Héroe

Samantha Young

Fragmento

Creditos

Título original: Hero

Traducción: Ruth M. Lerga

1.ª edición: frebrero 2016

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-341-4

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Contents
Contenido
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Epílogo
heroe

Tener un héroe es un sentimiento que no atiende a lógica alguna y, por tanto, siempre es correcto.

RALPH WALDO EMERSON

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1

Boston, Massachusetts

Aquello no estaba pasando.

No podía estar ocurriendo.

Cerré los puños para que dejaran de temblarme las manos mientras pasaba del recibidor al loft del ático, de techo altísimo, con un ventanal de pared a pared que daba a una enorme terraza. El agua de la bahía brillaba al sol. Era un edificio precioso con unas vistas espléndidas, pero yo estaba demasiado centrada en encontrarlo allí para apreciarlo.

El corazón dejó de latirme cuando lo vi fuera, de pie en la terraza.

Caine Carraway.

—¡Alexa!

Volví la cabeza de golpe hacia la cocina. Allí estaba mi jefe, Benito, con dos ordenadores portátiles y el resto del equipo necesario para la sesión fotográfica. Se suponía que yo tenía que sonreír con seguridad en ese momento y decirle que me dijera dónde quería que me pusiera. En lugar de eso, me volví de nuevo a mirar a Caine.

El zumo de naranja que me había tomado para desayunar se me revolvió en el estómago.

—¡Alexa!

De repente tenía delante a Benito, observándome atentamente con el ceño fruncido.

—Hola —lo saludé apenas—. ¿Dónde quieres que me ponga?

Mi jefe ladeó la cabeza, mirándome de un modo un poco cómico. Mientras que yo medía uno setenta y cinco, él apenas llegaba al metro setenta, pero lo que le faltaba de altura le sobraba de personalidad.

Suspiró acongojado.

—Por favor —me dijo—, dime que vuelves a ser mi Alexa de siempre. No soporto a la Alexa desastrosa del Día de la Madre. Hoy tengo que fotografiar a Caine Carraway para la revista Mogul sobre los hombres de menos de cuarenta que se han hecho a sí mismos. Caine saldrá en portada. —Volvió la cabeza y echó un vistazo al modelo de aquella portada—. Una elección obvia. —Arqueó una ceja—. Es una sesión importante. Por si no lo sabes, Caine Carraway es uno de los solteros más codiciados de Boston. Es el presidente del holding...

—Del holding financiero Carraway —terminé yo en voz baja—. Lo sé.

—Bueno, sabrás también lo tremendamente rico e influyente que es. Es un hombre muy ocupado y no se contenta con facilidad, así que tengo que hacer este trabajo bien y rápido.

Dejé de prestar atención a Benito para prestársela al hombre que había fundado con éxito una banca privada de inversión en cuanto se había graduado en la universidad. A partir de ahí había ido ampliando su empresa y diversificando su cartera de negocios, que incluía un banco hipotecario, compañías de seguros, fondos de inversión, negociación de valores, gestión patrimonial y demás. Caine presidía un gran holding de inversión que constituía un punto de referencia para muchos otros hombres de negocios ricos e influyentes.

Según los informes, lo había manejado todo con inflexible determinación, atención precisa a su organización e insaciable ambición de poder.

En aquel momento estaba hablando por teléfono con alguien mientras Marie, una guapa secretaria, se alisaba un traje chaqueta azul marino que le sentaba a la perfección. Caine era alto, medía alrededor de uno ochenta y siete o uno noventa, ancho de hombros y estaba en forma. Tenía un perfil duro, de pómulos marcados y nariz aguileña, y el pelo que Marie trataba de apartarle de la frente con la mano era espeso y tan oscuro como el mío. Aunque apretaba los labios, sabía por las fotografías que había visto de él que tenía una boca sensual, inquietante.

Definitivamente era el modelo perfecto para la portada de una revista y también, sin duda, un hombre al que no convenía hacer enfadar.

Se me había hecho un nudo en la garganta y tragué saliva.

Tenía gracia que lo tuviera allí, justo delante, después de todo lo que la repentina muerte de mi madre había sacado a la luz... de lo que él formaba parte.

