1
Will Robie había observado con detenimiento a todos y cada uno de los pasajeros del corto vuelo entre Dublín y Edimburgo y había llegado a la conclusión de que dieciséis de ellos eran escoceses que regresaban a su país y que cincuenta y tres eran turistas.
Robie no era ni escocés ni turista.
El vuelo duraba cuarenta y siete minutos. Primero se cruzaba el mar de Irlanda y luego gran parte del territorio escocés. El trayecto en taxi desde el aeropuerto le robó quince minutos más de tiempo. No se alojaba en el hotel Balmoral ni en el Scotsman ni en ninguno de los establecimientos hoteleros distinguidos de la zona antigua de la ciudad. Tenía reservada una habitación en la tercera planta de un edificio de fachada sucia situado a nueve minutos a pie del centro de la ciudad entre calles empinadas. Le entregaron la llave y pagó una noche en efectivo. Cargó la pequeña bolsa de viaje hasta la habitación y se sentó en la cama, que crujió bajo su peso y se hundió varios centímetros.
Crujido y hundimiento era lo que cabía esperar de un precio tan bajo.
Robie medía poco más de metro ochenta y pesaba ochenta y un kilos duros como una piedra. Poseía una musculatura compacta que dependía más de la rapidez y la resistencia que de la fuerza bruta. Le habían roto la nariz en una ocasión, por un error que había cometido. Nunca se la había arreglado porque no había querido olvidar ese error. Tenía una muela postiza, algo que había acompañado a la nariz rota. Tenía el pelo oscuro y abundante por naturaleza pero Robie prefería llevarlo muy corto, sin llegar al rape. Tenía las facciones bien definidas pero acababa pasando inadvertido porque casi nunca miraba a nadie a los ojos.
Lucía tatuajes en un brazo y en la espalda. Uno de ellos era un diente enorme de un gran tiburón blanco. El otro era un corte rojo que parecía un relámpago en llamas. Cubrían bien las viejas cicatrices que nunca habían acabado de curar. Y todas guardaban algún significado para él. La piel dañada había supuesto un reto para el tatuador, pero el resultado había sido satisfactorio.
Robie tenía treinta y nueve años y cumplía cuarenta al día siguiente. No había acudido a Escocia para celebrar una fecha tan señalada. Estaba allí para trabajar. De los trescientos sesenta y cinco días del año, él trabajaba o viajaba por motivos laborales la mitad de ellos aproximadamente.
Robie inspeccionó la habitación. Era pequeña y sencilla, pasable, y estaba situada de forma estratégica. No necesitaba gran cosa. Tenía pocas pertenencias y menos necesidades aún.
Se levantó y se acercó a la ventana, presionó el rostro contra el cristal frío. El cielo estaba encapotado, algo habitual en Escocia. Un día entero de sol en Edimburgo era motivo de agradecimiento y sorpresa para sus habitantes.
A su izquierda, bastante lejos, se encontraba el palacio de Holyrood, la residencia oficial de la reina en Escocia. Desde ahí no lo veía. A su derecha, lejos también, se alzaba el castillo de Edimburgo. Tampoco veía aquella vieja fortaleza pero sabía exactamente dónde estaba.
Consultó su reloj. Faltaban todavía ocho horas.
Su reloj interno lo despertó al cabo de varias horas. Salió de la habitación y fue andando hasta Princes Street. Pasó junto al majestuoso hotel Balmoral que dominaba el centro de la ciudad.
Pidió un almuerzo ligero y bebió agua del grifo sin prestar atención a la amplia selección de cervezas negras que se ofrecían en un mostrador situado por encima de la barra. Mientras comía, estuvo un rato observando a un artista callejero que hacía malabarismos con cuchillos de carnicero encaramado a un uniciclo mientras entretenía al público contando historias divertidas con un acento escocés pulido. Luego estaba el tipo vestido de hombre invisible que se hacía fotos con los transeúntes por dos libras.
Después de comer, fue caminando hasta el castillo de Edimburgo. Lo veía a lo lejos mientras andaba. Era grande, imponente y ni una sola vez lo habían tomado por la fuerza, sino mediante subterfugios.
Subió a lo alto del castillo y se asomó para atisbar por encima de la grisácea ciudad escocesa. Pasó la mano por cañones que no volverían a disparar. Giró a la izquierda y admiró la vasta extensión de mar que había hecho de Escocia un puerto tan importante siglos atrás, cuando los barcos iban y venían, descargaban unas mercancías y cargaban otras. Estiró las tensas extremidades, notó un crujido y luego un pequeño chasquido en el hombro izquierdo.
Cuarenta años.
Mañana.
Pero antes tenía que sobrevivir hasta el día siguiente.
Consultó la hora.
Faltaban tres horas.
Salió del castillo y bajó por una calle lateral.
De repente empezó a caer una lluvia fría y se cobijó bajo el toldo de una cafetería donde se paró a tomar un café.
Más tarde pasó junto al anuncio de una visita a las zonas habitadas por fantasmas organizada por Underground Edimburgh. Era solo para adultos y se realizaba cuando la oscuridad lo invadía todo. Ya casi era la hora. Robie había memorizado cada paso, cada giro, cada movimiento que tendría que hacer.
Para vivir.
Como cada vez, tenía que confiar en que bastara con aquello.
Will Robie no quería morir en Edimburgo.
Un poco más tarde pasó junto a un hombre que le dedicó un asentimiento de cabeza. Fue apenas una ligera inclinación, nada más. Luego el hombre desapareció y Robie entró por la puerta que el hombre acababa de dejar libre. La cerró con llave detrás de él y se adentró en el lugar acelerando el paso. Llevaba suelas de goma. No emitían ningún sonido en contacto con el suelo de piedra. Cuando había avanzado unos dieciocho metros vio la puerta a la derecha. La abrió. Un viejo hábito de monje colgaba de una percha. Se lo enfundó y se puso la capucha. Había otras cosas para él, todas necesarias.
Guantes.
Gafas de visión nocturna.
Una grabadora.
Una pistola Glock con silenciador cilíndrico.
Y un cuchillo.
