Capítulo 1
El barrio de Summertown en Oxford es un pequeño oasis en una ciudad atiborrada de estudiantes y turistas. Ubicado entre los ríos Támesis y Cherwell, la zona no contiene arquitecturas espectaculares ni el atractivo eufórico de estudiantes universitarios. Las casas más antiguas son del siglo XIX y nacieron de un cambio casi revolucionario: permitir que los académicos vivieran fuera de los edificios de la universidad. De este modo, Summertown tiene el orgullo de poder escribir en sus guías turísticas que allí se encuentra una de las casas en las que vivió J. R. R. Tolkien. En enero del 2016 los escritores residentes en Summertown tenían un promedio de diez años y presentaban a sus maestros escritos sobre sus familias; los actores que interpretaban a Shakespeare rondaban los dieciséis años, y los artistas más singulares trabajaban en papel y con los dedos.
En ese encantador barrio del suburbio de Oxford, en la calle Hamilton Road, vivía Celeste, una niñera cuya vida no era mala, aunque no era suya. ¿O sí lo era? Desde la Navidad la respuesta que se le presentaba en la mente era que tenía una vida prestada.
En el cruce de Banbury Road y South Parade había un edificio de arquitectura moderna con oficinas llamado Prama House. Celeste lo conocía de memoria porque hacía meses que miraba la placa que informaba los horarios de atención y el nombre de los profesionales que allí trabajaban en el Psych Health Centre. Había pasado varias veces por el lugar, pero nunca se había decidido a pedir una cita. Se convencía de que no la necesitaba, de que la sensación de tristeza pasaría.
Pero no pasaba, la tristeza crecía.
La cita la hizo a principios de enero, con toda la depresión que le sigue a las fiestas, a través de palabras mecánicas que le respondió a la amable secretaria que tomaba sus datos.
Esperaba el llamado de la doctora Rogers abrazada a su bolso con desesperación. La necesidad de huir crecía en ella como si fuese una loba atraída por el bosque. Cuando escuchó su nombre, se puso de pie con el corazón acelerado. La voz era cálida y le impidió escapar. Miró a la mujer que la llamaba y susurró un “sí” en español. La mujer alzó la mano para saludarla y luego le señaló que ingresara al consultorio. Celeste se desprendió de su último deseo de huir y aceptó la convocatoria. Se sentó en la silla que encontró frente al escritorio, todavía abrazada a su bolso.
—Bien, Celeste —dijo la doctora Rogers—. ¿Dije correctamente tu nombre?
—La última “e” se pronuncia.
La doctora sonrió.
—Mi nombre es Bisi Rogers, la gente lo menciona de muchísimas maneras. Es de origen yoruba. Mi madre es de Nigeria y quiso conservar algo de sus raíces en mi nombre. ¿Celeste es de procedencia italiana?
—No, es español —murmuró ella con la boca seca—. Es un color: azul claro. En inglés no hay un nombre para ese color.
—Es un bello nombre. ¿Tiene algún significado especial?
—No. No creo.
—Bien, Celeste, vamos a comenzar con algunas cuestiones formales. Lo que digamos aquí está protegido por el secreto profesional, y no puede ser revelado a menos que considere que hay una probabilidad real de daño a ti misma o a terceros. Soy médica y psicóloga y en el centro trabajamos con varios hospitales del NHS, de modo que si necesitas algún tipo de ayuda podemos brindártela. Tenemos contacto con Alcohólicos Anónimos, grupos de adicciones a las drogas y refugios para mujeres que sufren violencia doméstica. También contamos con el asesoramiento de un grupo de abogados que ofrece orientación gratuita.
—No estoy aquí por eso —interrumpió Celeste.
—Ni yo sugiero que lo estés —le dijo la doctora con amabilidad—. Solo quiero asegurarme de que sepas que no solo soy yo la que puede ayudarte, sino que hay una comunidad de profesionales disponibles.
Celeste tuvo que morderse los labios para no dejar caer las lágrimas. Sintió de nuevo esa impostura que la agobiaba, que esa no era su comunidad, que era prestada.
