La huida

Fragmento

Capítulo 1

1

Big Sur, 2001

El mundo entero se puso de luto cuando Liam Sullivan falleció a los noventa y dos años mientras dormía con su mujer, de sesenta y cinco, a su lado. Había muerto una leyenda.

Liam nació en una casita rodeada de colinas y campos verdes cerca del pueblo de Glendree, en el condado de Clare, en Irlanda, y había sido el séptimo y último hijo de Seamus y Ailish Sullivan. Había experimentado lo que era tener hambre de verdad en los años de vacas flacas y nunca había olvidado el sabor del pudin de pan y mantequilla de su madre (ni el escozor de sus bofetadas cuando se las ganaba).

Perdió a su tío y a su hermano mayor en la Primera Guerra Mundial y sufrió, también, el dolor de la muerte de una hermana que, sin haber cumplido aún los dieciocho, falleció al dar a luz a su segundo hijo.

Experimentó, desde muy temprana edad, el agotamiento que suponía el trabajo extenuante de arar un campo con un caballo que se llamaba Moon. Y aprendió a esquilar ovejas, matar corderos, ordeñar vacas y construir muros de piedra.

Nunca olvidó, durante toda su larga vida, las noches que pasó junto a su familia alrededor de la hoguera: el olor del humo de turba, la voz angelical de su madre cantando y la sonrisa que le dedicaba su padre mientras tocaba el violín.

Tampoco olvidó aquellos bailes. Cuando era pequeño, a veces se ganaba unas monedas cantando en el pub mientras los parroquianos bebían pintas y charlaban sobre sus granjas y la política. Su aguda voz de tenor arrancaba algunas lágrimas a la clientela, y su cuerpo ágil y sus pies, rápidos y diestros, animaban a todo el mundo cuando se ponían a bailar.

Soñaba con algo más que arar campos y ordeñar vacas, y con una fortuna mayor que las monedas que conseguía en el diminuto pub de Glendree.

Un poco antes de su decimosexto cumpleaños, se fue de casa con unas pocas libras en el bolsillo. Metido en el diminuto espacio de la bodega de un barco, aguantó la travesía atlántica junto a otras personas que también buscaban algo más. Cuando el barco se sacudió durante una tormenta y el aire se llenó de olor a vómito y miedo, dio gracias por su constitución de hierro.

Fue muy aplicado y escribió numerosas cartas que esperaba enviar a su familia al final del viaje. Gracias a sus canciones y bailes, consiguió crear buen ambiente entre sus compañeros de aventura.

Flirteó y se dio unos cuantos besos ansiosos con una chica de pelo muy rubio que se llamaba Mary. Era de Cork y viajaba a Brooklyn para trabajar como doncella en una casa acomodada. Estaba con ella, tomando el aire fresco (por fin), cuando vio por primera vez a la gran dama con la antorcha en la mano. En ese momento, pensó que su vida acababa de empezar.

Había muchísimos colores, ruido, movimiento y un montón de gente apretujada en un mismo sitio. Ese lugar no estaba solo a un océano de distancia de la granja en la que había nacido y se había criado; estaba a un mundo. Y ahora era el suyo.

Se había comprometido a trabajar con el hermano de su madre, Michael Donahue, como aprendiz de carnicero en el Meatpacking District. Allí le dieron la bienvenida, un abrazo y una cama en una habitación que compartía con dos de sus primos. Aunque solo le hicieron falta unas semanas para odiar los sonidos y los olores propios del trabajo, se ganaba su sustento. Pero seguía soñando con algo más.

Lo encontró la primera vez que se gastó una pequeña parte del sueldo, ganado con el sudor de su frente, para ir al cine con Mary, la del pelo rubio. En la pantalla descubrió la magia y un universo más allá de todo lo que él conocía y que contenía todo lo que cualquier hombre podría desear.

Allí no existía el ruido de las sierras para huesos ni los golpes secos de los cuchillos de carnicero. Incluso desapareció la bonita Mary. Liam sintió que la pantalla y el mundo que le ofrecía lo absorbían.

Las mujeres hermosas, los hombres heroicos, el drama, la felicidad. Cuando acabó la película, Liam volvió a la realidad, miró a su alrededor y vio las caras embelesadas del público y sus lágrimas; oyó las risas y los aplausos. Pensó que aquello era el alimento que necesitaba su estómago hambriento, era una manta para el frío, una luz para su alma herida.

Menos de un año después de ver Nueva York desde la cubierta de aquel barco, abandonó la ciudad para dirigirse al oeste.

Trabajó lo justo para poder cruzar el país, asombrado por su tamaño, por sus paisajes cambiantes y sus estaciones. Durmió al raso, en graneros e incluso en la trastienda de algunos bares en los que ofrecía su voz a cambio de un jergón donde acostarse. En una ocasión, pasó la noche en el calabozo tras una pelea en un lugar llamado Wichita. Aprendió a subir de polizón en los trenes y a huir de la policía. Aquella fue, como contó en innumerables entrevistas a lo largo de su carrera, la aventura de su vida.

Cuando, tras casi dos años de viaje, vio el enorme letrero blanco que decía «Hollywoodland», supo que sería ahí donde encontraría fama y fortuna.

Se labró un futuro gracias a su ingenio, a su voz y a su espalda fuerte. Fue ese ingenio y esa labia los que le consiguieron un trabajo construyendo decorados en la parte de atrás de los estudios. Cantaba mientras trabajaba. Repetía las escenas que veía y practicaba los acentos que había oído en su viaje desde el este al oeste.

Las películas sonoras lo cambiaron todo; de repente, hacía falta construir platós. Los actores a los que Liam había admirado en la pantalla muda revelaron que sus voces eran demasiado agudas o apagadas, y con ello se extinguió su estrella.

