La villa de las telas

Anne Jacobs

Fragmento

Capítulo 1

1

Cuando dejó atrás la puerta Jakober empezó a aminorar el paso. Las afueras al este de la ciudad eran otro mundo. Un mundo ruidoso y violento, muy alejado de la placidez y la angostura de los callejones de la ciudad baja. Las fábricas, como fortalezas medievales, se encontraban en los prados que había entre los riachuelos. Todas estaban rodeadas por un muro, para que nadie pudiera entrar sin autorización y ningún trabajador pudiera zafarse de la vigilancia. Dentro de esas fortificaciones, el ruido y las vibraciones no cesaban nunca, las chimeneas arrojaban humaredas negras hacia el cielo y las máquinas traqueteaban día y noche en las salas. Marie sabía por experiencia que quienes trabajaban ahí acababan convertidos en cantos rodados de color gris: sordos por el estrépito de la maquinaria, ciegos por el polvo y mudos por el vacío que acababa llenando su mente.

«¡Es tu última oportunidad!»

Marie se detuvo y pestañeó cuando miró hacia la fábrica de paños Melzer y el sol la cegó. Algunas ventanas refulgían bajo la luz de la mañana, como si tras ellas crepitara un incendio; las paredes, en cambio, eran grises y ensombrecían las salas, que casi parecían negras. Sin embargo, la mansión de paredes de ladrillo situada al otro lado resplandecía: era como un castillo de ensueño en medio de un parque otoñal.

«¡Es tu última oportunidad!» ¿Por qué ayer por la noche la señorita Pappert se lo repitió hasta tres veces? Daba la impresión de que, de ser expulsada de nuevo, a Marie solo le quedara la cárcel o la muerte. Contempló con atención el hermoso edificio, pero entonces la vista se le enturbió y esa imagen se mezcló con los prados y los árboles del parque. No era de extrañar: aún seguía débil por la hemorragia de tres semanas atrás; además, esa mañana apenas había comido a causa de los nervios.

«Bueno, al menos es una casa bonita y no tendré que coser, haré otras cosas», se dijo. «Y si me envían a la fábrica, me escapo y ya está. No volveré a pasar doce horas de pie con una máquina de coser llena de grasa a la que el hilo se le rompe cada dos por tres.»

Se recolocó el hatillo que llevaba al hombro y se acercó a la entrada del parque. La puerta de hierro antigua con motivos florales estaba abierta e invitaba a entrar. El camino de acceso serpenteaba a través del parque y terminaba en una plaza adoquinada en cuyo centro había un arriate semicircular de flores. No se veía a nadie, y de cerca la mansión resultaba aún más imponente, sobre todo el porche, que tenía la altura de dos pisos. Las columnas soportaban un balcón con barandilla de piedra. Seguramente el señor de la fábrica dirigía desde ahí los discursos a sus obreros en la víspera de Año Nuevo. Ellos lo mirarían con reverencia, y también a su esposa, que iría envuelta en pieles. Puede que en los días festivos los invitaran a aguardiente o cerveza, aunque seguro que a champán no, porque esa bebida estaba reservada al dueño de la fábrica y su familia.

En realidad, ella no quería trabajar allí. Cuando alzó la mirada hacia las nubes que se movían por el cielo le pareció como si ese edificio de ladrillo se le fuera a caer encima para aniquilarla. Pero aquella era su última oportunidad. Al parecer no le quedaba otra opción. Marie contempló la fachada. Situadas en los laterales derecho e izquierdo, había dos puertas que eran los accesos para el personal y los proveedores.

Mientras decidía hacia cuál dirigirse, oyó a sus espaldas el ruido de un automóvil. Una limusina oscura pasó con estrépito. Ella se asustó y dio un salto hacia un lado. Vislumbró la cara del chófer: aún era joven, y llevaba una gorra con visera y escarapela de color dorado.

«¡Ajá! Viene a recoger al amo de la fábrica para llevarlo a su oficina, y eso que la fábrica apenas está a unos pasos, como mucho son diez minutos a pie», se dijo. «Pero, claro, un hombre tan rico no puede ir andando porque se le ensuciarían los zapatos y el abrigo.»

Con curiosidad, clavó la mirada en la puerta que había bajo las columnas y que en ese momento se estaba abriendo. Vio a una doncella con vestido oscuro, delantal blanco y cofia blanca prendida en el cabello, que llevaba cuidadosamente recogido. Luego asomaron dos señoras embutidas en abrigos largos con cuello de pieles: el de una era de un tono rojo oscuro y el de la otra, verde claro. Ambas lucían unos sombreros de ensueño con flores y tules, y cuando subieron a la limusina vio que calzaban unos delicados botines de piel marrón. Las señoras salieron seguidas de un hombre. No. Ese no podía ser el director de la fábrica. Era demasiado joven. Quizá fuera el marido de una de las damas. ¿O tal vez el hijo de la casa? Llevaba un abrigo de viaje corto de color marrón y una bolsa de mano que arrojó con un pequeño impulso al techo del vehículo antes de tomar asiento. ¡Qué tonto parecía el chófer al rodear el coche a saltitos para abrir las puertas y ofrecer la mano a las damas! ¡Como si ellas no fueran capaces de acomodarse sin su ayuda en esos asientos tapizados! Aunque, por otra parte, esas mujeres eran como algodones de azúcar… un chaparrón las habría disuelto. ¡Qué lástima que no lloviera!

En cuanto todos ocuparon su sitio, el chófer arrancó y rodeó despacio el arriate cargado de asteres rojos, dalias rosas y brezo lila. Tras aquella maniobra de giro, enfiló de nuevo hacia el porche de la entrada. Pasó tan cerca de Marie que el estribo que sobresalía le rozó la falda, que se le agitaba con el aire. Unos ojos grises masculinos la escrutaron con una curiosidad no disimulada. El joven señor se había quitado el sombrero, dejando a la vista un pelo rizado de corte descuidado que, con el bigote, le daba la apariencia de un estudiante despreocupado. Tras dirigir una sonrisa a Marie, se inclinó para decir algo a la dama de rojo, que provocó las risas de todos. ¿Estarían haciendo mofa de una muchacha mal vestida con un hatillo al hombro? Marie sintió una punzada en el pecho y tuvo que resistir el impulso de darse la vuelta de inmediato y correr de regreso al orfanato. Pero no tenía opción.

La estela de humo que el automóvil dejó a su paso apestaba tanto a gasolina y a goma quemada que la hizo toser. Rodeó con paso decidido el arriate de flores, se dirigió hacia la entrada lateral izquierda y golpeó la aldaba. Fue un gesto inútil: seguramente todos estaban ocupados pues ya eran casi las diez. Después de llamar dos veces sin éxito, iba a abrir la puerta sin más cuando oyó unos pasos.

—¡Jesús bendito! Es la nueva. ¿Por qué nadie viene a abrir? Si no se atreve a entrar…

Era una voz joven y clara. Marie reconoció a la criada que antes había abierto la puerta de la entrada a las damas. Era una muchacha de tez sonrosada, rubia, fuerte y sana, con una sonrisa inocente en su rostro ancho. Tenía que ser de alguno de los pueblos de la zona; saltaba a la vista que no era una chica de ciudad.

—Pasa. No te dé vergüenza. Eres Marie, ¿verdad? Yo soy Auguste. Soy segunda doncella desde hace ya más de un año.

Parecía sentirse muy orgullosa de eso. ¡Vaya! ¡Tenían dos doncellas! En la otra casa donde había trabajado, Marie había tenido que ocuparse de todo el trabajo ella sola, incluso de cocinar y hacer la colada.

—Hola, Auguste. Gracias por la bienvenida.

Marie bajó tres escalones que conducían a un pasillo estrecho. Era raro. Aunque aquella mansión de ladrillo rojo tenía numerosas ventanas, tanto altas como bajas, en el ala del servicio todo estaba a oscuras y apenas veía dónde ponía los pies. Pero quizá fuese porque aún estaba deslumbrada por la luz del sol de la mañana.

—Esta es la cocina. Seguro que la cocinera te dará un café y un panecillo. Tienes aspecto de estar hambrienta…

En efecto. Ante la figura rebosante de salud de Auguste, ella, Marie, tenía que parecer un fantasma. Aunque siempre había sido delgada, tras su enfermedad se le habían hundido las mejillas y se le marcaban los huesos de los hombros. Por otra parte, los ojos parecían el doble de grandes que antes y el pelo castaño se le había encrespado tanto que parecía una escoba. Al menos eso era lo que había dicho la señorita Pappert la noche anterior. La señorita Pappert era la directora del orfanato de las Siete Mártires y, por su aspecto, se habría podido pensar que ella en persona había pasado por todos y cada uno de los siete martirios. De todos modos, tal cosa no habría servido de nada: la señorita Pappert era malvada, una bruja, y sin duda acabaría consumiéndose en el infierno. Marie la odiaba.