Llevaba seis años trabajando de ayudante para Benito, uno de los fotógrafos con más éxito y más temperamentales de la ciudad. Por supuesto, nunca era melodramático con los clientes, solo con los empleados. Con el tiempo que llevaba colaborando para él tendría que haberme sentido segura, pero no. Hablando con propiedad, no siempre creía tener un trabajo seguro.

El fallecimiento de mi madre, tres meses antes, había revelado los asuntos sórdidos de mi familia, de algunos de los cuales hubiera preferido no enterarme. Había seguido trabajando, haciendo de tripas corazón. Sin embargo, no eres demasiado fuerte cuando has perdido a uno de tus padres. Por desgracia tuve una crisis durante una sesión para una revista de gran tirada. Eran fotos para el Día de la Madre.

Benito había tratado de ser comprensivo, aunque yo sabía que estaba muy enfadado, pero en lugar de despedirme me dijo que me tomara unas más que merecidas vacaciones.

Así pues, varias semanas después tenía un bronceado fantástico gracias al sol hawaiano, pero ni idea de a quién íbamos a fotografiar hasta que había entrado en el piso aquella mañana.

Había recibido un breve email de Benito a mi regreso con la dirección de la sesión, sin más detalles. Era su ayudante y no sabía en qué consistía su próximo trabajo... Eso no me gustaba nada.

Estaba morena, sí, pero todavía no me había quitado a mi madre de la cabeza y empezaba a temer que el trabajo por el que había estado partiéndome los cuernos durante los últimos seis años estuviera a un paso de irse por el retrete de aquel carísimo ático. Ese día no podía meter la pata.

Mi ansiedad se había multiplicado por diez al salir del ascensor y ver cuánta gente había en el pasillo y en la puerta abierta del ático, mucha más de la que solía haber en las sesiones fotográficas. Eso quería decir que íbamos a fotografiar a alguien importante. Después, cuando Sofie, nuestra becaria, me confió que el hombre al que íbamos a fotografiar no era otro que Caine Carraway, me entró el pánico.

Al oír su nombre me sobresalté y me puse a temblar de pies a cabeza.

Seguía temblando.

De pronto, Caine me miró como si hubiera notado que lo observarba. Le sostuve la mirada, tratando de contener mis emociones, hasta que él apartó sus ojos de los míos para recorrer mi cuerpo.

Benito opinaba que vistiendo de manera informal cuando tratábamos con famosos les daba a estos la impresión de que tanto él como los de su equipo no nos dejábamos intimidar por su fama, porque estábamos a su mismo nivel en talento. Creía que así sus clientes lo respetaban más. A mí me parecía una estupidez superficial, pero como me permitía vestir como me apeteciera, me guardaba mi opinión. Para las sesiones solía ponerme lo más cómodo que tenía. Ese día había escogido unos pantalones cortos y una camiseta.

Por la forma en la que Caine Carraway me estaba mirando... podría haber ido desnuda.

Se me puso la carne de gallina y un escalofrío me recorrió la espalda.

—Alexa —me llamó Benito la atención.

—Perdón —me disculpé, intentando no pensar en la mirada de Caine, que había hecho que un calor lacerante me ardiera en el pecho.

Mi jefe cabeceó impaciente.

—Vale, vale... Ten, aquí está la BlackBerry. —Me la puso en la mano. Se la había devuelto antes de irme de vacaciones, para que se la diera a mi sustituta. La vida de Benito estaba en aquella BlackBerry. Tenía en ella todos sus contactos, emails, su agenda de trabajo, todo. Vi que el icono del correo electrónico indicaba que había quince emails sin leer de aquella mañana—. Organiza al equipo antes de ponerte a trabajar. Empezaremos en la terraza, con la bahía al fondo. Después sacaremos fotos dentro, en el salón. Está un poco más oscuro, así que encárgate de eso.

A partir de aquel momento puse el piloto automático. Conocía mi trabajo de pe a pa, y esa fue la única razón por la que conseguí trabajar con eficacia, porque tenía la cabeza en otra parte, en el hombre al que casi no podía ni mirar mientras me ocupaba de que un empleado llevara el ordenador y la cámara a la terraza y el equipo iluminara el interior para más tarde.