Su momento llegó cuando un director lo oyó cantar, mientras trabajaba, la misma canción con la que una estrella del cine mudo se suponía que tenía que enamorar a su dama en una escena musical.

Liam sabía que la voz de ese hombre no valía un pimiento y se enteró de que los productores estaban pensando en utilizar otra. En su opinión, llegar a ocupar ese puesto era cuestión de asegurarse de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.

Su cara no apareció en la pantalla, pero su voz cautivó a la audiencia y le abrió la puerta: hizo de extra, de figurante, tuvo su primer pequeño papel en el que dijo su primera frase. Asentó los cimientos de su carrera y subió, peldaño a peldaño, cada vez más alto empujado por el trabajo, el talento y la energía inagotable de los Sullivan.

De repente, Liam, el chico de la granja del condado de Clare, tenía un agente y un contrato. Así empezó, en aquella época dorada de Hollywood, una carrera que se alargaría durante décadas y generaciones.

Conoció a su mujer cuando él y la pizpireta y popular actriz Rosemary Ryan protagonizaron un musical: la primera de las cinco películas que hicieron juntos a lo largo de su vida. El estudio cinematográfico quiso alimentar las columnas de cotilleo con su romance, pero no hizo falta inventar nada.

Liam y Rosemary se casaron menos de un año después de que sus miradas se cruzaran por primera vez. Se fueron de luna de miel a Irlanda, donde visitaron a la familia de él y también a la de ella, en el condado de Mayo. Se construyeron una grandiosa y glamurosa mansión en Beverly Hills y tuvieron un hijo y una hija. Compraron un terreno en Big Sur porque, al igual que sucedió en su relación, fue amor a primera vista. Llamaron Sullivan’s Rest a la casa que se hicieron mirando al mar. Se convirtió en su refugio y, después, cuando pasaron los años, en su hogar.

Su hijo demostró que el talento de los Sullivan-Ryan había traspasado generaciones. La estrella de Hugh fue creciendo y pasó de niño prodigio a actor protagonista. Su hija, Maureen, eligió Nueva York y Broadway.

Hugh les dio su primer nieto antes de que su mujer, el amor de su vida, muriera en un accidente aéreo cuando volvía de rodar en Montana. Ese hijo sería, con el tiempo, otro Sullivan que se convertiría en una estrella de la pantalla.

Aidan, el nieto de Liam y Rosemary, creyó que había encontrado el amor de su vida, como ya era tradición en la familia Sullivan, en una belleza de pelo rubio sedoso llamada Charlotte Dupont. Se casó con todos los oropeles (con fotos exclusivas en la revista People), se compró una mansión en Holmby Hills para vivir con su esposa y dio una bisnieta a Liam.

Llamaron Caitlyn al primer miembro de la cuarta generación de los Sullivan. Caitlyn Ryan Sullivan hizo su debut cinematográfico con veintiún meses: era la bebé traviesa y casamentera de la película ¿Y con papá ya seremos tres?, y se convirtió al instante en una de las caras favoritas de Hollywood. La mayoría de las críticas consideraron que la pequeña Caitlyn eclipsaba a los dos protagonistas adultos (entre los que estaba su madre, que era el interés romántico principal), lo cual produjo bastante consternación en ciertos lugares.

Podría haber sido la última vez que probara las mieles del estrellato infantil, pero su bisabuelo la eligió, con seis años, para ser la libre e independiente Mary Kate en El sueño de Donovan. Se pasó seis semanas rodando en Irlanda y compartió pantalla con su padre, su abuelo, su bisabuelo y su bisabuela. Entonó sus frases con un acento de condado del oeste tan bueno que parecía que había nacido allí.

La película, un éxito de crítica y público, resultaría ser la última de Liam Sullivan. En una de las pocas entrevistas que dio hacia el final de su vida, sentado bajo un ciruelo en flor con el Pacífico infinito de fondo, comentó que, como Donovan, él había visto su sueño hecho realidad. Había producido una buena película con la mujer a la que había amado durante seis décadas, con sus hijos, Hugh y Aidan y, por si eso fuera poco, también con la brillante luz que era su bisnieta, Cate. Las películas, añadió, habían sido para él como grandes aventuras, así que sentía que aquel era el colofón perfecto para encerrar al genio en esa lámpara maravillosa que había sido su vida.

Una tarde luminosa y fresca de febrero, tres semanas después de su muerte, se reunieron su viuda, su familia y muchos de los amigos que había hecho a lo largo de los años, a instancias de Rosemary, en la finca de Big Sur para celebrar la vida plena de Liam Sullivan. Se celebró un funeral formal en Los Ángeles, con celebridades y panegíricos, pero aquel homenaje privado era para recordar en familia la alegría que él les había trasmitido a todos.

Hubo discursos, anécdotas y lágrimas; música, risas y niños que jugaban dentro y fuera de la casa; por supuesto, no faltó la buena comida, el whisky y el vino.

Rosemary, ahora con pelo tan blanco como la nieve que cubría las montañas de Santa Lucía, se acomodó (un poco cansada, sinceramente) en el cuarto de estar, delante de la chimenea de piedra, con el fuego encendido para reflexionar sobre los acontecimientos del día. Desde ahí podía ver a los niños (sus jóvenes huesos desafiando el mordisco del frío) y, más allá, el mar.

Le cogió la mano a su hijo Hugh cuando él se sentó a su lado.

—¿Te parecería una vieja loca si te dijera que todavía siento que está aquí, a mi lado?

Igual que le había ocurrido a su marido, su voz aún conservaba el acento de su tierra natal.

—¿Por qué iba a pensar eso, si a mí también me pasa?

Rosemary se volvió hacia él, con su pelo blanco muy corto, por moda y por comodidad, y sus ojos, de un verde brillante, llenos de humor.

—Tu hermana diría que estamos locos los dos. ¿Cómo he podido tener yo una hija como Maureen, con una mente tan pragmática? —Cogió la taza de té que él le ofrecía y subió una ceja—. ¿Tiene whisky?

