sylphid, tocaba el arpa, se había graduado en la escuela de música Juilliard y era fruto del matrimonio de Eve Frame con Carlton Pennington.

—¿A quién le importa? —preguntó mi padre.

—A Nathan —replicó ella, a la defensiva—. Iron Rinn es el hermano del señor Ringold, y éste es su ídolo.

Mis padres habían visto a Eve Frame en películas mudas, cuando era una chica guapa, y seguía siendo bella. Yo lo sabía porque, cuatro años atrás, por mi undécimo cumpleaños, me llevaron a ver mi primera obra teatral en Broadway, El difunto George Apley, de John P. Marquand, y Eve Frame actuaba en ella. Luego, mi padre, cuyos recuerdos de Eve Frame como joven actriz del cine mudo seguían, al parecer, matizados de cariño, comentó: «Esa mujer pronuncia el inglés británico como no lo hace nadie», y mi madre, que no sé si habría comprendido qué era lo que motivaba la alabanza de su marido, le dijo: «Sí, pero se abandona. Habla muy bien, representa de maravilla su papel y está adorable con ese peinado a lo paje, pero los kilos de más no favorecen a una mujer menuda como Eve Frame, y menos todavía cuando lleva un vestido veraniego de piqué blanco, tanto si es con falda ancha como si no».

Entre las mujeres del club de dominó chino, del que mi madre era miembro, cada sábado que a ella le tocaba recibirlas en casa para jugar, se discutía acerca de si Eve Frame era o no judía. Esta discusión fue especialmente acalorada tras la cena, celebrada pocos meses después, a la que Ira me invitó a asistir en casa de Eve Frame. La gente, deslumbrada por los astros de la pantalla que rodeaban al muchacho no menos deslumbrado, se hacía lenguas de que la actriz se llamaba en realidad Fromkin. Chava Fromkin. En Brooklyn había unos Fromkin de los que se suponía que eran la familia a la que ella repudió al trasladarse a Hollywood y cambiar de nombre.

—¿A quién le importa eso? —inquiría mi padre, siempre serio, cada vez que el asunto salía a relucir y él pasaba casualmente por la sala de estar, donde las mujeres jugaban al dominó chino—. En Hollywood todo el mundo se cambia de nombre. Cada vez que esa mujer abre la boca nos da una lección de bien hablar. Sale al escenario, representa a una dama y sabes que es una dama.

—Dicen que es de Flatbush —acostumbraba a añadir la señora Unterberg, la dueña de la sombrerería—. Dicen que su padre tiene una carnicería kosher.

—También dicen que Cary Grant es judío —recordaba mi padre a las señoras—. Los fascistas solían afirmar que Roosevelt era judío. La gente dice toda clase de cosas. No es eso lo que me interesa, sino su manera de actuar, que a mi modo de ver es extraordinaria.

—Bueno —decía la señora Svirsky, la que tenía la tienda de ropa con su marido—. El cuñado de Ruth Tunick está casado con una Fromkin, una Fromkin de Newark. Ella tiene parientes en Brooklyn, y juran que su prima es Eve Frame.

—¿Qué dice Nathan? —preguntó la señora Kaufman, ama de casa y amiga de mi madre desde la infancia.

—No dice nada —respondió mi madre.

La había adiestrado para que dijera eso. ¿Cómo? Muy sencillo. Cuando ella, en nombre de las damas, me preguntó si yo sabía si Eve Frame, del Radioteatro Norteamericano, era en realidad Chava Fromkin de Brooklyn, le dije: «¡La religión es el opio del pueblo! Esas cosas no tienen importancia… me tienen sin cuidado. ¡Ni lo sé ni me importa!».

—¿Cómo es su casa? —le preguntó la señora Unterberg a mi madre—. ¿Qué se había puesto?

—¿Qué clase de cena sirvió? —inquirió la señora Kaufman.

—¿Cómo era su peinado? —quiso saber la señora Unterberg.

—¿Y él mide de veras dos metros? ¿Qué dice Nathan? ¿Usa zapatos del número cuarenta y cinco? Hay quien dice que todo no es más que publicidad.

—¿Y tiene la piel tan picada de viruelas como parece en las fotos?

—¿Qué dice Nathan de su hija? ¿Qué clase de nombre es Sylphid? —preguntó la señora Schessel, cuyo marido era podólogo, como mi padre.

—¿Es ése su verdadero nombre? —inquirió la señora Svirsky.

