Índice
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
MARTÍN PAZ
I. ESPAÑOLES Y MESTIZOS
II. LIMA Y LAS LIMEÑAS
III. POR SEGUIR A UNA MUJER
IV. EL NOBLE ESPAÑOL
V. PREPARATIVOS DE INSURRECCIÓN
VI. EL JUEGO Y LAS CONFIDENCIAS
VII. LA BODA INTERRUMPIDA
VIII. LA FUGA
IX. EL COMBATE
X. EL RAPTO Y SUS CONSECUENCIAS
NOTAS

I
EL FINAL DE UN DISCURSO MUY APLAUDIDO — PRESENTACIÓN DEL
DOCTOR SAMUEL FERGUSSON — «EXCELSIOR» — RETRATO DE
CUERPO ENTERO DEL DOCTOR — UN FATALISTA CONVENCIDO
— COMIDA EN EL CLUB DE LOS VIAJEROS —
NUMEROSOS BRINDIS DE CIRCUNSTANCIAS
El día 14 de enero de 1862, había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis M..., hacía a sus ilustres colegas una comunicación importante en un discurso que con frecuencia interrumpieron los aplausos.
El discurso era elocuentísimo y terminaba en unas cuantas frases retumbantes en las que el patriotismo brotaba a borbotones envuelto en periodos redondeados.
«Inglaterra ha marchado siempre a la cabeza de las naciones (ya se sabe que las naciones marchan universalmente a la cabeza unas de otras) por la intrepidez con que sus viajeros acometen descubrimientos geográficos. (Numerosas muestras de aprobación.) El doctor Samuel Fergusson, uno de sus gloriosos hijos, no faltará a su origen. (De todas partes: ¡No! ¡No!) Su tentativa, si la corona el éxito (gritos de: ¡La coronará!), eslabonará, completándolas, las nociones dispersas de la cartografía africana. (Aplausos.) Y si es desgraciada (gritos de: ¡Imposible!, ¡Imposible!), quedará consignada en la Historia como una de las más atrevidas concepciones del genio humano. (Entusiasmo frenético.)»
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó la asamblea, electrizada por palabras tan conmovedoras.
—¡Hurra por el intrépido Fergusson! —exclamó uno de los oyentes más expansivos.
Resonaron entusiastas gritos. El nombre de Fergusson salió de todas las bocas, y motivos tenemos para creer que ganó mucho pasando por gaznates ingleses. El salón de las sesiones se estremecía.

Numerosos, envejecidos, fatigados, allí estaban los intrépidos viajeros cuyo temperamento inquieto les había hecho recorrer las cinco partes del mundo. Todos, cual más cual menos, física o moralmente, se habían librado milagrosamente de los naufragios, de los incendios, de los tomahawks de los indios, de los rompecabezas de los salvajes, de los horrores del suplicio, de los estómagos de la Polinesia. Pero nada pudo contener los latidos de sus corazones durante el discurso de sir Francis M..., y la Real Sociedad Geográfica de Londres no recuerda seguramente otro triunfo oratorio tan completo.
Pero en Inglaterra el entusiasmo no se reduce a vanas palabras. Acuña moneda con más rapidez aún que los volantes de la Royal Mint1. Se abrió, antes de levantarse la sesión, una suscripción a favor del doctor Fergusson que ascendió a la suma de dos mil quinientas libras. La importancia de la cantidad recaudada guardaba proporción con la importancia de la empresa.
Uno de los miembros de la Sociedad interpeló al presidente para saber si el doctor Fergusson sería presentado oficialmente.
—El doctor está a disposición de la asamblea —respondió sir Francis M...
—¡Que entre! ¡Que entre! —gritaron todos—. Bueno es que veamos con nuestros propios ojos a un hombre de una audacia tan extraordinaria.
—Acaso tan increíble proposición —dijo un viejo comodoro apoplético— no tenga más objeto que embaucarnos.
—¿Y si el doctor Fergusson no existiera? —preguntó una voz maliciosa.
—Tendríamos que inventarlo —respondió un miembro muy divertido de aquella grave Sociedad.
—Haced entrar al doctor Fergusson —dijo sencillamente sir Francis M...