Caine Carraway.

Sabía más de lo que debía acerca de él porque en los últimos meses cada vez que había escuchado su nombre o lo había leído en la prensa le había prestado atención, por curiosidad morbosa, digamos.

Se había quedado huérfano a los trece años y había entrado en un centro estatal. Contra todo pronóstico, acabó el instituto como el primero de su promoción y continuó sus estudios en la Escuela de Negocios de Wharton con una beca completa. Acababa de graduarse cuando fundó el banco gracias al cual había acabado siendo el presidente del holding financiero Carraway. A los veintinueve años era ya uno de los empresarios más prominentes de la ciudad. Ahora, a los treinta y tres, temido y respetado por todos sus colegas, la elite de la alta sociedad de Boston lo acogía con los brazos abiertos y era uno de sus solteros más deseados. Aunque muy celoso de su vida privada, en las páginas de sociedad publicaban fotos suyas siempre que tenían ocasión, la mayoría de las veces tomadas en actos llenos de glamour. Siempre iba acompañado de alguna belleza, pero rara vez era fotografiado con la misma más de unos meses.

Todo eso me decía que era un hombre solo, solitario y hermético.

El dolor de mi pecho se intensificó.

—Alexa, ven a conocer al señor Carraway.

Empecé a respirar agitadamente y dejé de mirar a Scott, nuestro técnico de iluminación. Allí estaba Benito, con Caine justo detrás.

Haciendo un esfuerzo para controlarme, me acerqué despacio a ellos, con las mejillas coloradas al calor de la oscura mirada de Caine. Ahora que lo veía de cerca, me fijé en que tenía los ojos castaño oscuro. Su cara era una máscara hierática, pero los ojos eran expresivos.

Temblé de nuevo mientras volvían a repasarme de los pies a la cabeza.

—Señor Carraway, esta es mi ayudante, Alexa...

—Encantada de conocerlo —corté a mi jefe antes de que le dijera mi apellido—. Si necesita algo, llámeme. —Y antes de que ninguno de los dos pudiera contestar, me alejé de nuevo.

Scott había vuelto la cabeza para mirarlos y por su expresión supe que Benito no estaba precisamente complacido con mi comportamiento.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Scott.

Me encogí de hombros. No sabía cómo aclararle por qué me comportaba como una adolescente. Habría sido largo de explicar, demasiado, y demasiado personal. Porque lo que me pasaba era que solo tres meses antes había descubierto que mi padre había sido el culpable de la desgraciada infancia de Caine.

Y ahora lo tenía justo delante.

Me volví cuando Benito me llamó a gritos y me lo encontré con el ceño fruncido, señalando hacia la terraza. La sesión estaba a punto de comenzar.

De pie detrás de Benito, mirando las fotos en la pantalla del ordenador y comparándolas con el ser de carne y hueso, pude estudiar a Caine sin miedo. No sonrió en ningún momento. Miraba hacia la cámara fijamente, de un modo inquietante, y Benito no osó pedirle que cambiara de expresión. Le pedía que girara la cabeza o que colocara el cuerpo de un modo u otro, pero hasta ahí llegaba el coraje de Benito.

—Está más serio que un palo —me susurró al oído Sofie, pasándome un café—. Si no estuviera felizmente prometida procuraría poner una sonrisa en esa cara tan atractiva. Tú estás soltera. Deberías intentarlo. Estoy convencida de que serías capaz de hacerlo sonreír.

Bromeé para disimular la turbación.

—Creo que para eso harían falta unas gemelas gimnastas, guapa.

Nos miramos sin poder reprimir la risa. Fue un alivio reír en aquellas circunstancias.

Por desgracia nuestra carcajada atrajo la atención de Caine. Lo supimos porque todo el mundo calló y cuando nos volvimos nos lo encontramos mirándome con curiosidad mientras Benito... Bueno, Benito estaba que echaba chispas.

Sofie huyó.

