¡Resuelve el misterio! 2 - La actriz desaparecida

Lauren Magaziner

Fragmento

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La actriz desaparecida

EL MISTERIO

Resuelve

Resuelve

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Traducción de Isabel Llasat

Lauren Magaziner

La actriz desaparecida

EL MISTERIO

Resuelve

Resuelve

CONTRAPORTADA

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4

Título original inglés: Case Closed 2: Stolen from the Studio.

Autora: Lauren Magaziner.

Publicado por acuerdo con Katherin Tegen Books, un sello

de HarperCollins Publishers.

© Lauren Magaziner, 2019.

© de la traducción: Isabel Llasat Botija, 2020.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2020.

Avda. Diagonal, 189. 08018 Barcelona.

rbalibros.com

© Ilustraciones de interior: Shuttestock, páginas 5 y 449.

© Diseño de interior: Compañía.

realización de la versión digital · el taller del llibre

Primera edición: marzo de 2020.

rba molino

ref.: odbo681

isbn: 978-84-272-2183-3

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del

editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que ser.

sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse

a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos,

www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento

de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

CRÉDITOS

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A cuatro maestros de primaria muy especiales: este libro es el fruto de todo lo que me enseñasteis y cómo me orientasteis en la vida.

ADAM BLOOM

4.º de primaria

A ti te debo mi pasión

por escribir.

SUE BERNER

1.º de primaria

A ti te debo

mi pasión

por aprender.

DIANE AFFERTON

3.º de primaria

A ti te debo mi

pasión por leer.

SANDY BASANAVAGE

de 2.º a 5.º de primaria A ti te debo

mi pasión por

los enigmas.

DEDICATORIA

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¿CUÁNTO FALTA? PREGUNTA FRANK POR enésima vez.

—Mucho —digo suspirando.

—Y ahora ¿cuánto falta?

—Mucho —dice mi mejor amiga Eliza apretando los dientes.

—Oh. —Frank mira por la ventanilla. Y luego se vuelve otra vez hacia nosotros—. ¿Falta mucho?

—¡Sí! —le gritamos todos, hasta mi madre. Des-pués de tres horas en el coche con Frank, creo que mi madre ya está a punto de estrangularlo. Enciende la radio y Frank se pone a cantar con la música. Eso lo tendrá distraído al menos dos minutos.

Frank es el hermanito de Eliza y siempre ha sido

PRIMER DÍA

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difícil de controlar. Antes me molestaba mucho que siempre nos siguiera a Eliza y a mí. Pero, desde que este verano resolvimos un misterio que salvó la agencia de detectives de mi madre, me he ido acos-tumbrando a las payasadas de Frank.

—¡Novecientos elefantes se columpiaban —canta Frank más alto que la radio— sobre la tela de una araaaña! ¡Y como vieron que resistía, fueron a bus-car a otro elefaaante!...

Bueno, puede que no me haya acostumbrado a todas las payasadas de Frank.

—¡Frank, chis! —le dice Eliza mientras le tapa la boca—. Venga, a callar. Quien hable antes pierde.

—¡Yo siempre GANO a este juego! —grita Frank.

Mi madre y yo nos cruzamos una mirada de pa-ciencia por el retrovisor. Aunque Frank es un pesado, me encanta que estemos haciendo este viaje sorpresa de tres horas de coche hasta Burbank, en California.

Y digo sorpresa porque la agencia de detectives de mi madre, Las Pistas, recibió ayer una llamada del productor de la famosa serie de televisión La bruja adolescente. Es una serie sobre, eso, chavales que ha-cen magia. La protagonista, la famosa actriz adoles-cente Layla Jay, ha desaparecido. Sin dejar rastro. Y el caso es que esta semana se empieza a grabar la siguiente temporada de la serie.

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El productor decidió buscar algún detective pri-vado para que le ayudara a encontrarla. Dio voces entre sus amigos y resulta que entre ellos está Gui-nevere LeCavalier, la mejor clienta de mi madre.

Como los Thompson (los padres de Eliza y Frank) tenían que viajar a un congreso del trabajo, mi ma-dre se ofreció a hacerles un favor. Y así es como he-mos acabado los cuatro juntos haciendo este viaje en coche, un viaje breve, pero —gracias a la pesadez musical de Frank— tirando a espantoso.

Mi madre cambia de carril y yo empiezo a estar muy nervioso. Este caso es la ocasión ideal para cau-sarle una buena impresión con mis aptitudes inves-tigatorias. Desde el caso de Guinevere LeCavalier de hace unos meses, me muero de ganas de volver a ha-cer de detective. Es verdad que al principio solo lo hice para salvar la agencia de mi madre... pero resul-que tengo buen olfato y se me da muy bien interro-gar a los sospechosos.

Eliza también quiere otro caso. Creo que echa de menos ejercitar su mente lógica con la que solucio-na tan bien cualquier enigma. Hemos intentado re-solverle a mi madre un par de casos sin que lo supie-ra, pero no ha habido forma. Y es que ahora me tiene muy controlado y no deja que me acerque ni a quin-ce metros de un misterio.

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Pero estoy seguro de que podré hacerla cambiar de opinión. Basta con que demuestre que lo valgo.

No era consciente de haberme dormido y, sin em-bargo, Eliza me está sacudiendo para despertarme.

—¡Carlos, ya hemos llegado! —grita—. ¡Aún no me creo que vamos a entrar en los estudios donde se gra-ba La bruja adolescente. ¡Yupiiiiiiiii!

Me tapo los oídos.