La cocina era un lugar acogedor. Cálida, luminosa y repleta de aromas deliciosos. Un espacio que hablaba de jamón, pan fresco y pasteles; de volovanes y de caldos de pollo y de ternera. Olía a tomillo, romero y salvia, y también a eneldo, cilantro, clavo y nuez moscada. Marie se quedó junto a la puerta contemplando la larga mesa donde la cocinera hacía todo tipo de preparativos. Entonces le llegó el frío de fuera y empezó a temblar. ¡Qué bonito sería sentarse junto al horno, sentir el calor, aspirar el aroma de la buena vida y tomar entretanto una taza de café caliente a sorbos lentos!

Un grito agudo la sobresaltó. Lo profirió una mujer menuda de aspecto envejecido que acababa de entrar en la cocina desde el otro lado y que, al ver a Marie, retrocedió asustada.

—¡Virgen santísima! —gimió cruzando las manos sobre el pecho—. ¡Es ella! ¡Que Dios me asista! Es como en mi sueño. ¡Señor, guárdanos de todo mal!

La mujer se tuvo que apoyar en la pared, y al hacerlo descolgó una cazuela de cobre que fue a dar en el suelo embaldosado con gran estrépito. Marie miraba todo aquello aterrada.

—¿Ha perdido usted el juicio por completo, señorita Jordan? —dijo la cocinera—. Haga el favor de recoger mi mejor olla de verduras. Y ya puede rezar para que no tenga abolladuras ni esté resquebrajada.

La mujer menuda, a la que acababan de llamar señorita Jordan, apenas reparó en la regañina de la cocinera. Con la respiración entrecortada, se separó de la pared y se repasó el peinado, que llevaba adornado con un lazo negro. Vestía también blusa y falda negras y lucía un pequeño broche, una gema engarzada en plata con la silueta de un busto femenino.

—No, no es nada —susurró, y se llevó las manos a las sienes como si tuviera dolor de cabeza. Solo la señora podía padecer migraña; una empleada, como mucho, tenía un vulgar dolor de cabeza provocado por la bebida y la desidia.

—Ya está otra vez con sus sueños, ¿eh? —gruñó la cocinera mientras recogía la olla de debajo de la mesa—. Cualquier día, esos sueños suyos la harán famosa y el emperador la invitará a la corte para que le lea el futuro.

Se echó a reír con una risa que parecía el balido de una cabra. El ademán era burlón, pero carecía de maldad.

—¡Oh, vamos! ¡Déjese de bromas estúpidas! —se defendió la señorita Jordan.

—De todos modos, si usted solo sueña con desgracias —prosiguió la cocinera—, seguro que el emperador no la querrá.

Marie se apoyó contra la puerta. El corazón le latía desbocado y, de pronto, se sintió mal. Ninguna de las mujeres reparaba en ella; de hecho, la señorita Jordan comentó que la señorita había pedido té y pastas y le dijo a la cocinera que se apresurase.

—Pues la señorita va a tener que esperar. Primero hay que poner el agua a hervir.

—Siempre lo mismo. En la cocina se pierde el tiempo y yo tengo que soportar las quejas de la señorita.

Marie notó sorprendida que, aunque las voces parecían más nerviosas, cada vez eran más quedas. Tal vez fuera por ese pitido que amortiguaba todo lo demás. ¿No había dicho la cocinera que tenía que poner el agua a hervir? ¿Cómo era posible que la tetera ya estuviera pitando?

—¿Perder el tiempo? —oyó decir a la cocinera—. Tengo que preparar un almuerzo y un pastel, y esta noche, una cena para doce personas. Y todo eso sin ayuda porque Gertie, esa tontorrona, se ha marchado. Si no fuera porque Auguste me ayuda de vez en cuando… ¡Oh! ¡Santo cielo!

—¡Virgen santísima! ¡Solo nos faltaba esto!

Marie no llegó a tiempo para sentarse y vio cómo las baldosas grises y marrón claro del suelo de la cocina se le acercaban a toda velocidad, hasta que al final todo se quedó a oscuras. Se hizo el silencio y todo se volvió agradablemente liviano. Se sintió flotando en una oscuridad dulce y delicada. Solo le latía el corazón, y las palpitaciones le estremecían el cuerpo y la hacían temblar. No podía parar de hacerlo, los dientes le castañeteaban y notó que las manos se le agarrotaban.

—¡Vaya, lo que nos faltaba! Una epiléptica. Casi prefiero a Gertie y sus historias de hombres…

Marie no se atrevía a abrir los ojos. Debía de haberse desmayado, algo que no le había vuelto a pasar desde la hemorragia. ¿Había vuelto a vomitar sangre? ¡Oh! ¡Dios mío, eso no! En aquella ocasión eso la había asustado mucho. Le había salido mucha sangre de color rojo intenso por la boca, tanta que luego no había podido tenerse en pie.

—¡Oh, vamos, cierre el pico! —gruñó la cocinera—. Esta chica está famélica. No me extraña que se desmaye. Aquí, tome la taza.

Una mano áspera la agarró por debajo de los hombros y la alzó un poco. Sintió en los labios el borde caliente de una taza. Olía a café.

—Bebe, muchacha. Esto te reanimará. Vamos, bebe un sorbo.

Marie parpadeó. Muy cerca de ella vio la cara ancha y rosada de la cocinera; un rostro no muy agraciado y sudoroso, pero que tenía una expresión bondadosa. Detrás vislumbró la figura delgada y negra de la señorita Jordan. El broche de plata brillaba en su blusa y su expresión era de repugnancia.

—¿Por qué cuida de ella? Si está enferma, la señorita Schmalzler la echará. Y eso sería una buena cosa. Muy buena, en realidad. Si se queda, será una fuente de desgracias. Esta muchacha traerá la desdicha a esta casa. Lo sé…

—Haga el favor de echar el agua al té. Está hirviendo.

—¡Ese no es mi trabajo!

Marie se decidió a tomar unos sorbos de café. Aunque de ese modo dejara entrever que había vuelto al mundo de los vivos —pues le habría gustado guardarse un poco más de tiempo para ella—, no podía hacerle eso a la amable cocinera. Además, por fortuna, no había vomitado sangre.

—Muy bien —murmuró la cocinera, satisfecha—, ¿ya estás mejor?

Marie notó el sabor fuerte y amargo de la bebida. Levantó la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa.

—Estoy bien. Gracias por el café.

—Quédate un rato tumbada. En cuanto te sientas mejor, te daré algo de comer.

Marie asintió obediente, aunque la perspectiva de tomar un bollo de mantequilla o incluso un caldo de pollo le revolvía el estómago. Las dos mujeres la habían tumbado en uno de los bancos de madera donde se sentaba el servicio para comer. Ella estaba avergonzada por aquel desmayo tan tonto. La habían tenido que levantar del suelo y tumbarla en el banco. Y luego estaban las palabras de la señorita Jordan. Era evidente que esa mujer no estaba bien de la cabeza. Llamarla epiléptica y decir que traería la desdicha a la casa, cuando era al revés: esa casa era una fuente de desdichas. Solo había necesitado un día para darse cuenta, y tal cosa la había empujado a tomar una decisión. Fuese o no su última oportunidad, no estaba dispuesta a quedarse ahí. Ni por dinero ni por buenas palabras. Y, desde luego, no por las sandeces de la señora Pappert.

—¿Qué está usted haciendo? —gritó la cocinera—. Jamás se llena una tetera hasta el borde. ¡Que Dios me asista! Ahora rebosará y la señorita me culpará a mí.

—Si usted hiciera su trabajo como es debido, esto no habría ocurrido. A fin de cuentas, no soy la responsable de hacer el té. Yo soy la doncella personal, no una chinche de cocina.

—¿Chinche de cocina? Rezuma usted arrogancia. Arrogancia y estupidez.

—¿Qué ocurre aquí abajo? —Era la voz clara de Auguste—. La señorita ha pedido tres veces el té y está bastante molesta. Quiere que la señorita Jordan suba de inmediato…

Marie logró levantar la cabeza. El mareo se le había pasado y observó que el rostro de la doncella, ya de por sí pálido, palidecía un poco más.

—Ya me lo temía —murmuró la señorita Jordan en tono sombrío.

Marie notó su mirada cuando salió de la cocina a paso ligero con un crujido de faldas. La miró como si fuera un insecto peligroso.

Capítulo 2

2

Eleonore Schmalzler era una mujer imponente. Los cuarenta y siete años que llevaba al servicio de la familia le habían teñido las sienes de gris, pero conservaba los hombros y la espalda de su juventud. En Pomerania era la doncella de la señorita Alicia von Maydorn, y había seguido a su señora hasta su nuevo domicilio en Augsburgo después de que esta se casara. En realidad, había sido una boda de compromiso. Johann Melzer era un industrial, hijo de un maestro de provincias; un hombre hecho a sí mismo que había logrado algo en la vida. Por su parte, la familia Von Maydorn era noble pero estaba arruinada: los dos hijos varones eran oficiales y no suponían más que una fuente de gastos. La hacienda en Pomerania estaba endeudada. Además, cuando Alicia se prometió ya estaba muy entrada en los veinte y casi la consideraban una solterona. Una mala caída por la escalera cuando era niña le había dejado un tobillo rígido que había reducido su cotización en el mercado matrimonial.