Y el doctor entró entre estrepitosos aplausos, sin conmoverse en lo más mínimo.
Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura regular y buena constitución; el subido color de su semblante ponía en evidencia su temperamento sanguíneo; su cara era fría, y en sus facciones, que nada tenían de particular, sobresalía una nariz asaz voluminosa, a guisa de bauprés, como para caracterizar al hombre predestinado a los grandes descubrimientos; sus ojos, muy apacibles, más inteligentes que audaces, hacían muy simpática su fisonomía; sus brazos eran largos y sus pies se apoyaban en el suelo con el aplomo propio de los grandes andarines.
Toda la persona del doctor respiraba una gravedad tranquila que no permitía ni remotamente acariciar la idea de que pudiese ser instrumento de la más insignificante farsa.
Así es que los hurras y los aplausos no cesaron hasta que con un ademán amable el doctor Fergusson pidió un poco de silencio. Se acercó al sillón dispuesto expresamente para él, y después, puesto en pie, sereno, con la mirada enérgica, levantó hacia el cielo el índice de la mano derecha, abrió la boca y pronunció esta sola palabra:
—¡Excelsior!
¡No! ¡Ni una interpelación inesperada de Messieurs Dright y Cobden, ni una demanda de Lord Palmerston para fortificar los peñascos de Inglaterra habían obtenido nunca un éxito tan completo! El discurso de sir Francis M... había quedado atrás, muy atrás. El doctor se manifestaba a la vez sublime, grande, sobrio y circunspecto; había dicho la palabra de la situación:
¡Excelsior!
El viejo comodoro, completamente adherido a aquel hombre extraordinario, reclamó la inserción «íntegra» del discurso de Fergusson en The Proceedings of the Royal Geographical Society of London2.
¿Quién era, pues, aquel doctor, y cuál la empresa que iba a acometer?
El padre del joven Fergusson, denodado capitán de la Marina inglesa, había asociado a su hijo, desde su más tierna edad, a los peligros y aventuras de su profesión. Aquel digno niño, que no pareció haber conocido nunca el miedo, anunció muy pronto un talento despejado, una inteligencia de investigador, una afición notable a los trabajos científicos; mostraba, además, una habilidad poco común para salir de cualquier atolladero; no se apuró nunca por nada de este mundo, ni siquiera para servirse por vez primera en la comida del tenedor, en lo que los niños, en general, sobresalen pocas veces.
Su imaginación se inflamó muy pronto con la lectura de las empresas audaces y de las exploraciones marítimas. Siguió con pasión los descubrimientos con que se señaló la primera parte del siglo XIX, y hasta pensó en la gloria de los Mungo Park, de los Bruce, de los Caillé, de los Levaillant y también en la de Selrik, el Robinsón Crusoe, que no le parecía inferior. ¡Cuántas horas bien ocupadas pasó con él en la isla de Juan Fernández! Aprobó con frecuencia las ideas del marinero abandonado; discutió algunas veces sus planes y sus proyectos; él habría procedido de otro modo, tan bien como él, tal vez mejor. Pero jamás habría abandonado aquella isla de bienaventuranza, donde habría sido feliz como un rey sin súbditos... No, no la habría abandonado ni siquiera en el caso de que le hubieran nombrado primer Lord del Almirantazgo.
Dejo a la consideración de cualquiera si semejantes tendencias se desarrollarían durante su aventurera juventud lanzada a los cuatro vientos. Su padre, hombre instruido, no dejaba de consolidar aquella perspicaz inteligencia con estudios continuados de Hidrografía, Física y Mecánica, y con algo también de Botánica, Medicina y Astronomía.
A la muerte del digno capitán, Samuel Fergusson tenía veintidós años de edad, y había dado ya la vuelta al mundo. Entró en el Cuerpo de ingenieros bengalíes, y se distinguió en varias acciones; pero la existencia de soldado no le convenía, gustándole poco mandar y menos obedecer. Dimitió, y, ya cazando, ya herborizando, remontó hacia el norte de la India y la atravesó desde Calcuta hasta Surate. Un simple paseo de aficionado.