—¡Ay!

—Perdón, es la emoción. ¡Nos encanta la serie!

—No, a no —dice Frank.

—A Carlos y a —aclara Eliza.

—A lo mejor nos enteramos de qué va la cuarta temporada —digo—. Y así sabremos qué significaba la escena final del cementerio con la que cerraron la tercera temporada...

—¡O a lo mejor nos dejan hacer de extras!

Mi madre chasquea la lengua.

—No hemos venido a nada de eso. que estáis emocionados, pero la situación es grave. Layla Jay podría estar en peligro.

Eliza y yo nos callamos. Mi madre tiene razón. Por mucho que mole estar entre bambalinas de mi serie favorita, no me puedo distraer. No sabemos si Layla se ha escapado o si la han secuestrado y de no-sotros depende encontrarla y comprobar que está

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bien. No solo la necesita la cuarta temporada de La bruja adolescente. ¡La necesita el mundo entero! Lay-la Jay es una estrella de primer nivel, es la reina de los adolescentes y es todo un modelo para chavales de todo el mundo.

Llegamos a la entrada de los estudios y mi madre le enseña la identificación al guardia.

—Gire a la izquierda y vaya hasta el Plató 8. Verá el aparcamiento fuera. Que le vaya muy bien su reu-nión con el señor Westover —dice mientras nos abre la puerta.

Los estudios están llenos de gente moviéndose por todas partes, trasladando elementos de decora-do y vestuario de un edificio a otro. Diría que hay unos diez edificios, cada cual con un rótulo distinto que indica a qué programa o serie corresponde. De pronto, Eliza grita.

¡ESTÁ AHÍ! ¡Brad Bradley! —Señala a un ado-lescente de flequillo largo en el momento en el que desaparece por la puerta de un edificio.

—¿Está ahí el qué? ¿Qué es un Brad Bradley? —pre-gunta Frank.

Eliza no contesta.

Se limita a hundirse en el asiento del coche hasta que la cabeza le queda por debajo de la ventanilla.

—¿Creéis que me ha visto? —dice en voz baja mien-

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tras se esconde dentro de la camiseta como una tor-tuga metiéndose en el caparazón—. Por favor, que no me haya visto —dice desde debajo de la ropa.

—Brad Bradley —explica mi madre mientras apar-ca— es el chico protagonista junto a Layla Jay. Tiene diecisiete años. Es rubio y de ojos azules y vuelve locas a todas las niñas y adolescentes.

—Y aquí tienes la prueba —digo, señalando a Eliza.

Mi madre se ríe y Eliza me da un codazo. Todos salimos corriendo del coche. A me duele el trase-ro después de tres horas sentado y Frank se pone a correr en círculos alrededor de Eliza y de mí, can-tando «¿A qué no me pilláis? ¿A qué no me pilláis?» una y otra vez.

Frente a la puerta del plató hay una adolescente llorando histérica. Tiene unos rasgos muy interme-dios: pelo liso algo desaliñado que no es ni comple-tamente moreno ni completamente rubio. Piel no muy pálida pero tampoco morena. Ojos de color marrón pegados a la nariz, labios delgados. No quién es —desde luego, no pertenece al elenco de la serie—, pero debe de ser íntima de Layla para estar tan preocupada.

Cuando pasamos por su lado me fijo en que lleva un cartel en la mano que dice:

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¡FAN NÚMERO UNO DE LAYLA! ¡TE AMO! LOUISE

¿Desde cuándo dejan entrar a fans y groupies en un plató cerrado?

Nos colamos por la puerta del Plató 8 y mi madre se detiene a apuntar algo en su cuaderno, supongo que sobre la fan que hemos visto fuera. Mordisquea concentrada la goma del lápiz.

—Mamá, ¿a qué hora tienes la reunión con Wolfgang Westover?

—Dentro de media hora —contesta animada mien-tras cierra el cuaderno—. Según me ha dicho su se-cretario, su despacho está en el mismo edificio del plató, al final del segundo pasillo del fondo.

El plató por dentro es inmenso. Los techos tie-nen como mínimo quince metros de alto y están llenos de focos apuntando hacia el escenario. Y re-conozco todo lo que he visto por la tele en La bruja adolescente.

Lo primero, el feroz dragón robot contra el que el personaje de Layla tuvo que luchar al final de la segunda temporada... y que luego domesticó du-rante la tercera temporada. Nos mira imponente desde como mínimo seis metros de altura. Supon-go que para que el dragón luego parezca real utili-zan imágenes generadas por ordenador.

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¡GUAY! —exclama Frank alzando la vista hacia él—. ¡Quiero tocarlo!

—No toques nada, Frank —dice mi madre con tono de advertencia.

Frank se aparta del dragón. De verdad que tengo que preguntarle a mi madre cómo lo hace para que la obedezca. Porque cuando yo le digo a Frank que no, él siempre oye que sí.

Detrás del dragón hay un aula con unas pocas mesas. Y también hay una fila de taquillas, todo es de la escuela de brujería. El aula de las pociones tiene al fondo todo tipo de calderos y brebajes bur-bujeantes. Y luego está el decorado del despacho del director, que es donde el personaje de Layla, Aure-lia, acaba muchas veces.

La sala de estar está en un decorado de cartón piedra que se ve mucho más pequeño en la vida real que en la tele. La magia de Hollywood, imagino.

Y también hay algo que yo nunca había visto: un cuarto verde eléctrico, con el suelo y las paredes de color verde. Es bastante espantoso, espero que no salga en la cuarta temporada.

