Diseño de portada e interior: Donagh I Matulich
La dama de los espejos
Gabriela Margall
1.ª edición: octubre, 2016
© 2016 by Gabriela Margall
© Ediciones B Argentina S.A., 2016
Av. Paseo Colón 221, piso 6
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
www.edicionesb.com.ar
ISBN DIGITAL: 978-950-15-6180-7
Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
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A Mariquita Sánchez,
por alumbrarme el camino.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
Primera Parte
1. Plácida y bonita
2. Confiéseme, padre Rodríguez
3. Irremplazable Thompson
4. Los suplicantes
5. Disimule, que es contrabando
6. Todavía no la nombran
7. No importa la lluvia
8. Un revolucionario es otra cosa
9. El maestro Parera no tiene piano
10. Que nadie diga que tuvimos miedo
11. El corazón deshecho en el mar
12. La última traición
Segunda Parte
13. Atontada y frívola
14. La tranquilidad se disfraza de felicidad
15. Unos ojos negros
16. La nueva generación
17. Entusiasta de la libertad
18. Liberté, liberté cherie
19. Mi vulgar nombre es María
20. ¿Por qué te vas, Mariquita?
21. Al otro lado del espejo
22. Como una mujer cualquiera
23. El amor no pide permiso
24. Una amable llovizna
Epílogo
Nota
Palabras finales
Agradecimientos
A María José Mansilla por estar siempre.
A Valeria Viegas por ayudarme a soñar con este libro.
Primera Parte
La niña iba a su casa, que ahora dirían una cárcel, salía a misa, a ver a sus conocidas cada dos o tres meses, atender su casa, coser todo el día. En estos tiempos no era preciso divertirse; muy pocos casamientos se hacían por inclinación y éstos eran a disgusto de los padres.
Las pobres hijas tenían que pasar por mil pesares, contrariar a sus padres o renunciar a su inclinación.
(…) ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven, el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación.
Mariquita Sánchez,
Recuerdos del Buenos Aires Virreinal.
1
Plácida y bonita
En la orgullosa Buenos Aires,
primeros días de agosto de 1801.
El espejo era chiquito. El marco de madera oscura y labrada que lo rodeaba, en cambio, era enorme. Apenas había lugar en el espejo para su carita. Tenía que moverse para llegar a ver las pestañas largas y negras, las cejas gruesas, los ojos redondos y oscuros, los labios rojos, las mejillas blancas apenas sonrosadas. El cabello dividido al medio, prolijo, largo hasta la cintura.
“Ah, qué linda era la niña Mariquita” decía la orgullosa Buenos Aires. Ella podía escuchar los susurros que danzaban ansiosos por el patio. Viento frío y húmedo de invierno que traía voces vanidosas de una ciudad que la tenía como a uno de sus bienes más preciados.
Ella sabía que linda no era. Pero el espejo no le devolvía facciones desagradables tampoco. Era graciosa en sus maneras, era delicada, era obediente, hablaba con naturalidad. Era la suma de las cualidades que se esperaba en una niña y, por eso, a todos les parecía bonita.
La querían, además, como se quiere a un tesoro que se admira y se deja quietito en un lugar, listo para ser contemplado en cuanto se les diera la gana. La hija de los Sánchez de Velazco —y Trillo— era una parte más de la ciudad. Era como el Fuerte, el Cabildo, las iglesias, las calles embarradas y el río plateado que traía noticias del viejo mundo.
El día había empezado hermoso y plácido, tal como cualquier otro día de ese año de 1801 en la hermosa y plácida ciudad de Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata. Era un día plácido y hermoso, no porque el clima estuviese lindo —de hecho, era agosto y hacía un frío húmedo y gélido que transformaba el aire de la ciudad en una especie de agua espesa, turbia y helada— sino porque era un día muy parecido al día anterior y los habitantes de la ciudad sabían que el día siguiente iba a ser igual. Los días iguales unos a otros eran, en conclusión, los días más bonitos y plácidos.
Su madre, doña Magdalena, la esperaba en el patio. La niña, María Josepha Petrona de Todos los Santos, se demoraba en su habitación. El espejo la tenía capturada. Sus ojos negros, sus pestañas largas, sus cejas gruesas, su boca roja, sus mejillas blancas sabían la verdad. El corazón se le achicaba un poquito de miedo pero crecía de repente al recordar que amaba.