—Es probable que quieras respuestas —continuó la doctora—, pero es casi seguro que te ofrezca más preguntas de las que ya tienes. Mi objetivo es ayudarte a encontrar una forma de avanzar sobre ellas. Trabajo de manera bastante libre: hablo, pregunto, voy por cualquier sendero que nos permita encontrar cosas interesantes. No puedo asegurarte que encontraremos una solución inmediata, pero podemos trabajar en ella y salir adelante. ¿Entiendes?
—Sí.
—Dime, entonces, ¿por qué quieres llorar?
Celeste dejó caer las lágrimas que retenía. Se las secó con los dedos y volvieron a brotar.
—Desde hace unos meses lloro sin parar.
—¿Tienes alguna explicación?
—Me siento vacía. Como si fuera un florero y pudiera verme por dentro. Dijiste que había una comunidad que podía ayudarme y no es cierto, no es mi comunidad.
—Eres italiana —dijo la doctora con los ojos en sus papeles.
—Soy argentina.
La doctora Rogers la miró.
—La ficha dice italiana.
—El pasaporte y la ciudadanía son italianos. Pero nací y viví en Argentina hasta que llegué a Inglaterra hace once años.
—¿Elegiste Inglaterra por alguna razón en especial?
—Sabía el idioma. Soy profesora de inglés; quiero decir, podía trabajar de eso.
Había muchas razones más, pero Celeste no podía hablar sin hacer un esfuerzo enorme, como si tuviera que empujar a las palabras para que salieran de su boca.
—¿Viniste a vivir a Oxford de inmediato?
—Estuve un poco menos de un año en Londres. La ciudad es hermosa, pero hay muchísima gente y me agobiaba. Me gusta la tranquilidad. Enseguida empecé a buscar otros lugares.
—¿Entonces elegiste Oxford?
—No fue una elección específica. Trabajaba con niños en un centro de idiomas en Londres y uno de los directores me sugirió para un trabajo particular aquí. Fui aceptada después de varias pruebas hace diez años.
Celeste escuchó sus palabras. La doctora, como si le leyera la mente, las repitió en voz alta:
—¿Llevas diez años aquí y crees que no es tu comunidad?
—Eso parece —dijo ella con el poco aire que le quedaba en los pulmones.
—Entiendo. Como dije, mi madre llegó de Nigeria hace años. No es extraño que inmigrantes sientan que no pertenecen. De hecho, es normal que así sea: es una comunidad nueva, con costumbres distintas. Es una sensación comprensible. ¿Tienes contacto con otros argentinos?
—No.
—¿No te interesa?
—No lo necesito.
La doctora no comentó nada. Su silencio tuvo el efecto de dejar que las palabras flotaran en el aire y se volvieran más pesadas y sofocantes. Celeste hacía un esfuerzo doloroso por contener sus lágrimas. Tanto que sus palabras salían duras y sin emoción cada vez que las pronunciaba.
—¿Tienes familia en Argentina?
—No.
—Si te pidiera que nombraras dónde está tu hogar, ¿qué dirías?
—Que no tengo un hogar.
—¿Dónde vives?
Celeste suspiró antes de contestar:
—En una casa en Hamilton Road. Desde hace diez años. Trabajo como niñera allí.
—¿Cuántos niños cuidas?
—Uno solo.
—¿Cuántos años tiene?
Celeste se ahogó.
—¿Quieres agua?
—Por favor.
La doctora le ofreció el vaso con agua.
—Boy tiene dieciséis años —dijo después de beber.
La doctora sonrió.
—¿El nombre es Boy?
—No, se llama John. Es la forma de diferenciar a los hombres de la familia. El padre y el abuelo también se llaman John Stanford.
—¿John y Jack Stanford? —preguntó la doctora.
Ella asintió e hizo una pausa para que la doctora Rogers anotara en su libreta la información. Celeste advirtió que hacía mucho tiempo que nadie se sorprendía al saber para quién trabajaba. ¿Desde cuándo no conocía a una persona nueva?
—¿En qué piensas? —le preguntó la doctora.