Le vemos desde Surate pasar a Australia y tomar parte, en 1845, en la expedición del capitán Sturt, encargado de descubrir aquel mar Caspio que se supone existe en el centro de la Nueva Holanda.
En 1850, Samuel Fergusson regresó a Inglaterra, y, cada vez más dominado por la fiebre de los descubrimientos, acompañó hasta 1853 al capitán Mac Clure en la expedición que costeó el continente americano desde el estrecho de Behring hasta el cabo de Farewel.
A pesar de las fatigas de todo género y bajo todos los climas, la constitución de Fergusson resistía maravillosamente. Se hallaba en sus glorias en medio de las mayores privaciones. Era el tipo del perfecto viajero, cuyo estómago se reduce o se dilata voluntariamente, cuyas piernas se estiran o se encogen según la cama que se improvisa, y que se duerme a cualquier hora del día y despierta a cualquier hora de la noche.
Nada desde entonces es menos asombroso que hallar a nuestro infatigable viajero visitando desde 1855 hasta 1857 todo el oeste del Tíbet en compañía de los hermanos Schtagintweit, para traernos de aquella exploración observaciones de etnografía de lo más curioso.
Durante aquellos varios viajes, Samuel Fergusson fue el corresponsal más activo y más interesante del Daily Telegraph, de aquel periódico que cuesta un penique, y cuya tirada pasa de ciento cuarenta mil ejemplares diarios, teniendo millones de lectores.
Así, pues, el doctor era hombre bien conocido, no obstante no pertenecer a ninguna institución científica, ni a las Reales Sociedades Geográficas de Londres, París, Berlín, Viena o San Petersburgo, ni al Club de los Viajeros, ni siquiera al Royal Politechnic Institution, donde su amigo, el estadista Kolburn, metía mucho ruido.
Un día Kolburn le propuso, para darle gusto, resolver el siguiente problema: dado el número de millas recorridas por el doctor alrededor del mundo, ¿cuántas más ha andado su cabeza que sus pies, con motivo de la diferencia de los radios? O bien, conociendo el número de millas recorridas por los pies y por la cabeza del doctor, calcular su estatura con toda exactitud.
Pero Fergusson permanecía siempre lejos de las sociedades científicas, pues era de la iglesia militante no parlante; le parecía emplear mejor el tiempo investigando que discutiendo, y prefería un descubrimiento a cien discursos.
Cuéntase que un inglés se trasladó a Ginebra con intención de visitar el lago. Le metieron en un carruaje antiguo en el que los asientos están de lado, como en los ómnibus. A él le tocó por casualidad estar sentado de espaldas al lago, mientras el carruaje seguía pacíficamente su viaje circular, y aunque ni una sola vez volvió la cabeza, regresó a Londres perdidamente enamorado del lago de Ginebra.
El doctor Fergusson, durante sus viajes, se había vuelto más de una vez de un lado a otro, y vuelto de modo que había visto mucho. No hacia más que obedecer a su naturaleza, y tenemos más de un motivo valedero para creer que era algo fatalista, aunque muy ortodoxo, pues contaba consigo mismo y hasta con la Providencia, creyéndose más bien lanzado que atraído en sus viajes, y recorrió el mundo a la manera de una locomotora, la cual no se dirige en el camino sino que es el camino mismo quien la dirige a ella.
—Yo no sigo mi camino —decía el doctor con frecuencia—; el camino me sigue a mí.
A nadie asombrará, pues, la indiferencia y sangre fría con que acogió los aplausos de la Real Sociedad Geográfica de Londres: estaba muy por encima de tales miserias, exento de orgullo y más aún de vanidad; le parecía muy sencilla la proposición que había dirigido al presidente, sir Francis M..., y ni siquiera se percató del inmenso efecto que había producido.

Banquete en Pall Mall.
Después de la sesión, el doctor fue conducido al Club de los Viajeros, en Pall Mall, donde se celebraba un soberbio banquete. Las dimensiones de las piezas servidas a la mesa guardaban proporción con la importancia del personaje, y el sollo que figuraba en tan espléndido banquete no tenía tres pulgadas menos de longitud que el mismo Samuel Fergusson.