Esperó y fue consultando la hora cada cinco minutos. Su reloj estaba sincronizado a la perfección con el de otra persona.
Abrió otra puerta y cruzó el umbral. Se agachó, tocó una rejilla en el suelo, la levantó y bajó con agilidad y rapidez por una serie de pasamanos metálicos clavados en la piedra. Llegó al suelo sin emitir ningún ruido, se desplazó hacia la izquierda y contó los pasos. Edimburgo quedaba por encima de él. Por lo menos la zona «nueva».
Estaba en el subsuelo de Edimburgo, donde se organizaban distintas visitas a pie relacionadas con los fantasmas. Se pasaba por las bóvedas de debajo de South Bridge y partes del viejo Edimburgo como Mary King’s Close, entre otros. Se deslizó por los pasadizos de ladrillo y piedra. Las gafas de visión nocturna le permitían verlo todo con gran nitidez. En las paredes había lámparas eléctricas a intervalos bastante regulares pero de todos modos seguía estando muy oscuro.
Casi le parecía oír las voces de los muertos a su alrededor. Según las leyendas locales, la aparición de la peste en el siglo XVII asoló zonas pobres de la ciudad, como Mary King’s Close, con especial dureza. Y la ciudad reaccionó tapiando aquí a la población para evitar que se propagara la epidemia. Robie no sabía si era cierto o no. Pero no le extrañaría que lo fuera. Eso era lo que a veces hacía la civilización en caso de amenazas, reales o supuestas. Las colocaban entre muros. Nosotros contra ellos. La ley del más fuerte. Unos mueren para que otros sobrevivan.
Consultó la hora.
Faltaban diez minutos.
Se desplazó con mayor lentitud, adaptando el paso para llegar segundos antes de la hora acordada. Por si acaso.
Los oyó antes de verlos.
Eran cinco, sin contar al guía. El hombre y los secundarios.
Irían armados. Estarían preparados. Los secundarios pensarían que era el lugar perfecto para una emboscada.
Estarían en lo cierto.
Era una estupidez que el hombre bajara allí.
Realmente lo era.
La zanahoria tenía que ser lo bastante grande.
Realmente lo era.
Grande también como estupidez. De todos modos, había ido porque no se le ocurría nada mejor. Lo cual hacía que Robie se planteara lo realmente peligroso que era aquel hombre. Pero aquello no era asunto suyo.
Faltaban cuatro minutos.
2
Robie dobló una última curva. Oyó hablar al guía, soltando el rollo memorizado con una voz misteriosa y fantasmagórica. «El melodrama vende», pensó Robie. Y de hecho la singularidad de la voz era esencial para el plan de esa noche.
Se acercaba a un giro hacia la derecha. El grupo se dirigía a él.
Robie también pero desde la dirección contraria.
El tiempo estaba tan bien calculado que no había margen de error.
Robie contó los pasos. Sabía que el guía estaba haciendo lo mismo. Habían ensayado incluso la longitud de los pasos que daba, para coreografiarlos a la perfección. Al cabo de siete segundos, el guía, que tenía la misma altura y constitución física que Robie y llevaba un reloj idéntico al suyo, dobló la esquina apenas cinco pasos por delante de su grupo. Llevaba una linterna. Aquello era lo único que Robie no podía copiar. Por motivos obvios debía tener libres ambas manos. El guía giró a la izquierda y desapareció por una grieta de la roca que conducía a otra sala con otra salida.
En cuanto Robie vio lo que hacía, se volvió y quedó de espaldas al grupo de hombres que iban a doblar la esquina al cabo de un momento. Una mano se deslizó hasta la grabadora que llevaba en el cinturón bajo el hábito y la puso en marcha. La voz dramática del guía resonó con la continuación de la historia que había interrumpido unos instantes para girar.
A Robie no le gustaba estar de espaldas a nadie pero no había otra manera de que el plan funcionara. Los hombres tenían linternas. Se darían cuenta de que no era el guía. Que no era quien hablaba. Que llevaba gafas de visión nocturna. La voz seguía retumbando. Se dispuso a caminar hacia delante.
Aminoró el paso. Le alcanzaron. Le iluminaron la espalda con las linternas. Oyó la respiración colectiva. El olor. Sudor, colonia, el ajo que habían tomado en la comida. Su última comida.
«O la mía, dependiendo de cómo vaya.»
Había llegado el momento. Se volvió.
Con una cuchillada profunda liquidó al hombre que iba en cabeza, que cayó al suelo e intentó sujetarse los órganos afectados. Robie disparó al segundo hombre en la cara. La bala silenciada sonó como un bofetón. Resonó contra las paredes de piedra y se mezcló con los gritos del hombre moribundo.
Entonces los demás reaccionaron. Pero no eran verdaderos profesionales. Se aprovechaban de los débiles y de los poco habilidosos, pero Robie no pertenecía a ninguna de esas categorías. Eran tres hombres pero solo dos le plantearían alguna dificultad.
Robie lanzó el cuchillo y el extremo acabó clavado en el pecho del tercer hombre. Se desplomó con el corazón casi partido en dos. El hombre que iba detrás disparó, pero Robie ya se había movido y utilizó al tercer hombre como escudo. La bala fue a dar contra el muro de piedra. Una parte se quedó en el muro y otra rebotó y acabó encontrando cobijo en el muro opuesto. El hombre volvió a disparar un par de veces más, pero erró el tiro porque la adrenalina le había subido de forma brusca, había afectado a su motricidad fina y le había hecho fallar la puntería. A continuación disparó una ráfaga a la desesperada y vació el cartucho. Las balas rebotaban en la roca. Una de ellas alcanzó al primer hombre en la cabeza. No le mató porque ya se había desangrado y los muertos no pueden morir dos veces. El quinto hombre se había arrojado al suelo cubriéndose la cabeza con las manos.
Robie lo había visto todo. Se tiró al suelo y disparó en la frente al hombre número cuatro. Aquellos eran los nombres que les había puesto. Números. Anónimos. Así resultaba más fácil matarlos.
Ahora solo quedaba el hombre número cinco.