—¿Qué es esto? —pregunto—. ¡La serie no tiene nada de verde!

—Es una pantalla verde —explica Eliza—. Ponen a los actores delante de estas pantallas verdes y los

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filman, y luego sustituyen el verde con otros fondos mediante edición digital. Mira el suelo acolchado: seguro que aquí ruedan muchas escenas de acción.

—Ah —digo, sintiéndome un poco tonto.

Ahora que ya tengo todo el plató visto, miro a ver qué hay detrás de las cámaras. Todo es mucho más frío, como un almacén industrial. El suelo es de ce-mento y hay sillas preparadas para algunos miem-bros del reparto y del equipo. Al final hay una mesa de catering rápido y una puerta abierta que da a una sala de reuniones en la que hay una mesa larga y varias sillas.

—¿Y eso? —le pregunto a mi madre señalando ha-cia la sala de reuniones.

Pero es Eliza la que responde.

—Debe de ser el cuarto de los guionistas. En la te-levisión es frecuente que los guionistas tengan que ajustar el guion durante el rodaje si algo no funciona.

Le sonrío.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—¿Hay algo que no sepas? —le digo bromeando.

—No qué es eso —dice Eliza, señalando hacia una estructura grande con pinta de garaje que hay en un rincón. Tiene un gran cartel que dice:

MONTACARGAS AVERIADO

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—¡Quiero montar! —grita Frank.

Mi madre frunce el ceño.

—No podemos, está roto.

—Entonces, ¿ya está? —pregunto mientras me doy completamente la vuelta—. ¿Ya lo hemos visto todo?

Eliza niega con la cabeza.

—Supongo que también filman fuera. Cuando ve-níamos he visto una plaza con césped y una glorieta que se parecía mucho a Gruta Sagrada. —Ese es el nombre del pueblo en la serie.

Mi madre se aleja unos pasos y yo me vuelvo ha-cia Eliza.

—Y toda esta gente ¿qué hace aquí? —pregunto—. Sin Layla no pueden rodar. Es la protagonista, sale en casi todas las escenas.

—Además—dice Eliza frunciendo el ceño—, lo di-fícil va a ser a seleccionar sospechosos entre tanta gente. Aquí hay como mínimo cien personas.

No me da tiempo a contestar porque mi madre sale disparada hacia una silla donde pone DIRECTOR justo en el momento en que un hombre de rasgos asiáticos, alto y delgado, se deja caer en ella. Tiene las mejillas redondeadas, la barbilla puntiaguda y lleva el pelo largo recogido en una cola de caballo. Y un solo pendiente. Como un pirata. Detalle que no

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se le escapa a Frank, que lo señala con el dedo y ex-clama:

—¡Solo le falta la pata de palo!

—¿Cómo has dicho? —suelta el director.

—¡Que todo le da palo! —contesta mi madre para salvar a Frank—. ¿Es usted Douglas Guillotina Chen, el director de La bruja adolescente?

—¿Quién quiere saberlo? —pregunta señalando con el dedo la cara de mi madre—. ¿No será usted periodista? ¡No quiero hablar con la prensa! ¡No tengo nada que declarar! ¡Nada!

Mi madre sonríe y la expresión de Guillotina se ablanda. Es alucinante ver a la maestra trabajando. Mi madre sabe cómo manipular a la gente. Lo que me lleva a preguntarme algo... ¿hasta qué punto me manipula a mí?

—Soy la detective Catalina Serrano de la agencia de detectives Las Pistas. Me han contratado para buscar a Layla Jay.

—Oh. —Frunce el ceño.

—¿Cuándo desapareció exactamente?

—El jueves —contesta—. No se presentó a trabajar.

—¿Y eso es normal en ella? —pregunta mi madre.

—Para nada —dice, riendo por la nariz—. Layla nunca deja pasar la ocasión de ponerse delante de una cámara.

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—¿Y alguien ha llamado a la policía?

—«¿Alguien ha llamado a la policía?» —repite Guillotina con tono de burla—. Claro que hemos lla-mado a la policía.

Preparo los puños. ¡A mi madre nadie le habla así! Me da igual que sea un director famoso.

Abro la boca para decir algo pero mi madre me pone la mano en el hombro.

—¿Y qué dice la policía?

Guillotina pone cara de paciencia.

—No tienen ni la menor idea de dónde puede es-tar ni parece que les preocupe mucho. Dicen que posiblemente ha huido de tanta presión por ser fa-mosa y que no pueden hacer mucho si no tienen más pistas que seguir. A las cuarenta y ocho horas enviaron a algunos agentes, pero no parece que es-tén avanzando nada.

—¿Y a usted se le ocurre dónde puede estar? —in-tervengo.

—¿Acaso tengo cara de ser el canguro de Layla Jay? —me espeta—. Pregúntaselo a su agente, Agatha Tuggle. Es su trabajo, aunque es evidente que no se le da muy bien.

Guillotina hace un gesto hacia la puerta del edificio, por donde acaba de entrar una mujer. Es bajita, pero el traje chaqueta y las gafas solemnes le dan una presen-

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cia que impone. Lleva el pelo castaño recogido en un moño perfecto del que salen tres bolígrafos.

—Douglas —le dice al director agitando un trozo de papel en el aire—, ¿qué es esta carta tan absurda que acabo de recibir de tu oficina?

—Es una notificación de incumplimiento de con-trato. ¡Al no presentarse al trabajo, Layla Jay ha in-fringido los términos de su contrato laboral!