—Pensaba que hace mucho tiempo que no conozco a alguien. Cuando digo donde trabajo la gente se sorprende. Imaginan muchas cosas sobre los escritores.
—Supongo que te preguntan cómo es vivir con dos escritores tan conocidos.
Celeste se rio.
—Todo el tiempo. Aunque solo vivo con un escritor conocido y su hijo —explicó Celeste—. John y Valerie viven en otra casa, cerca del Cherwell.
—Imagino que si hace diez años que vives con ellos debes ser parte de la familia —dijo la doctora.
—No.
—No dudaste ni un segundo en la respuesta.
—No. Ellos son una especie de… manada de leones. Así los llamo. Quizá parezca raro: me gusta comparar a la gente con animales. No sé si sirve para esto.
—Es interesante. Explícame cómo se comparan con leones.
Celeste se sintió más cómoda.
—Tienen un líder, John, y un miembro más joven que compite con él, Jack. Valerie es una leona de esas que miran fijo y vigilan con tranquilidad. Y luego está Nancy, que es una leona de más edad y de otra manada, pero aceptada y respetada en el grupo. Los cuatro protegen a Boy, la cría, el futuro.
—¿Ellos conocen esa comparación que haces?
—No. Pero saben que tienen un instinto familiar fuerte. Una de las novelas de Jack se llama El cachorro. Nunca les dije que parecían leones. No sé cómo lo tomarían.
—¿Quién es Nancy? —preguntó la doctora.
—La abuela materna de Boy. No sé si conoces la historia de Jack.
—Algo, pero cuéntamela.
—Vera, la madre de Boy, murió en un accidente de tránsito, hace once años. Un conductor ebrio la atropelló cuando iba a dar clases. Enseñaba en la Universidad de Birmingham.
Celeste se sorprendió al escuchar su voz ronca. La historia de Vera era triste y era incómodo contarla. No era su historia, era la historia de Jack y Boy, y un pudor intenso la abrumaba cuando se veía obligada a ponerla en palabras.
La doctora la distrajo con otra pregunta.
—Dentro de esta manada, ¿qué lugar ocupas?
—Soy la cebra que descuartizan para comer.
Celeste lanzó una carcajada al escuchar su analogía. Tuvo que disimularla enseguida porque la doctora Rogers la miraba con seriedad.
—Es una comparación curiosa —le dijo.
—Es un chiste —explicó ella.
—Es una imagen cruel. Me sorprende. Cuando escuchaba tu descripción de la familia no me imaginaba personas crueles. Los describiste como una manada: unidos, fieles, solidarios. Y, en cambio, ahora te ubicas en un lugar de violencia. ¿Te maltrataron alguna vez?
—Era un chiste. Siempre han sido amables conmigo.
La doctora no aceptó la explicación.
—Pero, por ejemplo, ¿por qué no serías una leona joven? Una que vive diez años en la misma casa y cuida a la cría. El futuro de la manada. Supongo que todos los demás leones estarían pendientes de ti y de tu protección.
Celeste no respondió.
—¿Cómo llegaste a ser niñera de Boy?
—Cuando murió Vera, Jack se mudó con su hijo a Oxford para estar cerca de sus padres. De inmediato, Boy presentó una serie de problemas en la escuela, relacionados con el habla. Buscaron ayuda. Médicos y luego psicólogos. Y llegaron a la conclusión de que necesitaban a alguien con cierta preparación para ayudarlo. Soy maestra, también enseño arte, además de profesora de inglés. Y en Londres trabajaba en un instituto para niños latinos con dificultades de adaptación. Y el director de ese instituto me recomendó.
—Imagino que entre ustedes habrá nacido una relación muy estrecha, casi maternal.
—Nos queremos mucho —dijo Celeste. Esperaba que la explicación fuera suficiente.
—No pregunté eso.
—¿Cuál fue la pregunta? —dijo para hacer tiempo.
—Dije que imaginaba que entre ustedes se había establecido una relación maternal. Suele ocurrir con niños que tienen a sus dos padres vivos. Adoran a sus niñeras. Con un niño que no tiene a su madre debe haber sido más fuerte aún.