Un golpecito en la puerta de su habitación le hizo saber que su madre no esperaba más. Una vez más se miró a los ojos en ese espejo tan chiquito pero de marco tan importante y oscuro que la reflejaba.
Salió al patio. Buscó, como siempre, la presencia segura del naranjo. Su padre, don Cecilio, había plantado el naranjo el mismo día de su nacimiento. El árbol dominaba el patio principal —de los tres que tenía la casa— y era lo primero que veían las visitas cuando traspasaban el primer corredor que daba a la calle. El naranjo también era su espejo.
Se encontró con su madre y una visita.
—Buen día, Mariquita. Qué linda estás.
Mariquita inclinó la cabeza con gracia y recato. Al mismo tiempo hizo una delicada reverencia. Doña Agustina sonrió con placer al ver sus modos tan distinguidos.
Doña Agustina era una antigua conocida. Podía decirse, incluso, que era parte de la familia. El abuelo de Mariquita había administrado los bienes de la familia López de Osornio a la muerte del padre de doña Agustina. Ella y sus hermanos habían vivido a la vuelta de la casa de Mariquita, en una casa alquilada a la familia Trillo.
Doña Agustina se había casado con don León Ortiz de Rozas unos diez años atrás y desde entonces se ocupaba de su estancia y de sus hijos. Había traído a la visita a dos de ellos: Juan Manuel, el primer varón y Prudencio, un niño de pocos meses. En el vientre traía otro que, al juzgar por el tamaño de la barriga, estaba a punto de nacer.
Juan Manuel daba vueltas alrededor del naranjo. La miraba a Mariquita de vez en cuando. Ella sonreía pero debía contenerse. No era apropiado de una niña que iba a casarse jugar con un niñito de ocho años. Tenía ganas, porque siempre lo hacían cuando llegaban de visita, pero no podía.
Mientras doña Agustina seguía felicitando a Mariquita por su futuro compromiso, Juan Manuel se acercaba cada vez más hasta ella, con pasitos lentos y mirada desafiante. Mariquita, que lo conocía bien, ya sabía lo que iba a hacer.
El niño de bucles dorados y ojos azules llegó hasta su lugar en el patio. La tomó de la mano y le tiró el brazo.
—¡Vamos, Mariquita! Yo me escondo detrás del naranjo y vos me buscás.
Mariquita no pudo contener sus pies. Tenía ganas de correr una vez más alrededor del naranjo y divertirse como cuando era niña y nadie se fijaba en que fuera tan tranquila y no hablara mientras sus mayores conversaban. Lo corrió despacito, dándole ventaja. Se divertía al escuchar las carcajadas de Juan Manuel que disfrutaba sentirse perseguido.
—¡Juan Manuel!
El juego había terminado.
Apenas habían dado media vuelta al naranjo y ya doña Agustina los había detenido. A la señora le gustaban los días bonitos y plácidos también. Juan Manuel volvió a su lugar, al costado de su madre. Mariquita volvió a su lugar de niña sonriente y casadera.
Las dos madres siguieron hablando. Mariquita y Juan Manuel se divertían haciendo muecas. A ninguno de los dos les interesaba qué había pasado en la otra cuadra con la vecina que no salía de su casa más que para confesarse ni tampoco que hubiese llegado un barco francés que nadie había visto pero que, sin dudas, había llegado.
—Llegó pero no llegó —explicó Juan Manuel con toda la razón mientras movía los pies cansado de no hacer nada.
—¡Basta! —lo retó doña Agustina con voz seca, tanto que el bebé Prudencio que tenía dormido en sus brazos se despertó.
María reprimió su sonrisa tratando de mantener la compostura de una niña en una situación como la suya: la heredera a la fortuna de la familia del Arco, la de los Trillo y la de Sánchez de Velazco.
Al escuchar el reto, Juan Manuel puso las manos atrás de la espalda y se quedó quietito muy cerca de su madre. Mariquita prestó atención al diálogo entre las mujeres esta vez. Hablaban de niños.
—¿Qué nombre le van a poner al que viene? —preguntó su madre mirando con extrañeza al que Agustina tenía en brazos.