—Calma, calma, Douglas —dice la agente de Layla, Agatha Tuggle, con tono tranquilizador—. Ya conoces a los actores, a veces les dan delirios de grandeza. Son impulsivos, impredecibles. Todo forma parte del pro-ceso creativo. Layla es tan buena actriz que era extra-ño que no tuviera un... eh... momento caprichoso.

—¡Va, no la líes, Agatha! ¡Otra vez no!

—¿Otra vez? —pregunto.

—¡La despediré, Agatha! —grita Guillotina sin hacerme caso—. ¡Lo digo en serio!

—Venga, Douglas —dice Agatha—. No seas impru-dente. Layla es tu estrella protagonista. La serie se hundiría sin ella y lo sabes.

—¡Es que precisamente ahora no hay protagonis-ta! —grita el director agitando las manos en el aire.

—Layla aparecerá, lo prometo. —Le suena el mó-vil—. Perdón, tengo que contestar.

Se da la vuelta y le da la espalda a Guillotina.

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—¿Diga? No, Leopold, la directora de casting ha dicho que no te ajustabas al papel. Pero te puedo conseguir una audición para un bufón en el... ¿Hola? ¡Qué asco de servicio! ¡Este edificio es el agujero negro de la cobertura!

Agatha sale a zancadas al exterior.

—¿Veis lo que tengo que aguantar? —se queja Gui-llotina—. Estamos en plena crisis y esta mujer no quie-re darse cuenta de la gravedad del problema. Estamos metidos hasta las rodillas en la mi...

—¡Ejem! —Mi madre carraspea y señala con un gesto hacia nosotros.

El director se cruza de brazos y se va.

—Será mejor que vaya a su reunión. A Westover no le gusta nada la impuntualidad.

Mi madre sonríe.

—Gracias por el consejo.

Cuando estamos a una distancia prudente de Gui-llotina, intento espiar el cuaderno de detective de mi madre, pero tapa las notas con la mano.

—¿Qué pensáis de Guillotina? —nos pregunta Eli-za a mi madre y a mí.

—Yo creo que es una caca —responde Frank—. Una caca grande y apestosa.

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Mi madre le revuelve el pelo a Frank.

—He apuntado mis primeras impresiones, pero no me gusta precipitarme en las decisiones. Tendré que investigar más.

Yo también investigaré más. Si descubro algo que ella no, la impresionaré tanto que comprenderá por fin que he nacido para ser detective. A ver, ¡lo llevo en la sangre!

La zona de detrás de las cámaras es muy grande. Hay un pasillo muy largo que recorre el fondo del edi-ficio y conduce a un cuarto de vestuario y de atrezos, otro de maquillaje, el camerino de Layla y el camerino de Brad Bradley. Al doblar la esquina encontramos aún más despachos. Pasamos por delante del despa-cho de Guillotina y, hacia mitad del pasillo, frente a una planta, vemos otro con una placa que dice:

Como la puerta es de cristal esmerilado, no veo qué hay dentro, pero que oigo una pelea a gritos.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dice una voz estridente.

WOLFGANG WESTOVER, PRODUCTOR EJECUTIVO

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¡PUES NO ESTÁIS HACIENDO LO SUFICIEN-TE! —grita una mujer.

—Por favor, Miriam, cálmate.

¡NO ME PIENSO CALMAR, WOLFGANG! ¡HASTA QUE NO ENCUENTRES A MI NIÑA NO ME CALMO!

—Te prometo que...

Se oye un sollozo, seguido del golpe de algo que alguien ha arrojado.

—¡Sí, claro!

La puerta del despacho de Westover se abre con tanta fuerza que me sorprende que el cristal no se haga añicos. Una mujer grande pasa por delante de nosotros tan deprisa que apenas me da tiempo a mi-rarla.

Ya de espaldas, lo único que veo es su piel muy oscura, cabello negro corto y rizado bajo un sombre-ro de ala ancha y un vestido estampado que casi hace daño a la vista. Se aleja rápidamente taconean-do por el pasillo hasta que desaparece.

—Disculpen —dice un hombre en la puerta.

Tiene que ser el productor ejecutivo Wolfgang Westover. Es extraño, porque parece cálido y ama-ble, pero hay algo en él que intimida mucho. Es mu-cho más alto que Eliza y yo y por supuesto que Frank. Incluso se erige imponente sobre mi madre.

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—La señora Miriam Jay está conmocionada, es lógico.

—¿Esa era la madre de Layla Jay? —pregunto, vol-viéndome para mirarla otra vez. Pero ya se ha ido.

—Sí —dice Westover.

—Soy su cita de las doce —dice mi madre tendién-dole la mano—. Detective Catalina Serrano, a su ser-vicio.

—Oh. ¡Oh! —repite al recordar—. ¡Sí, claro! Mi amiga Guinevere LeCavalier me dijo que la agencia de detectives Las Pistas es la mejor de su clase. Pase, pase a mi despacho, que hablaremos.

—Será un placer, gracias —dice mi madre educa-damente. Westover le sujeta la puerta, pero mi ma-dre se detiene antes de entrar y se vuelve para diri-girme una de esas miradas clásicas de madre: ceja levantada, mirada dura.

—Cariño —me dice—, Eliza, Frank y tenéis que esperarme aquí. Sentaos en esas sillas detrás del di-rector Chen y quedaos ahí quietecitos.

—Sin mover el trasero —añade Frank entre risas.

—Mamá, por favor —le digo en voz baja—. Por fa-vor, déjame ayudar.