—Vamos a hacer una pausa. —Benito suspiró y se acercó al ordenador—. Llevas comportándote de un modo extraño toda la mañana —me dijo entre dientes—. ¿Me estoy perdiendo algo?

—No —le dije, sosteniéndole la mirada, intentando ser fiel a la verdad—. ¿Un café?

Asintió, ya no enfadado sino un poco decepcionado, lo que era todavía peor.

Tuve el sentido común de volver a entrar en el piso. Fui al baño; lavarme la cara con agua fría me iría bien. Me temblaban las manos cuando junté las palmas bajo el grifo.

—Mierda —susurré.

Estaba hecha un lío.

De nuevo.

«Basta es basta.» Mi trabajo no sobreviviría a otra escena delante de todo el mundo. Desde luego la situación era desagradable, pero tenía que sobreponerme y ser profesional. Decidida a hacerlo, empujé la puerta del baño con el hombro y a punto estuve de llevarme por delante una taza de café. Era Caine quien la sostenía.

Lo miré, muda, básicamente porque tenía el pulso tan acelerado que no podía concentrarme en nada más, menos todavía en hablar.

Caine arqueó una ceja y me ofreció el café.

Lo cogí, incapaz de disimular el desconcierto que sentía.

—Una ofrenda de paz —me dijo, y al escuchar su voz grave y refinada volví a estremecerme—. Se diría que te doy miedo por alguna absurda razón.

Nuestros ojos se encontraron. Tenía el pulso acelerado, pero esta vez por un motivo bien distinto.

—¿Qué se dice de mí últimamente?

Por un momento olvidé todo lo que no fuera sentirme perdida en sus preciosos ojos.

—Muchas cosas —respondí con suavidad—. Dicen muchas cosas de ti últimamente.

Sonrió con picardía, demostrándome que estaba equivocada: no hacían falta las gemelas gimnastas para que sonriera.

—Bueno, estoy en clara desventaja. Tú me conoces y yo no sé nada de ti.

Dio un paso hacia mí y me sentí de pronto abrumadora y deliciosamente rodeada por él.

«Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.»

—No hay mucho que contar.

Caine ladeó la cabeza, mirándome con una calidez que sentí entre las piernas.

—Permíteme dudarlo. —Bajó la vista a mi boca antes de volver a mis ojos—. Quiero saber más de ti, Alexa.

—Mmm.

Recordé de pronto el viejo tópico: «Ten cuidado con lo que deseas.»

Por lo visto me malinterpretó. Yo estaba completamente desconcertada y creyó que intentaba ser enigmática, porque me hizo una advertencia.

—No daré por terminada la sesión hasta que no me digas algo sobre ti —me dijo—. El tiempo es dinero. —Sonrió con malicia—. No hagas enfadar al jefe.

¿Se estaba refiriendo a Benito o a sí mismo?

Lo miré fijamente, sintiendo las palmas de las manos húmedas y el corazón cada vez más acelerado a medida que el silencio se prolongaba entre los dos.

Sobrecogida y conmocionada por su repentina aparición en mi vida justo después de haber descubierto que era el niño al que mi padre había destruido como un villano de cuento, perdí la cabeza.

—Te conozco —espeté—. No, quiero decir... —Avancé un poco y nos adentramos en el pasillo, donde tendríamos más intimidad. La taza de café me temblaba en las manos—. Me llamo Alexa Holland. —Recalqué el apellido.

Tembló.

Verlo fue terrible. Todo su cuerpo se sacudió como si lo hubiera abofeteado, y el poderoso hombre de negocios palideció frente a mí.

Continué.

—Mi padre es Alistair Holland. Sé que tuvo una aventura con tu madre y sé cómo acabó. Lo siento...

Hizo un gesto cortante con la mano para que me callara. La furia había reemplazado la conmoción, tenía las aletas de la nariz dilatadas.

—Yo en tu lugar no diría nada más —me amenazó con la voz ronca.

Pero yo ya no podía parar.

—Hace muy poco que lo descubrí. No tenía ni idea hasta hace unos meses de que eras tú. Ni siquiera...

—Te he dicho que ya basta. —Avanzó un paso y tuve que apoyarme en la pared—. No quiero oírlo.

—Por favor, escucha...