Cinco era el único motivo por el que Will Robie había viajado hasta Edimburgo ese día. Los demás eran colaterales y sus muertes no revestían ninguna importancia dentro del plan global.
El número cinco se levantó y retrocedió en cuanto Robie se puso en pie. Cinco no tenía arma. No había considerado necesario llevarla. Las armas no eran dignas de una persona como él. Sin duda estaba replanteándose esa decisión.
Suplicó. Imploró. Pagaría. Una cantidad ilimitada. En cuanto le apuntó con la pistola se inclinó por las amenazas. Lo importante que era. Lo poderosos que eran sus amigos. Lo que le harían a Robie. El gran daño que Robie sufriría. Él y toda su familia.
Robie no hizo ningún caso. Había escuchado lo mismo en otras ocasiones.
Disparó dos veces.
A la derecha y a la izquierda del cerebro. Siempre es mortal. Igual que esta noche.
El número cinco besó el suelo de piedra y con su último aliento lanzó un insulto a Robie que ninguno de los dos oyó.
Robie se volvió y se internó por la misma grieta que el guía turístico.
Escocia no le había matado.
Se sentía agradecido por ello.
Robie durmió como un tronco después de matar a cinco hombres.
Se despertó a las seis y desayunó en una cafetería cerca de donde se alojaba.
Luego fue caminando hasta Waverly Station, que estaba al lado del hotel Balmoral, y tomó un tren con destino a Londres. Llegó a la estación de King’s Cross más de cuatro horas después y cogió un taxi hasta Heathrow. El vuelo 777 de British Airways despegó a última hora de la tarde. Con un ligero viento en contra, el avión aterrizó siete horas después en el aeropuerto de Dulles. En Escocia estaba nublado y hacía frío, pero en Virginia hacía calor. Hacía rato que el sol había empezado a descender hacia el oeste. En las horas más calurosas del día se habían ido acumulando nubes pero no habría tormenta dada la falta de humedad. Lo único que la madre naturaleza podía hacer era adoptar una apariencia amenazadora.
Un coche le esperaba al salir de la terminal del aeropuerto. No había nombre en el cartel.
Un todoterreno negro.
Matrícula oficial.
Subió, se ciñó el cinturón de seguridad y levantó un ejemplar del Washington Post que había en el asiento. No dio instrucciones al conductor. Ya sabía adónde tenía que ir.
El tráfico por la autopista de peaje de Dulles era sorprendentemente fluido.
A Robie le vibró el teléfono. Miró la pantalla.
Una palabra: «Felicidades.»
Volvió a guardar el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.
«Felicidades» no le parecía la palabra adecuada. «Gracias» tampoco sería lo correcto. No tenía muy claro cuál era la palabra apropiada por haber matado a cinco personas.
Quizá no la hubiese. Quizá bastara con el silencio.
Llegó a un edificio situado en una travesía de Chain Bridge Road, en el norte de Virginia. No habría explicaciones tras la misión. Era mejor que no quedara constancia de lo sucedido. Si se iniciaba una investigación, nadie descubriría un informe que no existía.
Pero si la cosa salía mal, Robie no gozaría del respaldo oficial.
Caminó hasta el despacho, que no era oficialmente suyo aunque lo utilizaba de vez en cuando. Aunque era tarde había gente trabajando. No le dirigieron la palabra a Robie. Ni siquiera lo miraron. Sabía que ellos no tenían ni idea de lo que hacía pero también evitaban interactuar con él.
Se sentó a un escritorio, pulsó algunas teclas del ordenador, envió unos cuantos mensajes de correo electrónico y miró por una ventana que en realidad no era una ventana. No era más que una caja con luz del sol simulada, porque una ventana de verdad podía considerarse un orificio por el que otras personas podían colarse.
Al cabo de una hora, apareció un hombre rechoncho y de tez pálida que vestía un traje arrugado. No se saludaron. El hombre le dejó un dispositivo USB encima del escritorio. Acto seguido, se volvió y se marchó. Robie se quedó mirando el objeto plateado. La siguiente misión ya estaba preparada. En los últimos años se las asignaban cada vez más seguidas.
Se guardó el dispositivo en el bolsillo y se marchó. Esta vez se colocó al volante de un Audi que estaba estacionado en una plaza del parking adyacente. Se sintió cómodo al sentarse. El Audi era suyo y hacía cuatro años que lo tenía. Pasó por el control de seguridad. El guarda tampoco lo miró.
El hombre invisible de Edimburgo. Robie sabía lo que era sentirse así.
En cuanto llegó a la vía pública, cambió de marcha y aceleró.
Su teléfono volvió a vibrar. Comprobó la pantalla.
«Feliz cumpleaños.»
No le hizo ninguna gracia, por eso soltó el teléfono en el asiento de al lado y pisó el acelerador a fondo.
No habría ni pastel ni velas.
Mientras conducía, Robie pensó en el túnel subterráneo de Edimburgo. Cuatro de los hombres muertos eran guardaespaldas. Eran hombres duros y desesperados que supuestamente habían matado por lo menos a cincuenta personas a lo largo de los últimos cinco años, incluidos niños. El quinto hombre que había acabado con dos tiros en la cabeza era Carlos Rivera. Gracias al narcotráfico y a la trata de jóvenes para la prostitución, era inmensamente rico y había ido a Escocia de vacaciones. Sin embargo, Robie sabía que, al parecer, Rivera había viajado a Edimburgo para mantener una reunión de alto nivel con otro mafioso de Rusia con el objetivo de fusionar sus negocios. Hasta a los criminales les gusta globalizarse.
Robie había recibido la orden de matar a Rivera, pero no por traficar con drogas y personas. Rivera tenía que morir porque Estados Unidos se había enterado de que planeaba un golpe de Estado en México con la ayuda de varios generales de alto rango mexicanos. El gobierno resultante no habría sido afín a Norteamérica, por lo que no podía permitirse. La reunión con el mafioso ruso había sido un montaje, el señuelo. Los generales mexicanos problemáticos también estaban muertos, asesinados por hombres como Robie.