Es una pelea que hemos tenido unas cuantas ve-ces desde el verano pasado. Y ya que no cambiará de opinión. Pero necesito que me escuche... que vea

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que estoy ahí. Tiene que saber, las veces que haga falta, lo mucho que lo necesito.

Mi madre frunce el ceño.

—Carlos, te agradezco mucho la ayuda que pres-taste a la agencia el verano pasado, pero de este caso me voy a ocupar yo. Mi trabajo puede ser muy peli-groso. No quiero que os pase nada, de modo que os vais a quedar en el banquillo. Podéis leer, resolver enigmas del cuaderno de Eliza, o hablar, pero no podéis hablar con nadie del plató. ¿Seréis capaces o tengo que contratar a algún becario para que os haga de canguro todo el día?

¡Un canguro! Me sonrojo. Miro hacia Wolfgang Westover y veo que ya no le interesa la conversación y se está quitando los padrastros. Debe de creer que somos bebés. No se me ocurre nada más embarazo-so y menos profesional.

—Carlos —dice mi madre con tono grave—. ¿Me harás caso? ¿Puedo confiar en ti?

Me limito a entrechocar los pies.

—No se preocupe —interviene Eliza—. Me asegu-raré de que Carlos no se meta en líos.

Se le encienden las orejas porque está mintiendo. Hace muchos años que es mi mejor amiga, lo que significa que la conozco perfectamente. ¿Qué le gus-ta? Los enigmas. ¿Su punto fuerte? Su cerebro. ¿Su

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costumbre? Pensar en voz alta. ¿Su punto débil? Mien-te fatal.

Mi madre no se da cuenta. Quizá porque Wolfgang Westover está mirando impaciente el reloj.

—Gracias, Eliza —dice. Luego mira a Frank, que está descolgando toda la fila de retratos de famosos de la tele y volviendo a colgarlos al revés, y petándose de risa mientras lo hace. Entonces añade—: Eh... echa un vistazo también a Frank de vez en cuando.

Entra en el despacho de Westover y cierra la puerta.

Me vuelvo hacia Eliza.

—¿Por qué le has mentido a mi madre?

Eliza me contesta con una sonrisa traviesa:

—No le he mentido. He dicho que me aseguraré de que no te metas en líos. Y es lo que haré.

La miro con perplejidad y me abraza por el cuello.

—¡Va, Carlos! ¿Cómo quieres que dejemos pasar este caso? Estamos hablando de Layla Jay, nuestra actriz favorita de nuestra serie favorita. ¡No pode-mos fallarle!

—Entonces... ¿nos metemos en el caso?

Me siento emocionado... pero, para mi sorpresa, también un poco confuso. Hacer de detective me gusta más que nada en el mundo, pero la última vez que cogí un caso, traicioné la confianza de mi ma-dre. Y, aunque ya cumplí con creces mi castigo, ha

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tardado meses en volver a confiar en mí. ¿Estoy dis-puesto a echar por tierra todo lo recuperado?

Quiero que mi madre confíe en mí. Y quiero seguir mi instinto investigador. Pero en estos momentos esas opciones son extremos opuestos. Si al menos mi ma-dre pudiera verme como un buen detective y no como alguien a quien le sonó la flauta por casualidad...

Si intervengo y resuelvo este caso, volveré a traicio-nar su desconfianza y la habré desobedecido porque me ha dicho que me quede en el banquillo. Pero, tam-bién... podría empezar a creer en mis aptitudes inves-tigadoras. Tal vez me dejaría ayudarla en otros casos y creería en Eliza, Frank y yo como yo creo en noso-tros. Pero para eso deberíamos poder demostrárselo.

Y que podemos. Entre la mente privilegiada de Eliza y la forma en que utiliza la lógica, la valentía de Frank y sus gestos imprevisibles y mis dotes so-ciables que me permiten leer en la cara de los sospe-chosos, formamos un equipo perfecto.

Eliza me da un codazo.

—¿Carlos?

Asiento con un gesto.

—Tienes razón. Tenemos que intervenir.

—¿Volvemos a ser defectivos? —pregunta Frank.

—Detectives —le corregimos Eliza y yo al unísono.

—¿Por dónde empezamos? —me pregunto en voz

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alta—. ¿Cómo descubrir dónde está Layla? No tene-mos precisamente un rastro de migas de pan. Ni si-quiera sabemos si se ha ido ella o la han secuestrado.

Eliza murmura. Casi puedo verle girar las ruede-citas de su engranaje cerebral.

—Bueno, podríamos ir a curiosear en su cameri-no. Seguro que encontramos algo que nos ayuda a descubrir adónde ha ido.

De pronto Westover se pone a hablar más alto y Frank salta alarmado. Se puede oír la voz amorti-guada al otro lado de la puerta. Eso me da una idea.

—O —le digo a Eliza— podríamos espiar la con-versación de mi madre con Wolfgang Westover. Si oímos lo que ella oye, partiremos de la misma base para investigar.

—Podría ser peligroso —dice Eliza—. Si nos pillan.

—Pues entonces será mejor —contesto— no dejar-se pillar.

Para registrar el camerino de Layla Jay, ve a la página 253.

o p

Para espiar la conversación con Westover,

ve a la página 441.

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POR MÁS QUE MIRO EL MÓVIL DE BRAD BRADLEY, no encuentro la solución.

—Eliza, necesito más ayuda.