—Nos queremos mucho —respondió Celeste.
La doctora la miró a los ojos. Celeste se dio cuenta de que había dado la misma respuesta que antes, pero no tenía ganas de ahondar en lo que sentía por Boy.
La psicóloga, en cambio, estaba muy interesada en el tema.
—¿No consideras que haya una relación familiar entre ustedes?
Celeste se miró las manos.
—Son cosas diferentes. Una madre es una cosa y yo soy su niñera. También fui su maestra de apoyo en la escuela por unos meses. Le ayudaba a nombrar las cosas.
Celeste sonrió con ternura. Los primeros años con Boy habían sido difíciles, pero no eran un recuerdo doloroso.
—Nuestros padres nos enseñan a nombrar al mundo: una flor, un dolor de estómago, un chocolate —dijo la doctora—. Dijiste que no tenías familia en Argentina. ¿Eres huérfana? ¿Nunca conociste a tus padres?
—No… Sí. Mi mamá murió hace trece años.
—¿Por qué dudaste?
—Nunca conocí a mi padre. Mi abuelo murió hace tiempo. Mi abuela era la única familia directa que me quedaba. Murió el año pasado, en octubre.
—Lo siento mucho.
—Ojalá pudiera decir lo mismo —murmuró Celeste.
—¿No lo sientes?
—No, no siento nada —explicó ella—. Quisiera sentir, trato de sentir tristeza, pero no hay nada para sentir.
—¿Te molesta?
—Mucho. Debería sentir algo, ¿no? Debería llorar y arrepentirme por haber estado tan lejos y sin hablarle. Soy maestra de artes en Dragon School. Trabajo con los más chiquitos. A veces se enojan, se pelean. Los hago disculparse, les explico que hay que perdonar al otro. Y luego me río de mí misma porque nunca la perdoné, no pude hacerlo. Soy un mal ejemplo.
—¿Es por eso que solicitaste una entrevista con un psicólogo?
—No —respondió Celeste casi sin voz.
La psicóloga hizo una pausa para ver sus los papeles.
—Cuando pediste la consulta indicaste que habías ido a un dermatólogo por una erupción inflamatoria en las manos en diciembre. Te hicieron análisis, los resultados fueron inconclusos. El doctor te recomendó una consulta psicológica que aceptaste porque aquí estamos.
—Sí.
—¿Por qué?
Celeste sonrió.
—Es lo que hace un argentino cuando tiene un problema. Un porteño, sobre todo.
—¿Lo dices en serio? ¿O es un chiste? —exclamó la doctora—. Es la respuesta más original que escuché en mis años de psicóloga.
—Es un chiste y no lo es —explicó Celeste—. Los porteños vamos mucho al psicólogo.
—No conocía ese dato. Es interesante. Bien —aceptó la doctora—. ¿Qué problema quieres enfrentar?
—No sé —respondió de inmediato Celeste.
La psicóloga asintió.
—Pero sabes que hay un problema y quieres resolverlo como argentina.
—Sí —dijo ella con seguridad—. En Argentina muchas mujeres hacen terapia. Amores, sobre todo. Problemas de alimentación. Ansiedad. O las crisis económicas periódicas que vive el país.
—¿Estás en una crisis económica?
—No… algo así, quizá. Me gustaría ganar más dinero.
—¿Buscas otro trabajo? ¿O piensas que no te pagan bien? —preguntó con interés la doctora.
—Trabajo en una escuela como maestra de arte, dos veces a la semana. Y tengo el dinero que me paga Jack. Quisiera trabajar más, pero no quiero hacer otra cosa hasta que no termine otro proyecto en el que trabajo.
Celeste se miró las manos al decir eso. Era la primera vez que mencionaba su proyecto a alguien que no estaba directamente relacionado con el tema.
—¿Cuál es el proyecto?
—Un libro para niños. Lo escribo y lo ilustro.
—¡Felicitaciones! —dijo la doctora con entusiasmo.