Al principio, Eleonore Schmalzler se encargó de las funciones de ama de llaves de forma provisional. Alicia Melzer desconfiaba del personal de la ciudad; en su opinión, era gente que no pensaba más que en su propio beneficio y no en el bienestar de la casa. Había tenido dos mayordomos y un ama de llaves de los que prescindió al poco tiempo. En cambio, Eleonore Schmalzler demostró su valía desde el primer día. En ella confluían la fidelidad hacia su señora y un talento natural para dirigir al personal. Los empleados de la villa debían considerar su trabajo como un privilegio que se conquistaba con virtudes como la honestidad, la diligencia, la discreción y la fidelidad.

Eran ya casi las once. La señora y la señorita Katharina regresarían en cualquier momento. Al señorito ya lo habrían dejado en la estación, pues llevaba varios años estudiando derecho en la Universidad de Múnich. Luego, la señora y su hija habrían ido a visitar al doctor Schleicher. Esas visitas apenas duraban media hora. Eleonore Schmalzler no confiaba mucho en ese doctor, pero la señora tenía grandes esperanzas depositadas en él. Katharina Melzer, con casi dieciocho años, padecía insomnio, nerviosismo e intensas jaquecas.

—¡Auguste!

El ama de llaves había reconocido los pasos de la doncella en el pasillo. Auguste abrió la puerta con cuidado; llevaba una pequeña bandeja de plata en la mano derecha en la que había una taza de té vacía, una jarrita de leche y un azucarero.

—¿Sí, señorita Schmalzler?

—¿Ya está repuesta? Si es así, tráemela para que la conozca.

—De acuerdo, señorita Schmalzler. Ya está bien. Es una chiquita muy agradable, pero está muy delgada y además no tiene…

—Estoy esperando, Auguste.

—Por supuesto, señorita Schmalzler.

Cada persona merecía un trato distinto, acorde con su modo de ser. Auguste tenía buena disposición, pero su cabeza no daba para mucho y tenía tendencia a hablar demasiado. Su puesto como segunda doncella se debía sobre todo a la recomendación de Eleonore Schmalzler. Auguste era una muchacha honrada y había demostrado lealtad a la familia. Había chicas que lo que querían era trabajar en la fábrica y que se marchaban de la casa al cabo de unos meses. Auguste jamás haría tal cosa: ella era fiel a la mansión y a su cargo, del cual se sentía muy orgullosa.

La puerta crujió cuando la nueva muchacha la abrió despacio. El ama de llaves vio ante ella a una criatura delgada y pálida con unos ojos enormes. Llevaba el cabello recogido en un moño y se le escapaban finos mechones por todas partes. Ahí estaba: Marie Hofgartner. Dieciocho años. Huérfana. Posiblemente, hija ilegítima, criada hasta los dos años por su madre y, tras la muerte de esta, acogida en el orfanato de las Siete Mártires. A los trece años entró como criada en una casa de la ciudad baja de Augsburgo de la que se escapó a las cuatro semanas. Otros dos intentos como criada fallidos. Había trabajado para una costurera durante un año y luego, otro medio año, en la fábrica de paños Steyermann. Había sufrido una hemorragia hacía tres semanas…

—Buenos días, Marie —dijo esforzándose por mostrarse amable con aquella criatura desdichada—. ¿Estás mejor?

Tenía los ojos castaños y una mirada muy intensa. El ama de llaves se sintió incómoda ante aquella mirada escrutadora. O la chica era muy simple, o todo lo contrario.

—Muchas gracias. Estoy bien, señorita Schmalzler.

La muchacha sabía mantener las formas. No era de las que se quejaban. Un rato antes, según le había comentado la señorita Jordan, se había desplomado en el suelo de la cocina, y ahora estaba ahí como si no hubiera pasado nada. La señorita Jordan le había dicho que era epiléptica, pero esa mujer no decía más que sandeces. Eleonore Schmalzler jamás confiaba en el juicio de ningún empleado. Incluso se permitía, aunque en secreto, poner en cuestión la opinión de sus señores respecto a su propio y agudo entendimiento.

—Perfecto —dijo—. Necesitamos a alguien para ayudar en la cocina y la señorita Pappert te ha recomendado. ¿Has trabajado alguna vez en una cocina?

En sí, esa pregunta estaba de más porque ya había leído su cuaderno oficial de trabajo y sus diplomas. El día anterior se los había llevado un recadero.

Los ojos de la chica recorrieron la pequeña zona de estar, compuesta de sillas altas y labradas, y la estantería repleta de libros y carpetas. Durante un rato detuvo la mirada en las cortinas de la ventana, de color verde y drapeadas. La estancia donde vivía el ama de llaves estaba muy bien dotada y, al parecer, la había impresionado. Sin embargo, un leve parpadeo dejó entrever que Marie había atisbado su documentación sobre la mesa del escritorio. Por su mirada, parecía preguntarse a qué venían las preguntas si ya lo había leído todo.

—He estado empleada en una casa en tres ocasiones. Tenía que cocinar, lavar, preparar la comida y cuidar de los niños. Además, en el orfanato siempre tenemos que lavar la verdura, ir a buscar agua y hacernos la colada.

No, definitivamente no era una chica simplona. Tal vez incluso fuera demasiado espabilada. A Eleonore Schmalzler no le gustaban los empleados inteligentes porque no pensaban más que en su propio beneficio y no en el bienestar de la casa. Algunos eran capaces de llegar a la estafa. El ama de llaves recordó con incomodidad a aquel criado que durante años estuvo apartando vino tinto de los señores para luego revenderlo. Todavía hoy se reprochaba haberse dejado engañar por ese tunante.

—En tal caso, Marie, no va a costarte mucho adaptarte a tus tareas. Como ayudante de cocina dependes de la señora Brunnenmayer, nuestra cocinera. Sin embargo, el resto del servicio también puede encargarte cosas y tú debes obedecer. Te lo digo porque, por lo que sé, nunca has trabajado en una casa tan grande.

Se interrumpió un instante y escrutó a la chica. ¿La estaba escuchando? Tenía la vista fija en un dibujo al carbón que estaba colgado sobre el escritorio. Era un regalo de la señorita Katharina, que en la Navidad anterior había obsequiado a todos los empleados con un dibujo. Este mostraba la silueta de la fábrica, con los triángulos dentados de los lucernarios acristalados orientados al norte.

—¿Te gusta el cuadro? —preguntó en tono mordaz.

—Mucho. Con apenas unas líneas se ve de inmediato lo que se quiere mostrar. Me gustaría saber hacer algo así.

En los ojos castaños de la muchacha se adivinaba entusiasmo y anhelo, incluso le asomó una leve sonrisa en la cara. El ama de llaves se puso a la defensiva; era vulnerable a los deseos incumplidos, un defecto del que, a sus sesenta años, aún no había podido librarse. Además, nada más perjudicial para la tranquilidad de espíritu que se necesitaba para ese trabajo que rendirse al sentimentalismo.

—Mejor deja lo de dibujar en manos de la señorita. Tú, Marie, tienes mucho que aprender en esta casa, sobre todo en la cocina, donde se preparan comidas muy refinadas. Y también en otros aspectos, como el trato con los señores. Esta es una gran mansión y a menudo se celebran cenas y grandes reuniones, incluso un baile una vez al año. Para estos acontecimientos sociales debemos seguir unas normas estrictas.

Por fin asomó un poco de interés en el rostro de la muchacha. Aunque era avispada, saltaba a la vista que era bastante cándida y soñadora. Seguro que leía folletines y creía que el mundo estaba repleto de pasiones románticas.

—¿Un baile de verdad? ¿De esos con música y vestidos maravillosos?

—Eso es exactamente a lo que me refiero, Marie. Sin embargo, tú verás muy poco de todas esas cosas porque tu puesto está abajo, en la cocina.

—Pero cuando se sirva la comida…

—En las grandes ocasiones solo la sirven lacayos varones. Esta es otra cosa que debes aprender. Pasemos ahora a las cuestiones prácticas. Te propongo, para empezar, un trimestre con un salario de veinticinco marcos que se te abonarán en dos plazos: diez marcos al cabo de un mes y el resto, dos meses más tarde. Esto, claro está, siempre que demuestres tu valía.

Hizo una pequeña pausa para comprobar el efecto de sus palabras. La actitud de Marie era de indiferencia. No era ambiciosa. Eso era buena cosa. Como ayudante de cocina no podía esperar mucho más.

—Te daremos dos vestidos sencillos y tres delantales. Es obligación tuya mantener esta ropa limpia, pues la usarás a diario. Deberás llevar el pelo recogido y cubierto por un pañuelo, y tienes que tener las manos siempre limpias. Supongo que tienes calcetines y calzado. ¿Cómo andas de ropa interior? Enséñame lo que has traído.