—Gervasio —le dijo la mujer con un aire orgulloso que no ocultaba.
—¿Y si es una niña?
—No es una niña. Se llamará Gervasio —afirmó doña Agustina.
Mariquita vio esa expresión contrariada de su madre, la que solía poner cuando llegaba a ese terreno cuando hablaba con Agustina, que era más o menos la que siempre ponía cuando los Ortiz de Rozas llegaban con sus hijos de visita.
—¿Ya está todo listo para esta noche? —preguntó doña Agustina con una voz que si había intentado ser afectuosa no había ido más allá del intento.
Juan Manuel le sacó la lengua detrás de la pollera de su madre y Mariquita tuvo que reírse.
—¡Juan Manuel! —lo retó la madre dándole un coscorrón con la mano que tenía libre.
Mariquita y su madre se incomodaron. Al mismo tiempo, ambas desviaron la cabeza hacia un costado. No era la suya una familia dada a la violencia, y menos todavía a esos comportamientos en público. No era raro que los Ortiz de Rozas trataran así a sus hijos, pero sí lo era para ellas y toda violencia entre familiares las incomodaba.
Juan Manuel no lloró, ni siquiera se molestó por el golpe. Parecía que hacer reír a María había sido la intención de su lengua y lo había logrado.
—Bueno, no las detengo más —dijo doña Agustina como si nada hubiese ocurrido—. Nos vemos esta noche, Mariquita. Me imagino que va a estar tan bonita como ahora.
—Así será —dijo orgullosa su madre—. Hasta esta noche.
Mariquita volvió a inclinar la cabeza y a hacer una reverencia con esa gracia que llenaba de orgullo a los porteños.
Se fueron con paso lento, ritmo marcado por el vientre de doña Agustina.
Mariquita se quedó en silencio, mirando al naranjo. Después de cada encuentro con doña Agustina Ortiz de Rozas, su madre necesitaba un tiempo para reponerse. Luego de ese momento siempre venía alguna reflexión sobre lo que acababa de pasar. Ella tenía que quedarse en silencio hasta que su madre pudiera entender lo que había sucedido.
—Vamos —dijo su madre.
Mariquita la siguió sin decir nada.
Salieron de la casona de la calle del Empedrado hacia la iglesia de la Merced. En casa quedaba don Cecilio Sánchez, hombre demasiado ocupado para ir a misa todos los días, pero tan piadoso como para administrar la Hermandad de San Pedro Telmo. Madre e hija pasaron por una de las ventanas de las oficinas de don Cecilio, comerciante de Buenos Aires, que daba a la calle. Lo saludaron apenas sonriendo y él les devolvió la sonrisa. Muy orgulloso estaba don Cecilio de su bonita y plácida hija.
Como cristianas piadosas, salían para la misa. Como mujeres decentes, iban vestidas de basquiña con municiones en el ruedo para que la falda no se volara con el viento. Los vestidos venían de España; lo mismo las mantillas, de exquisito tramado, que les protegían el peinado del viento malintencionado. Todo traía don Cecilio desde Cádiz para vestirlas a las dos, para que estuvieran plácidas y bonitas. El viento, ignorante, no sabía quiénes eran las que caminaban hacia la iglesia y peor todavía, ignoraba la importancia de ese día.
Mariquita conocía la importancia de la generosidad. Sus padres no estaban obligados a ir ese día a la misa del mediodía. Pero sí estaban obligados a mostrarles a todos los vecinos el orgullo de su familia y el tesoro de la ciudad. ¿Cómo impedir que alguien tuviera el privilegio de ver a una niña tan bonita y plácida ese día? No eran ni Magdalena Trillo ni don Cecilio Sánchez de Velazco personas mezquinas. Todo lo contrario. Mostrarían a su hija a todo el que quisiera verla, porque lo consideraban su obligación.
Mariquita caminaba despacio junto a su madre. Detrás de ellas, la esclava negra que indicaba que eran mujeres distinguidas. Saludaban a las señoras tan importantes como ellas, inclinaban la cabeza ante varios caballeros conocidos de don Cecilio, agradecían las bendiciones de gente de baja condición que las conocía pero que no se atrevían a hacer algo más que encomendarlas a Dios.