—Sé bien lo que le gusta a mi madre.

—Es verdad, mi niño, pero no lo sabes todo.

Sorbió despacio el té y suspiró. Después, estudió la cara de su hijo. «Se parece mucho a su padre», pensó. «Tiene ese terrible atractivo irlandés». Su hijo, su bebé, ya tenía muchas canas salpicándole el pelo, pero sus ojos, tan azules, aún brillaban.

—Sé cuánto sufriste al perder a Livvy de esa forma tan repentina y tan cruel. La veo a ella en Caitlyn, no solo en su apariencia, en muchas cosas más. La veo en su luz, en su alegría y en su fiereza. Pero creo que estoy diciendo locuras otra vez.

—No. Yo veo lo mismo. Cuando la oigo reír, oigo la risa de Livvy. Es mi mayor tesoro.

—Lo sé, también lo es para mí y lo era para tu padre. Me alegro de que encontrases a Lily después de estar solo tantos años, Hugh. Ha sido una buena madre para sus hijos y una abuela cariñosa con nuestra Cate estos últimos cuatro años.

—Es verdad.

—Sabiendo eso y también que nuestra Maureen, sus hijos y sus nietos están bien, he tomado una decisión.

—¿Sobre qué?

—Sobre el tiempo que me queda. Me encanta esta casa —murmuró—, este terreno. Lo he visto con todas las luces, en todas las estaciones y en todos los estados de ánimo posibles. Ya sabes que no vendimos la casa de Los Ángeles, por sentimentalismo y porque era práctico si alguno de los dos iba a trabajar allí durante un tiempo.

—¿Quieres venderla ahora?

—Creo que no. Guardo cariño a los recuerdos que tengo allí. También tenemos el piso de Nueva York. Ese se lo voy a dar a Maureen. Lo que quiero saber es si tú quieres la casa de Los Ángeles o esta. Quiero saberlo porque yo me vuelvo a Irlanda.

—¿De visita?

—No, a vivir. Espera —lo interrumpió antes de que pudiera decir nada—. Es verdad que me crie en Boston desde los diez años, pero todavía tengo familia allí y también están mis raíces. Además de toda la familia que me aportó tu padre.

Hugh puso la mano sobre la de su madre y miró por el ventanal a los niños y a los que estaban con ellos fuera.

—También tienes familia aquí.

—Sí que la tengo. Aquí, en Nueva York, en Boston, en Clare, en Mayo y, gracias a ti, ahora también en Londres. Dios, sí que estamos dispersos, ¿eh, cariño?

—Eso parece.

—Espero que todos vengáis a visitarme. Pero Irlanda es el lugar en el que quiero estar ahora; en medio de ese verde y ese silencio. —Le sonrió con los ojos brillantes—. Seré una vieja viuda que hace pan integral y teje chales.

—Tú no sabes hacer pan, ni tejer nada.

—Ja. —Le dio una palmadita en la mano—. Pero puedo aprender, ¿no? Incluso a mi avanzada edad. Sé que tienes tu hogar formado con Lily, pero ya es hora de que yo os devuelva algo, por decirlo así. Dios sabe que Liam y yo ganamos mucho dinero haciendo lo que hacíamos realmente por amor al arte.

—Talento —dijo él, y le dio unos golpecitos con el dedo en la cabeza—. E inteligencia.

—Es verdad que teníamos ambas cosas. Ahora quiero repartir parte de lo que cosechamos. Yo quiero esa preciosa casita que compramos en el condado de Mayo. ¿Cuál quieres tú, Hugh? ¿Beverly Hills o Big Sur?

—Esta. Aquí. —Cuando ella sonrió, él negó con la cabeza—. Lo sabías antes de preguntármelo.

—Conozco a mi hijo mejor incluso de lo que él conoce a su madre. Está decidido entonces. Es tuya. Confío en que la cuidarás bien.

—Sabes que lo haré, pero…

—Nada de peros. Ya he tomado la decisión. Espero tener donde quedarme cuando venga de visita. Porque vendré. Tu padre y yo hemos pasado aquí unos años muy buenos. Quiero que los que nos vienen detrás los pasen aquí también. —Le dio unas palmaditas en la mano—. Mira ahí fuera, Hugh. —Rio al ver a Cate hacer un salto mortal hacia delante—. Ahí está el futuro y yo me siento muy agradecida de haber desempeñado un papel en hacerlo posible.

Mientras Cate seguía haciendo mortales para entretener a dos de sus primos más pequeños, sus padres discutían en la habitación de invitados.

Charlotte, con el pelo recogido en un moño para la ocasión, caminaba de un lado a otro por el suelo de madera, con sus Louboutin repiqueteando sobre las tablas con un ruido que parecía un chasquido de dedos impaciente.

Esa energía que bullía en ella había cautivado a Aidan. Pero ahora lo agotaba.

—Quiero salir de aquí, Aidan, por Dios.

—Si nos vamos mañana por la tarde, como habíamos previsto.

Ella se dio la vuelta bruscamente, con los labios apretados y los ojos brillantes por las lágrimas de rabia. La suave luz del invierno se colaba por las amplias puertas de cristal que tenía a su espalda y la envolvía formando un halo.

—Ya no aguanto más, ¿es que no lo entiendes? ¿No ves que ya estoy con los nervios de punta? ¿Por qué demonios tenemos que soportar ese estúpido almuerzo familiar mañana? Ya tuvimos la maldita cena anoche y todo lo de hoy, aparte del funeral. Ese funeral interminable. ¿Cuántas historias más tenemos que oír sobre el gran Liam Sullivan?

Aidan una vez creyó que Charlotte llegaría a formar parte de sus fuertes e intrincados lazos familiares. Después solo esperó que pudiera comprenderlos. Ahora ambos sabían que únicamente había logrado tolerarlos.