—No es judío, como Sylvia —dijo la señora Kaufman—. Creo que es un nombre francés.

—Pero el padre no era francés —comentó la señora Schessel—. El padre es Carlton Pennington, con quien ella actuó en muchas películas. Y en una, esa en la que Pennington hacía de barón maduro, se fugaba con él.

—¿Aquella en la que llevaba el sombrero?

—Nadie en el mundo luce un sombrero como lo hace ella —sentenció la señora Unterberg—. Lo mismo da que sea una boina, un sombrerito de ceremonia con unas flores, un sombrero de paja o uno de esos armatostes negros con velo, cualquier cosa, un fieltro tirolés marrón con una pluma, un turbante de lana, una capucha de anorak forrada de piel… no importa lo que se ponga, tiene un aspecto estupendo.

—En una foto llevaba, nunca lo olvidaré —dijo la señora Svirsky—, un vestido de noche blanco con bordado de oro y un manguito de armiño blanco. No había visto a nadie tan elegante en toda mi vida. Había una comedia… ¿cómo se llamaba? Fuimos a verla juntas, chicas. Llevaba un vestido de lana color vino tinto, la falda y el corpiño anchos, adornado con encantadoras volutas bordadas…

—¡Sí! —exclamó la señora Unterberg—. Y un sombrero con velo a juego. De fieltro, alto, color vino tinto, con el «velo arrugado».

—¿La recordáis con un vestido de volantes en aquella otra comedia? —preguntó la señora Svirsky—. Nadie lleva los volantes como ella. ¡Una hilera doble de volantes blancos en un vestido de cóctel negro!

—Pero ese nombre, Sylphid… —insistió la señora Schessel—. ¿De dónde procede?

—Nathan lo sabe —dijo la señora Svirsky—. Preguntémosle. ¿No está Nathan aquí?

—Está haciendo los deberes —respondió mi madre.

—Pues pregúntaselo. ¿Qué clase de nombre es Sylphid?

—Se lo preguntaré luego —dijo mi madre.

Pero ella era lo bastante discreta para no hacerlo, aunque en mi fuero interno, desde que tuve acceso al círculo encantado, ardía en deseos de contárselo a todo el mundo. ¿Cómo visten? ¿Qué comen? ¿De qué hablan mientras comen? ¿Cómo es su casa? Es espectacular.

Mi primer encuentro con Ira, ante el domicilio del señor Ringold, tuvo lugar el martes 12 de octubre de 1948. Si la World Series no hubiera terminado el lunes, es posible que, tímidamente, por deferencia a la intimidad de mi profesor, hubiera pedaleado más rápido al pasar ante la casa donde él y su hermano retiraban los marcos de tela metálica y, sin agitar la mano ni decir siquiera hola, hubiese doblado la esquina de Osborne Terrace. Resultó, sin embargo, que el día anterior había escuchado la retransmisión del partido en el que los Indians vencieron a los veteranos Boston Braves en el último partido, y lo había hecho en el despacho del señor Ringold. Aquella mañana, el profesor trajo consigo un receptor de radio y, después de las clases, invitó a los chicos cuyas familias aún no tenían televisión, la gran mayoría de nosotros, a apretujarse en su despachito de director del departamento de inglés para escuchar el partido, que ya había comenzado en el campo de los Braves.

Así pues, la cortesía requería que redujera bastante la velocidad y le diera las gracias por su amable gesto del día anterior. Y la cortesía también requería que saludara y sonriese al gigante que estaba en su jardín. Con la boca seca, rígido, tuve que detenerme, presentarme y responder un tanto simplonamente cuando él me sorprendió al preguntarme: «¿Cómo te va, muchacho?», respondiendo que, la tarde en que él se presentó en el auditorio, fui uno de los chicos que abuchearon a Stephen A. Douglas cuando proclamó ante Lincoln: «Me opongo a que los negros gocen de cualquier clase de ciudadanía. [Buuu.] Creo que este gobierno tiene un fundamento blanco. [Buuu.] Creo que se ha organizado para los hombres blancos [buuu], en beneficio de los hombres blancos [buuu] y de sus descendientes para siempre. [Buuu.] Estoy a favor de limitar la ciudadanía a los hombres blancos… en vez de conferirla a negros, indios y otras razas inferiores. [Buuu. Buuu. Buuu.]».

Algo mucho más arraigado que la mera cortesía (la ambición de ser admirado por mi convicción moral) me impulsó a superar la timidez y decirle, decirle a la trinidad de Ira, a las tres personas que se

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