El secreto de Riverview College

Susanne Goga

Fragmento

Londres, julio de 1665

Katie trastabilló al bajar la escalera, perdió el equilibrio, y en el último momento logró sujetarse contra los ásperos ladrillos. Había estado a punto de caer. Se restregó los dedos un instante y notó que por las hendiduras rezumaba mortero húmedo. Siguió bajando, mientras notaba a cada paso los escalones gastados. Estaba aterida. No sabía si era de frío o por la debilidad de su estado.

Con todo, una voz la empujaba a adentrarse en aquella oscuridad fría y húmeda. Los gritos admonitorios de esa anciana, con su pelo blanco y fino como seda de araña cayéndole sobre los hombros y señalando al cielo con dedo acusador.

—¡Miradla! ¡Ahí! ¡En lo alto! ¡Una estrella de fuego, un cometa anunciando una tragedia! ¡Se cierne sobre nosotros una plaga horrenda, como aquella que sufrimos tiempo atrás! ¡Implorad el perdón! ¡Salvaos si podéis!

Hacía ya algunos meses que había visto a esa mujer en la calle, rodeada de curiosos con la vista alzada hacia el cielo y santiguándose. Entonces Katie creyó que aquello era una solemne tontería, un sinsentido agorero que haría reír a su padre. ¿Quién a esas alturas podía creer en señales del cielo? Era casi como en tiempos remotos, cuando se interpretaban las entrañas de animales sacrificados, o se sacaban conclusiones del vuelo de los pájaros.

Sin embargo, cuando se lo contó a su padre, él no se había echado a reír; había mirado a Katie con semblante grave y se había reclinado en su butaca antes de señalar hacia la ventana dibujando un círculo con un gesto.

—Nunca antes la ciudad había estado tan abarrotada. La guerra ha terminado, se ha restituido la monarquía, el ejército se ha disuelto y todo el mundo viene a Londres. Se dice que entre estos muros viven cien mil personas más que antes.

—¿Y qué? —preguntó Katie con prudencia, sintiéndose un poco tonta por no entender adónde quería llegar.

—Evidentemente, no hay relación entre los fenómenos que ocurren en el cielo y el destino de las personas. No creo en esas cosas. Pero el hacinamiento de la gente en espacios pequeños, la suciedad de las calles, los vapores insanos que emanan de charcos y ríos..., todo esto puede provocar enfermedades. Si ahora estallase una plaga en Londres... ¡Que Dios nos asista!

Al decir esto, su esposa lo reprobó con la mirada:

—No asustes a la niña, John —le dijo, volviendo la atención a su bordado.

Los recuerdos de los últimos meses asomaron como fantasmas en medio de la oscuridad, ahora solo iluminada por la vela que Katie llevaba en la mano: comerciantes traficando con talismanes y rollos de pergaminos con hechizos que supuestamente ayudaban a combatir la epidemia. Profetas autoproclamados, como esa anciana, encaramados sobre cajas de madera en las esquinas de las calles pregonando a gritos el fin del mundo. En las paredes de las casas, carteles de curanderos anunciando las bondades de remedios que todo lo curaban.

Muchos de esos charlatanes se estaban haciendo de oro a costa de los desesperados que se agolpaban frente a sus puestos y tiendas, ávidos por hacerse con una pócima mágica. Katie había recorrido las calles con asombro, atraída mágicamente por los gritos de la gente que comerciaba con milagros.

Extendió la mano. Ahí estaba. La puerta. La madera fría y desigual al tacto, los herrajes de hierro, ásperos por la herrumbre. Sostuvo la vela en alto, se palpó el bolsillo de la falda para sacar la llave y la metió en la cerradura bajo la luz titilante.

En el sótano el aire era frío, olía a rancio y a viejo; de todos modos, era preferible a lo que había fuera, en la ciudad, donde el bochorno sin viento del verano pendía sobre las calles como una neblina pesada. Katie recordó el olor de las numerosas chimeneas que, pese a la época del año, no dejaban de arder porque, según se decía, purificaban el aire —olor a pimienta, a lúpulo y a incienso quemado y el omnipresente olor a tabaco—. Para evitar el contagio se instaba a fumar a todas las personas, también a los niños.

Katie hizo acopio de todo su valor, alzó la vela e iluminó la sala del sótano. Se encaminó hacia la pared más antigua de todo cuanto le rodeaba. Con un último esfuerzo estiró el cuerpo y retiró un ladrillo suelto. A continuación, introdujo la caja en el hueco que se abría detrás. Por un instante reposó la mano sobre la madera lisa. Permaneció así un rato, con el brazo extendido y los ojos cerrados, despidiéndose.

Luego se giró, abandonó el sótano con paso tambaleante y regresó al piso de arriba para aguardar el final.

Capítulo 1

1

Londres, septiembre de 1900

Adela miró a su alrededor con desesperación. Los lobos la acechaban, sus ojos relucían como ascuas en la oscuridad. El corazón le latía con tal fuerza que la garganta se le agitaba y a duras penas pudo dejar escapar un gemido asustado... ¿Más mermelada, querida?

La señora Westlake le acercó el tarro a Matilda con gesto distraído acariciando con la otra mano las hojas que tenía delante. Frunció el ceño con ademán pensativo.

—Me pregunto si acaso los lobos no estarán demasiado vistos.

Matilda levantó rápidamente la vista del periódico.

—Disculpe, ¿qué dice que ha visto usted?

Su casera se echó a reír.