Cuando la muchacha abrió el hatillo, Eleonore Schmalzler se dio cuenta de que tampoco en este aspecto estaba bien surtida. ¿Adónde iba a parar el dinero que se recogía en los días de fiesta para el orfanato? La chica disponía de dos camisas raídas, una muda, una enagua de lana con agujeros y un par de calcetines muy remendados. Carecía de calzado para cambiarse.

—Bueno, ya se verá. Si demuestras tu valía… Falta poco para Navidad.

En esas fechas había regalos para el servicio, casi siempre tela para ropa, cuero para zapatos o calcetines de lana. Al personal de rango superior se le obsequiaba también con pequeños recuerdos de la familia, como relojes, cuadros o cosas parecidas. Para la muchacha, siempre y cuando se lo mereciera, se podía apartar algo más porque necesitaba un abrigo de lana y un gorro. La indignación del ama de llaves contra el orfanato se avivó. Ni siquiera contaba con un chal. Habían dado por sentado que su nuevo patrón la dotaría con todo.

—Dormirás arriba, en el tercer piso, que es donde están las habitaciones del servicio. Siempre duermen dos mujeres en el mismo cuarto; tú lo compartirás con Maria Jordan.

Marie, que estaba anudando de nuevo el hatillo, se detuvo horrorizada.

—¿Con Maria Jordan? ¿La doncella? ¿La que lleva un broche con la silueta de una mujer?

Eleonore Schmalzler sabía que la señorita Jordan no era una compañera de habitación agradable. Pero esa chiquilla no tenía derecho a expresar sus deseos en este sentido.

—Ya la conoces. Maria Jordan es una persona muy bien considerada en esta casa. Pronto verás que una doncella personal disfruta de la confianza de su señora, por lo que su posición entre los empleados es muy elevada.

En realidad, incluso ella a veces había sentido envidia de la señorita Jordan, que no solo era la doncella de la señora sino también de las dos señoritas. Eleonore Schmalzler había sido doncella en otros tiempos y sabía de la intimidad que conllevaba ese cargo.

La pequeña figura que permanecía delante del ama de llaves se incorporó y, al erguir los hombros, su tamaño pareció mayor.

—Disculpe, pero no quiero dormir en la misma habitación que Maria Jordan. Antes prefiero hacerlo en la buhardilla, con los ratones. O en la cocina. En el peor de los casos, incluso en el entresuelo.

Eleonore Schmalzler tuvo que reprimirse. Jamás había visto tanta desfachatez. Una criatura andrajosa, medio muerta de hambre, recién llegada del orfanato y sin nada que ofrecer salvo malas referencias se atrevía a poner condiciones. Hacía unos instantes, el ama de llaves había sentido una especie de compasión por la pequeña; ahora, en cambio, estaba escandalizada ante tanta arrogancia. Claro que esto ya estaba en sus referencias: arrogante, descarada, obstinada, perezosa, desobediente… Lo único que no parecía ser era insidiosa, aunque con lo demás era suficiente. A Eleonore Schmalzler le hubiera encantado enviar a la muchacha de vuelta al orfanato. Pero había un problema: por algún motivo, la señora quería contratar a esa chica.

—Ya se verá —repuso en tono seco—. Y otra cosa, Marie. Como sabes, la señorita Jordan se llama Maria. Por eso en esta casa te daremos otro nombre, para evitar malentendidos.

Marie apretó el segundo nudo de su hatillo con tanto ahínco que los nudillos de las manos se le pusieron blancos.

—Te llamaremos Rosa —decidió el ama de llaves. En otras circunstancias le habría dado a escoger entre dos o tres nombres, pero esa muchacha no merecía tales atenciones—. Eso es todo por el momento, Rosa. Ahora vete a la cocina, que haces falta ahí. Más tarde Else te mostrará las habitaciones y te entregará la ropa y los delantales.

Se dio la vuelta. Luego se acercó a la ventana y apartó un poco la cortina. Ya habían llegado. En ese momento, Robert estaba ayudando a la señorita a apearse del vehículo; la señora ya estaba en la escalera que llevaba al porche. Ya no hacía tanto frío, porque la señorita se había quitado el abrigo y Robert se había hecho cargo de la prenda, una tarea que llevaba a cabo con total entrega. Schmalzler suspiró. Iba a tener que hablar con ese joven. Era habilidoso y tenía posibilidades de ascender, tal vez incluso de ser mayordomo. Solo podía confiar en que los rumores que corrían entre el servicio no fueran ciertos.

—¿Else? Dile a la cocinera que las señoras ya están aquí. Que prepare café y el tentempié habitual.

—Sí, señorita Schmalzler.

—Aguarda un momento: luego ve al guardarropa, saca las prendas para la nueva chica de la cocina y enséñale su cuarto. Dormirá con Maria Jordan.

—Sí, señorita Schmalzler.

El ama de llaves había salido al pasillo para dar esas últimas órdenes. En la cocina reinaba la típica confusión que precedía a una cena festiva. La cocinera poseía muy buen carácter, pero cuando estaba ocupada tenía muy malas pulgas. En ese instante, el aviso de Else tuvo una acogida brusca, pero el ama de llaves sabía que el café y los tentempiés estarían listos a tiempo. Regresó de nuevo a su estancia y, para su asombro, se encontró allí a Marie, bueno, a Rosa, que es como se tenía que llamar a partir de ahora.

—¿Qué haces aquí?

La muchacha llevaba el hatillo al hombro y tenía una expresión extraña. Parecía herida y, a la vez, increíblemente entera.

—Lo siento mucho, señorita Schmalzler.

El ama de llaves la miró irritada. Esa chica era desconcertante.

—¿Qué es lo que sientes, Rosa?

Marie inspiró, como si fuera a levantar un objeto pesado. Alzó un poco la cabeza y frunció los ojos.

—Quiero que me llamen por mi nombre. Me llamo Marie. No Maria, como la señorita Jordan. Además, trabajo en la cocina y no creo que la señora quiera nunca nada de mí. Si necesita algo, llamará a su doncella y no a la chica de la cocina. Es imposible que nadie nos confunda.

Había expresado sus argumentos en voz baja y sin dejar de sacudir la cabeza. Aunque de forma queda, había hablado con fluidez y firmeza. El ama de llaves le dio la razón para sus adentros, pero no podía tolerar una osadía como esa.

—¡Es una decisión que no te corresponde tomar a ti!

Era el colmo. La muchacha era una holgazana y no quería más que una excusa para seguir siendo alimentada en el orfanato en lugar de ganarse la vida.

—¿No lo entiende? —prosiguió la chica, ya en tono alterado—. Mis padres eligieron este nombre para mí. Lo pensaron con calma y dieron con ese nombre para mí. Marie. Es su legado, y por eso no quiero otro nombre.

Esa determinación tenía algo de desesperado, y Eleonore Schmalzler conocía a las personas lo bastante como para darse cuenta de que esa chica no era ninguna holgazana, ni tampoco era obstinada sin motivo. Eso la tranquilizó. En cualquier caso, en lo que respectaba a sus padres sin duda fantaseaba. Era hija ilegítima, y seguramente jamás había visto a su padre.

El ama de llaves sabía que esa criatura sería difícil de domar. Pero estaba también la voluntad de los señores.

—Bueno —dijo obligándose a esbozar una sonrisa—. De momento, lo intentaremos con tu nombre de verdad.

—Se lo agradezco, señorita Schmalzler.

¿Se estaba regocijando? No. Solo parecía infinitamente aliviada.

Al cabo de unos segundos añadió:

—Muchas gracias.

Hizo algo así como una pequeña reverencia; luego se dio la vuelta y por fin regresó a la cocina. El ama de llaves entonces dejó escapar un suspiro apenas contenido.

Ese espíritu díscolo tenía que ser doblegado, se dijo. Seguro que la señora sería de la misma opinión.

Capítulo 3

3

—Por favor, Elisabeth. Estoy agotada, y además tengo jaqueca.

Katharina se había tumbado en la cama, vestida aún con el conjunto de color verde claro. Se había soltado el pelo y se había quitado los botines. Hacía años que Elisabeth conocía los estados de humor de su hermana. En su opinión, era la embaucadora perfecta y solo quería ser el centro de atención.

—¿Jaqueca? —preguntó en tono frío—. Bueno, Kitty, entonces quizá deberías tomarte unos polvos.

—Me dan calambres en el estómago.

Elisabeth se encogió de hombros mostrando indiferencia y se sentó delante del espejo, en la pequeña butaca tapizada de azul claro. En el tocador de su hermana imperaba un desorden de frascos, pinzas de cabello, peines de carey, borlas y demás accesorios. Por mucho que Auguste pusiera cada cosa en su lugar, Katharina volvía a desordenarlo. Así era su alocada hermana.

—Solo quería comentarte una cosa que me ha dicho Dorothea. Parece ser que anteayer por la noche coincidió con Paul y contigo en la ópera. ¿Te acuerdas?

Elisabeth se inclinó hacia el espejo, como si se estuviera recolocando un mechón rubio en el peinado, aunque en realidad estaba muy pendiente de la reacción de su hermana. Por desgracia, eso no le sirvió de mucho. Katharina tenía la mano en la frente y había cerrado los ojos. No parecía dispuesta a entrar en la conversación.