Cuando pudieron terminar una cuadra de camino, su madre logró hablar:
—María, cuando tenga hijos, y espero que sea muy pronto, sea humilde. El orgullo de doña Agustina es pecado.
Su madre había bajado la voz al decir el nombre de doña Agustina. Mariquita no dijo nada.
—Querer a tus hijos está bien, pero… uno tras otro... Prudencio apenas camina y ya está por nacer el siguiente. Y las tres niñas que también tiene… ¡Y creer que sabe si es niña o niño! Eso solo lo sabe Dios y así está bien. Ella se cree mucho…
Dejó de hablarle para saludar a una señora que pasaba con su hija, de la misma edad de Mariquita. La muchacha se llamaba Justa y eran amigas. Se miraron divertidas, mientras las madres intercambiaron elogios, bendiciones y despedidas.
—Pronto va a tener niños, estoy segura —dijo su madre volviendo a hablarle y mirando hacia todos lados menos hacia ella. —Vamos a cuidarla mucho, no va a pasarle nada.
Mariquita negó con la cabeza.
—¿No? —le preguntó su madre volviéndose hacia ella extrañada.
Mariquita vio a su madre alterada, casi a punto de perder esa serenidad que hacía que fuera Magdalena Trillo, viuda del Arco y mujer de Cecilio Sánchez de Velazco y no otra cualquier señora de buena familia de Buenos Aires. Quizá el virrey Joaquín del Pino y su esposa Rafaela podían llegar a ser tan respetables como ella, pero nadie más.
—Está bien, está bien que no tenga miedo. Los niños… sé que va tener muchos, eso lo sé. Y vamos a cuidarlos. Y bautizarlos enseguida. No espere a bautizarlos. No se preocupe, voy a encargarme de todo.
Su madre miró al suelo un instante. Un instante en el que su madre miraba el suelo era un instante muy, muy serio, muy importante; porque de otro modo, el suelo —torpemente empedrado y lleno de porquerías— no merecía que ella lo mirara.
—No les va a pasar nada… —murmuró con voz entrecortada.
María no dijo nada y también miró al suelo. Era uno de esos momentos en que su madre perdía compostura, olvidaba toda la decencia de su persona y recordaba los hijos que había tenido y habían muerto. Ya era grande como para saber que las mujeres tenían hijos. Y ya era grande como para saber que a doña Magdalena le dolían, aún en ese día de agosto en el que celebraban los esponsales de su única hija.
Siguió caminando junto a su madre. Al levantar la cabeza, el corazón le bailó como si estuviera de Carnaval.
—¿Martín?
El primo Martín Thompson estaba frente a ella y las saludaba. Iba vestido con su uniforme de alférez de fragata y su mirada melancólica. Saludó a su madre con una reverencia y después a Mariquita con una sonrisa tímida que le dijo mil palabras en un segundo.
—Buen día, doña Magdalena.
El corazón le saltaba de alegría entre las manos y por más que lo intentara —y lo intentaba de veras— no podía reprimir la sonrisa que le iluminaba la cara.
—¿No estaba en Montevideo, Martín?
—Estoy de licencia por unos días, doña Magdalena. Estoy viviendo en la casa de mi padrino Altolaguirre.
—Envíele saludos a don José —dijo su madre con una cortesía que sorprendió a Mariquita—. ¿Cuándo se vuelve a Montevideo?
La piel clara del primo Thompson empalideció más todavía. Pero si estaba nervioso no demostró nada más allá de eso.
—En cuanto termine con mis asuntos, doña Magdalena.
—¿Y cuáles son esos asuntos?
—La herencia de mi padre y de mi madre.
—Usted todavía es menor de edad.
Veintitrés años tenía el primo Martín. Todo el cuerpo le cantaba de alegría al verlo. Quería saltar alrededor de él, hablarle, escucharlo.
—Lo sé. Mi padrino dice que quizá puedan adelantarme la herencia al considerar que mi madre está en un convento.
Por la forma en que su madre enderezó la espalda y alzó la mandíbula, Mariquita comprendió que era el momento de separarse. Tuvo que reprimir las lágrimas de desilusión.
—Buen día, Martín. Lo veremos esta noche, me imagino. Su padrino está invitado, por supuesto, y usted no puede quedarse afuera. Nadie va a decir que doña Magdalena Trillo deja a sus parientes menos afortunados afuera de una celebración familiar tan importante.