Numerosos brindis se dirigieron a los célebres viajeros que se habían ilustrado en la tierra de África. Se bebieron sendos vasos de vino de Francia a su salud o a su memoria, y por orden alfabético, lo que es muy inglés: a Abbadie, Adams, Adamson, Anderson, Arnaud, Baikie, Baldwin, Barth, Batuoda, Beke, Beltrame, Du Berba, Binbanchi, Bolohnesi, Bolwik, Bolzoni, Bonnemain, Brisson, Browne, Bruce, Brun Bollet, Burchell, Burtckhardt, Burton, Caillaud, Caillé, Campbell, Chapman, Clepperton, Clol Rey, Colomien, Courval, Cumming, Cunny, Debonno, Decken, Denham, Desavamchers, Dicksen, Dickson, Dochard, Duchaillu, Duncan, Durand, Duroulé, Duveyrier, Erchardt, D’Escayrac de Lautore, Ferret, Fresnel, Gallnier, Galton, Geofry, Golperry, Hahn Hahn, Harnier, Hecquart, Heuglin, Hornemann, Houghton, Impert Kanfmann, Knoblecher, Kraph, Kummer, Lafargue, Laing, Lafaille, Lampert, Lamiral, Lamprière, John Lancer, Richard Landerd, Lefebre, Lejean, Levaillan, Livingstone, Maccarthie, Maggiar, Maizan, Malzac, Moffat, Mollien, Monteiro, Morrison, Mungo Park, Neimans, Overweg, Panett, Partarrieau, Pacal, Pearse, Peddie, Peney, Petherik, Poncet, Puax, Raffene, Rath, Rebmann, Richardson, Riley, Ritchie, Rochet D’Aricourt, Rongawi, Roscher, Ruppel Saugnier, Speke, Steidner, Tribaud, Thompson, Thorton, Toole, Tousny, Trotter, Tuckey, Tyrwitt, Vaudey, Veyssiére, Vincet, Vinco, Vogel, Warhlberg, Warington, Washington, Werne, Wild y, por último, al doctor Samuel Fergusson, el cual, con su increíble tentativa, debía eslabonar los trabajos de aquellos viajeros y contemplar la serie de los descubrimientos africanos.
II
UN ARTÍCULO DEL DAILY TELEGRAPH — GUERRA DE PERIÓDICOS
CIENTÍFICOS — M. PETERMANN SOSTIENE A SU AMIGO EL DOCTOR
FERGUSSON — RESPUESTA DEL SABIO KONER — APUESTAS —
VARIAS PROPOSICIONES HECHAS AL DOCTOR
El día siguiente, en su número del 15 de enero, el Daily Telegraph publicó un artículo concebido en los siguientes términos:
«El África va a entregar al cabo el secreto de sus vastas soledades. Un Edipo moderno nos dará la clave del enigma que no han podido descifrar los sabios de sesenta siglos. En otro tiempo, buscar el nacimiento del Nilo, fontes Nili quœrere, era considerado como una tentativa insensata, como una irrealizable quimera.
»El doctor Barth, siguiendo hasta el Sudán el camino trazado por Denham y Clepperton; el doctor Livingstone, multiplicando sus intrépidas investigaciones desde el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo de Zambeze; los capitanes Burton y Speke, con el descubrimiento de los Grandes Lagos interiores, han abierto tres caminos a la civilización moderna. Su punto de intersección, al cual no ha podido llegar ningún viajero, es el corazón mismo de África. He aquí el punto a que deben encaminarse todos los esfuerzos.
»Pues bien, los trabajos de aquellos atrevidos operarios de la Ciencia van a enlazarse con la audaz tentativa del doctor Samuel Fergusson, cuyas importantes operaciones han tenido ocasión de apreciar más de una vez nuestros lectores.
»El intrépido discoverer (descubridor) se propone atravesar en un globo el África toda, de este a oeste. Si no estamos mal informados, el punto de partida de su sorprendente viaje será la isla de Zanzíbar, en la costa oriental. En cuanto al punto de parada, la Providencia lo sabe.
»Ayer se hizo oficialmente en la Real Sociedad de Geografía la proposición de esta exploración científica, y se votaron 2.500 libras para gastos de la empresa.