Hasta que dejó de hacerlo.

Exhausto, se sentó y estiró un momento sus largas piernas. Había empezado a dejarse barba para su próximo papel. Le picaba y le molestaba. Esa misma sensación era la que le provocaba su mujer en ese momento, aunque no le gustara nada admitirlo.

Los problemas de su matrimonio habían mejorado últimamente. Pero parecía que acababan de encontrar un nuevo escollo.

—Charlotte, es importante para mi abuela, para mi padre y para mí. Para la familia.

—Tu familia me está engullendo, Aidan —afirmó, y giró sobre sus talones agitando las manos.

«Menudo drama por aguantar unas horas más», pensó él.

—Solo va a ser una noche más y, además, no nos quedamos todos para la cena. Mañana a esta hora ya estaremos en casa. Todavía hay invitados, Charlotte. Ya deberíamos estar abajo.

—Que tu abuela se ocupe de ellos. O tu padre. O tú. ¿Por qué no puedo coger el avión y volver a casa?

—Porque es el avión de mi padre, y Caitlyn, tú y yo vamos a volver mañana con Lily y con él. Por ahora somos un frente unido.

—Si tuviéramos nuestro propio avión, no tendría que esperar.

Aidan empezó a notar ese dolor de cabeza que le aparecía detrás de los ojos.

—¿De verdad nos vamos a poner a discutir eso? ¿Ahora?

Ella se encogió de hombros.

—Nadie me va a echar de menos a mí.

Él intentó otra táctica: sonrió. Sabía por experiencia que su mujer reaccionaba mejor ante la dulzura que ante la severidad.

—Yo te echaría de menos.

Ella suspiró y sonrió también. «Esa sonrisa podría pararle el corazón a cualquier hombre», pensó Aidan.

—Estoy siendo una mujer insoportable.

—Sí, pero eres mi mujer insoportable.

Ella soltó una breve carcajada, se acercó y se acurrucó en su regazo.

—Lo siento, cariño. Bueno, casi lo siento. Más o menos. Ya sabes que nunca me ha gustado esto. Está tan aislado que me da claustrofobia. Ya sé que no tiene sentido lo que digo.

Aidan sabía que no podía acariciarle el brillante pelo rubio ahora, porque lo llevaba arreglado, así que le dio un leve beso en la mejilla.

—Lo entiendo, pero mañana estaremos de vuelta en casa. Solo necesito que aguantes una noche más. Por mi abuela. Por mi padre. Por mí.

Charlotte bufó, le clavó un dedo en el hombro y después puso ese mohín tan suyo: frunció los labios carnosos de color coral y entornó dramáticamente los bonitos ojos azules cristalinos tras las pestañas.

—Más te vale que me esté ganando puntos por eso. Muchos puntos.

—¿Qué tal puntos para pasar un fin de semana largo en Cabo?

Ella soltó una exclamación y le cogió la cara entre las manos.

—¿Lo dices en serio?

—Todavía me quedan un par de semanas antes de empezar a rodar. —Mientras lo decía se pasó una mano por la barba—. Vayámonos a la playa unos días. A Cate le encantará.

—Tiene clases, Aidan.

—Nos llevaremos a su profesor particular.

—A ver qué te parece esto. —Lo rodeó con sus brazos y, aunque todavía iba vestida de luto, apretó su cuerpo contra el de él—. Cate puede pasar un largo fin de semana con Hugh y Lily, a los que adora. Y tú y yo nos vamos a disfrutar de unos cuantos días en Cabo. —Le dio un beso—. Solo nosotros. Estoy deseando pasar un tiempo contigo, cariño. ¿No crees que necesitamos estar nosotros solos unos días?

Probablemente tenía razón: había que cuidar la relación de pareja tanto en los buenos tiempos como en los malos. Aunque a Aidan no le gustaba nada tener que dejar a Cate, Charlotte estaba en lo cierto.

—Creo que lo podemos organizar así.

—¡Sí! Voy a mandarle un mensaje a Grant, a ver si puede darme clases extra esta semana. Quiero tener el cuerpo perfecto para ponerme el biquini.

—Ya lo tienes.

—Eso lo dices porque eres mi marido. A ver qué piensa mi inflexible entrenador personal. ¡Ay! —exclamó y se levantó de un salto—. Tengo que ir de compras.

—Ahora mismo tenemos que bajar.

Un destello de fastidio cruzó la expresión de Charlotte, pero lo apartó al instante.

—Vale. Tienes razón. Dame un par de minutos para arreglarme la cara.

—Tu cara está perfecta, como siempre.

—Qué marido más halagador tengo. —Lo señaló mientras se dirigía a su tocador. Entonces se detuvo—. Gracias, Aidan. Estas últimas semanas, con los tributos y homenajes, han sido duras para todos. Unos días lejos de todo nos vendrán bien. Bajo ahora mismo.

Mientras sus padres hacían las paces, Cate organizaba los turnos del escondite para terminar la sesión de juegos en el jardín de ese día. Siempre era el juego que más éxito tenía cuando se reunía la familia, y tenía sus reglas, sus restricciones y sus puntos extra.

En este caso las reglas especificaban que se podían esconder solo en la parte de fuera (porque varios adultos habían prohibido correr dentro de la casa). El que se la quedaba ganaba un punto por cada participante que encontrara. Al primero que descubría le tocaba buscar en la ronda siguiente. Si ese participante tenía cinco años o menos, podría elegir a otro para ayudarlo en la siguiente búsqueda. Si a un jugador no lo encontraban en tres rondas seguidas, ganaba diez puntos extra.

Como Cate llevaba todo el día planeando ese juego, sabía cómo ganarles a todos. Le tocó contar a Boyd, de once años, y ella salió corriendo en cuanto empezó la cuenta atrás. Boyd vivía en Nueva York, igual que su abuela, y solo visitaba Big Sur un par de veces al año, como máximo, así que no conocía el terreno como Caitlyn.

