Prólogo
Día de la madre 14 de mayo
«Joshua.»
Me despierto con fiebre. La lluvia tamborilea en el tragaluz encima de mí, y al deslizar los dedos sobre las sábanas me acuerdo de que estoy sola. Cierro los ojos y vuelvo a conciliar el sueño hasta que me despierto otra vez, agobiada por un intenso y repentino dolor. Desde que él se fue me despierto con náuseas cada mañana, pero enseguida me doy cuenta de que esto es distinto.
Algo no va bien.
Me duele al andar, y bajo a gatas de la cama y me arrastro por el suelo, que está lleno de arena y polvo. Encuentro el teléfono en la sala de estar, pero no sé a quién llamar. Él es la única persona con la que quiero hablar. Necesito contarle lo que pasa y oírle decir que todo saldrá bien. Necesito recordarle, una sola vez más, lo mucho que lo quiero.
Pero él se niega a contestar. O, peor aún, contesta y echa pestes por teléfono, me dice que no piensa seguir aguantándolo, me advierte que si vuelvo a llamarle se...
Me duele tanto la espalda que no puedo respirar. Espero a que se me pase, a experimentar el momento de alivio que me han prometido, pero no llega. Esto no es lo que los libros decían que pasaría; no se parece en nada a lo que los médicos me avisaron que esperase. Decían que sería progresivo. Que yo sabría qué hacer. Que lo cronometrase todo. Que me sentase en la pelota de yoga que había comprado en un mercadillo. Que me quedase en casa lo máximo posible para evitar las máquinas, los medicamentos, los métodos que emplean en el hospital para hacer que el bebé salga antes de que el cuerpo esté preparado.
No estoy preparada. Faltan dos semanas para que salga de cuentas, y no estoy preparada.
Me centro en el teléfono. No marco el número de él sino el de ella, la comadrona: una mujer con piercings llamada Albany a la que solo he visto dos veces.
«Ahora mismo estoy en un parto y no puedo atender tu llamada. Si eres tan...»
Me arrastro con el portátil hasta el cuarto de baño y me siento en las baldosas frías, con una toallita húmeda en el cuello y el fino ordenador apoyado en el abultado contorno de mi hijo. Abro el correo electrónico y empiezo a escribir un mensaje a las Madres de Mayo.
«No sé si esto es normal. — Me tiemblan las manos mientras tecleo—. Tengo náuseas. El dolor es muy intenso. Todo está pasando muy rápido.»
No contestan. Estarán cenando, comiendo algo picante para acelerar el parto, bebiendo a escondidas la cerveza de sus maridos, disfrutando de una tranquila noche en pareja, algo de lo que las madres veteranas nos han aconsejado que nos despidamos para siempre. No verán mi correo electrónico hasta mañana.
Enseguida suena el correo. Francie, qué encanto. «¡Ya empieza! — escribe—. Cronometra las contracciones y que tu marido te ejerza presión constante en la zona lumbar.»
«¿Cómo lo llevas? — escribe Nell. Han pasado veinte minutos—. ¿Todavía lo notas?»
Estoy tumbada de lado. Tecleo fatal. «Sí.»
La habitación se queda a oscuras, y cuando vuelve la luz — diez minutos más tarde, una hora más tarde, no tengo ni idea—, noto que me brota un dolor sordo de un chichón de la frente. Vuelvo a gatas a la sala de estar oyendo un ruido, un aullido animal, antes de darme cuenta de que el sonido viene de mí. «Joshua.»
Llego al sofá y apoyo la espalda contra los cojines. Meto la mano entre las piernas. Sangre.
Me pongo un impermeable fino por encima del camisón. Consigo bajar por la escalera.