—Tuvo que ser una función muy bonita…

Entonces su hermana reaccionó, se apartó la mano de la frente y miró a Elisabeth. Esas bobadas, como la música o la pintura, siempre le quitaban la jaqueca.

—Fue fabulosa. La cantante que hacía el papel de Leonore era excelente. Fidelio es una historia tan emocionante, y esa música…

Elisabeth atizó un poco más el entusiasmo de Katharina para después maniobrar con decisión hacia su objetivo.

—Así es, ahora lamento no haberte acompañado.

—La verdad, Lisa, no entiendo cómo pudiste dejar pasar una maravilla como aquella. Y eso que tenemos palco. Ese rechazo tuyo por los conciertos y la ópera…

Elisabeth sonrió satisfecha. Katharina se había incorporado en la cama y no mostraba el menor signo de jaqueca mientras hablaba sin cesar del vestuario y la escenografía. Esa alocada hermana suya incluso había hecho algunos dibujos.

—Dorothea dice que durante la pausa tuvisteis visita en el palco…

Katharina frunció el ceño como intentando acordarse, algo que Elisabeth interpretó como un gesto de fingimiento. Kitty sabía muy bien quién había ido a saludarla.

—Sí, es cierto. El teniente Von Hagemann se acercó a saludar. Había oído que Paul estaba en Augsburgo el fin de semana y encargó champán. Fue un detalle por su parte.

Entonces, era cierto. De pronto Elisabeth vio su imagen reflejada en el espejo. Su rostro resultaba poco agraciado cuando estaba nerviosa: las mejillas se le veían carnosas y los labios se le afinaban.

—Así que el teniente Von Hagemann fue a saludar a Paul. Sin duda, un detalle muy considerado.

Incluso ella notó la falsedad que había en sus palabras, pero se sentía demasiado enojada para fingir bien.

—Bueno, Lisa —dijo Kitty, y volvió a hundirse en la almohada—, a fin de cuentas son compañeros de estudios.

En cierto modo, porque Paul era dos años mayor que Klaus von Hagemann y jamás habían compartido pupitre. Solo habían estudiado en el mismo liceo. Por otra parte, aunque Paul había pasado mucho tiempo con sus amigos durante el fin de semana, Klaus von Hagemann no formaba parte de su círculo.

—Dorothea me ha contado que hablaste mucho con el teniente. ¿Es verdad que en el segundo acto se quedó en el palco sentado a tu lado?

Katharina había vuelto a ponerse la mano en la frente, pero entonces levantó la cabeza para mirar escandalizada a Elisabeth. Por fin lo había entendido.

—Si insinúas que Klaus von Hagemann y yo…

—¡Sí, eso es lo que hago!

—¡Eso es ridículo!

La mirada de Katharina era de indignación, mostraba una arruga en la frente y tenía los labios fruncidos. Elisabeth constató que, incluso enfadada, su hermana era hermosa. Los ojos levemente inclinados, la nariz pequeña y los labios redondos conferían un enorme atractivo a su rostro triangular. Además, tenía una melena espesa de color castaño oscuro que adquiría un delicado tono cobrizo cuando le daba la luz. Ella en cambio era rubia, a secas, sin ninguna gracia. Un rubio ceniza, mate, pajizo. Era desesperante.

—¿Ridículo? —exclamó Elisabeth fuera de sí—. En toda la ciudad no se habla de otra cosa. Katharina la encantadora, la deliciosa hada de rizos castaños, la reina de la próxima temporada de bailes. Y ahora ha cautivado también al teniente Von Hagemann, ese joven inteligente y circunspecto, el que estuvo todo un año cortejando a su hermana…

—¡Basta ya, Lisa! No hay nada de cierto en todo eso.

—¿Que no hay nada de cierto? ¿Me estás diciendo que Klaus von Hagemann no estuvo a punto de pedir mi mano?

—Yo no he dicho eso. ¡Oh, mi cabeza!

Katharina se presionó las sienes con las manos, pero Elisabeth estaba demasiado enfadada para tener la más mínima consideración. ¿Acaso a alguien le interesaba cómo estaba ella? Tal vez ella también tuviera noches de insomnio y jaquecas, pero en esa casa tal cosa no interesaba a nadie.

—¡Jamás te lo perdonaré, Kitty! ¡Nunca! ¡Jamás en la vida!

—Pero, Lisa, yo no he hecho nada. Se sentó entre Paul y yo, eso fue todo. Y luego hablamos de música. Entiende mucho de música, Lisa. Yo me limité a escucharlo. Nada más. Te lo juro.

—¡Menuda mosquita muerta! ¡Si Dorothea vio cómo te reías y flirteabas con él!

—Eso es una mentira infame.

—¿Toda la gente en el teatro lo vio y pretendes decir que miento?

—Mira, Lisa, solo estuvimos hablando. Y no olvides que Paul estuvo presente todo el rato.

Elisabeth se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Seguro que Doro, maliciosa como era, había exagerado. ¡Cómo podía haber sido tan tonta de hacer caso de esos chismorreos! Se miró en el espejo. Este tenía un marco dorado estrecho y era de tres piezas, por lo que mostraba su expresión airada por delante y dos veces de perfil. ¡Santo Dios! ¡Qué fea era! ¿Por qué la vida era tan injusta? ¿Por qué le había regalado a su hermana pequeña un rostro angelical y atractivo, aunque tuviera jaqueca o se enfadara?

—Es mentira, Lisa —siguió Kitty con una desesperación torpe—. Dorothea es una chismosa, ¿cómo puedes creer las cosas que dice? Si todo el mundo sabe que ella…

Un golpe en la puerta la interrumpió. Katharina se calmó de inmediato, pero su madre ya había oído su voz nerviosa desde el pasillo.

—¡Kitty! ¿Qué ocurre? El doctor Schleicher te ha recomendado no exaltarte.

—No es nada, mamá. Estoy muy tranquila.

Alicia Melzer conocía a sus hijas. Volvió entonces la mirada hacia Elisabeth, que se había apresurado a coger la borla de la polvera y se la estaba pasando por la cara.

—Lisa, sabes que no debes provocar a tu hermana. Kitty apenas ha dormido en toda la noche.

—Lo siento mucho —dijo Elisabeth con dulzura—. Solo intentaba animarla un poco. Eso es todo.

Katharina confirmó su versión. No era una chivata; eso no se le podía recriminar. Jamás había traicionado a su hermana mayor.

Alicia Melzer suspiró.

—¿Por qué no os habéis cambiado aún? En un momento van a servir el almuerzo.

Mamá llevaba un vestido largo de seda azul oscuro y un collar de perlas atado en un nudo a la altura del pecho. Aunque tenía más de cincuenta años, su aspecto seguía siendo adorable. Tan solo su cojera, causada por la rigidez de su tobillo, provocaba asombro de vez en cuando. Elisabeth habría dado cualquier cosa por ser tan delgada como su madre, pero el destino había querido que se pareciera más a su familia paterna, por lo que era rechoncha y ancha de caderas. Incluso con el ampuloso vestido de mañana, una prenda de encaje y con cola cosida, su figura carecía de estética. En una ocasión Kitty, ese mal bicho, afirmó en broma que así vestida parecía un cubrecafeteras andante. Bueno, al menos ahora su hermanita tendría un defecto y es que, después de tumbarse en la cama vestida, el conjunto verde estaba arrugadísimo. La falda estrecha y la chaqueta larga con faldón corto estaban hechas con un brocado de seda brillante que papá compraba en la India.

—¿Almuerzo? —exclamó Katharina con un gemido—. Pero si esta noche tenemos cena de gala. ¿Cómo vamos a cenar si ahora tenemos que dar cuenta de un almuerzo?

—Tiene que ser así, Kitty. No podemos dejar solos al hermano de papá y a su esposa. Sería muy desconsiderado. Ya han anunciado que se marcharán después del almuerzo.

—Por suerte —se le escapó a Elisabeth.

Aunque su madre la reprendió con la mirada, ella sabía que esa partida también la alegraba. Papá tenía tres hermanos y cuatro hermanas, y, aunque todos habían formado una familia y habían traído hijos al mundo, ninguno había logrado ningún bien material digno de mención. Por eso sus visitas venían siempre acompañadas de peticiones de tal o cual suma, o bien tenían que ver con una intercesión. Johann Melzer era una persona muy respetada en Augsburgo. Su casa era frecuentada por hombres de negocios, banqueros, artistas y autoridades de la ciudad, y su esposa de noble linaje se encargaba de que todo el mundo se reuniera en un ambiente agradable e informal. Ella misma se dedicaba con abnegación a las damas; mientras, en el llamado «salón de los caballeros» se bebía vino de Madeira y coñac francés, el aire de la sala se volvía denso con los cigarros puros y los hombres hablaban de cuestiones comerciales que mezclaban con asuntos de índole personal. Ese día estaba prevista una de esas cenas y, ni que decir tiene, la asistencia del contable Gabriel Melzer y del rostro acongojado y el cabello canoso de su esposa habría resultado de lo más embarazoso. Aunque solo fuera por carecer de una vestimenta apropiada.