—Pero, bueno, ¿qué hay que sea más interesante que mi heroína en apuros? —Al reparar en el artículo que Matilda estaba leyendo adoptó una expresión seria—. Maldita guerra. Hombres matándose entre sí en países remotos en los que no se les ha perdido nada. —Tras percatarse de la mirada de asombro de la joven, se encogió de hombros y se puso el dedo frente a los labios—. Aunque esto, claro está, yo solo lo digo en mi propia casa, cualquier otra cosa sería traición al Imperio.

Matilda tragó saliva y luego asintió:

—Tiene usted razón. Si por mí fuera, mi hermano se podría dedicar a vender limonada o salchichas por la calle, cualquier cosa con tal de que estuviera a salvo. Pero Harry siempre ha sido impetuoso, un aventurero, es totalmente incapaz de permanecer quieto. Así que se alistó.

La madre de Matilda había muerto cuando ella tenía trece años, seguida por su padre cuatro años después. Desde entonces solo habían sido ella y Harry. Su hermano era tres años mayor, y había demostrado comprensión cuando ella quiso tener una profesión. No la había apremiado para que contrajera un matrimonio temprano, y la había ayudado con su soldada cuando ella no había podido costear sus estudios. Incluso la había animado después de un suspenso que le había hecho dudar de su capacidad. Mientras él estuvo estacionado en Inglaterra, se habían podido ver con regularidad. Pero luego fue trasladado a África, donde se encontraba luchando contra los bóeres. La preocupación por él nunca abandonaba del todo a Matilda.

La señora Westlake le acarició la mano.

—Debería usted dejar a un lado el periódico y ayudarme con los lobos. Eso la distraerá y, además, es su obligación. A fin de cuentas, ahora que las vacaciones han terminado ya no puedo contar tanto con usted. En mi última novela, me fue de gran ayuda. Nunca antes había tachado tantos disparates. Pero con esta nueva historia, no estoy del todo segura.

Matilda dobló el periódico con una sonrisa y sirvió té para las dos.

—A ver, los lobos. ¿Qué es lo que le parece tan visto?

—Bueno, cuando pienso en criaturas que causen miedo y temor lo primero que me viene a la cabeza son lobos. Pero, por desgracia, eso es lo que le pasa también a la competencia y al público. Mi problema es que debo enviar a Adela a los Cárpatos. Eso es inevitable, porque en la novela anterior el conde Damianescu la arrastró hasta allí. Ahora ha conseguido escapar de las ruinas del castillo y ha huido, adentrándose en un bosque espeso en el que nadie penetra, ni tan siquiera los cálidos rayos del sol... ¡Oh! Perdone, ya me he vuelto a dejar llevar por mi propia historia.

Matilda sonrió y tomó una tostada.

—Osos.

—¿Osos? —La señora Westlake soltó el cuchillo, que tintineó, y señaló a Matilda con gesto triunfal—. ¡Eso es! ¡Un oso! ¡No! ¡Dos! ¡Una manada! Osos hambrientos, en busca de alimento desde hace días... Perdón, ¿qué dice?

—Lo siento, pero, por lo que sé, los osos son animales solitarios. No cazan en grupo.

La señora Westlake se quedó pensativa por un instante.

—¡Hum! Bueno, pues que sean dos. Es más que suficiente. Sea como sea, sienten la presencia de la joven, su terror, le huelen el sudor del pánico... Bueno, eso, claro, no lo escribiré, aunque sea verdad. Ya sabe, sería una obscenidad.

Matilda dirigió a su casera una mirada divertida y a la vez cariñosa. Ese artículo sobre la guerra en el sur de África había avivado su preocupación por Harry, pero la señora Westlake había conseguido apartarla de sus pensamientos sombríos con lobos y osos.

Había tenido una suerte inmensa al conseguir una habitación en esa casa. Beatrice Westlake había enviudado muy pronto. Lo que su marido no se había gastado en bebida, se lo había dejado en el juego, y ella se había visto obligada a ganarse la vida ya que, excepto la casa, no le había quedado ni un penique. En muchas ocasiones, Matilda se había preguntado si, pese a todo, esa muerte no había sido una especie de liberación.

Llevaba casi un año viviendo en casa de la escritora de la exitosa serie protagonizada por la encantadora Adela Mornington, que iba de aventura en aventura. Si la señora Westlake escribía hasta altas horas de la noche, o si la invitaban a alguna velada, Matilda desayunaba sola. Aunque leer el periódico sin interrupciones era agradable, tener una conversación divertida tomando té y tostadas era mucho mejor. Además, Chelsea estaba repleto de artistas, y ese barrio tan poco convencional rebosaba vida.

En ese instante entró Sally, la criada.

—¿Le traigo más té, señora?

La señora Westlake miró a Matilda, que negó con la cabeza.

—Debo irme de inmediato.

Sally asintió y abandonó la sala rápidamente.

—Querida, ¿tendrá aún un minutito para mí? Hoy me he despertado especialmente pronto, los lobos no me daban tregua. Esa ocurrencia suya, tan brillante, me va a proporcionar un nuevo impulso. Ahora ya veo cómo será todo el capítulo. Pero hay algo...

La señora Westlake miró atentamente a Matilda.

—¿Y bien?

Ella recogió su juego de desayuno.

La señora Westlake se aclaró la garganta.

—Bueno, usted es una joven dama soltera de buena familia...

—Me intriga usted —dijo Matilda con una sonrisa—. Pregúnteme, pero rápido, que, si no, llegaré tarde a clase.

—Es Adrian. Ella se lo encuentra en el bosque y él la acoge en su cabaña, le da de comer y también un lugar donde pasar la noche para que ella, por fin, pueda descansar sus ojos verdes, enrojecidos a causa del cansancio, que, por cierto, me imagino como los suyos. En fin, la pregunta: ¿dónde duerme él?