—¿Me tomas el pelo? —Golpeó con furia la pared por encima de mi cabeza y vi cómo el caballero culto e implacable que todos conocían se convertía en alguien bastante menos admirable y mucho más peligroso—. Tu padre sedujo a mi madre, la metió en el mundo de las drogas y la abandonó con una sobredosis en una habitación de hotel, porque salvarla a ella hubiera significado perder su preciada herencia.

Tenía la cara tan cerca de la mía que notaba el calor de su aliento en los labios.

—Destrozó a mi familia. No quiero nada que provenga de él ni de ti, y desde luego no quiero respirar el mismo aire que ninguno de vosotros.

Se apartó bruscamente de la pared y se marchó.

La mayoría de las mujeres se habrían echado a llorar tras un ataque verbal de aquel calibre. Yo no. De pequeña había visto a mi madre sucumbir a las lágrimas después de cada discusión y lo odiaba. Si estaba enfadada lloraba, cuando lo único que quería era estar enfadada.

Así que yo nunca lloraba si me enfadaba.

Y estaba enfadada con mi ausente padre por ponerme en una situación en la que se me medía con el mismo rasero que a él.

Recordé de repente las últimas palabras de Caine.

—¡Oh, mierda! —Me apresuré por el pasillo.

Caine hablaba con Benito en la cocina.

Se me cayó el alma a los pies. Benito estaba encogido. Me miró, confuso, antes de responderle a Caine, que furioso miró alrededor, buscando a alguien en la habitación. Sus ojos dieron con un hombre vestido con un traje de diseño.

—Ethan, quiero a otro fotógrafo o no hay portada —dijo, lo bastante alto como para que todos lo oyeran y dejaran de hacer lo que hacían.

Ethan asintió obediente.

—Enseguida lo arreglo, señor.

Estaba consternada. Miré a Benito, que se había quedado con la boca abierta, igualmente consternado.

Caine ni siquiera se quedó el tiempo suficiente para ser testigo de la reacción que había provocado. Se iba. Pasó por delante de mí camino de la salida sin siquiera mirarme.

Sentí náuseas.

El tono de Benito fue suave, sorprendentemente calmado, no así sus palabras.

—¿Qué cojones has hecho?

Mi amiga Rachel cambiaba de posición a su hija en el regazo, tratando de que estuviera cómoda.

—Han pasado cinco horas. Cálmate. Tu jefe te llamará en algún momento para aclarar todo este asunto.

Miré a su hija con creciente preocupación.

—¿No tiene Maisy la cara muy roja?

Rachel frunció el ceño y miró a la niña.

—Maisy, deja de aguantar la respiración.

Maisy negó con la cabeza, testaruda.

—Ehhh... sigue sin respirar.

Por qué Rachel no estaba preocupada y yo sí, no tenía ni idea. Su madre hizo una mueca.

—No te daré un juguete si sigues sin respirar.

La niña soltó el aire con una exagerada exhalación y me sonrió con picardía.

—Es el demonio —murmuré, observándola con desconfianza.

—Dímelo a mí —dijo Rachel—. Por lo visto yo también usaba el truco de aguantar la respiración para lograr lo que quería a su edad.

Miré mi almuerzo a medio comer.

—Podemos dar un paseo por los jardines si sigue inquieta.

—Todavía no te hemos calmado a ti. —Rachel llamó la atención de un camarero con la mano—. Dos refrescos sin azúcar más y un zumo de naranja, por favor.

No discutí. De todas mis amigas, Rachel era la más persistente y la más protectora. Seguramente por eso era la única a la que veía con una cierta frecuencia.

Habíamos sido cuatro amigas íntimas en la facultad: Rachel, Viv, Maggie y yo.

De las cuatro, yo era la única que no me había casado ni tenía hijos. Entre todas, ellas sumaban cuatro hijos. Había perdido el contacto con Viv y Maggie con los años y ya solo veía a Rachel una vez cada varias semanas. Había estado muy ocupada con el trabajo y socializando con colegas para hacer nuevas amistades fuera del ámbito laboral que añadir a las que ya tenía.