—Como usted diga, doña Magdalena —dijo Martín.
Mariquita tuvo que reprimir el orgullo junto con él. Inclinó la cabeza al igual que su madre cuando el primo Martín les deseó buenos días para continuar su camino.
Llegaron, por fin, a la iglesia de la Merced. Rezaron, comulgaron, fueron bendecidas y felicitadas como correspondía. Salieron de la iglesia y esta vez se dirigieron a la casa por un camino distinto. Era el modo de su madre para cruzarse con otros vecinos, recibir nuevas felicitaciones y gozar del privilegio de ser dos de las mujeres más importantes de la capital virreinal.
Llegaron a la casa y tuvieron que atravesar un grupo de curiosos, gente de menor familia, hasta algunos mulatos libres, que sabían que Mariquita celebraría sus esponsales ese día y querían recibir las bendiciones de una niña tan afortunada. Ella los bendijo con una sonrisa al igual que su madre.
La casa resplandecía de orgullo y la cara de don Cecilio brillaba con igual sentimiento. Él mismo le había elegido al candidato y estaba convencido de haber encontrado al mejor para su hija. Así se lo había dicho un mes atrás, cuando la había llamado a su escritorio privado para anunciarle que se casaría.
Su padre se había esmerado en educarla bien. A ninguno le habría gustado que sus niñas se escribieran con hombres que no les convenían. Pero don Cecilio, su padre de acento andaluz, se había encargado él mismo de enseñarle las letras, cómo escribirlas y cómo leerlas. A los ocho años, la había enviado al colegio de doña Francisca López para que aprendiera a coser, a bordar, a hacer letra prolijita y a sumar y restar. Eso había sido terrible para Mariquita, los números habían sido su pesadilla en esa escuela a la que cada uno llevaba su propio banquito y que solo le había enseñado a obedecer sin discutir.
Pero a su padre, su educación la había llenado de orgullo. Solía llamarla y pedirle que recitara poemas de Manuel Lavardén —el poeta que encantaba a los porteños— ante sus invitados, para después enviarla de nuevo a su habitación. Y terminados los años de educación en escuela, siguió en la casa, con libros prestados por amigos y familiares, libros piadosos, esos que las niñas podían leer, y hasta el Telégrafo Mercantil, la novedad hecha periódico publicada desde abril en Buenos Aires.
No muchos padres permitían que sus hijas supieran leer y escribir. Era muy tentador para las niñas, sobre todo las casaderas, entrar en intimidad con muchachos seductores que no les correspondían. Don Cecilio lo comprendió bien con el episodio del primo Martín en el otoño de ese año. Pero el episodio del primo Martín había sido resuelto de manera rápida, con la ayuda del virrey del Pino. Había enviado al muchacho a Montevideo y se había puesto a buscar un marido para su hija.
Lo encontró en Diego del Arco, un sobrino del primer esposo de doña Magdalena. Mariquita lo conocía poco, lo suficiente como para saber que no le gustaba. Le habían comunicado la noticia en el cuartito a la calle, el lugar privado de la familia, donde se tomaban las decisiones importantes y se recibía a los amigos más íntimos.
Mariquita no había pronunciado palabra esa tarde hacía dos meses. Al parecer nadie lo había notado, pero casi había dejado de hablar. Solo pensaba en el primo Martín, en las tardes de Carnaval y en ese hombre que tendría derecho a llamarla su esposa y ser dueño de la fortuna en casas de alquiler y quintas que ella heredaría.
Después del paseo y la misa, había comido, había dormido la siesta y a las seis de la tarde, había aparecido una esclava para ayudarla a prepararse para la fiesta de esponsales. La mujer hablaba sin parar mientras le peinaba el cabello para que quedara reluciente.
Estaban frente al espejo, el espejo chiquito de marco oscuro y enorme que no reflejaba su cara por completo. El vestido de seda bordada con flores amarillas y hojitas verdes había sido hecho en poquísimos días, el dinero de los Sánchez de Velazco podía pagar tal velocidad. Los zapatitos eran de la misma tela, con una suela fina y cordones también de seda que se resbalaron cuando la esclava intentó atarlos. El cabello suelto, por supuesto, dividido en la mitad de la cabeza, liso y lustroso hasta la cintura.