—Hum —dice Eliza, mirando el móvil—. A tam-bién me está costando. A veces lo mejor cuando te quedas atascado es simplemente probar. Veamos: nos quedan tres números: el cuatro, el cinco y el seis. ¿Cuál podemos poner en mitad del cuadrado mágico? Elige el que quieras, Carlos.

—No sé... ¿el cinco? —digo—. Porque es el que queda en medio de los tres.

—¡El de en medio va en medio! —exclama Frank.

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1

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?

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2

—Pero ¿cómo sabemos si es correcto?

—Pues sumando en cada fila y en cada columna —contesta Eliza, y se pone a calcular en voz baja—.

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Uno más cinco más nueve son quince. ¡Frank! Re-cuerda el número quince.

—¡A sus órdenes, mi capitana!

—Y si ahora sumamos la columna de en medio: tres más cinco más siete son...

—¡Quince! —interrumpo—. ¡Eliza! Creo que todas las filas y todas las columnas tienen que sumar quince.

—Si eso es así —dice—, ¿qué número pondrías en la esquina inferior izquierda para que la fila sumara quince y la columna sumara quince? ¿El cuatro o el seis?

—El seis —contesto.

YO TENGO SEIS AÑOS —dice Frank—. ¡FELIZ CUMPLEAÑOS A MÍ!

—No es tu cumpleaños —dice Eliza.

—Nos queda un número —digo—. Ya casi hemos completado el cuadrado mágico. Eliza, la verdad es que ha molado bastante.

—¿Solo bastante? —dice—. Las matemáticas son magia.

La suma de los números de cualquier fila, columna o línea diagonal es la misma.

Súmale 222 y ve a esa página.

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30

EL CAMINO QUE TENEMOS QUE SEGUIR ES EL DE la derecha... lo sé.

—¡Deprisa! ¡Seguidme! —digo, tirando de Eliza y de Frank hacia la derecha. El pasillo es igual de vie-jo, oscuro y ruinoso. Tenemos que alumbrarnos con la linterna de Eliza.

—¡Carlos, más despacio! —dice Eliza.

Pero no puedo, estoy demasiado emocionado. Yo...

¡CRAC! La madera podrida cede bajo mis pies y caigo directamente en una especie de pozo blando y profundo. Eliza y Frank caen detrás de mí, con un grito de pánico y un chillido de emoción.

Al principio me parece que hemos caído sobre un cojín, pero luego veo que hemos caído directamente sobre una pila de disfraces viejos y apolillados.

—Bueno —dice Eliza mientras hace jirones un disfraz y empieza a atar un jirón con otro—, nos va a llevar un rato de trabajo hacer una cuerda lo bas-tante larga como para poder salir de aquí trepando por ella. Un rato de varias horas.

—¿Horas?

—O días —contesta Eliza.

—¿Días?

—¡O meses o años o décadas o siglos o milenios! —añade Frank.

—Pero probablemente días —dice Eliza, aguan-

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tando la linterna entre el hombro y la oreja—. Y eso suponiendo que la linterna no se quede sin pilas; su-poniendo que tu madre no abandone el caso para buscarnos cuando descubra que hemos desapareci-do; y suponiendo que Layla siga... donde esté para que alguien la encuentre. Y suponiendo que no nos deshidratemos ni muramos de hambre, suponiendo que no se nos apolille el cerebro y suponiendo...

CASO CERRADO

CASO CERRADO

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VALE, DE ACUERDO, MAUREEN. JUGUEMOS AL escondite —le digo—. ¡Te escondes primera!

—¡Ah, qué bien! ¡No me encontraréis nunca! ¡Ya podéis empezar a contar!

—Uno... dos... tres... —cuenta Frank mientras Maureen desaparece.

—Es nuestra oportunidad de escaparnos —le digo a Eliza al oído—. Tenemos que ir tras Miriam.

—Pero tu madre... —dice preocupada.

—Once... doce... —continúa Frank.

Me duele un poco la barriga al pensar en esa idea. Mi madre me ha traicionado contratando a Mau-reen y ahora yo quiero traicionarla despistando y plantando a Maureen. Es un círculo vicioso de con-fianza traicionada.

—Tengo que hacerlo. La única forma de que mi madre me tome en serio como detective es demos-trar yo solo lo que valgo.

Eliza piensa un momento.

—Pues te equivocas.

—¿Por?

—Porque no estás solo. Tienes un equipo. Nos tie-nes a nosotros.

Posiblemente es lo más bonito que me podía de-cir. Le doy un abrazo enorme y, cuando me despego, le digo:

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—Deberíamos ir a la puerta de los estudios y pre-guntar si Miriam ha venido esta mañana, porque, si no, no tiene sentido buscarla. Pero creo que debería-mos empezar por ella.

—Diecinueve... veinte...

Eliza niega con la cabeza.

—Deberíamos empezar por Wolfgang Westover. Recuerda lo que dijo Tuggle, que no era de fiar. Ha-ber espiado la conversación de tu madre con él no es suficiente... Tenemos que interrogarlo en persona.

¡QUIEN NO SE HA ESCONDIDO TIEMPO HA TENIDO! —grita Frank.

Para investigar a Miriam Jay, ve a la página 451.

o p

Para entrevistar a Wolfgang Westover,

ve a la página 334.

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ENCONTRAMOS A MIRIAM JAY EN EL CAMERINO de Layla. Y flipamos con lo que vemos. La habita-ción está hecha un caos, como si acabara de pasar un tornado. No, no, incluso un tornado podría mejo-rar la situación. Lo que no es si el camerino de Layla siempre está hecho un caos o si el caos lo ha causado Miriam Jay revolviendo las cosas de su hija.