—¿En el otro extremo de la cabaña? ¿Fuera, sobre el heno?

—Matilda, querida, se lo ruego... Es una cabaña de bosque diminuta, en los Cárpatos. Allí no hay ni otro extremo, ni heno..., aunque, bien pensado, él tal vez podría tener un cobertizo para alimentos lo bastante cerca como para oírla gritar...

—¿Gritar? —preguntó Matilda divertida mientras se levantaba y colocaba la silla en su sitio.

—¡Pues claro, querida! Sufre pesadillas con castillos en ruinas y osos.

—¡Ah, claro!

—Pero márchese, márchese. El trabajo la reclama. Por la noche le contaré cómo avanza la historia.

—Será un placer, señora Westlake. ¡Mucho éxito!

Matilda se dirigió hacia la estación de Chelsea. Era principios de septiembre y todavía hacía calor pese a que el otoño empezaba a dejarse sentir en el aire. Aunque era difícil decir qué diferenciaba los días suaves de primavera y los de otoño, ella habría reconocido esa estación con los ojos cerrados. El aire de septiembre era más fresco, y el viento acariciaba la piel con una ligera aspereza.

No se sentía melancólica. Aferrarse al verano era tan inútil como querer retener el agua en las manos. En primavera se alegraba con las flores del ciruelo, y en otoño, con la fruta madura. Pensó en paseos con la hojarasca parduzca crujiendo bajo los pies y una niebla suave prendida de las copas de los árboles. El fuego de la chimenea ardería con fuerza cuando, al final del día, la señora Westlake le leyera en voz alta su último capítulo y la mirara expectante por encima de sus gafas en forma de media luna.

Matilda se encaminó hacia King’s Road, que a esa hora ya bullía de actividad, y pasó por debajo de los toldos de las tiendas, que se extendían por encima de la acera bañada por el sol. Olió el aroma a pan recién horneado que salía de una panadería, mientras, al lado, una zapatería desprendía el olor hediondo del cuero caro. Delante estaban los grandes almacenes Peter Jones, decorados con banderas y en cuyos escaparates, dispuestos en una sucesión aparentemente infinita, se exponían todos los productos imaginables.

Al llegar al sur del río, en Clapham Junction, Matilda cambió de línea. Solía aprovechar el trayecto hasta Richmond para repasar las lecciones del día. Su selección de lecturas para inglés era extensa, y hacía mención también a obras que sus colegas consideraban inapropiadas. Pero, en su opinión, para tener una visión completa de la poesía inglesa era preciso incluir a Byron, a Shelley y a Blake. «De todos modos, señorita Gray —le había advertido la señorita Haddon, la directora—, nada de hablar sobre la vida privada de Byron. Los padres no consentirían algo así. Y menos aún el patronato».

Con todo, esa mañana Matilda se limitó a mirar por la ventana; el día era demasiado bonito. En cuanto el tren dejaba atrás Clapham Junction, donde unas estructuras de madera se extendían como un puente sobre los raíles, superadas en altura por fábricas y chimeneas humeantes, el entorno se volvía más amable. El tren paraba en Wandsworth y en Putney antes de que, en Mortlake, el trayecto prácticamente acariciara el Támesis. La siguiente parada era Richmond, que era donde Matilda se apeaba.

La mayoría de la gente iba a la ciudad por la mañana a trabajar y por la tarde regresaba a los barrios periféricos; en cambio, el trayecto de Matilda era en sentido inverso. Ella trabajaba en Richmond, muy lejos del centro, y por la tarde iba hasta Chelsea. Para ella, eso era un privilegio, porque así casi siempre tenía el compartimento para ella sola.

No había mucha distancia desde la estación a la escuela, situada en un extremo de Old Deer Park, un parque que abarcaba todo el meandro del río y limitaba al norte con Kew Gardens.

La escuela se levantaba detrás de una valla de hierro forjado en cuyas rejas lucían incrustadas imágenes de animales y criaturas legendarias como unicornios, centauros y otros muchos surgidos de la imaginación del constructor. Aquel edificio era un ejemplo magnífico de arquitectura neogótica, con ventanas de lanceta, torreta y hastiales. Tenía el tejado coronado por una veleta brillante sobre la que se erguía un caballo alado. El edificio apenas tenía treinta años y había sido construido por un fabricante con ínfulas románticas, que se había inspirado en la cercana villa de Strawberry Hill. Sin embargo, al cabo de unos años, se había arruinado y se había visto forzado a vender Pegasus Hall, que era el altisonante nombre que le había dado.

Al fundador de la escuela aquel nombre no le había parecido apropiado y lo había cambiado por «Riverview», es decir, «vistas sobre el río», un nombre que tampoco era muy acertado ya que, tal y como una alumna le había contado a Matilde en confianza, el Támesis solo se podía ver desde las ventanas del tejado, y eso si uno subía a una silla o se encaramaba sobre otra persona.

El edificio estaba rodeado de un amplio jardín. A esas alturas del año, muchos árboles ya habían adquirido tonalidades rojizas y parduzcas, y las copas coloridas en medio del follaje aún verde parecían un ramo de otoño. Durante los días oscuros de invierno, la escuela adquiría un aspecto lúgubre, y cuando Matilda volvía la mirada hacia la bóveda de crucería del comedor no podía evitar recordar las novelas góticas que de jovencita leía con fruición.

Matilda había disfrutado de los meses de verano libres de obligaciones. Se había dedicado a pasear tranquilamente por Londres, y cuando no había acompañado a Adela Mornington por desfiladeros intransitables y torrentes caudalosos, había visitado exposiciones y asistido a conciertos. Sin embargo, al atravesar la puerta esa mañana y recorrer el camino de grava hasta la entrada principal, tuvo la sensación de estar volviendo a su hogar.