Además, ella había descubierto un escondite nuevo.

Puso los ojos en blanco cuando vio a su prima de cinco años, Ava, meterse gateando debajo del mantel blanco de la mesa para comer. Boyd la encontraría en dos minutos. Estuvo a punto de volver atrás para enseñarle a Ava un escondite mejor, pero cada uno tenía que mirar por sí mismo.

La mayoría de los invitados ya se habían ido y otros se preparaban para hacerlo. Pero todavía había muchos adultos por los patios, las barras exteriores o sentados junto a las hogueras. Al recordar por qué estaban allí, Caitlyn sintió una punzada de nostalgia.

Adoraba a su bisabuelo. Siempre tenía una historia para contarle y caramelos de limón en el bolsillo. Lloró sin parar cuando su padre le dijo que se había ido al cielo. Él también lloró, incluso mientras le decía que el bisabuelo había tenido una vida larga y feliz, que significaba mucho para mucha gente y que no le iban a olvidar.

Caitlyn se acordó entonces de la frase que él le había dicho en la película que hicieron juntos; la decía mientras estaba sentado con ella sobre un muro de piedra, mirando sus tierras.

—Cariño, la vida queda marcada, para bien o para mal, por nuestros actos. Los que se quedan aquí cuando nos vamos juzgarán esas marcas y recordarán.

También se acordó de los caramelos de limón y de los abrazos que le daba mientras se escabullía hacia el garaje y después lo rodeaba. Todavía oía voces que llegaban de los patios, las terrazas y el jardín tapiado. ¿Su destino? El árbol grande. Si subía a la tercera rama, podía esconderse tras el grueso tronco, entre las hojas verdes que olían tan bien, a más de tres metros de altura.

Nadie la iba a encontrar allí.

Su pelo (negro celta) flotaba tras ella mientras corría. Su niñera, Nina, se lo había apartado de la cara y sujetado a ambos lados con horquillas de mariposas. Sus ojos, azules y llamativos, brillaban mientras se alejaba rápidamente hasta quedar fuera de la vista de esa casa con tantos niveles, y mucho más lejos de la casita de invitados, con los escalones que llevaban a la pequeña playa y a la piscina con vistas al mar.

Tuvo que ponerse un vestido durante la primera parte de día, para mostrar respeto, pero Nina le había preparado su ropa de jugar para después. Tenía que tener cuidado con el suéter, pero sabía que no importaba que se manchara los vaqueros.

—Voy a ganar —murmuró mientras levantaba el brazo para alcanzar la primera rama del laurel de California y ponía la zapatilla de deporte morada (su color favorito en esa época) en un nudo de la corteza para usarlo de punto de apoyo.

Oyó un ruido detrás de ella y, aunque sabía que no podía ser Boyd, todavía no, el corazón le dio un vuelco.

Vio la imagen fugaz de un hombre con uniforme de camarero, la barba rubia y el pelo recogido en una coleta. Llevaba gafas de sol que reflejaban la luz y la deslumbraban. Caitlyn le sonrió y se llevó un dedo a los labios.

—Estamos jugando al escondite —dijo.

Él sonrió también.

—¿Quieres que te ayude a subir? —Señaló con la cabeza y se acercó, como para hacerlo.

Cate sintió la aguja de la jeringuilla en un lado del cuello y dio un manotazo, como si le hubiera picado un insecto. Después se le pusieron los ojos en blanco y ya no sintió nada más.

En cuestión de segundos él le puso una mordaza y bridas de plástico en muñecas y tobillos. Solo por precaución, porque la dosis que le había administrado la mantendría inconsciente durante un par de horas.

La niña no pesaba mucho y él era un hombre con una excelente forma física, así que podría haber cargado con ella hasta el carrito que tenía esperando aunque hubiera sido una mujer adulta.

Tras meterla en el armarito del carrito, lo llevó rodando hasta la furgoneta del servicio de cáterin (elegida específicamente para ese propósito). Lo subió por la rampa y cerró las puertas traseras.

En menos de dos minutos ya había recorrido la larga entrada y los caminos serpenteantes que llevaban hasta el extremo de la península privada. Al llegar a las puertas de seguridad, metió el código pulsando con un dedo envuelto en un guante. Cuando se abrieron las puertas, las cruzó, giró y salió conduciendo hacia la autopista 1.

Resistió el impulso de quitarse la peluca y la barba falsa. Todavía no, tenía que soportar las molestias que le provocaban. No iba lejos y esperaba tener a la niñata de diez millones de dólares encerrada en el caserón de lujo (cuyos dueños estaban en ese momento en Maui) antes de que a nadie se le ocurriera siquiera ponerse a buscarla.

Cuando salió de la autopista y empezó a subir por el empinado camino de entrada para llegar al paraíso vacacional con sus árboles, sus rocas y su chaparral que un gilipollas rico había decidido construirse, ya iba silbando una cancioncilla.

Todo había ido como la seda.

Vio a su socio dando vueltas por la terraza de la segunda planta de la casa y puso los ojos en blanco. Ese sí que era un gilipollas. Aquello era pan comido, por todos los santos. Mantendrían a la niña sedada y llevarían máscaras por si acaso. Dentro de un par de días (tal vez menos) serían ricos, la niña podría volver con los malditos Sullivan y él, con un nombre y un pasaporte nuevos, estaría de camino a Mozambique para tostarse al sol y vivir a todo tren.

Aparcó la furgoneta en un lado de la casa que no se veía desde la carretera, así que sabía que nadie detectaría la furgoneta allí, rodeada de árboles.

Cuando salió del coche, su socio ya había bajado corriendo.

—¿La tienes?

—Joder, claro. Ha sido facilísimo.