Pero ¿qué está haciendo, registrando el cameri-no? ¿Buscará algo? La madre de Layla se tensa en cuanto se gira y nos ve. Al igual que su hija, tiene la piel oscura y el pelo negro y muy rizado. Parece una Layla en versión adulta menos por un detalle: en todas las fotos que he visto de la actriz siempre va a la moda. Su madre, en cambio, lleva un vestido que parece hecho de tela de alfombra.

—¿Qui-quiénes sois? —pregunta Miriam medio asustada e indignada—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Es la estancia de mi hija!

—¿Es la rancia de su hija? —dice Frank—. ¿Esto lo ha hecho la rancia de su hija? —insiste cogiendo co-sas del suelo y lanzándolas al aire.

Me golpeo la cabeza.

—No le haga caso —digo—. Somos tres detectives que estamos buscando a su hija.

—¡Detectives! —dice Miriam—. ¿Os ha contrata-do Westover?

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Asiento con un gesto.

—¡Bueno, por fin hace algo! ¡Que yo me estoy volviendo loca de tanto que echo de menos a mi ni-ñita! ¡Quiero abrazarla y llenarla de besos! La echo de menos.

—Eso ya lo ha dicho —digo.

Miriam sonríe inexpresiva.

No sé... por una parte me da dentera y por otra está disparando la aguja de mi radar de sospechosos.

Para preguntar a Miriam qué estaba

buscando en el camerino de Layla,

ve a la página 444.

o p

Para preguntar a Miriam dónde cree que

está Layla, ve a la página 92.

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ME QUEDO MIRANDO LOS ANAGRAMAS Y, CUAN-to más los miro, más me angustio. Estamos perdien-do el tiempo. Layla depende de nosotros: tengo que ser más rápido.

—Ayuda, por favor —le digo a Eliza, que se pone a completar el enigma en un tiempo récord.

—¡Huala! —digo. Se sonroja y se recoge tras la oreja un mechón de pelo que se le ha soltado de la trenza.

—Ahora las cuatro letras resaltadas. —Las escribe debajo de los anagramas resueltos.

CEIN

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—¡Yo lo sé! —dice Frank—. ¡TOCINO!

—Frank —le digo, suspirando desesperado—. ¡Solo tiene cuatro letras y «tocino» tiene seis!

—Pero ¿por qué me hacéis caso? ¡Si yo no leer!

Me vuelvo hacia Eliza.

—Creo que con este puedo hasta yo.

—Pues sí, ¿verdad? Porque es un número bien fácil.

—¡Anagrama, ya te tengo!

Suma siete a la solución del enigma

y ve a esa página.

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DECIDIMOS ESPERAR AL PIE DE LA ESCALERA. Solo hay una forma de bajar y la tenemos rodeada. No se quedará arriba para siempre.

Aunque se queda un buen rato. Creo que está es-perando a que nos aburramos o nos durmamos o vayamos al lavabo (sobre todo desde que Frank ha empezado a hacer su baile del pipí hace media hora), pero nos mantenemos inamovibles como rocas. Eli-za y yo sujetamos los extremos de la cuerda que ha encontrado.

—¿Quién es usted? —grito—. ¿Qué hace ahí arriba?

La persona niega con la cabeza y permanece en silencio.

—¿Qué piensas? —me dice Eliza al oído—. ¿Crees que es la persona culpable?

Frunzo el ceño.

—Bueno, es plena noche. Además, si estuviera ha-ciendo algo inocente, no veo por qué no iba a con-testarnos. Además, lleva una máscara, claramente para esconder la cara.

Eliza asiente y Frank dice:

—¡Ya no me aguanto!

—Bueno, pues habrá que hacer algo.

Formo un embudo poniéndome las manos sobre la boca y grito:

—¡Oiga! Por nosotros ya se puede quedar ahí has-

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ta mañana, hasta que lleguen todos al rodaje. ¡Haga lo que haga, no tiene escapatoria!

Tras pensárselo un momento, se dirige a la esca-lera vertical.

Sonrío triunfante, pero Eliza parece preocupada.

La silueta está bajando y la tenemos cada vez más cerca. Me sudan las manos y siento punzadas en la barriga.

La persona misteriosa pone un pie en el suelo y se da la vuelta. Lleva una máscara blanca sin nada que la identifique, ni tampoco agujeros para los ojos o la boca. Pero gira la cabeza como si buscara por donde escapar.

¡ARRIBA LAS MANOS! ¡Y SIN BROMITAS! —grita Frank como en una película antigua.

La persona levanta las manos.

—Por favor, ¡no me hagan daño! —dice una voz femenina.

—Si hace lo que le decimos, no le pasará nada —digo.

—¡Habla por ti! —dice Frank, alzando un búho disecado de atrezo.

En realidad es el padre de Brad Bradley en la se-rie, convertido en búho por la Reina Bruja. Largo de contar.

Frank le arranca algunas plumas y dice:

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¡PREPÁRATE PARA LAS COSQUILLAS DEL SIGLO!

—No, Frank. Basta con que se quite la máscara.

—No, Carlos. Tengo plumas y no me da miedo usarlas.

Para desenmascarar a la persona misteriosa, ve a la página 224.

o p

Para hacer cosquillas a la persona

misteriosa, ve a la página 298.

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TENGO QUE LLEVAR ADELANTE MI PLAN DE EN-trar en el despacho de Guillotina. ¡Ahora o nunca!