Después de llegar a casa, Robie caminó por las calles oscuras durante dos horas. Se animó a acercarse al río y contempló las luces de la orilla de Virginia rasgando la noche. Un barco patrulla se deslizó por la tranquila superficie del Potomac.
Observó el cielo gris y sin luna; un pastel sin velas.
«Feliz día de mi cumpleaños.»
3
Eran las tres de la madrugada.
Will Robie llevaba dos horas despierto. La misión encomendada en el dispositivo USB que le habían dado le obligaría a viajar mucho más allá de Edimburgo. El objetivo era otro hombre bien protegido con más dinero que sentido de la ética. Robie llevaba casi un mes trabajando en el asunto. Había infinidad de detalles y el margen de error era incluso menor que con Rivera. La preparación era ardua y había pasado factura a Robie. No podía dormir y tampoco comía mucho últimamente.
Pero ahora intentaba relajarse. Estaba sentado en la pequeña cocina de su apartamento, situado en una zona acomodada donde abundaban las viviendas lujosas. El edificio de Robie no era una de ellas. Era viejo, de diseño funcional y con cañerías ruidosas, olores raros y moqueta chabacana. Los inquilinos eran variados y muy trabajadores pues la mayoría de ellos acababa de incorporarse al mercado laboral. Se marchaban temprano por la mañana para ocupar su puesto en bufetes de abogados, oficinas contables y empresas de inversiones desperdigadas por la ciudad.
Algunos habían elegido la vía del sector público y tomaban el metro o el autobús, o incluso iban caminando hasta los grandes edificios gubernamentales que albergaban organizaciones como el FBI, la Agencia Tributaria y la Reserva Federal.
Robie no conocía a ninguno de ellos aunque los veía a todos de vez en cuando. Le habían facilitado información sobre todos ellos. Todos eran reservados y ambiciosos y se dedicaban al máximo a su profesión. Robie también era discreto. Se preparó para el siguiente trabajo. Se empollaba los detalles porque era la única manera de sobrevivir.
Se levantó y se puso a mirar por la ventana, hacia la calle por donde solo circulaba un coche. Robie llevaba ya doce años viajando por el mundo. Y allá donde iba alguien moría. Ni siquiera recordaba el nombre de todas las personas a cuya vida había puesto fin. No le importaban cuando las mataba y no le importaban ahora.
El hombre que había precedido a Robie en el cargo había trabajado durante una época especialmente intensa para la agencia clandestina para la que actuaba. Shane Connors había liquidado a un treinta por ciento más de objetivos que Robie en el mismo periodo de tiempo. Connors había sido un mentor bueno y competente para el hombre que le sustituiría. Después de su «jubilación», a Connors se le había asignado un trabajo de oficina. Robie había tenido poco contacto con él durante los últimos cinco años. Pero había pocos hombres que Robie respetara más. El hecho de pensar en Connors hizo que Robie cavilara un poco sobre su propia jubilación. Era inevitable que le llegara al cabo de unos años.
«Si sobrevivo.»
El tipo de trabajo de Robie era cosa de jóvenes. Incluso con cuarenta años, Robie sabía que no podría seguir desempeñándolo doce años más. Perdería demasiadas facultades. Alguno de sus objetivos sería mejor que él, y entonces...
Moriría.
Volvió a pensar en Shane Connors, sentado detrás de su escritorio.
Robie supuso que aquello también era morir, aunque recibiera otro nombre.
Se acercó a la puerta principal y volvió a mirar por la mirilla. El hecho de no conocer personalmente a todos los vecinos no significaba que no sintiese curiosidad por ellos. En realidad, era bastante fisgón. No costaba entender por qué.
Llevaban una vida «normal».
No era el caso de Robie.
Ver cómo se ocupaban de sus quehaceres diarios era la única manera que tenía de mantenerse en contacto con la realidad.
Incluso se había planteado empezar a hacer vida social con alguno de ellos. El intento de congeniar con los demás no solo le ofrecía una buena tapadera sino que también le ayudaría a prepararse para el día en el que dejara su ocupación actual. Cuando llevara una vida normal, más o menos.
Entonces, como de costumbre, sus pensamientos volvieron a centrarse en la misión que tenía entre manos.
Un viaje más.
Un asesinato más.
Sería difícil pero todos lo eran.
Tenía muchas posibilidades de morir.
Pero siempre era así.
Era consciente de que se trataba de una manera curiosa de vivir la vida.
Pero era su manera.
4
Aquel día la Costa del Sol hacía honor a su nombre.
Robie llevaba un sombrero de ala estrecha de color paja, camiseta blanca, chaqueta azul, vaqueros descoloridos y sandalias. Lucía barba de tres días en el rostro bronceado. Estaba de vacaciones o al menos eso era lo que parecía.
Robie embarcó en el transbordador grande y aparatoso que cruzaba el estrecho de Gibraltar. Volvió la vista hacia las montañas que bordeaban la imponente y escarpada costa española. El contraste entre el gran peñón y el azul del Mediterráneo resultaba cautivador. Lo admiró durante unos segundos, se volvió y olvidó la imagen con igual rapidez. Tenía otros asuntos en los que pensar.
El ferry rápido se dirigía a Marruecos. Cabeceaba y se balanceaba como un metrónomo al salir del puerto de Tarifa en dirección a Tánger. En cuanto ganó velocidad y llegó a alta mar, el movimiento se suavizó. La panza del ferry estaba llena de coches, autobuses y camiones articulados. El resto iba repleto de pasajeros que comían, jugaban a los videojuegos en un salón recreativo y compraban cigarrillos y perfumes a mansalva en la tienda libre de impuestos.
Robie se sentó a admirar la vista, o al menos es lo que fingió hacer. El estrecho no tenía más que quince kilómetros de ancho y el trayecto duraba unos cuarenta minutos. No había demasiado tiempo para contemplar nada. Lo pasó mirando las aguas del Mediterráneo y observando al resto de los pasajeros por turnos. La mayoría eran turistas, ansiosos por decir que habían estado en África, aunque Robie sabía que Marruecos no se correspondía demasiado con la idea que la mayoría de la gente solía tener sobre el continente africano.