—¿Estás seguro de que no te ha visto nadie? ¿Estás seguro de que…?

—Dios, Denby, relájate.

—Nada de nombres —respondió Denby con los dientes apretados, subiéndose las gafas de sol sin dejar de mirar alrededor como si hubiera alguien en el bosque, agazapado para atacarlos—. No podemos arriesgarnos a que oiga cómo nos llamamos.

—Está inconsciente. Vamos a subirla arriba y a encerrarla para que pueda quitarme toda esta mierda de la cara. Estoy deseando tomarme una cerveza.

—Las máscaras primero. Y oye, tú no eres médico. No podemos estar cien por cien seguros de que sigue inconsciente.

—Vale, vale, ve a buscar la tuya. Yo seguiré con esto —dijo tocándose la barba.

Cuando Denby volvió a entrar en la casa, él abrió las puertas traseras de la furgoneta y entró de un salto para abrir las del armarito. «Inconsciente del todo», pensó. La sacó rodando al suelo y la arrastró hacia las puertas (sin que ella hiciera ni un ruido) y volvió a saltar afuera.

Miró por encima del hombro, vio a Denby aparecer con la peluca y su máscara de Pennywise, el payaso bailarín, y se echó a reír como un loco.

—Si se despierta antes de que la metamos en la casa, probablemente se desmayará del susto.

—Queremos que tenga miedo para que coopere, ¿no? Pequeña hija de puta rica y malcriada.

—Pues esto servirá. No eres Tim Curry, pero servirá.

Se colgó a Cate del hombro.

—¿Ahí arriba está todo listo?

—Sí. Las ventanas están cerradas y aseguradas. Aunque todavía tiene unas vistas increíbles de las montañas —añadió Denby mientras seguía a su socio al interior del pijo recibidor rústico y al salón abierto—. Pero no las va a disfrutar, porque la vamos a mantener dormida o lo más parecido.

Denby dio un brinco cuando sonó Jarabe tapatío, proveniente del teléfono que tenía su socio sujeto al pantalón.

—¡Joder, Grant!

Grant Sparks se echó a reír.

—¡Eso, tú usa mi nombre, idiota!

Llevó a Cate por las escaleras hasta la segunda planta, que quedaba abierta a la primera gracias a un techo tipo catedral.

—Es solo un mensaje de mi chica. Tienes que relajarte, tío.

Cargó con Cate hasta un dormitorio que habían elegido porque daba a la parte de atrás y tenía baño. La dejó caer en la cama de cuatro postes que Denby había dejado solo cubierta con las sábanas (sábanas baratas que habían comprado ellos y que se llevarían cuando se fueran).

Lo del baño era para que no tuvieran que sacarla de la habitación y para evitar algún potencial accidente que ninguno de los dos querría limpiar. Si ocurría, lavarían las sábanas. Cuando terminaran, volverían a hacer la cama, bien estiradita, con la ropa de cama original y quitarían los clavos con los que habían fijado los cierres de las ventanas.

Miró alrededor, satisfecho porque Denby se había deshecho de todo lo que la niña pudiera utilizar como arma o tirar para romper una ventana. No podría, en cualquier caso; iba a estar demasiado drogada, pero ¿por qué arriesgarse?

Cuando se fueran, la casa quedaría igual a como la encontraron. Nadie sabría que habían estado allí.

—¿Has quitado todas las bombillas?

—Todas.

—Bien hecho. Que esté a oscuras. Córtale las bridas y quítale la mordaza. Si se despierta y tiene que hacer pis, no quiero que se lo haga en la cama. Puede golpear la puerta y gritar hasta que se desgañite. No le servirá de nada.

—¿Cuánto tiempo crees que estará dormida?

—Un par de horas. Cuando se despierte le traeremos una sopa con otra dosis y eso la mantendrá dormida toda la noche.

—¿Cuándo vas a llamar?

—Cuando anochezca. Ni siquiera la estarán buscando aún. Estaba jugando al escondite, como dijeron, y fue directa al lugar donde la esperaba. —Le dio una palmadita en la espalda a Denby—. Ha ido como la seda. Termina y asegúrate de cerrar bien la puerta. Me voy a quitar esta mierda de la cara. —Se quitó la peluca y la redecilla que llevaba debajo y apareció una mata de pelo castaño, corto y a la moda, con mechones más claros—. Voy a por una cerveza.

Capítulo 2

2

Cuando los invitados se fueron y solo quedó la familia, Charlotte hizo lo que se esperaba de ella: se sentó con Rosemary y dio conversación a Lily y a Hugh. No paraba de recordarse todo el tiempo que la recompensa haría que mereciera la pena el esfuerzo.

Y le costó bastante esfuerzo. Lily se creía una gran actriz porque la habían nominado a un Óscar un par de veces (aunque no ganó), pero, por bien que interpretara, Charlotte notaba todo el tiempo su desagrado. Dios, le quedaba muy claro que la odiaba cada vez que se acercaba a menos de metro y medio de esa vieja bruja y de su estúpido acento de belleza sureña.

Pero Charlotte podía fingir ser simpática y lo hizo, obligándose a sonreír cuando la madrastra de Aiden soltaba esa risa tan chabacana que tenía. Una risa que a ella le parecía tan falsa como el característico pelo pelirrojo de Lily Morrow.

Bebió a sorbos un Cosmopolitan que le había preparado Hugh en la barra que había en el extremo más alejado de la sala familiar. Al menos los Sullivan sabían hacer bebidas decentes. Así que bebió, sonrió y actuó como si estuviera interesada cada vez que alguien contaba otra de las historias de Liam.

Y esperó a que todo pasara.

Cuando el sol se escondió tras el océano, una bola de fuego hundiéndose tras el azul, los niños entraron en la casa: sucios, ruidosos y, por supuesto, famélicos. Manos y caras que había que lavar y, en algunos casos, ropa que cambiar antes de que los niños cenaran y se dieran sus baños. Los más mayores podían votar para elegir la película que verían en el cine en casa, mientras los adultos cenaban y los más pequeños se iban a la cama.