La esclava la dejó sola, llamada por su madre. Mariquita se quedó frente al espejo, mirándose, preguntándose si se animaría a hacer lo que había planeado. Si tendría el coraje de enfrentar a todos por defender su propia voluntad. Sus ojos le decían que sí, pero las manos le temblaban de miedo.
Escuchó llegar a los primeros invitados. Su habitación daba al segundo patio pero estaba muy cerca de la caballeriza. Llegaban en carros tirados con mulas, haciendo ruido y pidiendo ver a la novia.
Parientes, compadres, ahijados, vecinos, socios de negocios, miembros del Consulado, alcaldes del Cabildo, sacerdotes amigos, funcionarios de la corte virreinal. Estaba todo el que tenía que estar y el que no estaba era porque no lo merecía. Estaban los que se habían hecho ropas nuevas, los que habían sacado las viejas de los baúles que no se tocaban nunca. Estaban las que disimulaban su falta de dinero con una mantilla de encaje pedida prestado y los que disimulaban su calvicie con una peluca empolvada. Estaban los que se morían de envidia por la fortuna de Diego del Arco. Estaba Diego del Arco hinchado de orgullo dentro de su chaqueta verde; estaban los que contaban por lo bajo las correrías de don Diego, sus deudas, sus amoríos pecaminosos y su escasa inteligencia. Estaban doña Agustina y don León López de Osornio y también estaba el poeta Lavardén. Estaban los que habían ido solamente a comer, estaban los que ya preparaban los chismes para el día siguiente, los que fruncían la nariz ante la comida. Estaban los que habían escuchado ciertos rumores sobre el rubiecito alférez de fragata que se ocultaba en una esquina oscura.
Mariquita los escuchaba a todos. Le dolían los hombros de tan quieta que estaba frente al espejo. Esperaba. Esperaba el sonido que le dijera que su pedido ante el virrey había sido escuchado.
Después de que los relojes dieran las ocho de la noche, escuchó los golpecitos en la puerta. Su madre la llamaba. No respondió al llamado. Solo saldría cuando escuchara a los enviados del virrey.
Imaginaba las excusas de su madre ante las preguntas de los invitados. Que Mariquita era tímida, que como niña de buena familia que era cuidaba su pudor y su decencia, que los nervios por el futuro casamiento la habían debilitado.
Aceptadas las excusas de su madre, todos los que importaban en Buenos Aires comerían, sonreirían, serían felices, bonitos, plácidos. El curso de la vida se cumplía, don Diego y Mariquita Sánchez de Velazco iban a casarse, a tener niños y el sol saldría al día siguiente como había salido el día anterior.
Escuchó a los caballos que tiraban la calesa de los enviados reales detenerse en la caballeriza. Se puso de pie de inmediato y salió de la habitación.
Entraron los enviados reales haciendo repiquetear sus zapatos por el patio y el piso del gran salón. Marcharon a través de los invitados, pasaron incluso por delante del primo Martín Thompson que los miraba con sus ojos azules, aturdidos y melancólicos.
Mariquita corrió por el segundo patio, el pasillo y el primer patio dando grandes pasos con sus zapatitos de seda. Entró al gran salón después de los enviados. El salón, oscuro y sobrio, estaba lleno de gente muda que no comprendía qué hacía un Oficio Real en la mismísima casona de la calle del Empedrado. Frente a los enviados, sus padres, pálidos y furiosos, ya imaginaban qué dirían esos hombres que habían irrumpido en la ceremonia de esponsales de su única hija.
—¿Doña María Josepha Sánchez de Velazco y Trillo? —preguntó uno de los enviados.
—Aquí estoy —dijo ella con voz firme.
La firmeza de la voz escondía que el estómago y las entrañas le dolían como si tuviese cólera y el corazón le latía tan rápido que iba a salir corriendo delante de todos los invitados.
Tenía catorce años y apenas sabía nada del mundo. Tenía los ojos grandes y oscuros, las pestañas largas, el cabello liso y lustroso, los labios rojos y entreabiertos. Amaba a sus padres pero no podía negar que su corazón ya no solo sentía esa clase de cariño. Sentía mucho más de lo que confesaba, pensaba mucho más de lo se le permitía decir, reflexionaba para sí misma porque no se esperaba de ella reflexión, sentía orgullo por su inteligencia, observaba por sí misma al mundo y estaba segura de su propio deseo.