Frente a la entrada había algunas alumnas riéndose y gesticulando. En circunstancias normales ese comportamiento no se consentía, pero la primera mañana después de las vacaciones todo empezaba poco a poco, y la primera clase estaba prevista para las diez. Aunque las muchachas habían regresado el día anterior, todavía tenían infinidad de cosas que contarse.

—Buenos días, señorita Gray. ¿Ha pasado usted un verano agradable? —preguntó Ruth Sanderson, una chica de pelo oscuro, que estaba algo sonrojada al haber sido descubierta ante la puerta.

Matilda se detuvo y sonrió a todo el grupo.

—Ruth, Mary, Clara, Edith. Espero que hayáis disfrutado de las vacaciones. Pero, ahora, por favor, entrad.

Mary Clutterworth se alisó el vestido y se encogió de hombros.

—Me habría gustado prescindir unos días más del uniforme. ¡Me hacía sentir tan bien poder llevar por fin colores animados y no tener que vestir siempre de azul marino!

—Ya me lo figuro. Pero así las próximas vacaciones harán más ilusión.

Las cuatro muchachas empezaron a andar, pero Ruth se giró otra vez.

—No he olvidado que usted nos dijo que después de las vacaciones nos explicaría algo especial. ¿De qué se trata?

Matilda señaló la puerta con semblante serio.

—Parece que la señorita Sanderson no ve el momento de volver a sentarse al pupitre de un aula con aire viciado y resolver ecuaciones de álgebra. Pero la paciencia es una virtud, y lo digo también por ti, Ruth. —Las muchachas se echaron a reír. Luego Matilda añadió con tono más indulgente—: De todos modos, tienes razón, he preparado algo que no solo debería interesar a nuestras matemáticas natas, sino también a las literatas.

Al poco rato, al pasar junto al despacho de la directora, vio salir de allí a un hombre. Matilda lo miró con curiosidad; la presencia de caballeros en esa escuela era toda una rareza.

Era un hombre alto, con una cabellera de color rubio oscuro que casi le llegaba a los hombros y una barba cuidada. Levita negra, chaleco brillante de color burdeos, camisa blanca y corbata de color gris oscuro. Era una persona atractiva, de una belleza llamativa, Matilda pensó que casi podía decirse que era muy bien parecido, y se preguntó qué le había podido llevar a hablar con la señorita Haddon.

En la sala de profesores sus compañeras ya estaban reunidas. Era una estancia amplia, con ventanas altas de cristales de colores a través de los cuales el sol dibujaba un hermoso caleidoscopio en el suelo de parqué. Junto a la mesa alargada que se empleaba para las reuniones había unas butacas distribuidas de forma agradable que conferían al lugar la apariencia de una sala con chimenea o una biblioteca.

Matilda era la profesora más joven y solo llevaba un año en Riverview College. Lo primero que había tenido que aprender era que no siempre sus ideales se podían ajustar al quehacer diario. Aunque la escuela presumía de ser moderna, Matilda pronto se había percatado de que también en ella a las chicas se las preparaba fundamentalmente para que fueran unas buenas esposas de clase media alta. Recibían la formación necesaria para desenvolverse bien en sociedad y ser capaces de tener una conversación inteligente. La mayoría de los padres no querían que luego sus hijas ejercieran una profesión, ni que empezaran estudios universitarios, y las profesoras —todas ellas mujeres solteras que se ganaban la vida con su trabajo— se plegaban a esos deseos. Era una situación paradójica que había proporcionado varios quebraderos de cabeza a Matilda antes de dar con una solución que la satisficiera.

Se había impuesto la misión de proporcionar a sus alumnas de forma sutil conocimientos que les permitieran vislumbrar lo que la vida les podía ofrecer. Incluso tenía folletos que reclamaban el derecho de voto para las mujeres, aunque mostrarlos en la escuela era impensable. Matilda se movía por una línea muy fina, y cualquier paso en falso le podía costar el puesto.

Al entrar saludó al grupo y tomó asiento.

En ese momento, la señorita Feller estaba hablando de sus excursiones por la Selva Negra; la señorita Fonteyn, la profesora de arte, contaba maravillas de su visita a la Galería de los Uffizi; y la señorita Caldwell, que enseñaba historia, se había pasado los últimos meses de rodillas por las iglesias del país, calcando en papel con lápices de cera relieves de losas sepulcrales medievales. Tenía una colección impresionante de esas reproducciones, que mostraba encantada y comentaba de modo profuso.

—Antes he visto salir a un caballero del despacho de la señorita Haddon —comentó Matilda finalmente con un leve tono de pregunta.

La señorita Caldwell sacó un rollo de papel, lo extendió sobre la mesa que tenía más cerca y comentó sin más:

—El tutor de una alumna quería tratar algo con ella. —La vista se le iluminó—. Y esto de aquí lo encontré en la catedral de Ely, es un ejemplar realmente extraordinario, si quieren verlo...

—¿Qué os dice el nombre de Ada Lovelace?

Matilda miró a sus alumnas de una en una. Compartía la asignatura de matemáticas con la señorita White, que se dedicaba a las alumnas especialmente dotadas, y ella se limitaba a enseñar los principios básicos; por lo demás, se concentraba en la asignatura de inglés. De todos modos, se negaba a subestimar a las muchachas de su grupo e intentaba despertar en ellas también el interés por una asignatura que por lo general estaba reservada a los hombres.

Nadie levantó la mano.