—Así que cambiaos de ropa, niñas. Nada ostentoso. Ya sabéis que la tía Helene solo tiene un vestido.

—Sí —comentó Elisabeth con una risita—. Y todas las mañanas le cose un cuello distinto y se piensa que con eso nos engaña.

En el rostro de Alicia Melzer se dibujó una sonrisa que reprimió de inmediato. A menudo los comentarios de Elisabeth eran irrespetuosos: esa muchacha tenía que aprender a comportarse.

—Bueno, tienen un hijo enfermo que les cuesta mucho dinero.

Elisabeth ladeó la cabeza, pero esta vez se reservó su opinión. Hoy era un hijo enfermo; meses atrás había sido el aval desafortunado a un amigo, luego un incendio en la cocina y los tremendos daños que provocó… Una y otra vez los parientes de papá encontraban motivos para sacarle dinero al bolsillo de Johann Melzer. De todos modos, en ese aspecto la parentela de mamá no era muy diferente, aunque tenían mejores modales. Al menos cuando estaban sobrios. Por otra parte, necesitaban sumas más altas porque vivían a lo grande y sus deudas eran acordes. En general, la familia era gente muy incómoda; no había ninguno que Elisabeth prefiriera ver de cara que de espalda.

—¿De verdad tengo que asistir al almuerzo, mamá? —gimió Katharina—. Estoy muy cansada y me gustaría echarme un rato. Ya sabes que el doctor Schleicher me ha dado esas píldoras para que pueda dormir.

Alicia ya estaba en la puerta. Vaciló un momento, pensando si el bienestar de su hija enferma estaba por encima de los modales y las convenciones sociales, en particular respecto a los parientes pobres de su marido. Al final vencieron la cortesía y la disciplina frente a sus impulsos maternales. También Katharina tenía que aprender a comportarse. Sobre todo ella.

—No alargaremos mucho el almuerzo, Kitty. Luego podrás tumbarte tranquilamente. Haré venir a Maria, así te cambiarás más rápido. Elisabeth, ponte el vestido marrón de mangas abombadas. En cuanto a ti, Kitty, me gustaría que llevaras el gris oscuro, ya sabes, ese con bolero corto y botones de nácar.

—Sí, mamá.

Elisabeth se levantó de mala gana y se marchó a su dormitorio. Maria, cómo no, iría a ayudar a su hermana a cambiarse de ropa, pero ella tendría que apañárselas sola. A lo sumo, Maria entraría un momento para arreglarle el peinado. Saltaba a la vista que una sola doncella para tres mujeres era insuficiente. Además, la buena de Jordan tenía más de cuarenta años y su idea de la moda era tan anticuada como la de mamá. De todos modos, para qué soliviantarse: en cuanto se casara, tendría doncella propia.

El vestido marrón tenía ya tres años. Mamá lo había encargado para ella cuando tenía diecisiete. En su opinión, el marrón combinaba muy bien con el cabello rubio de Elisabeth. Ella, sin embargo, no compartía su punto de vista. El marrón era un color aburrido, insulso como un montón de tierra. Con ese vestido nadie reparaba en ella, y esas mangas anticuadas y enormes no mejoraban en nada su aspecto. Aunque para el contable Gabriel Melzer y su insípida esposa era más que suficiente.

Maria ya había sacado el vestido del guardarropa y lo había llevado a su habitación; ella solo tenía que quitarse el de la mañana y meterse en esa monstruosidad marrón. Entonces surgió un nuevo fastidio: el dichoso vestido le quedaba estrecho y le costó embutirse en él. En realidad, debería haberse apretado más el corsé, pero sin la ayuda de Maria eso no era posible. Además, esa noche, para la cena de gala, debía ponerse el vestido de terciopelo verde oscuro, y se lo tendría que apretar tanto que se ponía mala solo de pensarlo.

—¿Señorita? ¿Me permite arreglarle el pelo en un momento? ¡Oh, vaya, qué bien le sienta el vestido!

Maria Jordan la miraba sonriente. Era la doncella perfecta. Siempre amable, reservada, y hacía que los halagos más absurdos resultaran creíbles en sus labios. A Elisabeth le bastaba con mirarse en el espejo para darse cuenta de que parecía un embutido relleno. En todo caso, resultaba agradable oír el cumplido de Maria, sentarse ante el espejo en el taburete tapizado con una pose graciosa y abandonarse en las manos expertas de Maria.

—Recójalo solo un poco. Esta tarde la necesitaré sobre las cinco.

—Muy bien, señorita. ¿Ponemos el lazo marrón?

—No, nada de lazos, Maria. Así está bien. Gracias.

—Como quiera, señorita.

¿No era injusto que precisamente ella fuera propensa a engordar? Mamá jamás había estado gorda y aún conservaba la silueta de cuando era una muchacha. En una ocasión, para asombro de sus hijas, les mostró un vestido de cuando era joven, un traje anticuado de color rojo oscuro con falda abombada y ribete de puntas que guardaba porque era el que llevaba el día que conoció a papá. Aunque a Elisabeth ese vestido le pareció horrible, a mamá le quedaba como un guante, igual que en su tiempo. Pese a haber tenido tres hijos, había conservado su figura.

En el pasillo vio a Kitty, que en ese momento bajaba la escalera a paso ligero y parecía suspendida en el aire, como si anduviera sobre nubes. De hecho, esa criatura extraña solía estar ensimismada. Pero era delgada y tenía una figura de ensueño que parecía sacada de una revista de moda. Aunque a Kitty le traía sin cuidado el vestido que llevaba y el recogido de su cabello. En cambio, había expresado su deseo de ir a París para aprender a pintar con el caballete en la calle, tal y como estilaban los jóvenes pintores allí. En esa ocasión mamá supo mantener la compostura, como siempre, pero papá se enfadó muchísimo y la llamó «gansa, tonta e ingrata».

Elisabeth siguió a su hermana hasta el primer piso. Las alfombras gruesas del pasillo y la escalera amortiguaban sus pasos, de modo que Katharina no la oyó. Aunque, de todos modos, estaba en las nubes. Elisabeth pensó que su hermosa hermana esa noche también asistiría a la cena. Los Von Hagemann, buenos conocidos de su madre, estaban invitados junto con algunos amigos de su padre que eran hombres de negocios. Notó que el corazón se le aceleraba. Tal vez fuera porque el vestido le oprimía a la altura del pecho, o quizá porque el teniente Klaus von Hagemann, que acompañaría esa noche a sus padres, por fin se declararía.

Else le abrió la puerta del comedor. Parecía que esa criada algo mayor sería la encargada de servir el almuerzo. A fin de cuentas, por esa parentela pobre no merecía la pena importunar a Robert, que tendría que servir por la noche vestido de librea y con guantes blancos. Elisabeth saludó a los invitados con cortesía y se disculpó por su retraso. Había llegado la última y solo entonces los demás se sentaron a la mesa. Else apareció con la sopa. Caldo de ternera con huevo cuajado. Elisabeth dirigió una mirada maliciosa a Katharina, pues sabía que su hermana odiaba la sopa y apenas comía carne.

—Kitty, querida, ¿cómo te encuentras? —preguntó la tía Helene—. Pareces cansada.

Katharina removía absorta la sopa y Elisabeth reparó en que incluso tenía los párpados medio entornados.

—¿Kitty?

La muchacha se sobresaltó y abrió los ojos.

—Discúlpeme, tía. ¿Qué decía usted?

Mamá frunció el ceño y su mirada penetrante espabiló a Katharina, que sonrió avergonzada.

—Decía que pareces cansada, cariño —repitió la tía Helene.

—Oh, perdonadme, estaba distraída. Hoy me siento cansada.

—Eso es lo que decía —insistió la tía Helene un poco irritada.

Elisabeth reprimió un ataque de risa, pero mamá intervino para explicar que la pobre Katharina apenas había podido pegar ojo en toda la noche. La tía Helene fingió comprensión y empezó a hablar de su propio insomnio, que relacionó hábilmente con su preocupación por la familia. Eso le permitió volver a la historia del hijo enfermo, de los medicamentos caros y de los médicos, de los que una nunca sabía qué pensar. Según ella, se pasaban el día prescribiendo todo tipo de tinturas y píldoras, pero solo Dios sabía si con tales cosas uno recuperaba la salud.

—Todos debemos plegarnos ante los designios del Señor —corroboró Alicia en tono amigable.

Elisabeth sabía que su madre lo decía de corazón; eran una familia cristiana y todos los domingos iban a misa en la abadía de San Ulrico y Santa Afra.

—Es una lástima que nuestro querido Johann no haya tenido tiempo para comer con nosotros —se lamentó la tía Helene de forma cortés—. No puede ser saludable pasarse todo el día en la oficina, sin ni siquiera tomarse un respiro para el almuerzo.