¿Por qué no he preparado el bolso? Todas las Madres de Mayo han escrito largo y tendido sobre lo que hay que meter en el bolso, y el mío sigue en el armario del dormitorio, vacío. No hay un iPod con música relajante dentro, ni agua de coco, ni aceite de menta para las náuseas. Ni siquiera una copia impresa de mi plan de parto. Me agarro la barriga debajo de una farola neblinosa hasta que llega el taxi y me siento en el pegajoso asiento trasero, tratando de no fijarme en la cara de preocupación del taxista.
«Me he olvidado la ropa de la primera puesta que le compré al bebé.»
En el hospital, alguien me indica que suba a la sexta planta, donde me dicen que espere en la sala de triaje.
—Por favor — le digo por fin a la mujer de detrás del mostrador—. Tengo mucho frío y estoy mareada. ¿Puede llamar a mi doctora?
Esa noche mi doctora no está de guardia. Hay otra mujer de la consulta a la que no he visto nunca. El miedo se apodera de mí cuando me siento, momento en que empiezo a perder un líquido que huele a tierra, al barro del jardín en el que mi madre y yo solíamos buscar lombrices cuando yo tenía seis años, sobre la silla de plástico verde.
Salgo al pasillo, decidida a no quedarme quieta, a permanecer de pie, visualizando la cara de él cuando se lo conté. Se puso furioso e insistió en que lo había engañado. Exigió que me deshiciera del bebé. «Esto lo arruinará todo — dijo—. Mi matrimonio. Mi reputación. No puedes hacerme esto. No te lo permitiré.»
No le conté que ya había visto la parpadeante lucecita verde de los latidos de su corazón, que había oído su ritmo, una comba que daba vueltas muy rápido, por los altavoces del techo. No le dije que en mi vida he deseado algo más que a este bebé.
Unas muñecas recias me levantan del suelo. Grace. Es lo que pone en su chapa de identificación. Grace me lleva a una habitación, rodeándome la cintura con las manos, y me dice que me tumbe en la cama. Forcejeo. No quiero tumbarme en la cama. Quiero saber que el bebé está bien. Quiero que el dolor disminuya.
—Quiero la epidural — digo.
—Lo siento — se disculpa Grace—. Es demasiado tarde.
Le agarro las manos, ásperas por el exceso de jabón y agua del hospital.
—No, por favor. ¿Demasiado tarde?
—Para la epidural. — Me parece oír pasos que corren en el pasillo hacia mi habitación.
Cedo y me tumbo. Es él. Es Joshua, que me llama a través de la oscuridad. Ha venido la doctora. Me habla mientras me envuelven el bíceps con algo y me clavan suavemente una aguja bajo la piel, en el pliegue del brazo, como las cuchillas de unos patines sobre hielo. Me preguntan quién ha venido conmigo, dónde está mi marido. La habitación da vueltas a mi alrededor, y noto el olor. El líquido que fluye de mí. A tierra y barro. Se me están rompiendo los huesos. Estoy ardiendo. Esto no puede ser bueno.
Noto la presión. Noto el ardor. Noto que mi cuerpo, mi bebé, se parte en dos.
Cierro los ojos.
Empujo.
1
Catorce meses más tarde
PARA: Las Madres de Mayo
DE: Tus amigos de The Village
FECHA: 4 de julio
ASUNTO: Consejo del día
TU NIÑO: CATORCE MESES
En homenaje a la festividad, el consejo de hoy tiene que ver con la independencia. ¿Te has fijado en que tu antes intrépido pequeño de repente tiene miedo de todo cuando no te ve? El adorable perro del vecino es ahora un terrible depredador. La sombra del techo se ha convertido en un monstruo sin brazos. Es normal que tu niño empiece a percibir peligro en su mundo. Tu misión ahora consiste en ayudarlo a superar esos miedos, en hacerle saber que está a salvo y que, aunque no te vea, mamá siempre estará para protegerlo, pase lo que pase.
«Qué rápido pasa el tiempo.»
Al menos eso es lo que siempre nos dice la gente; los desconocidos que nos tocan la barriga y nos dicen que tenemos que disfrutar del momento. Que todo se terminará en un periquete. Que cuando queramos darnos cuenta, ya andarán, hablarán y se irán de casa.