Desembarcó del ferry en Tánger. Autobuses, taxis y guías turísticos aguardaban a las multitudes. Robie los esquivó y dejó el puerto a pie. Se internó en las calles principales de la ciudad y enseguida le acosaron los vendedores ambulantes, mendigos y tenderos. Los niños le tiraban de la chaqueta para pedirle dinero. Bajó la mirada y siguió caminando.
Pasó por el abarrotado mercado de especias. En una esquina estuvo a punto de pisar a una anciana que parecía haberse quedado dormida sujetando unas cuantas hogazas de pan que tenía a la venta. Probablemente se había dedicado toda la vida a eso, pensó Robie. Aquella esquina y unas cuantas hogazas de pan que vender. Llevaba la ropa y la piel sucias. Era frágil pero regordeta aunque estaba desnutrida, lo cual era habitual. Se agachó y le puso unas cuantas monedas en la mano. Ella las agarró con fuerza en la mano nudosa.
Ella le dio las gracias en su idioma y él le dijo que «de nada» en el de él. Los dos se entendieron a su manera.
Robie siguió caminando y apretó el paso, subiendo todas las escaleras con las que se encontró de dos en dos o de tres en tres. Pasó junto a encantadores de serpientes que colocaban reptiles de colores exóticos y desdentados alrededor del cuello de los turistas quemados por el sol. No les quitaban las serpientes de encima a no ser que pagaran cinco euros.
Un buen negocio si es que uno era capaz de hacerlo, pensó Robie.
Se dirigía a una habitación situada encima de un restaurante que prometía gastronomía local auténtica aunque Robie sabía que era un timo para los turistas. Los guías de los autocares llevaban a los inocentes turistas allí y luego se marchaban corriendo a comer mucho mejor en otro sitio.
Subió por las escaleras, abrió la puerta de la habitación con la llave que le habían dado con anterioridad y cerró la puerta detrás de él. Miró alrededor. Cama, silla, ventana. Todo lo que necesitaba.
Dejó el sombrero encima de la cama, miró por la ventana y consultó la hora. Eran las once de la mañana, hora local.
Hacía tiempo que había destruido el dispositivo USB. El plan estaba en marcha y los movimientos se habían ensayado en unas instalaciones simuladas en Estados Unidos que eran la copia exacta de su objetivo. Ahora solo tenía que esperar, la parte más difícil del asunto.
Se sentó en la cama, se masajeó el cuello e intentó aliviar el entumecimiento después del largo viaje en avión y barco. En esta ocasión el objetivo no era un idiota como Rivera. Era un hombre prudente con activos profesionales que no dispararía a diestro y siniestro. Este sería más difícil, o por lo menos debería serlo.
Robie no había comprado nada en España porque tenía que pasar por la aduana para embarcar en el ferry. Si la policía española le encontraba una pistola en la bolsa de viaje se habría metido en un buen lío. Pero en Tánger tenía todo lo que necesitaba.
Se quitó la chaqueta, se tumbó en la cama y se dejó amodorrar por el calor del ambiente. Cerró los ojos consciente de que volvería a abrirlos al cabo de cuatro horas. Los sonidos procedentes de la calle se fueron amortiguando a medida que se dormía. Cuando se despertó, habían pasado casi cuatro horas y era la parte más calurosa del día. Se secó el sudor de la cara, volvió a acercarse a la ventana y miró al exterior. Vio grandes autocares turísticos maniobrando por calles que no estaban pensadas para vehículos tan voluminosos ni pesados. Las aceras estaban repletas de gente, lugareños y foráneos por igual.
Esperó otra hora antes de salir de la habitación. Al llegar a la calle giró hacia la izquierda y fue a paso ligero. En cuestión de segundos se perdió entre el bullicio de la zona antigua de la ciudad. Recogería lo que necesitaba y seguiría adelante. Todos los artículos serían para la misión. Había viajado a treinta y siete países y nunca había comprado ni un triste souvenir.
Al cabo de siete horas estaba bastante oscuro. Robie se acercó a la instalación grande y desolada desde el oeste. Llevaba colgados a la espalda un maletín rígido y una mochila con agua, un recipiente para la orina y provisiones. No tenía previsto marcharse de ahí en los tres días siguientes. Miró a su alrededor, asimilando los olores de un país del Tercer Mundo. La amenaza de lluvia también pesaba en el ambiente. No le molestaba. Aquella misión era de puertas adentro.
Consultó la hora y oyó un vehículo que se acercaba. Se agachó detrás de una serie de barriles. El camión pasó junto a él y se paró. Robie se acercó por detrás. Con tres zancadas se colocó debajo del mismo y se agarró al metal que sobresalía de la parte inferior. El camión se puso en marcha y volvió a parar. Se oyó un fuerte sonido metálico. Se puso en marcha de nuevo con una sacudida que a punto estuvo de hacer caer a Robie.
Quince metros más adelante, el camión volvió a parar. Se abrieron las puertas y unos pies se posaron en el suelo. Las puertas se cerraron con estrépito. Unos pasos se alejaron. Volvió a oírse un tirón metálico. Los cierres reforzados volvieron a su sitio. Se hizo el silencio salvo por las pisadas de la patrulla del perímetro que estaría ahí de forma ininterrumpida por lo menos durante los tres días siguientes.
Robie calculó sus movimientos de forma que salió de debajo del camión y se alejó corriendo justo cuando los ruidos metálicos dejaron de oírse. Estrictamente hablando, la instalación había pasado por los controles de seguridad pertinentes. Aquella era la única oportunidad que Robie tenía para entrar. Misión cumplida, al menos esa parte.
Subió los escalones de tres en tres mientras el maletín rígido le golpeaba en la espalda.
A continuación le tocaba hacer una carrera a contrarreloj.
Llegó a lo alto, cogió la viga y se desplazó como los monos, una mano detrás de otra, hasta el lugar deseado. Se balanceó hacia la izquierda y luego hacia la derecha y entonces saltó.
Aterrizó casi silenciosamente sobre el metal y se desplazó con agilidad y rapidez hacia un punto situado a veinticinco metros de distancia, en uno de los rincones más oscuros del lugar.