Elisabeth sabía muy bien que la ausencia de papá molestaba a su madre. Era muy típico de él refugiarse en el trabajo y dejar la visita de los parientes molestos para su mujer y sus hijas. Evidentemente, Alicia Melzer no dejó entrever su enojo. En lugar de ello, dio la razón a la tía Helene con un suspiro muy bien fingido y lamentó la entrega de su marido al trabajo. Explicó que, de hecho, era como si estuviera casado con su fábrica, que acudía ahí a primera hora de la mañana y no pocas veces regresaba a la mansión cuando ya estaba oscureciendo. Sobre él recaía toda la responsabilidad, y era preciso sopesar todas y cada una de las decisiones comerciales; cualquier fallo en las salas de fabricación podía dar al traste con un pedido importante.

—¡Qué se le va a hacer! El bienestar exige trabajar sin descanso —dijo con una sonrisa elocuente mirando al tío Gabriel.

Este se sonrojó: era sábado y debería estar en la oficina. Quizá le había contado alguna mentira a su patrón. En una ocasión papá había dicho que el tío Gabriel era un empleado poco fiable.

Elisabeth lo vio venir. A Katharina se le escurrió la cuchara, que cayó en el caldo de ternera y, a su vez, con el mango decorado con un monograma, golpeó la copa llena de vino. Esta se volcó, se rompió y el vino se desparramó por el mantel. El tío Gabriel hizo un gesto rápido para sostener la copa, pero el puño almidonado se le quedó prendido en el plato de sopa, por lo que todo el contenido fue a parar al regazo de su esposa. Pocas veces se había visto una sucesión tan lamentable de acciones embarazosas.

—¡Else! Trae trapos limpios. Auguste, acompaña a la señora Melzer a la habitación de invitados. Va a tener que cambiarse de ropa.

Elisabeth estaba paralizada: era demasiado divertido ver cómo la tía Helene se sacudía la falda mientras Katharina no dejaba de disculparse.

—Yo… lo lamento tantísimo, tía Helene. Soy tan torpe. Te regalaré uno de mis vestidos.

Cuando Auguste le abrió la puerta del comedor a la pobre tía, se oyeron las voces en la cocina. Fanny Brunnenmayer estaba tan enfadada que no se le entendía cuanto decía.

—Eres lo más tonto que he visto en mi vida. ¡Inútil! ¡Virgen santísima! ¡Cómo es posible que exista tanta tontería junta!

Alicia Melzer hizo una señal a Auguste para que cerrara la puerta cuanto antes.

—Es la nueva chica de la cocina —dijo a Gabriel Melzer a modo de disculpa—. Aún tiene que acostumbrarse a todas sus tareas.

Capítulo 4

4

Era cosa de brujas. Reinaba un orden aleatorio de cacerolas y fuentes, un caos de lomos de venado de intenso color rojo, pichones desplumados y destripados, pancetas, filetes rosados y pechugas de pollo adobadas. Y entre ellos, toda suerte de verduras: acelgas, cebollas, chalotas, zanahorias, apios, así como manzanas, un manojo de perejil, eneldo, cilantro…

—¡Otra vez en medio! ¡A los fogones! ¡Atiza el fuego, pero no demasiado! ¿Qué te acabo de decir? ¡Apártate del horno o lo echarás todo a perder!

Marie iba de un lado a otro. Traía tal o cual cacerola, llevaba platos y cucharas, iba a por leña para el fuego, lavaba fuentes y cuchillos, pero, hiciera lo que hiciese, siempre estaba mal.

—¡No! El recipiente de la nata no, tontina. Quiero el del caldo, ese de ahí. Pero estate atenta. ¡Rápido, que si no la salsa se me pasa!

Tardaba demasiado. Si buscaba algo, se equivocaba varias veces y cuando por fin le entregaba a la cocinera lo que le había pedido, esta ya se las había apañado de otro modo. Esa cocina era como un mar en plena tormenta: la mesa donde estaban dispuestas las cacerolas y las fuentes parecía la cubierta de un barco balanceándose en plena tempestad.

—Ve con cuidado con los pichones. Sé delicada, no vayas a romperles las alas. Y mete las plumas en una bolsa para que no salgan volando por todas partes. ¡Virgen santa! Pero ¿qué te acabo de decir?

Alguien había abierto una ventana y los pequeños plumones blancos y grises de pichón se elevaron en el aire, dibujando una especie de vals de copos de nieve sobre la larga mesa hasta que se posaban delicadamente sobre las cacerolas y los platos, mientras Marie saltaba de un lado a otro intentando atrapar al menos las plumas grandes. Luego tuvo que retirarlos del lomo de venado mechado, de la crema de frambuesa, del pescado fileteado y, sobre todo, de la mousse de chocolate sobre la cual se habían acumulado en masa.

—¿Y bien? ¿Cómo le van las cosas a nuestra pequeña Marie? —La voz maliciosa de la señorita Jordan sonó desde la puerta de la cocina.

—Meta la narizota en sus propios asuntos —bufó la cocinera—. ¡Y largo de la cocina, que si no la nata se me agría!

Era imposible complacer a la cocinera, sobre todo porque esta era incapaz de decir con exactitud qué era lo que necesitaba. Para ser una buena ayudante de cocina era imprescindible conocer el plan que la cocinera tenía en mente, y se dejó llevar sin que esta fuera consciente de ello. Todo lo que hacía, obedecía a ese plan, y Marie tenía la impresión de que era perfecto. Cada tarea tenía un único momento adecuado, y al final, de aquel caos de cacerolas y platos, de esa comida a medio cocinar, cruda o ya preparada, surgiría un todo magnífico: la cena de ocho platos que se serviría a las seis en punto.

Crema de puerros con nata, pescado, pichón con miel, apio en salsa de Madeira, lomo de venado con arándanos rojos, helado, pastel de espuma de frutas y queso. Después de esto, café y té. Pastitas de almendra. Licores.

Había un montacargas que llevaba los platos desde la cocina hasta el pasillo del primer piso, situado justo al lado del comedor. Marie solo había atisbado a Robert, cuando se asomó a la cocina para preguntar algunas cosas sobre el vino. Las respuestas de la cocinera fueron entre desabridas y nulas, y al final él se había marchado. Aun así, Marie había podido ver su librea de rayas negras y azules con los botones dorados y sus impecables guantes blancos.

¡Menuda mansión! ¿Cómo se le había podido ocurrir marcharse ya el primer día? Sin duda, habría cometido el mayor error de su vida. ¡Santo cielo! ¡Jamás había visto tanta riqueza, tanta variedad de comida! Los habitantes de la mansión nadaban en la abundancia. Nada era demasiado caro y solo lo mejor era bueno. Pichones. Salsa de Madeira. Tres tipos de pescado asado. Veinte o treinta huevos no eran nada. La yema se batía hasta convertirse en espuma, se mezclaba con azúcar y se dejaba con delicadeza en el horno. En una base de bizcocho se aplicaba crema de mantequilla, sobre la que se esparcía fruta y luego la masa de espuma. Marie se había quedado varias veces quieta mirando, como si al hacerlo pudiera hacer suyas esas delicias, dejar entrar en su cerebro todas las recetas y retenerlas ahí. Como si pudiera crear un recetario íntimo, igual al que la cocinera tenía en la cabeza. Sin embargo, también había recetas que Fanny Brunnenmayer mantenía en secreto, por eso hizo salir a Marie y la mandó a buscar leña para el horno. En cuanto estuvo de vuelta con los troncos, la comida ya estaba preparada.

Uno tras otro, los platos iniciaron su trayecto hacia el comedor. Una campanilla anunció a Robert que abajo todo estaba dispuesto. Entonces él tiró de las cuerdas e hizo subir las bandejas y las fuentes cubiertas con tapas plateadas. Entretanto, en la cocina disponían el siguiente plato a toda velocidad. En algunos casos, las pausas entre plato y plato fueron muy breves; en otros, los señores alargaron la charla, para desesperación de la cocinera, preocupada por la carne, las verduras delicadas y el helado, que ya estaba preparado y empezaba a derretirse. Solo cuando el último plato, una bandeja de quesos con bretzel recién hechos y fruta, inició su ascensión, la cocinera se relajó. Fanny Brunnenmayer se desplomó en un banco, se sacó un pañuelo blanco del bolsillo del delantal y se apartó el sudor de la cara.

—Chica, acércame esa jarra. La grande. Sí, esa.

Tomó varios sorbos de cerveza, deleitándose y sin dejar de secarse la frente. Hasta que en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.

—No lo has hecho mal del todo, muchacha.

Capítulo 5

5

Elisabeth miraba con inquietud los tentadores restos del pastel que Robert retiraba en ese momento para sustituirlo por varias cestas de frutas artísticamente dispuestas: uvas moradas que refulgían a la luz de las velas, naranjas asadas y manzanas cortadas en rodajas que luego se habían vuelto a juntar. Y todo acompañado de albaricoques y almendras dulces. Se decidió a comer al menos una rodaja de manzana mientras renunciaba, casi de forma heroica, al queso y el pastel.

—Una vez más, ha sido una cena exquisita, querida señora Melzer —dijo su acompañante de mesa.