El Oficio del Rey se plantó frente a ella. Era un hombre alto, mucho más alto que ella y le habló con voz grave y cortante:
—Se ha informado al Virrey don Joaquín del Pino que esta ceremonia de esponsales es en contra de su voluntad. ¿Acepta doña María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo casarse por voluntad propia con don Diego del Arco?
No solo en el salón estaban en silencio. Toda la orgullosa Buenos Aires se quedó callada esperando la respuesta.
Mariquita respondió con la voz y con el cuerpo llenos de seguridad:
—No. No es mi voluntad. No quiero casarme con él.
2
Confiéseme,
padre Rodríguez
En la Santa Casa de Ejercicios Espirituales
de Buenos Aires,
septiembre de 1801.
Mariquita caminaba por la celda, blanca, oscura, fría. Las monjitas le habían indicado que esa mañana un cura iría a hablar con ella y confesarla. Le recomendaron que rezara mucho, que examinara su conciencia y sus pecados, que luego de ver y hablar con el padre se sentiría mejor.
Escuchó unos pasos y se le aceleró el corazón. Pero quien fuera que iba caminando pasó de largo por la puerta de la celda en donde estaba encerrada como una prisionera, como si fuera un criminal confinado en la prisión del Cabildo. ¿Era necesario?
Al menos para su padre, sí. Después de la ceremonia de esponsales fallida, don Cecilio no había pronunciado una palabra. Nada. Ni un reto, ni un grito, nada.
Su madre, en cambio, sí que había hablado.
Tres días seguidos había hablado, casi sin respirar, casi sin dormir, casi sin comer. Mariquita no había dicho mucho más que ese no. Quería casarse con Martín Thompson, él también quería casarse con ella, se amaban y no habría voluntad, ni lágrimas, ni amenazas, ni amor maternal en el mundo que la hiciera obrar en contra del amor que sentía por Martín.
Quería gritarles que la dejaran salir, que ella no era cualquier persona, que era hija de Cecilio Sánchez de Velazco y Magdalena Trillo, que no tenían derecho a tenerla encerrada ahí, mirándola como si fuese una de “esas”.
Tontas monjitas. No hacían más que rezar y rezar y caminar, rezar de nuevo, hablar bajito por los pasillos de la Casa, mirarla mal y rezar de nuevo. Y Mariquita, solo quería gritar, gritar por las galerías, y los jardines a punto de florecer, espantarlas, hacerles desorbitar los ojos, que la tomaran por loca, a ver si la dejaban salir de una buena vez.
Pero no: si la tomaban por loca la iban a encerrar más y no quería eso. Quería volver a su casa, a su cama, a sus paredes blancas, a su espejo chiquito y de marco oscuro, a su naranjo y a su adorado Martín. A Martín por sobre todas las cosas.
Daba vueltas sin parar. Las paredes eran todas tan blancas y tan iguales que si giraba rápido parecían una sola. Justo cuando estaba frente a una pared blanquísima, entró el cura que iba a hablar con ella. En una de las vueltas alocadas, escuchó que la puerta se abría, sin darle tiempo a ubicarse cerca de una de las sillas que estaban a un lado de la mesa.
Terminó de girar despacito, sabiendo que iban a regañarla y mirarla con reprobación una vez más. Pero no vio nada de eso. El cura se había quedado frente a ella con las manos cruzadas.
—Buenos días —le dijo con voz amable.
—Buenos días, padre —respondió ella con cautela y un poco mareada por las vueltas.
El cura le sonrió y los ojos se le iluminaron.
No estaba bien pensarlo pero era un hombre atractivo.
Bueno, no era un hombre… sí, era, pero era un sacerdote y no se suponía que una lo mirase así. Incluso con el pelo cortado como lo tenía. Pero sí, era atractivo. ¿Sería que el mareo le duraba todavía? ¿O era que se estaba convirtiendo en una de… “esas”?