—No pasa nada —dijo Matilda. Cogió entonces una tiza y escribió en la pizarra: «10 de diciembre de 1815 - 27 de noviembre de 1852».

Mary Clutterworth levantó la mano.

—Murió bastante joven. Con treinta y seis años —dirigió una mirada dubitativa a su profesora, como buscando en aquello una relación con la asignatura de matemáticas.

—En efecto. Y era hija de Lord Byron. —En cuanto hubo pronunciado el nombre, se oyeron murmullos entre los bancos. Matilda levantó la mano—. Ada Lovelace era matemática. Su madre había estudiado geometría y astronomía, y se encargó de que Ada también recibiera formación científica. Y así fue como conoció a Charles Babbage.

Matilda deambuló de un lado a otro delante de sus alumnas.

—Babbage también era matemático y había inventado algo fabuloso. —Se acercó a la pizarra, sacó de detrás una fotografía que había pegado sobre un cartón y la levantó—. Podéis acercaros tranquilamente a mirar. —La fotografía mostraba el plano de una especie de máquina formada por multitud de piezas, con cilindros, manivelas y ruedas dentadas.

—¿Qué es eso? —preguntó Mary—. ¿Para qué sirve?

—Esto es un plano para construir una máquina calculadora. A Charles Babbage se le ocurrió la idea de construir una máquina capaz de calcular, que hiciera ese trabajo en lugar de las personas y que además trabajara sin cometer errores. Por desgracia, sus inventos jamás llegaron a construirse porque en su época no era posible construir algo tan delicado y complejo. Uno de sus modelos tenía ocho mil piezas; habría sido la máquina más complicada que jamás se hubiera inventado.

Una alumna levantó la mano.

—¿Y eso qué tiene que ver con Ada?

—Como he dicho, Ada Lovelace era matemática y una buena amiga de Babbage. Ella tradujo un artículo del italiano sobre la máquina calculadora que él planeaba y lo completó con notas propias. Entre ellas, un algoritmo. ¿Sí, Dora?

—Señorita Gray, esa palabra no la sabemos —dijo la muchacha, confusa.

—Dicho de forma simple, un algoritmo es un conjunto de instrucciones dividido en muchos pasos que permite llevar a cabo una tarea. Por ejemplo, si quiero manzanas y no quiero ir a buscarlas, digo: «Abrir la puerta. Bajar la escalera del sótano. Ir al cajón de las manzanas. Sacar tres. Volver a subir la escalera. Cerrar la puerta. Entregarme las manzanas». Lo mismo existe en matemáticas. Ada Lovelace desarrolló un conjunto de instrucciones para esa máquina calculadora. Si Babbage la hubiera llegado a construir, le habrían indicado cómo efectuar una operación en concreto. Sin intervención humana.

Matilda miró a su alrededor. Había pensado que las alumnas se entusiasmarían con esa mujer, pero en la mayoría de las caras solo vio incomprensión.

—En el futuro esas máquinas serán importantes. De hecho, en los últimos cien años se han construido ya muchos aparatos nuevos que hacen que nuestra vida sea más fácil y segura. Además, Ada Lovelace fue incluso más allá que Babbage. Él pensaba que su máquina solo podía emplearse para labores de cálculo, pero Ada opinaba que una máquina podía hacer mucho más, siempre y cuando la tarea se pudiera dividir en muchos pasos individuales.

Dora le dirigió una mirada dubitativa.

—¿Y qué tareas serían, por ejemplo?

—No lo dejó por escrito, pero pensemos en la música. Una pieza musical consta de notas. Si se le pudiera decir a la máquina con exactitud cómo formar cada nota, de ahí podría surgir una melodía.

Mary se aclaró la garganta y levantó la mano.

—Eso me resulta más fácil de imaginar que la tarea de calcular. Sería casi como una caja de música de valses.

—Muy bien, Mary —dijo Matilda. Se enorgullecía cuando las alumnas pensaban de forma independiente—. Este ejemplo me gusta. De todos modos, la máquina incluso podría ir un paso más allá. Mientras que la caja de música solo hace sonar la canción del cilindro, en nuestro caso a la máquina se le podría enseñar a crear nuevas canciones. Dora, ¿qué decías?

Matilda se volvió hacia la alumna, que se sonrojó y se tapó la boca con la mano.

—Vamos, dilo.

—Que esto le habría gustado a Laura.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué has dicho «habría»? —preguntó Matilda.

—¿No lo sabe, señorita Gray? —preguntó Dora sorprendida—. Hace un rato, el tutor de Laura ha ido a ver a la señorita Haddon. Ella se va de viaje con él y de momento no vendrá a clase.

Sin querer, Matilda buscó apoyo en su pupitre. A su mente le acudieron unas imágenes que reprimió de inmediato.

—¿Acaso no se siente bien, señorita Gray? —preguntó Ruth con preocupación.

—No, estoy bien, gracias. Solo es que estoy... sorprendida.

—Dora ha oído que la señorita Haddon se dirigía a él nombrándole por su apellido, si no, nunca habríamos sabido que ese caballero estaba aquí por Laura. Lo habríamos tomado por... —Ruth se sonrojó y dejó oír una risita. Al darse cuenta de la mirada severa de Matilda, recobró la compostura—. Alguien ha dicho que parece un santo prerrafaelita. Demasiado guapo para ser de verdad.

Matilda estaba demasiado confusa para reprender a Mary por aquel comentario tan fuera de lugar. Se sacó el reloj del bolsillo de la falda. Aún faltaban cinco minutos.

—Os podéis marchar. Cada una escribirá las instrucciones de una tarea que podéis elegir libremente: música, labores, o lo que se os ocurra.