Si ocurría lo que tenía la sensación de que iba a ocurrir, si Benito me despedía, tendría por delante un futuro bastante negro, sin dinero, sin mi precioso apartamento y sin vida social.

—Quizá deberías añadir vodka al mío —murmuré entre dientes.

Rachel me miró.

—Benito no va a despedirte. No después de lo duro que has trabajado para él. ¿De acuerdo, cariño? —Meció a su hija sobre las rodillas.

Maisy me sonrió y movió la cabeza, restregando los ricitos contra la cara de su madre.

—Genial, incluso una niña de tres años sabe que estoy jodida.

Rachel me dedicó una sonrisa torcida.

—No digas palabrotas delante de la niña, Lex. —Llegaron nuestras bebidas y me pasó la mía—. Así que olvida toda esa mierda y podremos hablar sobre mí un ratito.

Sonreí, una sonrisa de verdad por primera vez en toda la semana.

—Solo si me dices una vez más que no me van a despedir.

—Lex, desde luego que no te van a despedir.

—¡Alexa, estás despedida! —Se me encogió el estómago al escuchar el furioso mensaje que Benito me había dejado en el buzón de voz—. No sé qué cojones ha pasado esta mañana, pero estás fuera. Y no solo no estás en mi equipo. ¡Ah, no! ¿Sabes cuánto me has costado hoy? Has cabreado tanto a Caine Carraway que he perdido Mogul y otras dos revistas del mismo grupo editorial. Mi reputación está en la cuerda floja ahora mismo. ¡Después de todo lo que he luchado! Bien... —Moderó el tono, lo que era más preocupante que cuando gritaba—. Considérate jodida, porque voy a asegurarme de que no vuelvas a trabajar en este negocio nunca más.

Me pellizqué el puente de la nariz, inspirando entrecortadamente, entre lágrimas.

Aquello iba mal.

Iba muy, muy mal.

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2

Miré tozuda el teléfono mientras tomaba otro sorbo de vino tinto.

—No.

Mi abuelo suspiró ostensiblemente haciendo que crujiera el altavoz.

—Por una vez, trágate el orgullo y déjame ayudarte. ¿O prefieres mudarte de tu apartamento, con lo que te encanta?

No, no quería. Había trabajado mucho para poder alquilar aquel apartamento de una habitación en Back Bay. Era precioso, con los techos altos y enormes ventanales que daban a la calle arbolada. Me encantaba su ubicación. Estaba a veinte minutos andando de mi zona favorita de la ciudad: la calle Newbury, la calle Charles... La ubicación lo es todo, pero que mi apartamento fuera una monada y muy hogareño era la guinda del pastel. Era la casa que siempre había querido, y esperaba llegar a ahorrar dinero suficiente alguna vez para pagar la entrada de aquel piso o de uno similar del mismo barrio.

Los bienes materiales no significaban nada para mí. Yo lo sabía. Sin embargo, necesitaba mi precioso apartamento en aquel momento de mi vida porque me daba seguridad.

Pero ¿lo precisaba tanto como para traicionar mis principios?

Desafortunadamente para mí, no.

—No cogeré dinero tuyo, abuelo. —Sabía que no era culpa de Edward Holland, pero la fortuna en diamantes, heredada de su familia y que había incrementado con inversiones inteligentes con las que había diversificado sus negocios, era precisamente lo que había corrompido a mi padre. No quería cerca de mí nada tan tóxico.

—Entonces hablaré con Benito.

Pensé en el hecho de que mi padre había mantenido su relación conmigo en absoluto secreto. Nadie que no fuera de la familia sabía que Alexa Holland era «una Holland». Mi padre había logrado ocultar la aventura con mi madre y mi nacimiento a todos excepto a su padre. Y mi abuelo, desde luego, no les había confesado que había dado conmigo cuando tenía veintiún años y estaba completamente sola en Boston.

Entendía que tenía que ser así por el drama y la ira que habría provocado que contara la verdad, pero no poder decirlo no era lo que me dolía. A veces me parecía que se avergonzaba de mí. Me gustara o no, ahora mi abuelo era toda la familia que tenía y lo quería.

Dejé de lado el resentimiento.