Han transcurrido cuatrocientos once días, y el tiempo no ha pasado nada rápido. He tratado de imaginar lo que diría el doctor H. A veces cierro los ojos y me imagino en su consulta, a punto de concluir la visita, mientras el siguiente paciente da golpecitos impacientemente con la puntera del zapato en la sala de espera. «Tienes tendencia a cavilar sobre las cosas — diría—. Pero, curiosamente, nunca sobre los aspectos positivos de tu vida. Pensemos en ellos.»
Las cosas positivas.
La cara de mi madre, lo tranquila que parecía a veces, cuando estábamos las dos solas, haciendo recados en coche; cuando íbamos camino del lago.
La luz por las mañanas. El tacto de la lluvia.
Las tardes relajadas de primavera, con el bebé dando volteretas dentro de mí y los pies hinchados en las sandalias como melocotones magullados. Antes de que empezasen los problemas, cuando Midas todavía no se había convertido en el Niño Midas, la nueva causa que todo el mundo apoyaba, cuando no era más que otro niño recién nacido en Brooklyn, uno entre un millón, ni más ni menos extraordinario que la docena aproximada de bebés con brillantes futuros y nombres peculiares que dormían en el seno de una reunión de las Madres de Mayo.
Las Madres de Mayo. Mi grupo de mamás. Nunca me ha gustado esa palabra. «Mamá.» Está muy marcada; tiene unas connotaciones muy políticas. No éramos «mamás». Éramos madres. Personas. Mujeres que por casualidad ovularon en las mismas fechas y dieron a luz en el mismo mes. Desconocidas que decidieron — por el bien de los bebés, por nuestra cordura— hacerse amigas.
Nos registramos a través del sitio web de The Village — «el servicio para padres más valorado de Brooklyn™»—, nos conocimos por correo electrónico meses antes de vernos en persona, mucho antes de que diéramos a luz, y analizamos detenidamente nuestra nueva responsabilidad en la vida con un grado de detalle que nuestras amigas de verdad no habrían soportado. Hablamos de cómo descubrimos que estábamos embarazadas. Nuestra ingeniosa forma de contárselo a nuestras madres. Intercambiamos ideas para los nombres de los bebés y preocupaciones sobre nuestros suelos pélvicos. Fue Francie quien propuso que nos reuniésemos en persona, el primer día de primavera, y todas nos arrastramos al parque aquella mañana de marzo cargando con el peso de nuestras barrigas de embarazadas del tercer trimestre. Sentadas a la sombra, con el olor de la hierba reciente en el aire, nos alegramos de estar juntas y poder poner cara a nuestros nombres por fin. Seguimos viéndonos; nos apuntamos a las mismas clases de preparación al parto, al mismo curso de reanimación cardiopulmonar, y adoptábamos la postura del gato unas al lado de otras en el mismo centro de yoga. Luego, en mayo, empezaron a llegar los bebés según lo esperado, justo a tiempo para padecer el verano más caluroso en los anales de la historia de Brooklyn.
«¡Lo has conseguido!», escribíamos en respuesta al último anuncio de nacimiento, embobadas como abuelas con la foto adjunta de un bebé diminuto envuelto en una manta de hospital azul y rosa.
«¡Qué mofletes!»
«¡Bienvenido al mundo, pequeño!»