—Gracias —dijo Celeste sin mirarla. Seguía concentrada en sus manos.
—¿Cómo recibieron los Stanford la noticia de tu primer libro?
—No es el primero —murmuró Celeste con miedo. Se aproximaba a un terreno pantanoso y estaba segura de que iba a quedar enterrada—. Es el tercero.
—Entendí que era el primero. Felicitaciones otra vez.
—Gracias.
—Me imagino que dentro de esa familia debes conocer a mucha gente relacionada con el mundo de la escritura.
Celeste negó con la cabeza.
—El primer libro salió en el 2014, para Navidad —le explicó—. Según mi agente se vendió bien. Así que el segundo volvió a salir en diciembre del año pasado. También tuvo buenas ventas.
—Un tiempo después de la muerte de tu abuela —calculó la psicóloga.
—Sí.
—¿Te afectó?
—No —dijo Celeste con voz firme—. Mi abuela no sabía que yo tenía esos libros.
Celeste se preparó para responder por qué, pero la doctora no hizo la pregunta.
—¿Y qué opinaron los Stanford? —preguntó, en cambio, la doctora.
—Tampoco saben —respondió Celeste.
Se llevó las manos a las mejillas para cubrir de alguna manera que se había ruborizado.
—¿Ellos no saben? —preguntó la doctora Rogers con una incredulidad comprensible.
—No. Boy estaba con algunos problemas de salud cuando salió el primer libro y no mencioné nada. Y el año pasado fue peor, así que tampoco les comenté.
—¿Qué clase de problemas tuvo Boy?
—Los problemas de salud son las consecuencias de tener hipertiroidismo —explicó Celeste—. De vez en cuando se pone muy flaquito y hay que ajustarle la medicación. Mientras tanto él se contagia de cuanta enfermedad anda cerca, así que hay que mantenerlo quieto y en la casa. Es un chico tranquilo, pero es un adolescente. El año pasado fue más complicado. Pasó al KS5, tenía que elegir qué camino tomaría, a qué dedicarse. Sacó notas increíbles, podía escoger cualquier escuela, y anunció que iba a seguir la especialidad técnica y no la universitaria. En la familia Stanford eso es como tirar una bomba atómica. Se peleó con el padre, con el abuelo, y con la abuela Valerie. Después escapó a la casa de la abuela Nancy en Birmingham. Ella lo trajo de vuelta. Nancy es muy dulce y decir que lo adora es poco. Daría la vida por él si fuera necesario. Nunca la vi tan furiosa.
—¿Qué lugar ocupaste en esa pelea?
Celeste volvió a ruborizarse.
—Creo que la desencadené.
De nuevo, la doctora hizo silencio, así que las palabras de Celeste quedaron suspendidas en el aire. Luego de un momento de reflexión, la doctora Rogers habló:
—Hay algo que me da vueltas desde que empezamos. Dijiste que Boy tiene dieciséis años.
—Sí.
—Así que ya no necesita una niñera.
—No —dijo Celeste con tristeza—. Eso fue lo que dije.
—¿Cuándo?
—El año pasado cuando cumplió dieciséis años. Se enojó mucho porque le hice una torta de cumpleaños diferente a la que siempre hacía. Soy niñera y cocinera en la casa.
—¿Cuál fue la queja? ¿En qué resultó diferente?
—Boy dijo que era aburrida. Que le faltaba algo.
—¿Dijo qué era lo que faltaba? —preguntó la doctora sin dejar de escribir.
—No… supongo que sí…
—Arriesga una respuesta.
Celeste suspiró.
—Siempre le hacía alguna imagen para la torta. En cartón pintado, con muchos detalles. Tiene todos los que hice desde que empecé a trabajar con él. El año pasado no lo hice. Estaba cansada después de hacer el segundo libro, no quería pintar nada. Y pensé “ya que no me deja abrazarlo, ni besarlo, ni siquiera me presta atención cuando le hablo, es probable que no se queje si la torta no está como siempre”. Y la torta era igual que siempre: torta de chocolate y crema de vainilla. Solo faltaba el diseño arriba. Se ofendió porque era aburrida y no tenía el mismo gusto. Le dije que tenía dieciséis años y que ya no hacía falta algo así, que ya ni siquiera necesitaba una niñera. Se lo dije como un chiste, pero no le gustó.