Las muchachas recogieron los libros y los cuadernos y se levantaron de los bancos. Matilde notó que algunas la miraban con asombro, pero no le importó. Solo podía pensar en aquel día de junio.

Capítulo 2

2

Tres meses antes. Londres, junio de 1900

La sala era pequeña, los primeros rayos de sol estival atravesaban la ventana haciendo que las manchas de luz oscilaran sobre la mesa y las estanterías. A Matilda le habían asignado el despacho más pequeño porque se daba por sentado que preparaba gran parte de las clases en su casa. Al ser la profesora más joven, no residía en el colegio, un privilegio reservado a aquellas compañeras suyas de más edad que ya llevaban tiempo en la institución. En su fuero interno, ese supuesto inconveniente le gustaba. Aunque debía pagar el alquiler con su sueldo, se sentía libre y a sus anchas; no estaba obligada a comportarse de manera ejemplar de la mañana a la noche.

Matilda había colgado su chaqueta gris en la puerta y se había arremangado la blusa porque en la estancia el calor ya era de verano. Se apartó un mechón de pelo rubio de la cara. Jamás había querido tener servicio, pero para peinarse le habría venido bien una doncella. Era incapaz de arreglarse el peinado y las horquillas solían desaparecer de su pelo a las pocas horas de haber sido colocadas para no volver jamás. Matilda no ganaba para comprar horquillas.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante.

Levantó la vista. Era Laura Ancroft; llevaba un libro en la mano y dirigió una mirada vacilante a Matilda.

—Adelante, Laura, siéntate —dijo con tono amistoso señalando la silla para visitas.

La joven, de diecisiete años, tomó asiento mientras apretaba con fuerza el libro contra el cuerpo. Del pasillo llegó un ruido que hizo que se volviera nerviosa hacia la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Matilda.

Laura era una muchacha segura de sí misma, con mucho carácter y obstinada. Aunque Matilda valoraba esas cualidades en Laura, a veces tenía que contenerla. Pero ese día parecía extrañamente tímida.

—¿Tiene un minuto para mí, señorita Gray? Yo... bueno, si no, también puedo pasar más tarde.

—No, quédate. —Matilda cerró el cuaderno que acababa de corregir y se reclinó en su asiento—. ¿Qué ocurre? Si eso es lo que te preocupa, tienes muy buenas notas.

Laura negó con la cabeza y bajó la mirada hacia su regazo. Llevaba el cabello de color trigueño recogido con un lazo en la nuca, e iba vestida con el uniforme, de color azul oscuro con un discreto cuello marinero. Mientras estaban en Riverview College, las alumnas debían vestir ese atuendo, que las más jóvenes llevaban justo por debajo de la rodilla y las mayores, a la altura del tobillo. De este modo se aseguraba una distancia respecto a las profesoras.

En realidad, Laura es demasiado mayor para ese peinado y ese vestido, se dijo Matilda preguntándose al mismo tiempo cómo le había venido esa idea a la cabeza.

—Las vacaciones están al caer, pero antes necesitaba hablar con usted.

La muchacha tragó saliva intentando dar con las palabras adecuadas.

—Te escucho, Laura —dijo Matilda para animarla.

La muchacha inspiró y le acercó el libro pasándolo por encima del escritorio.

—Hace un tiempo encontré esto en un anticuario y desde entonces leo un poco cada día. No puedo pensar en otra cosa. Pero no tengo a nadie con quien hablar de ello.

Matilda echó un vistazo al librito. Era Hace mucho tiempo, de Michael Field. ¡Oh! Ese libro no podía estar en la escuela. Se disponía a advertirla al respecto, pero se contuvo. Laura había confiado en ella, antes tenía que escucharla.

—Así pues, ¿lo has leído?

—Sí. ¿Lo conoce usted, señorita Gray?

—Un poco —respondió Matilda con prudencia.

Laura no hizo el menor ademán de querer recuperar el libro.

—¿Y qué le parece? —preguntó interesada mientras se apartaba un mechón de cabello que se le había escapado de la cinta.

Matilda pensó cuidadosamente la respuesta.

—El manejo de la temática antigua es excelente, y el dominio del lenguaje resulta soberbio, en cambio, los ejemplos literarios...

—No quiero decir eso. ¿Qué hay de la pasión? ¿No la notó? —espetó la muchacha; acto seguido se tapó la boca con la mano—. Disculpe, esto ha estado fuera de lugar.

Acercó la mano al libro y lo acarició. Aquel gesto resultaba extrañamente conmovedor.

Matilda miró a Laura intensamente.

—La verdad, me parece que eres demasiado joven para leer esto.

Notó que empezaba a sudar bajo la blusa ligera y que no solo era por el calor. Aquella situación era muy delicada para una profesora inexperta.

Algo se desató en el interior de la muchacha.

—Señorita Gray, usted es la única persona con quien puedo hablar de esto, le tengo confianza y... usted sabe quién está detrás de Michael Field, ¿no?

Matilda suspiró para sí.

—Sí. Son dos mujeres, tía y sobrina, que escriben juntas. Conocidas de literatos como el señor Browning, el señor Pater y... el señor Wilde.

Vaciló al mencionar este último nombre porque apenas hacía cinco años del escándalo y Wilde seguía marginado por la sociedad. Los poemas de Field no estaban prohibidos —de hecho, el gran Robert Browning había llamado a esas poetas sus «queridas griegas»—, pero eso no significaba, en absoluto, que esa obra fuera apropiada para una muchacha de diecisiete años.

—Escriben sobre las mujeres —dijo Laura con vehemencia. Tenía el cuello enrojecido y el pecho le subía y bajaba con fuerza.