—No puedes hacer eso. Benito es un bocazas. Le diría a todo el mundo quién soy en realidad.

—¿Y qué otra alternativa hay? Que encuentres otro trabajo... ¿de qué?

Cualquier otro trabajo vendría de la mano de una reducción salarial importante. Como ayudante de un fotógrafo de renombre tenía un buen sueldo, ganaba más del doble que cualquier ayudante. Tomé un sorbo de vino, mirando todas las cosas bonitas de las que me había rodeado.

—No debí intentar disculparme.

—¿Qué?

—Que no debí intentar disculparme —repetí—. Me gritó en la cara y después me arruinó la vida —gruñí—. No lo digas. Tiene gracia, sí. Mi familia arruinó la suya. Lo comido por lo servido.

Mi abuelo se aclaró la garganta.

—No fuiste tú quien le arruinó la vida, pero lo pillaste con la guardia baja.

Sentí una oleada de culpabilidad.

—Cierto.

—Y ya te he dicho que todos mis intentos han fracasado siempre. No nos corresponde a nosotros disculparnos.

—Ya lo sé. —Lo sabía. No estaba decepcionada por no poderme disculpar por los pecados de mi padre. Estaba decepcionada porque en el momento en que Caine supo quién era yo vi dolor en su mirada y ese sentimiento me resultó muy familiar. Viendo el dolor que claramente seguía atormentándolo, sentí una repentina afinidad con él que me sobrecogió. Ambos formábamos parte de un trágico legado. Nunca había podido hablar de aquello con nadie por culpa del secretismo. Durante años había tenido que cargar con el peso de la verdad yo sola, pero hacía tres meses mi madre había muerto y toda la mierda había salido a la superficie. Durante una larga conversación telefónica con mi abuelo, este acabó confesándome el nombre del niño perjudicado por los errores de mi padre: Caine Carraway. Él era la única persona, aparte de mis padres y de mi abuelo, que sabía la verdad. La única persona capaz de entenderme.

No podía explicar la conexión que había sentido con él al verlo. Simplemente, supe que tal vez solo yo era capaz de comprender su dolor y... Quise apoyarlo de algún modo. No tenía ningún sentido, ni siquiera lo conocía, lo sabía, pero no podía evitar sentirlo así.

Se me había revuelto el estómago cuando me había mirado como si yo formara parte del problema, como si..., como si yo tuviera la culpa. Detestaba que así lo creyera. Quería volver a hablar con él. No quería ser parte de un mal recuerdo.

—Debería disculparme por abordarlo así. De paso podría pedirle que solucione mi problema. Una llamada a Benito puede hacer que las aguas vuelvan a su cauce.

—Alexa, no creo que sea buena idea.

Tal vez no lo fuera, pero estaba desesperada por recuperar mi trabajo y por cambiar la opinión que Caine tenía sobre mí.

—Desde que mamá... Yo solo... Necesito que me escuche y no veo inconveniente en pedirle que llame a Benito.

—Me parece que eso es más lo que tú necesitas que lo que necesita él.

Descarté aquella verdad.

—¿Has visto alguna vez a Caine Carraway? —razoné—. Dudo mucho de que ese hombre sepa lo que necesita.

La recepcionista me miraba como si yo fuera estúpida.

—¿Me está diciendo que quiere ver al señor Carraway, del holding financiero Carraway, pero que no tiene cita?

Sabía que no sería fácil entrar en el enorme edificio con la fachada de granito rosa del International Place y que me acompañaran directamente a su oficina, pero la recepcionista me miraba como si le hubiera pedido hablar con el mismísimo presidente de Estados Unidos.

—Sí —respondí, reprimiendo mi natural tendencia a ser sarcástica. No me pareció de las que encajan bien la ironía.

Suspiró.

—Un momento, por favor.

Miré al guardia de seguridad que se encargaba del detector de metales situado ante los ascensores. El holding financiero Carraway compartía edificio con otra compañía, lo que significaba que debía haber cámaras de seguridad por todas partes. Hiciera lo que hiciese para entrar, me pillarían. Era solo cuestión de tiempo. No me importaba, siempre y c

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