Y más importante todavía: ¿se espantarían mucho las monjitas? No las aguantaba más. Si les decía que el cura era un hombre buen mozo, ¿la dejarían en paz? Descartó la idea de inmediato. La iban a sumergir en agua bendita hasta dejarla arrugada como una pasita de uva o como la madre superiora si se animaba a decir que el cura era buen mozo. No tan lindo como Martín, porque nadie era tan lindo como Martín, pero tenía una expresión tan risueña que… ¿Por qué había cambiado a una expresión risueña?
—¿Por qué me mira con ese entrecejo? —le preguntó el sacerdote.
Mariquita movió la cabeza para borrarse el ceño fruncido. El cura la miraba sonriendo y eso era mucho más raro todavía. ¿Es que no iba a retarla? ¿No iba a condenarla a los mil infiernos por decirles que no a sus padres y enamorarse de un muchacho que ellos no querían?
—¿Empezamos la confesión? —dijo ella caminando rápido hacia la silla.
—Por el momento, no —dijo el sacerdote sin moverse del lugar. Mariquita se volvió hacia él—. ¿No le gustaría hablar mientras caminamos por el jardín?
—No —respondió ella con seriedad.
—Bueno, hablemos acá —y se sentó delante de ella.
—¿Ahora empieza la confesión?
—No —le respondió el cura con la misma seriedad que ella—. Ahora es cuando le digo que soy fray Cayetano Rodríguez, confesor de esta Casa de Ejercicios Espirituales.
—¿De todas las monjitas?
—De todas, sí.
Mariquita sintió que el corazón le rebosaba de piedad por el padre Rodríguez.
—¿Ahora va a confesarme? —insistió sin prestar atención a sus pensamientos.
—No. Si quiere confesarse, se confiesa después. Ahora quiero que me cuente todo.
Mariquita se quedó en silencio desconfiada.
—¿Qué? —salió de su boca con torpeza.
—Le voy a contar algo.
Mariquita tuvo la terrible necesidad de mirar hacia la puerta, a ver si había alguien más que los observaba.
—¿Usted quiere contarme algo a mí?
—Claro.
—No. Mejor confiéseme padre Cayetano.
El padre Rodríguez se rió al escucharla.
—Veo que tiene una voluntad propia.
—Por eso estoy acá, Padre. Confiéseme así terminamos pronto con esto.
El padre Cayetano la miró sorprendido.
—Sabe ordenar tan bien como su madre.
—Por supuesto —dijo ella sin dudas.
—Mañana la voy a confesar —aceptó el padre—. Le voy a dar un millar de padrenuestros si me los pide así.
—Gracias.
—Hoy quiero…
—Padre…
El fraile suspiró pero después sonrió.
—¿Qué?
—¿A usted lo echaron de algún lugar?
Mariquita lo miraba con desconfianza. ¿Cómo podía ser que fuera tan suelto cuando los demás curas eran tan envarados? Sintió ganas de llamar a alguna monjita y pedir que le trajeran a un cura mucho más serio que el que tenía enfrente. Quizá alguien se había equivocado, o quizá el padre Rodríguez estuviera un poco alegre con el vino de la misa
—¿Por qué dice eso?
—Usted es… muy suelto.
—Bien. ¿No le gustan los sueltos?
—No. Prefiero los envarados. Voy a pedir que me traigan un confesor envarado —dijo más para sí Mariquita.
Fray Cayetano cruzó las manos sobre la mesa.
—Lamentablemente, doña María, soy el confesor de esta Casa de Ejercicios y el suyo también. Me temo que no está en posición de elegir un nuevo confesor.
—Pero es que no puede ser. Yo le digo lo que hice, usted me da el castigo y me voy a rezar.
—Si antes se arrepiente.
—¿Qué?
—La confesión y el perdón requieren arrepentimiento. ¿Usted se arrepiente de lo que hizo?
Necesitaba otro confesor con urgencia y su espejo chiquitito. Las monjas quizá no se miraran al espejo, pero ella no estaba en la Casa de Ejercicios precisamente por querer ser monja.
El padre seguía hablando:
—Es necesario que en la confesión acepte su culpa y se arrepienta de sus pecados. —Mariquita no respondió—. ¿Ve? Es mejor que hablemos antes.
—No sé de qué quiere que le hable.
Fray Cayetano se rió divertido al ver su