Corro tanto que mi entrenador de béisbol del cole fliparía. A pocos milímetros de que la puerta se cierre del todo, lanzo la pierna izquierda pasán-dola por debajo de la rodilla derecha y la bloqueo con el pie. Sin los pantalones acolchados de béis-bol hace un poco de daño, pero he llegado justo a tiempo.

¡Conseguido!

Eliza y Frank saltan sobre y entran. Luego me pongo en pie, me sacudo y los sigo.

—¡Gran trabajo, Carlos! —me felicita Eliza en cuanto estamos a salvo dentro.

El despacho de Guillotina no es para nada lo que había imaginado tratándose de un gran e importan-te director de televisión. Parece más bien un arma-rio. Tiene un escritorio minúsculo, un mueble de tele con el televisor más pequeño del mundo en su interior, y poco más. Empiezo a entender por qué se ha enfadado cuando nombraron a Layla productora ejecutiva con los privilegios añadidos. Su camerino es el doble de grande que el despacho de Guillotina.

—Mira, Carlos —dice Eliza—, un archivador.

Frank tira del cajón, pero no se mueve.

¡ESTÁ CERRADO CON LLAVE!

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—Seguro que aquí dentro guarda información importante. Si no, ¿por qué iba a cerrarlo con llave?

—¿Qué creéis que hay dentro? —pregunto.

—¡Mantequilla de cacahuete! —sugiere Frank—. O calcetines. ¡Mantequilla de cacahuete y calcetines!

—Solo hay una forma de averiguarlo —dice Eli-za—. Hay que encontrar la llave.

Para buscar en el cajón del escritoriode Guillotina, ve a la página 261.

o p

Para buscar en el mueble de la tele,

ve a la página 360.

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¿QUIÉN PUEDE HABER SECUESTRADO A LAYLA? —pregunto.

—¿No es usted la detective? —dice Tuggle diri-giéndose a mi madre.

—Permítanos la intromisión —dice Eliza.

—¡Dentro misión! ¡Empezando la cuenta atrás! —grita Frank—. ¡Diez, me como una nuez! ¡Nueve, a ver si llueve! ¡Ocho, me como un bizcocho! ¡Siete, invito a un amiguete!... —Se calla ante nuestras mi-radas fulminantes.

Me vuelvo hacia nuestras dos sospechosas.

—Tenemos nuestras teorías, pero queremos saber qué piensan ustedes.

Tuggle y Miriam se miran, pero enseguida miran hacia otro lado, como si les diera miedo que sus mi-radas se encontraran.

—A nunca me ha caído bien ese Brad Bradley —dice Miriam—. Es un impostor y un mal bicho.

Inspira fuerte por la nariz y por un momento pa-rece que va a tirar la mesa, pero se limita a cruzarse de brazos y dice:

—Es un trepa. Y utiliza a mi Layla como un peldaño.

—Yo de Brad no nada —dice Tuggle, mientras añade otro bolígrafo a la colección que lleva en el moño.

—No... eso no es cierto —interrumpe Miriam diri-

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giéndose a Tuggle—. ¡Últimamente te veo muy amis-tosa con él!

—¡Que va! —replica Tuggle, riendo por la na-riz—. ¡Lo que pasa es que intento suavizar las cosas entre Layla y Brad! Es que se pelean mucho últi-mamente.

—Entiendo. ¿Y por qué no se encarga también de suavizar las cosas con Layla la persona que hace de agente de Brad? ¿Quién es, por cierto?

Tuggle deja de jugar con su moño.

—No s... no lo —dice, bajando la vista hacia la mesa. Está mintiendo descaradamente. Lo sabe. Pero no entiendo por qué tendría que mentir sobre eso. Quien tenga Brad de agente es asunto suyo, poco importa.

—¡Guillotina que es un problema! —continúa Miriam—. Mi Layla no está sacando todo su poten-cial, bajo su dirección. ¿A que no sabían que Layla sabe bailar claqué? Claro, porque Guillotina se niega a incorporar un número musical para ella. Dice que las brujas no bailan claqué, ¡¿qué les parece?!

Tuggle pone cara de paciencia.

—Lo cierto es que Guillotina es un hombre difí-cil, siempre gritando a Layla y buscando la forma de humillarla. A veces me da la impresión de que quie-re que abandone la serie.

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—¡Que abandone la serie! —repito—. ¡Pero si es la protagonista principal!

—Layla nunca la abandonaría —dice su madre—. Es muy persistente, no haría algo así.

—Mi mamá a veces también es pestilente —dice Frank—. Por eso usa un desodorante megapotente. Si Layla es pestilente, debería probarlo.

—Pero ¡¿cómo te atreves?! —dice Miriam—. Layla es una ESTRELLA. Y las estrellas no huelen mal.

—Si necesita más pistas, le recomiendo que hable con Louise —dice Tuggle—. Lleva meses acosando a mi clienta.

—¡Y piensen también en Wolfgang Westover! —dice Miriam—. No está haciendo lo suficiente para encon-trar a mi hija. ¡Y me ha llegado a confesar que su desa-parición es muy buena publicidad para el programa!

Tuggle junta las palmas de las manos.

—Investigue a todo el mundo...

—... ¡Menos a nosotras! —dice Miriam, terminan-do la frase.

Tuggle lanza una mirada asesina a Miriam, que pa-rece que causa efecto, porque enseguida añade:

—Porque perderían el tiempo. Puesto que somos inocentes.

¿A quién se le ocurre decir algo así durante un interrogatorio con una detective privada? Cuando

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