—¿Habías trabajado en el segundo libro y ellos no lo sabían? —preguntó la doctora.
—Sí, lo entregué en agosto. Boy cumple años en septiembre.
—¿Y ellos no notaron que estabas en ese proyecto? Me cuesta entender eso. Cuéntame, ¿cómo es el proceso de hacer un libro para niños?
—Uno se sienta en una silla, dibuja y pinta hasta que la espalda se le retuerce de dolor y los dibujos están bellos. Es hermoso. Y cansador.
—¿Y ellos no notaron nada?
—Siempre me vieron con dibujos. Y desde que empecé en la escuela trabajo con cartones y cartulinas, pinturas, purpurina. Cuando Boy era chico eran robots y naves y Pikachus. Una Tardis, un Dalek. Naves de Star Wars. Era lo que hacía siempre. A veces trabajaba en mi habitación, a veces en la cocina. Dudo que notaran la diferencia.
—¿Siempre les haces la comida?
—Sí, excepto los desayunos, que los hace Jack. Y me ocupo del orden de la planta baja. Jack se encarga del primer piso, el altillo y la cochera.
La doctora hizo un silencio reflexivo. A Celeste le sirvió para dar unos suspiros profundos. Estaba cansada de hablar.
—Así que ellos no tienen idea de que eres una autora publicada —repitió la doctora.
—No.
—Dijiste que no saben porque Boy tuvo problemas el año pasado y el año anterior. ¿Es posible que el hecho de que los Stanford sean escritores también haya influido en esa decisión?
—Mis libros no tienen nada que ver con lo que ellos escriben.
No hizo falta que la psicóloga le dijera que no había respondido la pregunta.
—¿Te intimidan?
—No.
—¿Te gusta alguno de ellos?
Celeste rio.
—A todas las mujeres les gusta el ADN Stanford.
—¿Eso es un sí?
—No. Es la realidad. Son muy atractivos.
—¿Cuántos años tiene Jack?
—Cuarenta y cinco.
—¿Te resulta atractivo?
—Es buen mozo, sí… La palabra clave es Londres.
—¿Y por qué es clave? —indagó la doctora.
Celeste sonrió.
—Cada vez que se va a Londres es porque va a ver a una mujer. Alguna novia. Y a su amigo Billy. Va cada tres semanas, más o menos. Esa es su frecuencia. También hace entrevistas y conferencias. Pero creo que más se concentra en sus novias.
—¿Nunca fue a la casa con una pareja estable?
—No —dijo Celeste, pero se corrigió—: No, no es cierto. Estuvo en pareja durante dos años. Heena venía a la casa.
—¿Qué es lo que te divierte? ¿Por qué sonríes?
Celeste asintió.
—Hubo una época en la que esos viajes eran geniales. Boy y yo nos quedábamos solos y nos divertíamos mucho. Comíamos comida chatarra, mirábamos películas de Hayao Miyazaki. A veces venía Nancy y nos cocinaba. Nos hacía regalos. Nancy teje las mejores bufandas.
—Te agrada Nancy.
—Muchísimo —dijo ella con calidez—. Fue muy importante cuando empecé a trabajar con Boy. La llamaba por teléfono y hablábamos mucho.
—¿Nancy te hace acordar a tu abuela? —preguntó la psicóloga.
—No. Mi abuela no era así —dijo Celeste con voz segura.
—¿Llorarías por Nancy?
—Por supuesto.
Vio cómo la doctora dejaba su bolígrafo en el escritorio y cerraba la carpeta. Después juntó las manos y le sonrió con amabilidad.
—Vamos a dejar aquí por hoy. Si te parece bien este horario podemos continuar la semana próxima.
—Está bien —dijo Celeste todavía mareada por la pregunta anterior.
—Me gustaría que pensaras en algo —propuso la doctora—. En la idea de familia. ¿Qué es una familia para ti? ¿Puedes hacer eso? Me siento como una maestra dándote una tarea.