En la cocina, las niñeras estaban preparando las comidas aprobadas por las familias, teniendo en cuenta la alergia a los cacahuetes de uno, la intolerancia a la lactosa de otro y la dieta vegana que llevaba otro más.

Nina, ocupada cortando fruta, miró alrededor y contó. Le sonrió a Boyd cuando lo vio coger unas patatas hechas al horno.

—¿Caitlyn no tiene hambre?

—No lo sé —dijo este encogiéndose de hombros, y probó la salsa mexicana—. No ha ganado. Ella dirá que sí, pero no. —Su niñera (él no necesitaba niñera) estaba ocupada con su hermana pequeña y Boyd aprovechó para coger una galleta, aunque estaban prohibidas antes de cenar—. No vino cuando terminamos el juego, así que no cuenta.

—¿No ha entrado en casa con los demás?

Como era un niño inteligente, Boyd se comió la galleta rápido, por si su niñera miraba hacia donde estaba él.

—Nadie la ha encontrado, así que va a decir que ha ganado, pero no cuenta. Tal vez entró en casa antes y eso es trampa. Así que da igual, no ha ganado.

—Caitlyn no hace trampas. —Nina se limpió las manos y salió a buscar a la niña.

Miró en su habitación, por si había ido a cambiarse o al baño. Revisó la segunda planta, pero la mayoría de las puertas estaban cerradas, así que salió a la amplia terraza voladiza. La llamó, más impaciente que preocupada. Después fue hasta el puente vallado que llevaba a la piscina que había a un lado de la casa y volvió sobre sus pasos antes de bajar los escalones. A Cate le encantaba el jardín tapiado, así que la buscó allí y después miró en el huerto que había detrás, llamándola sin parar.

El sol siguió hundiéndose y las sombras se alargaron. El aire empezó a volverse más fresco. Y a Nina se le fue acelerando el corazón.

Nina Torez era una niña de ciudad, nacida y criada en Los Ángeles, y sentía por el campo lo que ella consideraba como una sana desconfianza. Por eso empezó a imaginarse serpientes venenosas, pumas, coyotes e incluso osos, y sus llamadas empezaron a volverse desesperadas.

«Esto es una tontería», se dijo, «solo una tontería». Catey estaba bien, se habría quedado dormida en algún lugar de esa casa tan grande. O…

Fue corriendo hasta la casita de invitados y entró llamando a la niña. El lado de la casita que daba al mar era totalmente de cristal. Contemplando el agua, pensó en todas las formas que había de que Cate hubiera acabado tragada por él. Pensando en cuanto le gustaba esa playa a la pequeña, salió corriendo, bajó a toda velocidad los escalones y siguió gritando su nombre mientras los leones marinos que había tumbados en las rocas la miraban con ojos llenos de aburrimiento.

Sin dejar de correr, la buscó en la casita de la piscina y en el cobertizo del jardín. Después volvió a la casa grande y revisó la planta baja: el cine, la sala familiar, el espacio de ensayo, incluso los almacenes.

Fue hasta el otro lado para buscar en el garaje.

—¡Caitlyn Ryan Sullivan! ¡Ven aquí ahora mismo! Me estás asustando.

En el suelo, al lado del viejo árbol, encontró la horquilla de la mariposa con la que le había recogido el largo y bonito pelo a Cate esa mañana. «Pero esto no significa nada», pensó mientras la apretaba en la mano. La niña había estado dando saltos mortales, corriendo de aquí para allá y haciendo piruetas y bailando. Podía habérsele caído.

Se lo repitió una y otra vez mientras volvía como un rayo a la casa. Tenía los ojos llenos de lágrimas cuando empujó la enorme puerta principal para abrirla y estuvo a punto de chocarse con Hugh.

—Nina, ¿qué demonios te ocurre?

—No… Señor Hugh, no encuentro a Caitlyn. No está por ninguna parte. Y he encontrado esto.

Le mostró la horquilla y rompió a llorar.

—Vale, tranquila, no te preocupes. Seguro que estará dormida en alguna parte. Ya la encontraremos.

—Estaba jugando al escondite. —Nina empezó a temblar cuando él la llevó hasta el salón principal, donde estaba reunida la mayor parte de la familia—. Yo entré en casa para ayudar a María con la pequeña Circi y el bebé. Estaba jugando con los otros niños, por eso entré.

Charlotte, que estaba sentada tomándose su segundo Cosmopolitan, levantó la vista cuando Hugh entró con Nina.

—Por Dios, Nina, ¿qué ocurre?

—La he buscado por todas partes. No la encuentro. No encuentro a Catey.

—Seguramente estará arriba, en su habitación.

—No, señora. Ya he mirado. He mirado por todas partes. La he llamado una y otra vez. Es muy buena, no se escondería si la llamo, si se diera cuenta de que estoy preocupada.

Aidan se puso de pie.

—¿Cuándo la has visto por última vez?

—Todos los niños se pusieron a jugar al escondite. Hace una hora o más ya. Estaba con los demás, así que yo fui a ayudar con los bebés y los pequeños. Señor Aidan —Le enseñó la horquilla—, he encontrado esto junto al árbol grande que hay al lado del garaje. La llevaba en el pelo. Se la puse esta mañana.

—La encontraremos. Charlotte, mira arriba otra vez. En las dos plantas.

—Yo voy a ayudarte. —Lily se levantó, y también lo hizo su hija.

—Vamos a empezar por esta planta. —La hermana de Hugh le dio una palmadita en el hombro a Charlotte—. Seguro que está bien.

—¡Se suponía que tú tenías que vigilarla! —gritó Charlotte poniéndose de pie.

—Señora Charlotte.