Algunas madres del grupo preferían no salir de casa durante semanas, mientras que otras estaban deseando juntarse para lucir al bebé. (Todavía llevaban tan poco tiempo en nuestras vidas que no nos referíamos a ellos por sus nombres; no decíamos «Midas», «Will» o «Poppy», sino simplemente «el bebé».) Liberadas por unos pocos meses de nuestros trabajos, aunque no de las preocupaciones relacionadas con nuestras carreras, nos juntábamos dos veces a la semana, siempre en el parque, normalmente debajo del sauce que había cerca de los campos de béisbol, si alguna tenía la suerte de llegar antes y reservar el codiciado sitio. Al principio el grupo cambiaba mucho. Llegaban nuevas mujeres, mientras que otras que me había acostumbrado a ver se iban: las escépticas con los grupos de mamás, las madres más mayores que no soportaban la ansiedad colectiva, las que ya se habían ido a vivir a los caros barrios residenciales de Maplewood y Westchester. Pero yo siempre podía contar con la presencia de tres habituales.
En primer lugar estaba Francie. Si nuestro grupo tenía una mascota, alguien que cubrir de plumas y que dirigiese nuestro equipo lanzando tres vivas por la maternidad, era ella. La Señorita Ansiosa por Agradar, por no meter la pata, rebosante de esperanza y de pesados hidratos de carbono sureños.
Luego Colette, la niña de los ojos de todo el mundo, nuestra amiga de confianza. Era una de las guapas, con su pelo de anuncio de champú color caoba, su naturalidad de chica criada en Colorado y su parto en casa sin medicamentos: la mujer perfecta, espolvoreada con azúcar glas.
Y, por último, Nell: británica, sofisticada, reacia a los libros sobre maternidad y el asesoramiento especializado. Partidaria de fiarse del instinto. Miembro de la escuela del «No debería». (No debería comerme ese muffin con pepitas de chocolate. Esas patatas fritas. El tercer gin-tonic.) Pero Nelly se caracterizaba por otro rasgo, algo oculto bajo su exterior mordaz que advertí desde el primer día: al igual que yo, era una mujer con un secreto.
Yo nunca sería una habitual, pero iba lo más a menudo que podía, arrastrando primero mi cuerpo de embarazada y luego empujando cuesta abajo el cochecito hasta el parque. Me sentaba sobre mi manta, con el cochecito aparcado al lado de los otros en las parcelas triangulares de sombra bajo el sauce, y notaba cómo me iba adormeciendo mientras escuchaba sus ideas sobre la maternidad, sobre la forma muy concreta en que había que hacer ciertas cosas. La lactancia materna exclusiva. La atención a las señales de sueño. El porteo del bebé a la menor ocasión, como si fuera un artículo expuesto en Bloomingdale’s.
No me extraña que con el tiempo empezase a aborrecerlas. En serio, ¿quién puede soportar tal grado de seguridad? ¿Aguantar esos juicios?
¿Y si no puedes con todo? ¿Y si no das el pecho? ¿Y si, por ejemplo, te has quedado prácticamente sin leche por muchas hierbas chinas que tomes o las horas que pases pegada al sacaleches en mitad de la noche? ¿Y si el cansancio y todas las horas y el dinero que has dedicado a aprender a descifrar las señales de sueño te han dejado agotada? ¿Y si simplemente no tienes energías para llevar algo para picar?
Colette traía los muffins. Cada vez, sin excepción: veinticuatro minimuffins de la pastelería cara que había abierto hacía poco donde antes estaba el restaurante de tapas. Abría la caja de cartón y los pasaba por encima de los cuerpos de los bebés.
—Winnie, Nell, Scarlett, servíos — decía—. Están de muerte.
Muchas del corro declinaban la oferta mencionando los kilos que todavía tenían que perder, sacando zanahorias o rodajas de manzana, pero no era mi caso. Yo ya tenía la barriga plana y firme como antes de quedarme embarazada. Tengo que agradecerle eso a mi madre. Buenos genes: es lo que la gente siempre ha dicho de mí. Comentan que soy alta y delgada, que tengo una cara casi simétrica. Lo que no comentan son los otros genes que he heredado. Los que no he heredado de mi también simétrica madre, sino de mi extremadamente bipolar padre.