Lo hizo en cinco segundos menos de los necesarios.
Las luces se apagaron y activaron las alarmas. El espacio quedó de inmediato entrecruzado por haces de luz que resultaban invisibles a simple vista. Pero si algo con pulso los tocaba, las alarmas se dispararían. Todos los intrusos que se encontraran serían ejecutados. Era ese tipo de sitios.
Robie se volvió en el suelo y se colocó de cara al techo.
Tenía por delante tres días, o setenta y dos horas.
Daba la impresión de que toda su existencia era una cuenta atrás interminable.
5
Había llegado la hora.
Sacaron las esterillas para rezar. Los hombres se arrodillaron y todas las cabezas se dirigieron al este antes de bajarlas para situarlas cerca de las rodillas. Abrieron la boca y brotaron los cánticos habituales.
La Meca se encontraba a dos mil quinientas millas marinas, a unas cinco horas en avión.
Para los hombres de las esterillas estaban mucho más cerca.
Una vez pronunciadas las oraciones, cumplida la obligación, enrollaron las esterillas y las guardaron. Alá también quedó en un segundo plano en la mente de sus fieles seguidores.
Era demasiado temprano para comer pero no demasiado pronto para beber.
En Tánger había lugares que aceptaban aquello, abstemios según el rito musulmán o no.
Las dos docenas de hombres se fueron a un establecimiento de esos. No caminaron por la calle. Viajaban en una caravana de coches formada por cuatro Hummer, blindados siguiendo los estándares del ejército de Estados Unidos, capaces de repeler todo tipo de balas y la mayoría de los ataques de mísil. Al igual que los autocares, esos vehículos parecían demasiado grandes para las calles estrechas. El hombre más importante iba en el tercer Hummer, para tener la parte delantera y la trasera cubiertas.
El hombre se llamaba Jalid bin Talal. Era un príncipe saudí, primo del rey. Por ese único vínculo tenía el respeto garantizado en todos los rincones del mundo musulmán y cristiano.
No venía a Tánger con frecuencia. Esa noche había venido por negocios. Estaba previsto que se marchara a primera hora de la mañana en su jet privado que había costado más de cien millones de dólares. Una cantidad desorbitante para prácticamente cualquiera pero que suponía menos del uno por ciento de su fortuna. En general, los saudíes eran aliados de Occidente y de Estados Unidos en concreto, al menos de cara al público. El flujo constante de petróleo favorecía las buenas amistades. El mundo se movía a gran velocidad y los hombres de un país en medio del desierto donde pocos cultivos crecían podían costearse aeronaves de esos precios.
Sin embargo, este príncipe saudí no era uno de esos amigos. Talal odiaba Occidente y sobre todo a los americanos. Resultaba peligroso adoptar esa postura abiertamente contra la única superpotencia mundial que quedaba.
Talal era sospechoso de haber secuestrado, torturado y asesinado a cuatro militares raptados en un club de Londres. Sin embargo, no se podía demostrar y el príncipe no había sufrido las consecuencias. También era sospechoso de haber financiado tres atentados terroristas en dos países distintos que habían causado la muerte de más de cien personas, entre ellas una docena de americanos. Tampoco podía probarse nada y los atentados no habían tenido repercusiones para él.
Pero esos actos habían acabado colocando a Talal en una lista. Y el precio de estar en esa lista estaba a punto de abonarse con la complacencia de los líderes saudíes. Sencillamente se había convertido en un hombre demasiado molesto y ambicioso como para dejarlo sobrevivir.
Las personas con las que había venido a reunirse aquí tampoco eran muy partidarias de Occidente ni de los americanos. Ellas y Talal tenían mucho en común. Imaginaban un mundo en el que no mandaban las barras y estrellas. El encuentro tenía por objetivo decidir cómo conseguir ese mundo. Aquella reunión era un secreto muy bien guardado.
Su error había sido que ese secreto tan bien guardado dejara de ser un secreto.
Al club se accedía por una puerta metálica con un teclado numérico. El jefe de los guardaespaldas de Talal introdujo el código de diez dígitos que se cambiaba a diario. La puerta hidráulica de veinte centímetros de grosor se cerró detrás de ellos. En ubicaciones estratégicas había muros a prueba de explosiones. El perímetro interior estaba cercado por guardas armados. Se trataba de medidas de seguridad de alto nivel para las pocas personas que podían costeárselas.
El príncipe y su grupo se sentaron a una gran mesa redonda en una zona acordonada oculta tras cortinas y situada encima de una plataforma elevada de madera de teca. El príncipe no paraba de mover los ojos para escudriñar el entorno. Había sobrevivido a dos intentos de asesinato, uno organizado por un primo y el otro por los franceses. El primo estaba muerto, así como el mejor asesino a sueldo de Francia.
Talal no se fiaba de nadie. Sabía que los americanos no se quedarían de brazos cruzados ahora que su aliado francés había fallado. Sus guardaespaldas eran profesionales contrastados y leales y formaban un grupo muy unido que no admitía a personas desconocidas. No había ningún blanco, ni negro ni hispano en su círculo más íntimo. Iba armado. Era buen tirador. Siempre llevaba puestas unas gafas de sol de espejo incluso en el interior. Nadie sabía adónde miraba. Las lentes también tenían un diseño especial. El grado de ampliación le permitía ver cosas imperceptibles a simple vista. Pero no tenía ojos en la nuca.
El camarero uniformado se le acercó solo con servilletas, sin bebidas. El príncipe llevaba sus vasos y licores. Ser envenenado no entraba dentro de sus planes. Se sirvió su Bombay Sapphire y añadió la tónica. Dio un sorbo, sin dejar de mirar a un lado y a otro con la mente centrada en parte en la reunión inminente. Estaba preparado para cualquier contingencia.
Salvo la hiperplasia benigna de próstata.
Se trataba de un fastidio que ni siquiera podía combatir con su riqueza. No era posible hacer que alguien orinara por él.
Sus hombres se aseguraron de que en el baño no hubiera ni enemigos ni explosivos y de que solo hubiera una puerta de acceso.