Matilda sopesó de nuevo con mucho tiento sus siguientes palabras:

—Lo sé. Por desgracia, su modo de hacerlo no es adecuado para nuestras alumnas.

—¡Pero si hablan de amor! ¡Eso no tiene nada de malo! —espetó Laura con una esperanza casi exasperada—. Prácticamente todos los poetas escriben sobre el amor y se les elogia por ello. En clase leemos a Keats y a Shakespeare.

—Comprendo tu curiosidad, y no voy a decirte lo que debes leer fuera de la escuela. Pero aquí no puedo permitir este libro.

Laura tenía una mirada casi febril, parecía ajena a esa objeción.

—¿Sabe cuál es mi poema preferido, señorita Gray? Me lo sé de memoria:

Atis, mi amor, te alejaste de mí

unos pocos pasos hacia el lecho de juncos,

y un terror y un fuego inmenso asolaron

mi corazón por si hubieras muerto acaso;

en el estanque se hizo el silencio, tanto

como si un alma se hubiera ahogado.

¡Mi amor! Que nuestro aliento

no lo separe jamás ni el día ni la noche;

que la reina del alba nos encuentre en el mismo lecho,

no te alejes de mí, imprudente,

ni un solo instante pues temo, Atis,

que en este se esconda la muerte.

Al contemplarla, Matilda vio lo que le ocurría a Laura. La muchacha tenía los ojos abiertos de par en par, y en el cuello el pulso le temblaba de forma delicada. No solo sentía fascinación por el poema, sino que se reconocía en él. Antes de que Matilda pudiera decir algo, la muchacha dijo:

—Y este me gusta especialmente:

La quiero con las estaciones, con los vientos,

como las estrellas adoran, como las anémonas

se estremecen en secreto por el sol, como las abejas

zumban por las flores abiertas: en todas sus formas

mi amor es perfecto y en todas encuentra

en sí mismo su propósito...

—Laura, por favor.

A Matilda el corazón le latía con fuerza, deseó tener tiempo para pensar, pero se había quedado sin él. Ante sí tenía una alumna sentada recitándole poemas sobre amor entre mujeres.

—Señorita Gray, se lo prometo, ya acabo. Me queda por decirle una cosa más. No puedo irme de vacaciones sin decírselo. —Tragó saliva—. Tengo la sensación de que yo misma he escrito esos poemas, como si Michael Field hablara mi idioma.

En el despacho el silencio era tal que se podía oír la respiración de las dos mujeres. Laura agachó la cabeza antes de continuar:

—Como si él hubiera escrito esos poemas para usted.

Entonces levantó la vista y miró a Matilda con orgullo, de forma casi desafiante.

Matilda tenía que actuar con mucho tacto. Una palabra fuera de lugar podía destruir para siempre alguna cosa en el interior de Laura.

—Me halaga que me tengas tanta confianza. Y son unos poemas maravillosos que yo jamás reprobaría. Pero soy tu profesora y no son apropiados en una escuela.

Por fin, la advertencia pareció calar en Laura. La muchacha tragó saliva buscando las palabras adecuadas.

—¿Está usted enfadada conmigo? —De pronto parecía casi una niña pequeña.

—No —se apresuró a responder Matilda—. Pero tú misma has dicho que aquí no puedes enseñar estos poemas a nadie. Y con razón. La mayoría de las chicas no los entenderían. Las demás profesoras no aprobarían que los leyeras. Considéralos como un tesoro que solo te pertenece a ti, como algo especial que te alegra cuando te sientes mal, que hace aún más hermosos los días buenos.

—Pero yo... —Laura se inclinó de repente hacia adelante y posó la mano en la de Matilda—. Al leerlos yo solo pensaba en usted.

Tenía la piel ardiente y algo sudorosa, y por un momento Matilda se sintió ligeramente aturdida. Entonces se levantó, rodeó el escritorio y acarició el hombro de Laura. Aquella era una situación muy delicada. El mínimo indicio de amistad entre profesora y alumna estaba prohibido y podía ser motivo de despido... Y Laura quería algo más que amistad.

—Eso nadie te lo podrá quitar —dijo Matilda con cuidado—. Deberías disfrutar de esta emoción si te hace feliz. Es muy valiente por tu parte admitir tus sentimientos ante mí. Llegará un día en que conocerás a una persona que te corresponda tal y como tú mereces.

Era difícil rechazar a alguien que acaba de abrir su corazón. Apartó de su memoria la imagen de su hermano, que le vino al instante a la cabeza. En ese momento no quería pensar en eso.

Laura la escrutó con la mirada.

—¿No me lo reprocha?

Matilda sintió una punzada de dolor.

—Al contrario. Tengo muchas esperanzas puestas en ti. Eres una alumna excelente y una persona extraordinaria. Quiero que finalices muy bien tus estudios. —Levantó la mano al ver que Laura iba a decir algo—. Deja que termine. Acaba de empezar un nuevo siglo y estoy segura de que a las mujeres se nos abrirán nuevos caminos. Tal vez vayas a la universidad, o puedas ejercer un oficio si así lo deseas. Yo, como profesora, te acompañaré y te ayudaré en todo lo que esté en mi mano. Te lo prometo.

Sus miradas se encontraron, y Matilda observó que Laura se debatía consigo misma. En su rostro se reflejaron la decepción, la obstinación, la resignación y, finalmente, el orgullo. Matilda se retiró un poco, y Laura se levantó con el libro en la mano.

—Muchas gracias, señorita Gray. Por todo.

Luego se marchó con el mismo sigilo con que había llegado.