Los genes de Joshua no son mejores. A veces hablaba con él del asunto y le preguntaba si le preocupaba tener que esforzarse por superar el ADN que ha heredado. Él tiene su propio padre loco: un médico brillante, afectuoso y encantador con los pacientes. Alcohólico y violento de puertas adentro.
Sin embargo, a Joshua no le gustaba cuando le hablaba de su padre, y aprendí a no decir nada sobre él. Por supuesto, no mencioné nada de eso — mis genes, Joshua, su padre— a las Madres de Mayo. No les conté lo duro que era todo sin Joshua. Lo mucho que lo quería. Que lo habría dado todo — todo— por volver a estar con él. Incluso una sola noche.
No podía contárselo a ellas. No podía contárselo a nadie. Ni siquiera al doctor H, loquero extraordinario donde los haya, que cerraba su consulta cuando más lo necesitaba y se iba a la Costa Oeste con su mujer y sus tres hijos. No tenía a nadie más, de modo que, sí, al principio iba a las reuniones con la esperanza de hallar algo en común con ellas; algo en nuestra experiencia compartida de la maternidad que me ayudase a despejar la oscuridad de esos primeros meses, que según todo el mundo siempre eran los más difíciles. «Se volverá más llevadero — escribían los expertos en salud—. Tiempo al tiempo.»
El caso es que no se volvió más llevadero. Me han culpado de lo que ocurrió esa noche del cuatro de julio. Pero no pasa un solo día sin que yo no me recuerde a mí misma la verdad.
La culpa no fue mía. Fue de ellas.
Ellas fueron las responsables de que Midas desapareciera y de que yo lo perdiera todo. Incluso ahora, un año más tarde, estoy sentada en esta celda tocando la cicatriz dura e irregular de mi abdomen, pensando en lo distinto que podría haber resultado todo si no hubiera sido por ellas.
Si no me hubiera apuntado a su grupo. Si ellas hubieran elegido otra fecha, u otro bar, o a otra persona que no fuera Alma para que hiciera de canguro esa noche. Si lo del teléfono no hubiera pasado.
Ojalá las palabras que Nell pronunció ese día — la cabeza inclinada hacia el cielo, las facciones engullidas por el sol— no hubieran sido tan proféticas: «Cuando hace tanto calor pasan cosas malas».
2
Un año antes
PARA: Las Madres de Mayo
DE: Tus amigos de The Village
FECHA: 30 de junio
ASUNTO: Consejo del día
TU BEBÉ: DÍA 47
La mayoría de vosotras le habéis cogido el tranquillo a dar el pecho durante las últimas seis semanas, pero a las que todavía os cuesta, ¡no os rindáis! La leche materna es con diferencia lo mejor que podéis ofrecerle a vuestro bebé. Si tenéis problemas, atended a vuestra dieta. Los lácteos, el gluten y la cafeína pueden disminuir la producción de leche. Y si notáis dolor o molestias, planteaos contratar a un especialista en lactancia para que os ayude a superar esos problemas. Podría ser el mejor dinero que habéis invertido en vuestra vida.
—¿Cómo que cuando hace tanto calor pasan cosas malas? — pregunta Francie, con los rizos encrespados alrededor del cuello y cara de preocupación.
Nell espanta a una mosca con el periódico que está usando para abanicarse.
—Hay treinta grados — dice—. En Brooklyn. En junio. A las diez de la mañana.
—¿Y qué?
—Que a lo mejor eso es normal en Texas...
—Soy de Tennessee.
—... pero aquí no lo es.
Un viento cálido levanta el borde de la manta y tapa la cara del hijo de Francie.
—Bueno, no deberías decir cosas así — repone Francie, llevándose el bebé al hombro—. Soy supersticiosa.
Nell deja el periódico y abre la cremallera de su bolso cambiador.
—Es una frase que dice Sebastian. Se crio en Haití. Ellos están más acostumbrados a fijarse en el planeta que nosotros.
Francie arquea las cejas.
—Pero tú eres británica.