Celeste le sonrió divertida.
—No está mal ser alumna de vez en cuando.
—Bien. Esa es tu tarea entonces. Nos vemos el próximo jueves.
Capítulo 2
Celeste salió del edificio con una sensación de debilidad, de ser un cuerpo liviano y vacío. Y mucho cansancio, pero sabía por qué: había sostenido una larga batalla contra sus propias palabras.
Se detuvo a tomar aire frío para darse ánimo. Había dicho un par de veces que respirar aire helado la reanimaba. Los ingleses la habían mirado con horror. Ellos buscaban el calor, las playas, el mar. En cambio ella, que conocía el calor de 40 °C y 99 % de humedad de Buenos Aires, todavía podía sentir que el aire frío le aclaraba las ideas y la despertaba.
Escuchó una voz conocida detrás de sí.
—¿Qué hacías en Prama House?
Se volvió con cautela.
—Avisé que tenía una cita.
—¿En Prama House? —repitió Jack.
Celeste apoyó la espalda en la pared para poder mirarlo a los ojos. Toda la familia era más alta que ella. La mayoría de los ingleses eran más altos que ella. Siempre tenía que hablar hacia arriba. Se había acostumbrado a apoyarse contra la pared o a subirse a algún escalón si lo necesitaba.
—Cuando tuve la erupción en las manos le pregunté al médico si era posible que tuviese alguna causa psicológica. Me dijo que no descartaba la posibilidad. Aquí hay un centro de psicólogos y psiquiatras en el tercer piso.
Jack pestañeó confundido.
Celeste estaba demasiado cansada como para adelantarse a sus preguntas, así que lo dejó entender la información que le daba.
—No dijiste que el médico te recomendó terapia. O que decidiste hacerla. ¿Cuándo ibas a decirlo? —preguntó él.
El ruido de la gente que caminaba por la calle la aturdió. Eran las dos de la tarde y la mayoría eran padres que iban hacia las escuelas para retirar a los niños. Al menos la sensación de debilidad se había ido. No sabía si era por la pared o porque ya estaba, en efecto, más tranquila.
—¿Cuándo ibas a decirlo? —insistió Jack.
—Hoy, supongo. No estaba segura de venir —le explicó—. ¿No ibas a la biblioteca?
—Estaba en el café cuando te vi pasar.
Jack señaló el cartel de Colombia Coffee Roasters. El lugar era nuevo en el barrio y Celeste no había ido nunca. Entendía por qué Jack lo conocía, sin embargo. La biblioteca donde trabajaba los jueves, la Summertown Library, quedaba a media cuadra, por la calle South Parade.
Él había detectado que algo no iba bien y se enfocó en saber qué era. Era la intensidad de los hombres Stanford: querían hacer algo, lo hacían y dejaban una estela de energía tras ellos. En general podía contenerla, pero en los últimos meses había perdido la fuerza o las ganas para tolerarla. Tuvo que apoyarse contra la pared porque había vuelto a marearse.
—Pensaba volver a la casa —le dijo sin responder la pregunta.
—¿Almorzaste? ¿No quieres tomar algo? Le aviso a Boy que estamos aquí. Sale en un rato.
—Pensaba comer algo allá.
Se sorprendió por la poca fuerza que tenían esas palabras.
—Estás pálida y desenfocada —le dijo Jack.
Celeste le agradeció la descripción, porque así se sentía.
—Estoy bien —protestó ella sin hacer caso a sus pensamientos.
Se le ocurrió de pronto que el cansancio era resultado de pensar una cosa y decir otra diferente, todo el tiempo. Si se preguntaba qué era lo que quería en ese momento, era posible que la cabeza le explotara.
—¿Te llevo al médico? —preguntó él con voz amable.
—No, no hace falta.
Como sabía que Jack no iba a dejarla en paz hasta entender qué pasaba, trató de negociar.
—Vamos a comer algo. Hoy no almorcé.
Él asintió y le indicó que entraran al café. Celeste se se