Un asistente le limpió el lavabo, el servicio y el compartimento con un espray antibacteriano. La realeza multimillonaria no está acostumbrada a los urinarios.
Talal fue al urinario una vez que estuvo limpio, cerró la puerta detrás de él y pasó el cerrojo usando un pañuelo. Había descartado su atuendo habitual antes de venir aquí. Llevaba un traje hecho a mano que costaba diez mil libras esterlinas. Tenía cincuenta trajes como aquel y no recordaba dónde estaban todos puesto que se encontraban desperdigados por sus múltiples propiedades alrededor del mundo. Nunca había viajado en un avión de pasajeros. Contaba con varios criados en cada una de sus propiedades. Cuando se alojaba en un hotel, siempre era de los más lujosos y reservaba una planta entera para no tener que soportar cruzarse con un simple mortal cuando se dirigía a su habitación. Siempre se desplazaba con rapidez en una caravana de coches o en helicóptero. Los ricos como él no se quedaban retenidos en un atasco de tráfico. Su vida de lujos exclusivos resultaba inimaginable. Y a él ya le parecía bien porque, en su interior, se consideraba distinto al común de los mortales.
Soy mejor. Mucho mejor.
De todos modos, tenía que bajarse la cremallera para hacer sus necesidades, igual que los demás hombres, ya fueran ricos o pobres. Observó la pared que tenía delante, los grafitis y las obscenidades ahí escritas. Acabó apartando la mirada asqueado. Estaba plenamente convencido de que la influencia occidental era la que había traído esas cosas. En ese mundo, las mujeres conducían, votaban, trabajaban fuera de casa y se vestían como putas. Aquello estaba llevando al mundo a la perdición. Incluso en su país se decía ahora que las mujeres tenían derecho al voto y a hacer otras cosas que solo debían estar permitidas a los hombres. El rey estaba loco y, lo que era peor, era una marioneta de Occidente.
Apretó la palanca del inodoro con la suela del zapato, se subió la cremallera de los pantalones y descorrió el pestillo del compartimento. Mientras se lavaba las manos, contempló su imagen en el espejo. Un hombre de cincuenta años le devolvió la mirada: una barba entrecana y un vientre bastante abultado. Su patrimonio superaba los doce mil millones de dólares, lo cual lo convertía en el sexagésimo primer hombre más rico del mundo según la revista Forbes. Había utilizado el capital del petróleo y lo había inyectado en muchas operaciones rentables valiéndose de su olfato para los negocios y sus contactos a escala internacional. En la lista figuraba entre un oligarca ruso que había empleado tácticas gansteriles tras la caída de la Unión Soviética para hacerse con activos estatales por un precio ridículo y un rey de la tecnología de veintipocos años cuya empresa nunca había obtenido ni un centavo de beneficios.
Salió del baño y regresó a la mesa mientras sus guardaespaldas se colocaban en forma de diamante a su alrededor. Había copiado la táctica de los servicios secretos de Estados Unidos. Su médico personal viajaba con él, igual que hacía el presidente de Estados Unidos. ¿Por qué no emular a los más fuertes?, pensaba él.
En su mente, se consideraba tan importante como el presidente de Estados Unidos. De hecho, le habría gustado sustituirle como líder de facto del mundo libre. Aunque el mundo no sería ni mucho menos tan libre con él al mando, empezando por las mujeres.
Una vez terminadas las bebidas, pasaron a la cena en un restaurante que se había alquilado en su totalidad para que el príncipe pudiera cenar tranquilo sin temer la interrupción de desconocidos. Después se enfundó su vestimenta habitual y regresó a su jet, ubicado en un hangar seguro en un aeropuerto privado situado en las afueras de la ciudad. Los Hummer cruzaron las puertas abiertas del hangar y se detuvieron delante del impresionante jet. Si bien la mayoría de los aviones estaban pintados de blanco, este era todo negro. Al príncipe le gustaba ese color. Le parecía masculino y poderoso, aparte de transmitir cierto aire peligroso.
Igual que él.
Las puertas del hangar se cerraron antes de que saliera del Hummer.
Quería evitar disparos con rifles de largo alcance entre las puertas abiertas del hangar.
Subió las escaleras y resolló ligeramente al acercarse a lo alto.
Las puertas del hangar volverían a abrirse cuando el avión estuviera listo para el despegue.
La reunión se celebraría en el avión, mientras estaba en tierra, y tendría una duración de una hora. El príncipe controlaría la reunión.
Estaba acostumbrado a controlar las situaciones.
Pero eso estaba a punto de acabar.
6
Había dos guardas al pie de la escalera que conducía al jet. El resto de los miembros del cuerpo de seguridad estaba en el avión, rodeando lo que sería el principal objetivo en caso de ataque. La puerta del fuselaje estaba cerrada a cal y canto. Era como una cámara acorazada. Una cámara muy cara pero, como ocurre con todas las cámaras, presentaba ciertas flaquezas.
El príncipe estaba sentado en el centro de la mesa en la parte principal de la cabina. El interior era obra suya. El avión contaba con casi 700 metros cuadrados de mármol y maderas exóticas, alfombras orientales además de esculturas y cuadros exquisitos de artistas ya fallecidos dignos de exponer en un museo para que él los admirara a 41.000 pies y a novecientos kilómetros por hora. Talal era un hombre que se gastaba el dinero como forma de disfrutar de su riqueza.
Echó un vistazo alrededor de la mesa. Había dos visitantes. Uno era ruso y el otro palestino. Una asociación poco habitual que tenía intrigado al príncipe.
Le habían prometido que por el precio adecuado serían capaces de conseguir algo que prácticamente cualquiera, incluido el príncipe, habría considerado imposible.
El príncipe se aclaró la garganta.
—¿Estáis seguros de poder hacerlo? —preguntó con incredulidad en la voz.
El ruso, un hombre corpulento con una buena barba pero calvo, lo cual le otorgaba un aspecto desequilibrado, y con un culo prominente, asintió lentamente pero con firmeza.
—Siento curiosidad por cómo es posible, porque me han dicho que es totalmente inútil siquiera intentarlo.