»Tendremos a nuestros lectores al corriente de tan audaz tentativa, que no tiene precedente en los fastos geográficos.»
Como era de esperar, el artículo del Daily Telegraph metió mucho ruido. Levantó las tempestades de la incredulidad, y el doctor Fergusson pasó por un ser puramente quimérico, inventado por M. Barnum, el cual, después de haber trabajado en los Estados Unidos, se disponía a hacerse célebre en las Islas Británicas.
Apareció en Ginebra, en el número de febrero de los Boletines de la Sociedad Geográfica, una respuesta humorística, burlándose con no poca gracia de la Real Sociedad de Londres y del Club de los Viajeros. Pero M. Petermann, en sus Mittneilungen, publicados en Gotha, impuso el más absoluto silencio al periódico de Ginebra. M. Petermann conocía personalmente al doctor Fergusson, y salía garante de la empresa de su valeroso amigo.
Todas las dudas se invalidaron muy pronto. Se hacían en Londres los preparativos de viaje; las fábricas de Lyon, de Francia, habían recibido el encargo de una importante cantidad de tafetán para la construcción del aeróstato, y el Gobierno británico ponía a disposición del doctor el transporte Resolute, al mando del capitán Pennes.
Brotaron estímulos, estallaron felicitaciones. Los pormenores de la empresa aparecieron muy circunstanciados en los Boletines de la Sociedad Geográfica de París; se insertó un artículo notable en los «Nuevos Anales de viajes, geografía, historia y arqueología de M. V. A. Malte Brun»; un trabajo minucioso publicado en Zeitschrift Algemeine Erd Kunde, por el doctor W. Kouer, demostró victoriosamente la posibilidad del viaje, sus probabilidades de éxito, la naturaleza de los obstáculos, las inmensas ventajas de la locomoción por la vía aérea; no censuró más que el punto de partida; creía preferible salir de Massaua, ancón de Abisinia, desde el cual James Bruce, en 1768, se había lanzado a la exploración del nacimiento del Nilo. Admiraba sin reserva alguna el carácter enérgico del doctor Fergusson y su corazón cubierto con un triple escudo de bronce que concebía e intentaba semejante viaje.
El North American Review vio no sin disgusto que estaba reservada a Inglaterra tan alta gloria; procuró poner en ridículo la proposición del doctor, y le indicó que, hallándose en tan buen camino, no parase hasta América.
En una palabra, sin contar los diarios del mundo entero, no hubo periódico científico, desde el Journal des Missions evangéliques hasta la Revue algérienne et coloniale, desde los Anales de la propagation de la Foi hasta el Church missionary intelligencer, que no considerase el hecho bajo todos sus aspectos.
En Londres y en Inglaterra toda, se hicieron considerables apuestas: 1.o sobre la existencia real o supuesta del doctor Fergusson; 2.o, sobre el viaje mismo, que no se intentaría, según unos, y según otros se emprendería pronto; 3.o, sobre saber si tendría o no buen éxito; 4.o, sobre las probabilidades o improbabilidades del regreso del doctor Fergusson. En el libro de las apuestas se consignaron enormes sumas, como si se hubiese tratado de las carreras de Epsom.
Así, pues, crédulos e incrédulos, ignorantes y sabios, fijaron todos su atención en el doctor, el cual se puso de moda sin él saberlo. Dio espontáneamente noticias precisas de sus proyectos expedicionarios. Hablaba con quien quería hablarle, y era el hombre más franco del mundo. Se le presentaron algunos audaces aventureros para participar de la gloria y peligros de su tentativa, pero se negó a llevarlos consigo sin dar razón de su negativa.

Numerosos inventores de mecanismos aplicables a la dirección de los globos le propusieron su sistema, y no quiso aceptar ninguno. A los que le preguntaban si acerca del particular había descubierto algo nuevo, les dejó sin ninguna explicación, y siguió ocupándose, con una actividad sin cesar creciente, de los preparativos de su viaje.