Capítulo 3

3

Septiembre de 1900

Matilda se retiró al rincón más alejado del jardín; necesitaba unos minutos de calma. Durante el verano había pensado más de una vez en Laura, preguntándose si se había enfadado, o si en cambio se había distraído con libros y amigas y había superado aquel rechazo.

El incidente le había recordado a su hermano Harry. Cuando tenía diecinueve años se había enamorado de la hija de un sacerdote que había sido amigo de sus padres. Aunque conocía a Enid desde la infancia, de pronto la empezó a ver con otros ojos. Como aquella chica le era tan cercana, Harry no había dudado ni un instante y le había confesado su amor sin contar, ni en sueños, con que lo rechazaría. Él creía haber despertado en ella los mismos sentimientos, pero la muchacha le confesó que estaba enamorada de un estudiante de teología que su padre le había presentado. Ella y Harry siempre serían amigos, pero jamás habría otra cosa entre ellos.

En los meses siguientes, Matilda había llegado a temer de verdad por su hermano. Apenas salía de casa, se encerró en sí mismo, empezó a beber y perdió todo interés por aprender un oficio o por estudiar. Ella se apostaba cada día delante de la puerta de su cuarto diciéndole palabras de consuelo y ofreciéndole su ayuda, pero era en vano. Un día, perdió la compostura y le gritó: «¿Qué va a ser de mí? ¡Harry! ¿Acaso ya no te importo? ¡Ahí fuera hay otro mundo y personas que te necesitan!».

Media hora más tarde, él había abandonado su dormitorio y, poco tiempo después, se alistaba en el ejército. Matilda se preguntaba a menudo si había sido un error gritarle de aquel modo, pero su hermano se había burlado de esa preocupación. «Tilda, ya me conoces. Tarde o temprano habría tenido sed de aventuras».

Con todo, ella no había olvidado jamás el tiempo en que su hermano no había sido él mismo de puro dolor.

Y ahora ella estaba allí, en ese jardín envuelto en los colores del final del verano, preguntándose si Laura no había regresado por su culpa. Se había esforzado mucho por mostrarse comprensiva, por no hacer daño a la chica, pero el amor no correspondido era doloroso. Tal vez hubiera también cierta incomodidad de presentarse ante la profesora a la que se había confiado.

Matilda se giró de pronto y se volvió hacia el edificio de la escuela. Tenía que salir de dudas cuanto antes.

—Señorita Gray, espero que haya pasado un buen verano —dijo la directora.

La señora Haddon era una mujer muy entrada en los cincuenta que, en vez de llevar el pelo canoso peinado a la moda del momento, en un estilo suave que favoreciera la expresión, se lo recogía de forma estricta en un moño alto. Ese peinado y el vestido oscuro de cuello alto le daban un aspecto severo y, en cierto modo, posiblemente eran una especie de coraza. Ciertamente, dirigir una escuela de chicas y mantenerse firme ante las alumnas, los padres y el patronato no era una labor sencilla.

Matilda tomó asiento en el sitio que le indicó.

—Gracias, señora Haddon, ha sido muy agradable. Me gustaría preguntarle por Laura Ancroft. Me sorprende que no haya regresado a la escuela.

La señorita Haddon cruzó las manos sobre la mesa. Tenía la piel clara y fina, sin signos de la edad. Es como si llevara cosidas las manos de una mujer joven, pensó Matilda por un instante mientras se decía que aquello sería como una de las historias de miedo de E. T. A. Hoffmann.

—El tutor de Laura, el señor Charles Easterbrook, ha pasado antes por aquí y me ha hablado de sus planes de viaje. Me ha dicho que este verano Laura ha estado muy enferma a causa de una tos pertinaz. Según parece, a la vista de su estado de salud los médicos han recomendado que pase el otoño y el invierno en un clima más cálido. Por ello, tienen previsto viajar al Mediterráneo, a Grecia e Italia.

La primera reacción de Matilda fue de preocupación. Una tos mal curada podía afectar a los pulmones, y eso no era ninguna broma.

—Es muy comprensible. Así pues, seguramente regresará a la escuela en cuanto se recupere.

—Durante ese viaje tendrá muchas experiencias nuevas. En estas circunstancias, puede ocurrir que una jovencita se olvide de la escuela —repuso la señorita Haddon con cierta frialdad.

—No en el caso de Laura —replicó Matilda—. Es una chica muy aplicada e inteligente.

—Por supuesto, podrá recuperar el curso, pero no me extrañaría que no regresara después del viaje. Es posible incluso que eso resultara demasiado agotador para ella.

Matilda se sintió como en un sueño extraño. Dos meses atrás se había despedido por vacaciones de una muchacha sana y ávida de conocimientos, y ahora la señorita Haddon hablaba de ella como si fuera alguien incapaz de valerse por sí misma.

—Sabemos que solo las muchachas especialmente ambiciosas que cuentan con el apoyo de sus padres aspiran a realizar una actividad académica. En nuestra escuela la mayoría adquiere una formación general completa que las prepara para su papel en la sociedad. Su papel como esposas, anfitrionas y apoyo de sus maridos. Eso es lo que las familias esperan de nosotras.

Pero Laura, se decía Matilda casi desesperada, forma parte de la primera categoría. Es una muchacha con mucho empeño, con mucha curiosidad por el futuro y ganas de aprender. Sintió crecer nuevas dudas en su interior.

¿Y si Laura no hubiera abandonado la escuela por salud sino a causa del último encuentro con Matilda? ¿Acaso se sentía avergonzada de su confesión y temía encontrarse con su profesora? ¿Temía tal vez que Matilda hubiera roto su promesa y hubiera informado

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