—La cadena más resistente queda inutilizada por el eslabón más débil —declaró el palestino. Era un hombre menudo pero con más barba que el ruso. Eran como un remolcador y un acorazado pero quedaba claro que el hombre menudo era el líder de la asociación.
—¿Y cuál es el eslabón más débil?
—Una persona. Pero esa persona está al lado de la que quieres. Somos dueños de esa persona.
—No veo cómo puede ser eso posible —objetó el príncipe.
—No solo es posible sino que es un hecho.
—Pero aun así, ¿el acceso a las armas?
—El trabajo de la persona permitirá el acceso al arma necesaria.
—¿Y cómo es posible que seáis dueños de esa persona?
—Ese detalle no es importante.
—Para mí es importante. Entonces esta persona está dispuesta a morir, no hay otra manera.
El palestino asintió.
—Esa condición se cumple.
—¿Por qué? Los occidentales no hacen esas cosas.
—Yo no he dicho que sea un occidental.
—¿Un infiltrado?
—Han sido décadas de preparación.
—¿Por qué?
—¿Por qué las personas hacemos lo que hacemos? Creemos en ciertas cosas. Y debemos emprender acciones para materializar tales creencias.
El príncipe se recostó en el asiento. Se le veía intrigado.
—Los planes están hechos —informó el palestino—. Pero como bien sabes, para una cosa así se necesita una cantidad de dinero considerable. La mayoría después. Nuestra persona está protegida, por ahora. Pero eso podría cambiar pronto. Hay ojos y oídos por todas partes. Cuanto más esperemos, más posibilidades hay de que la misión se vaya al traste antes de tener la posibilidad de que se realice con éxito.
El príncipe recorrió la madera tallada de la mesa con los dedos mientras miraba por la ventana. Las ventanas eran extragrandes porque le gustaba disfrutar de las vistas desde las alturas.
La bala subsónica le alcanzó de lleno en la frente y le reventó el cerebro. Cayó hacia atrás contra el asiento de cuero y luego fue deslizándose poco a poco hacia el suelo. El otrora hermoso interior del avión quedó cubierto de materia gris, sangre, huesos y tejidos corporales.
El ruso dio un salto pero no tenía arma. Se la habían confiscado en la puerta. El palestino se quedó ahí sentado, paralizado.
Los guardas reaccionaron. Uno señaló hacia la ventana hecha añicos del avión.
—¡Ahí fuera!
Corrieron a la puerta.
Los dos guardas del exterior del avión habían desenfundado las armas y disparado hacia el lugar de donde había procedido el disparo mortal.
Las balas golpeteaban alrededor de Robie. Apuntó y disparó. El primer centinela cayó con un disparo mortal en la cabeza. El segundo se desplomó al cabo de unos momentos con una bala alojada en el corazón.
Desde la posición elevada en la que se encontraba, Robie apuntó la boca del rifle hacia la puerta del avión. Disparó cinco veces por el centro y destruyó el mecanismo de apertura. Giró en redondo y destrozó la ventana de la cabina y con ella los mandos de la aeronave. El gran pájaro se quedaría en tierra durante bastante tiempo. Era una suerte para la misión que el material blindado fuera demasiado pesado y grueso para un avión. Eso lo convertía en una cámara acorazada de cien millones de dólares con un talón de Aquiles muy grande.
Así había acabado con la matanza pero ahora llegaba la parte más difícil.
La huida.
Caminó por encima de la viga hasta llegar a una pared situada en el extremo opuesto del hangar. Empujó para abrir la ventana, sujetó el cable a la anilla de refuerzo que había atornillado la noche anterior e hizo rápel muro abajo. Tocó el asfalto con los pies y corrió en dirección este para alejarse del hangar y del príncipe muerto. Escaló una verja, cayó al otro lado. Oyó gritos detrás de él. Unos haces de luz rasgaron la oscuridad. Dispararon en su dirección pero todos erraron el tiro. Sabía que aquello podía cambiar.
El coche aceleró. Lanzó su equipo al asiento trasero, subió de un salto y el vehículo salió disparado antes incluso de que cerrara la puerta. Robie no miró al conductor y el conductor tampoco lo miró a él. El coche recorrió unos pocos kilómetros hasta las afueras de Tánger antes de detenerse. Robie salió discretamente, se internó en un callejón, recorrió otros doscientos metros y entró en un pequeño patio donde le esperaba un Fiat azul. Se situó en el asiento del conductor, sacó las llaves de debajo de la visera y puso el vehículo en marcha. Revolucionó el motor y salió del patio. En cinco minutos llegó cerca del centro de Tánger. Cruzó la ciudad y estacionó el coche en el puerto. Abrió el maletero y extrajo una pequeña bolsa de viaje llena de ropa y otros artículos de primera necesidad, incluyendo la documentación para viajar y moneda local.
No embarcó en el ferry rápido de vuelta a España que había tomado para llegar hasta allí sino el ferry lento que iba de Tánger a Barcelona. Se tardaban veinticuatro horas en ir de Barcelona a Tánger y tres horas más en la dirección contraria.
Su jefe había tirado la casa por la ventana y le había reservado un camarote de tres plazas en vez de una simple butaca. Se dirigió a él, guardó la bolsa, cerró la puerta con llave y se tumbó en la cama. Al cabo de unos minutos el ferry empezó a alejarse del puerto.
Robie entendía la lógica. Nadie imaginaría que un asesino huiría en un barco que tardaba más de un día entero en llegar a su destino. Controlarían los aeropuertos, los transbordadores rápidos, las autopistas y las estaciones de tren. Pero no la vieja bañera pesada que tardaba más de veinticuatro horas en recorrer unos cuantos cientos de kilómetros Mediterráneo arriba. En realidad llegaría al cabo de dos días puesto que era casi medianoche.
Robie había llevado un cono de vigilancia de largo alcance que le había permitido escuchar la conversación del avión entre el príncipe y los otros dos hombres. Acceso a las armas. Décadas de preparación. Una cantidad de dinero considerable para el periodo posterior. Habría que hacer un se