—¿Todo bien por ahí? — grita Colette a Scarlett, que está de pie entre el grupo de cochecitos a la sombra, con los bebés dormidos dentro. Scarlett ata las esquinas de una fina manta de algodón por encima de los mangos de su cochecito y vuelve al corro.
—Pensaba que el bebé se había despertado — dice, mientras vuelve a ocupar su sitio al lado de Francie y saca un frasco de gel antiséptico para manos de su bolso—. Ha sido una nochecita larga, así que no os acerquéis a él, por favor. ¿Qué me he perdido?
—Por lo visto se acerca el fin del mundo — contesta Francie, chupando el chocolate de un pretzel, el único lujo que se permite.
—Es cierto — conviene Nell—. Pero yo tengo el antídoto. — Levanta la botella de vino que ha sacado del bolso cambiador.
—¿Has traído vino? — Colette sonríe y se recoge el pelo en un moño mientras Nell descorcha la botella.
—No un vino cualquiera. El mejor vinho verde que se puede comprar por doce dólares a las nueve y media de la mañana. — Sirve cinco centímetros en un vasito de plástico del montón que lleva en el bolso y se lo ofrece a Colette—. Bebedlo rápido. Está bastante caliente.
—Yo paso — dice Yuko, que da vueltas alrededor de la manta meciendo a su bebé contra el pecho—. Luego tengo yoga.
—Yo también — declara Francie—. Tengo que dar el pecho.
—Qué gilipollez — exclama Nell—. Todas estamos dando el pecho. — Levanta la mano para aclarar—. A menos que tú no. A menos que vuelvas a casa y corras las cortinas y le des al bebé leche de fórmula en secreto. Tampoco pasaría nada si lo hicieras. En cualquier caso, un poco de vino no va a hacerte daño.
—Eso no es lo que dicen los libros — repone Francie.
Nell pone los ojos en blanco.
—Francie, deja de leer propaganda. No pasa nada. En Inglaterra, la mayoría de mis amigas bebían un poquito durante el embarazo.
Colette dedica a Francie un gesto tranquilizador de cabeza.
—Bebe un trago si te apetece. No le hará daño a Will.
—¿De verdad? — Francie mira a Nell—. Bueno, vale. Pero solo un poco.
—Yo también me apunto. Para celebrar — dice Scarlett, alargando la mano para coger el siguiente vaso—. No sé si lo he dicho. Estamos a punto de cerrar el trato para comprar una casa. En Westchester.
Francie gime.
—¿Tú también? ¿Por qué de repente todo el mundo se va a las afueras?
—Para ser sincera, yo preferiría ir más al interior, pero a mi marido le han dado un puesto de profesor en la Universidad de Columbia y tiene que estar cerca. — Scarlett lanza una mirada al grupo—. Sin ánimo de ofender, conozco a mucha gente que le encanta, pero no me imagino criando a un niño en esta ciudad. Desde que tuve al bebé, solo veo lo sucio que está esto. Quiero que respire aire puro y vea árboles.
—Yo no — dice Nell—. Yo quiero que mi bebé se críe en la miseria.
Francie bebe un sorbo de vino.
—Ojalá nosotros pudiéramos permitirnos mudarnos a Westchester.
—¿Winnie? — pregunta Nell—. ¿Vino?
Winnie está mirando a lo lejos cómo una joven pareja se lanza un disco volador en el prado alargado mientras un border collie corre a toda velocidad entre ellos. No parece oír a Nell.
—Winnie, cielo. Vuelve con nosotras.
—Perdona — dice Winnie sonriendo a Nell, y luego mira a Midas, que está empezando a despertarse en el pliegue de sus piernas, con las manitas pegadas a los oídos—. ¿Qué has dicho?
Nell alarga un vaso a través del corro.
—¿Quieres un poco de vino?
Winnie se lleva a Midas al pecho y mira a Nell con los ojos entornados, la boca oculta entre el cabello moreno.
—No. No deber