Desde su asiento, Klaus von Hagemann dirigió una leve inclinación de cabeza a la anfitriona, que aceptó el cumplido con una sonrisa.

—Me parece que mi madre ya está pensando en cómo hacerse con esa magnífica cocinera —observó divertido, volviéndose a Elisabeth.

Elisabeth saboreó su rodaja de manzana. Disfrutó haciéndole esperar su respuesta unos segundos, sintiendo la mirada impaciente de sus ojos azules, notando su inseguridad sobre el acierto de su broma. Sonrió y respondió que la señora Brunnenmayer llevaba muchos años en la casa.

—Nuestra Brunnenmayer es como un diamante en bruto: por fuera es tosca y áspera, pero tiene un espíritu leal —comentó en tono alegre—. No abandonaría a su suerte a los Melzer ni por dinero ni por buenas palabras.

Él cogió su copa y, mientras tomaba un sorbo de vino tinto, su mirada se posó un instante en Katharina, que estaba inmersa en una charla con Alfons Bräuer. El hijo del banquero, un muchacho de espaldas anchas que solía ser muy parco en palabras, hoy hablaba por los codos sobre cualquier cosa que Katharina le comentaba. Era imposible saber si tenía el rostro encendido a causa del vino o la abundante cena, pero Elisabeth sospechaba que era la proximidad de Katharina lo que hacía que la sangre acudiera a las mejillas de aquel desdichado.

—En ese caso, puede usted sentirse afortunada —respondió Klaus von Hagemann a su lado—. La lealtad es una cualidad que se prodiga poco en estos días y, en cambio, es una de las mayores virtudes que puede tener una persona. ¿No le parece?

Ella se apresuró a darle la razón. Ciertamente, dijo, la lealtad era una gran virtud. Su padre siempre hablaba de lo importante que era que sus obreros fueran leales a la fábrica de paños Melzer.

Klaus von Hagemann hizo a un lado su copa con un gesto lento y tomó una cesta de frutas para ofrecérsela. Elizabeth, por cortesía, cogió una rodaja de naranja: era insufrible lo mucho que la señorita Jordan le había ceñido el corsé.

—Yo me refiero a la lealtad en el sentido puramente humano —dijo él, reflexivo, mientras dirigía la mirada hacia las llamas del candelabro de plata de cinco brazos—. Como la lealtad a un amigo, por ejemplo. O la de los padres hacia sus hijos. Pero, sobre todo, la lealtad en el matrimonio.

Elisabeth notó que su corazón latía contra las varillas del corsé. Había llegado el momento. Él se iba a atrever. No cabía duda: la miraba con una seriedad inmensa. Iba a declararse.

—Querida señorita, en mi opinión el matrimonio debería descansar en dos elementos: el fuego y el hielo. Por un lado, la llama encendida del amor y, por el otro, la dulce constancia, la lealtad de por vida entre los cónyuges.

Elisabeth sintió un estremecimiento de placer, más aún cuando él dirigió una mirada rápida y algo tímida a su escote. Su pecho abundante era la única ventaja física que le sacaba a Katharina. ¡Oh, ella sabría atizar el fuego que él acababa de mencionar! ¡Ojalá pudiera ir por fin al grano!

—Le tengo a usted mucha confianza, Elisabeth —lo oyó decir en voz baja—, y creo que ha llegado el momento de confiarle algo que surge de lo más profundo de mi corazón…

Ella no esperaba que esa velada pudiera terminar de un modo tan feliz. Cierto que parte del mérito era de su madre, que había dispuesto los asientos en la mesa. Alicia Melzer era una mujer empeñada en dirigir el destino de sus hijas, y hacía tiempo que Elisabeth se había percatado de que los planes de su madre se correspondían con los suyos. Durante ese invierno, Katharina conquistaría muchos corazones y también rompería otros. Que lo hiciera… Elisabeth se sentía ya en el cénit de sus anhelos. ¡Qué tonta había sido haciendo caso de las habladurías de Dorothea! A lo largo de la velada, Klaus von Hagemann solo había tenido ojos para ella; habían hablado y reído juntos, habían intercambiado algunos comentarios divertidos y un poco picantes, y en dos ocasiones sus manos se habían rozado. Había llegado el momento. Ella contuvo el aliento. De todos modos, se dijo, la ocasión habría podido ser algo más íntima; sentados a la mesa, entre la cháchara de los invitados, manifestaciones como esas resultaban menos románticas de lo que una joven habría esperado. ¡Dios mío! Gertrude Bräuer, qué mujer tan imposible, explicaba ahora que el día anterior había tenido hipo durante más de una hora. Saltaba a la vista que la esposa del banquero Bräuer era de origen burgués y no sabía comportarse en sociedad.

—Hay momentos en la vida en que parece que la tierra se detiene, querida Elisabeth. Recientemente sentí uno de esos momentos —prosiguió el teniente.

Justo entonces, Robert, el lacayo, le presentó la bandeja de quesos que estaba decorada con uvas, piñas y frutas escarchadas.

—Le recomiendo el roquefort, señorita —le susurró al oído en confianza—. Se dice que es delicioso.

Ella lo rechazó con un ademán y el sirviente pasó a ofrecer la bandeja repleta al teniente. Este no tuvo ningún remilgo y eligió con cuidado los que más le apetecían, acompañándolos con dos trozos de piña y un bretzel recién hecho.

El encanto previo se había desvanecido y Klaus von Hagemann dirigió en silencio su atención al plato y se hizo servir vino.

—Teniente, se ha interrumpido usted.

—Sí, es verdad —contestó él, distraído—. ¿De qué hablábamos?

—Decía usted que había experimentado un momento importante en su vida…

—En efecto. Sin embargo, ahora mismo no me parece oportuno, señorita. Discúlpeme.

La decepción de ella fue mayúscula. Ese cobarde se había echado atrás. Y todo por culpa de Robert, que los había interrumpido con esa estúpida bandeja de quesos. ¡Oh, en ese instante lo habría matado!

Entretanto, en la mesa las charlas languidecían y la cena estaba dejando paso a un leve sopor. Alicia se esforzaba por mantener una conversación sobre una cantante de ópera recién contratada que las señoras Von Hagemann y Bräuer consideraban divina. Tilly Bräuer, una muchacha larguirucha de diecisiete años, ataviada con un vestido de color vino de escote pronunciado que dejaba ver su piel blanca y unas clavículas muy marcadas, se atiborraba en silencio de roquefort y uvas dulces. Solo Katharina, que apenas había comido, parecía ajena al cansancio general; Elisabeth escuchó cómo le explicaba a su acompañante de mesa el principio del dibujo con tinta china. No acababa de entender cómo Alfons Bräuer era capaz de escucharla sin apartar un instante la mirada de ella, como si le estuviera leyendo el mismísimo Evangelio. Debía de ser por ese modo de hablar que tenía ella, sus ojos brillantes, el movimiento de sus labios gruesos, así como sus gestos vigorosos y, a la vez, encantadores. Elisabeth estaba convencida de que Alfons Bräuer habría dedicado la misma atención a los labios de su hermana si esta le estuviera leyendo el directorio de calles de Augsburgo.

—¿Y bien, caballeros? —dijo entonces su madre en tono jovial—. Ya veo que el humo y el tabaco los reclaman desde el otro salón. Por favor, no sean tan cumplidos. Las damas sabremos entretenernos muy bien sin ustedes.

—¡Así es! —exclamó el banquero Bräuer, que no veía el momento de librarse del parloteo incesante de su media costilla—. ¡Señora Melzer, sus deseos son órdenes para nosotros!

Los caballeros se levantaron y se dirigieron al salón precedidos por Johann Melzer, el dueño de la casa. El padre Leutwien, un hombre diminuto de pelo ralo y con gafas, se unió al grupo. Elisabeth no sentía mucha simpatía por ese cura, aunque no sabía decir muy bien por qué; tal vez fuese porque los cristales gruesos de las gafas hacían que sus ojos parecieran pequeños, lo cual le confería una expresión de desamparo. Sin embargo, en una ocasión en que él se había quitado las gafas para limpiárselas con el pañuelo de bolsillo, Elisabeth vio que sus ojos eran grises y de tamaño normal. Desde entonces ya no le parecía desamparado, sino más bien alguien que sabía lo que quería.

—En ese caso, me entregaré un rato al humo azulado —dijo el teniente Von Hagemann levantándose de su asiento—. Mi padre se sorprendería mucho si me quedara solo entre las damas.

Naturalmente, no había ninguna posibilidad de retenerlo. Se intercambiaron las cortesías habituales; cuando él abandonó la estancia, a ella le pareció ver auténtico pesar en su mirada.

El ritual siguió su curso. Robert se aproximó a Alicia Melzer para comunicarle que la otra sala ya estaba dispuesta. Ahora las damas pasarían al salón rojo, decorado al gusto de su madre. Ya solo el papel pintado de seda de inspiración oriental había costado una fortuna. El mobiliario estilo Luis XV estaba hecho en Francia y, como no podía ser

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