III
EL AMIGO DEL DOCTOR — DE QUÉ PROCEDÍA SU AMISTAD — DICK
KENNEDY EN LONDRES — PROPOSICIÓN INESPERADA, PERO NO
TRANQUILIZADORA — PROVERBIO POCO CONSOLADOR — ALGUNAS
PALABRAS ACERCA DEL MARTIROLOGIO AFRICANO — VENTAJAS DEL GLOBO AEROSTÁTICO — EL SECRETO DEL DOCTOR FERGUSSON
El doctor Fergusson tenía un amigo. No era éste otro él mismo, un alter ego, pues la amistad no podría existir entre dos seres perfectamente idénticos. Pero si poseían cualidades y aptitudes diferentes y un temperamento distinto, Dick Kennedy y Samuel Fergusson vivían los dos como un corazón solo, lo que, lejos de molestarles, les complacía.
Dick Kennedy era escocés en toda la extensión de la palabra, franco, resuelto y obstinado. Vivía en la aldea de Leith, cerca de Edimburgo, verdadero arrabal de la «Vieja Ahumada3». Era algunas veces pescador. Pero en todas partes y siempre un cazador determinado, lo que nada tiene de particular en un hijo de la Calcedonia algo aficionado a recorrer las montañas de los Highlands escoceses. Se le citaba como un maravilloso tirador de escopeta, pues no sólo partía las balas contra la hoja de un cuchillo, sino que las partía también en dos mitades tan iguales que, pesándolas luego, no se hallaba entre una y otra diferencia apreciable.
La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de Halbert Glendinnig tal como lo pintó Walter Scott en El Monasterio; su estatura pasaba de 6 pies ingleses; aunque agraciado y esbelto, parecía estar dotado de una fuerza hercúlea, y su cara, muy tostada por el sol, sus ojos vivos y negros, un atrevimiento natural muy decidido, algo, en fin, de bondad y solidez en toda su persona, prevenía a favor suyo.
Los dos amigos se conocieron en la India, donde servían en un mismo regimiento. Mientras Dick cazaba tigres y elefantes, Samuel cazaba plantas e insectos. Cada cual podía blasonar de diestro en su especialidad, y más de una planta rara cogió el doctor, cuya conquista le costó tanto como un buen par de colmillos de marfil.
Los dos jóvenes no tuvieron nunca ocasión de salvarse la vida, ni de prestarse servicio alguno, por lo que su amistad era inalterable. Algunas veces les alejó la suerte, pero siempre les volvió a unir la simpatía.
Al regresar a Inglaterra, les separaron con frecuencia las lejanas expediciones del doctor, pero éste, a la vuelta, no dejó nunca de ir, no ya a preguntar por su amigo el escocés, sino a pasar con él algunas semanas.
Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el porvenir; el uno miraba hacia delante, el otro hacia atrás, por lo que Fergusson tenía el ánimo siempre inquieto, al paso que Kennedy disfrutaba de una perfecta calma.
Después de su viaje al Tíbet, el doctor estuvo dos años sin hablar de expediciones nuevas. Dick llegó a figurarse que se habían apaciguado los instintos de viajes e impulsos aventureros de su amigo, lo que le complacía en extremo. La cosa, se decía él mismo, tenía un día u otro que concluir de mala manera. Por más que se tenga don de gentes, no se viaja impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy procuraba, pues, tener a raya a Samuel, que había hecho ya bastante para la Ciencia y demasiado para la gratitud humana.
El doctor no respondía una palabra, permanecía pensativo, y después se entregaba a secretos cálculos, pasando las noches en operaciones de números y experimentos de aparatos singulares de los que nadie sabía dar cuenta. Se echaba de ver que fermentaba en su cerebro un gran pensamiento.
—¿Qué estará tramando? —se preguntó Kennedy en enero, cuando su amigo se separó de él para volver a Londres.
Una mañana lo supo por el artículo del Daily Telegraph.
—¡Misericordia! —exclamó—. ¡Insensato! ¡Loco! ¡Atravesar el África en un globo! ¡Es lo único que nos faltaba! ¡He aquí lo que dos años atrás estaba ya meditando!
Cuando la vieja Elspteh, que era su patrona, quiso dar a entender que podía muy bien ser todo una chanza, él respondió:

Dick Kennedy.
—¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya sé yo de qué pie cojea. ¡Viajar por el aire! ¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia de las águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le ataré corto! ¡Si le dejase, el día menos pensado se nos iría a la Luna!

Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también incomodado, tomó, en General Railway Station, el camino de hierro, y al día siguiente llegó a Londres.
Tres cuartos de hora después se apeó de un coche de alquiler junto a la pequeña casa del doctor, Soho Square, Greek Street, se encaramó por la escalera, y llamó a la puerta cinco veces seguidas.
Se la abrió Fergusson en persona.
—¿Dick? —dijo sin mucho asombro.
—El mismo —respondió Kennedy.
—¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú en Londres durante las cacerías de invierno?
—Yo en Londres.
—¿Y qué te trae?
—La necesidad de impedir una locura que no tiene nombre.
—¿Una locura? —preguntó el doctor.
—¿Es cierto lo que dice este periódico? —respondió Kennedy, mostrando el número del Daily Telegraph.
—¡Ya sé de lo que hablas! ¡Qué indiscretos son los periódicos! Pero siéntate, Dick.
—No quiero sentarme. ¿Tratas realmente de emprender este viaje?
—Pues ya lo creo. Estoy haciendo los preparativos y pienso...
—¿Dónde están esos preparativos, que quiero hacerlos pedazos? ¿Dónde están? —El digno escocés estaba verdaderamente furioso.
—Calma, mi querido Dick —repuso el doctor—. Concibo tu cólera. Estás ofendido conmigo porque hasta ahora no te había dicho nada acerca de mis nuevos proyectos.
—¡Y a eso llamas nuevos proyectos!
—Estaba muy ocupado —añadió Samuel sin admitir la interrupción—, he tenido mucho que hacer. Pero tranquilízate, yo no habría partido sin escribirte...
—De eso me río yo...
—Porque tengo intención de llevarte conmigo.
El escocés dio un salto, que un camello habría tomado por suyo.
—¡Es decir —respondió—, que quieres hacerme encerrar contigo en el manicomio de Betlehem!
—He contado positivamente contigo, carísimo Dick, y te he escogido a ti excluyendo a muchos pretendientes.
Kennedy estaba atónito.
—Escúchame diez minutos —respondió tranquilamente el doctor— y me darás las gracias.
—¿Hablas formalmente?
—Muy formalmente.
—¿Y si me niego a acompañarte?
—No te negarás.
—Pero ¿si me niego?
—Me iré solo.
—Sentémonos —dijo el cazador—, y hablemos desapasionadamente. Puesto que no te chanceas, la cosa vale la pena de discutirse.
—Discutamos almorzando, si no tienes en ello inconveniente, mi querido Dick.
Los dos amigos se sentaron a la mesa frente a frente, entre un montón de emparedados y una enorme tetera.
—Amigo Samuel —dijo el cazador—, tu proyecto es insensato. ¡Es de realización imposible! ¡Es de todo punto impracticable!
—Ya veremos después de ensayarlo.
—Precisamente lo que no quiero es que lo ensayes.
—¿Por qué?
—¿Y los peligros y obstáculos de todo género?
—Los obstáculos —contestó gravemente Fergusson— se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los peligros, ¿quién puede estar seguro de que los evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser sentarse a la mesa o ponerse el sombrero, y además debemos considerar lo que debe suceder como si hubiese ya sucedido, y no ver más que el presente en el porvenir, puesto que el porvenir no es más que un presente algo más lejano.
—¡Y eso qué! —dijo Kennedy, encogiéndose de hombros—. Tú eres siempre fatalista.
—Fatalista en el buen sentido de la palabra. No nos preocupemos de lo que la suerte nos reserva y no olvidemos jamás nuestro proverbio inglés: «Haga lo que quiera, no se ahogará el que ha nacido para ser ahorcado».
No había nada que responder, lo que no impidió a Kennedy eslabonar una serie de argumentos fáciles de imaginar, pero que sería molesto reproducir aquí.
—Pero, en fin —dijo después de una hora de discusión—, si te empeñas en atravesar el África, si así lo requiere tu felicidad, ¿por qué no tomas los caminos ordinarios?