—Charlotte. —Aidan le agarró el brazo a su mujer—. Nina no tenía razones para estar vigilando a Cate todo el rato mientras estaba jugando con otros niños.

—¿Y dónde está entonces? —exigió saber Charlotte y se fue a la puerta a llamar a su hija.

—Nina, ven aquí y siéntate conmigo. —Rosemary le tendió la mano—. Los hombres van a salir a buscar, mirarán en todos los rincones. El resto buscará por la casa. —Rosemary intentó dedicarle una sonrisa tranquilizadora, pero no se reflejó en sus ojos—. Y cuando la encontremos, voy a tener una buena charla con ella.

Estuvieron buscando durante más de una hora, peinando cada centímetro de la gran casa, sus anexos y todo el terreno. Lily reunió a los niños y les preguntó cuándo habían visto a Cate por última vez. Todos coincidían en que la propia Cate había propuesto el juego.

Lily, con el pelo rojo fuego desordenado por la búsqueda, le cogió la mano a Hugh.

—Creo que deberíamos llamar a la policía.

—¡La policía! —chilló Charlotte—. ¡Mi niña! Le ha pasado algo a mi niña. ¡Está despedida! Esa inútil está despedida. Aidan, Dios, Aidan.

Se dejó caer sobre él, medio desmayada. En ese momento sonó el teléfono.

Hugh inspiró hondo, se acercó al teléfono y lo cogió.

—Residencia de los Sullivan.

—Si quieren volver a ver a la niña, tendrán que pagar diez millones de dólares, en billetes sin marcar y con números de serie no consecutivos. Paguen y ella volverá sana y salva. Si contactan con la policía, morirá. Si llaman al FBI, morirá. Si hablan con alguien de esto, morirá. Mantengan esta línea libre. Volveré a llamar para darles más instrucciones.

—Un momento, deje que…

Pero la comunicación se cortó cuando aún tenía el auricular en la mano. Lo colgó y miró a su hijo con expresión de horror.

—Alguien tiene a Cate.

—¡Ay, gracias a Dios! ¿Dónde está? —quiso saber Charlotte—. Aidan, tenemos que ir a buscarla ahora mismo.

—No era eso lo que quería decir. —Se le cayó el alma a los pies mientras abrazaba a Charlotte con fuerza contra su cuerpo—. ¿Verdad, papá?

—Quieren diez millones.

—Pero ¿de qué estás hablando? —Charlotte intentó zafarse de los brazos de Aidan—. Diez millones por… Tú… ella… ¿Han secuestrado a mi niña?

—Tenemos que llamar a la policía —repitió Lily.

—Sí, pero tengo que deciros algo. El hombre ha dicho que si hablábamos con la policía, le haría daño.

—¿Que le haría daño? Pero si solo es una niña. Es mi niña. —Charlotte, sollozando, apretó la cara contra el hombro de Aidan—. Ay, Dios, Dios, ¿cómo ha podido ocurrir esto? ¡Nina! Seguramente esa bruja estará implicada en todo esto. La mataría.

Apartó a Aidan de un empujón y se volvió hacia Lily.

—Nadie va a llamar a la policía. No voy a dejar que le hagan daño a mi niña. ¡Mi hija! Podemos reunir el dinero. —Agarró a Aidan de la camisa—. El dinero no es nada. Aidan, es nuestra niña. Diles que pagaremos, que les daremos lo que quieran. Pero que nos devuelvan a nuestra hija.

—No te preocupes. Vamos a recuperarla, sana y salva.

—No es por el dinero, Charlotte. —Aterrorizado, Hugh se frotó la cara con las manos—. ¿Y si les pagamos y aun así le hacen daño? Necesitamos ayuda.

—¿Y si…? ¿Y si…? —Cuando Charlotte se giró para mirarlo, ese moño tan cuidadosamente peinado se le soltó y el pelo le cayó sobre los hombros—. ¿No acabas de decir que si no pagamos le harán daño, y si llamamos a la policía se lo harán también? Yo no voy a arriesgarme con mi hija. Ni hablar.

—Tal vez puedan localizar la llamada —dijo Aidan—. O descubrir cómo han podido llevársela.

—¿Tal vez? ¿Tal vez? —Su voz se volvió más aguda, tanto que era como el chirrido que hacen unas uñas sobre una pizarra—. ¿Eso es lo que significa ella para ti?

—Ella lo es todo para mí. —Aidan tuvo que sentarse porque le temblaban las piernas—. Tenemos que pensar. Debemos hacer lo que sea mejor para Catey.

—Le pagaremos lo que quiera y haremos lo que diga. Aidan, por Dios, Aidan, podemos reunir el dinero. Es nuestro bebé.

—Yo lo pagaré. —Hugh miró directamente a la cara contorsionada y manchada por las lágrimas de Charlotte y a la de su hijo, que estaba llena de terror—. La han secuestrado en la casa de mi padre, una casa que mi madre me acaba de regalar. Yo lo pagaré.

Con un nuevo sollozo, Charlotte se lanzó a sus brazos.

—No lo voy a olvidar. Ella estará bien. ¿Por qué iba a hacerle daño si le damos lo que quiere? Quiero a mi niña. Solo quiero que vuelva mi niña.

Al ver el gesto de Hugh cuando Charlotte se le abrazó, Lily intervino.

—Ya está, ya está, voy a acompañarte arriba. Miranda —le dijo a su hija pequeña—, ¿por qué no ayudas a mantener a los niños entretenidos? Quizás podrías llevarlos a la sala de cine y ponerles una película. Y pide a alguien que le suba un té a Charlotte. Todo va a salir bien —siguió diciendo para calmarla mientras se la llevaba.

—Quiero a mi niña.

—Claro que sí.

—Y que haga también un poco de café —pidió Rosemary. Se sentó con la cara pálida y las manos sujetas con fuer

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