—¿Por qué? —respondió el doctor, animándose—. ¡Porque hasta ahora todas las tentativas han tenido mal éxito! ¡Porque desde Mungo Park, asesinado en el Níger, hasta Vogel, que desapareció en el Wadai; desde Oudney, muerto en Murmur, y Clepperton, muerto en Sackatou, hasta Maizan, hecho pedazos; desde el mayor Laing, asesinado por los tuareg, hasta Roscher de Hamburgo, degollado a principios del 1860, se han inscrito numerosas víctimas en el martirologio africano! ¡Porque luchar contra los elementos, contra el hambre, la sed, la fiebre, contra los animales feroces y contra tribus más feroces aún, es imposible! ¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe intentarse de otra! ¡En fin, porque cuando no se puede pasar por en medio, se pasa por un lado, y cuando no, por encima!
—¡Si no se tratase más que de pasar! —replicó Kennedy—. ¡Pero es posible caerse!
—Ello es —repuso el doctor con la mayor sangre fría—, que nada tengo que temer. Ya puedes suponer que yo habré tomado mis precauciones para no temer una caída de mi globo, y, por consiguiente, si éste me faltase, me hallaría en tierra dentro de las condiciones normales de los exploradores; pero mi globo no me faltará; ni siquiera me acuerdo de que pueda faltarme.
—Pues es menester acordarse.
—No, amigo Dick. Yo no pienso separarme de mi globo hasta que haya llegado a la costa occidental de África. Con él todo es posible; sin él quedo expuesto a los peligros y obstáculos naturales de tan difícil expedición; con él ni el calor, ni los torrentes, ni las tempestades, ni el simún, ni los climas insalubres, ni los animales feroces, ni los hombres, pueden inspirarme miedo alguno. Si tengo demasiado calor, subo; si tengo frío, bajo; si encuentro una montaña, la salvo; si un precipicio, lo paso; si un río, lo atravieso; si una tempestad, la domino; si un torrente, lo cruzo como un pájaro. Avanzo sin cansarme, me detengo sin necesidad de reposo. Me cierno sobre las ciudades desconocidas. Vuelo con la rapidez del huracán, tan pronto por las regiones más elevadas de la atmósfera como a cien pasos de tierra, y la costa africana se abre ante mis ojos en el gran atlas del mundo.
El buen Kennedy empezaba a sentirse conmovido y, sin embargo, el espectáculo evocado le producía vértigo. Contemplaba a Samuel con admiración, pero también con miedo; le parecía que estaba ya agitándose en el espacio.
—Veamos —exclamó—; reflexionemos, amigo Samuel. ¿Has, pues, hallado el medio de dar dirección a los globos?
—No, por cierto. Es una utopía.
—Pues entonces irás...
—A donde quiera la Providencia; pero será del este al oeste.
—¿Por qué?
—Porque cuento con valerme de los vientos alisios, cuya dirección es constante.
—¡Es verdad! —dijo Kennedy, reflexionando—. Los vientos alisios... Seguramente... En rigor, se puede... Algo hay...
—¡Si hay algo! No, amigo mío, hay más que algo. El Gobierno inglés ha puesto un transporte a mi disposición, y está también resuelto que crucen tres o cuatro buques por la costa occidental hacia la época presunta de mi llegada. Dentro de tres meses, todo lo más, me hallaré en Zanzíbar, donde hincharé mi globo, y desde allí nos lanzaremos...
—¿Nos lanzaremos? —exclamó Dick.
—¿Te atreverás a hacerme aún alguna nueva objeción? Habla, amigo Kennedy.
—¡Una objeción! Se me ocurren más de mil; pero, entre otras, dime si tú cuentas conocer el país; si cuentas con subir y bajar a tu albedrío, no lo podrás hacer sin perder tu gas; hasta ahora no se ha podido proceder de otra manera, lo que ha impedido siempre las largas peregrinaciones por la atmósfera.
—Amigo Dick, no te diré más que una cosa: yo no perderé ni un átomo de gas, ni una molécula.
—¿Y bajarás cuando quieras?
—Cuando quiera.
—¿Y cómo?
—El cómo es mi secreto, amigo Dick. Ten confianza, y ahora mi divisa: ¡Excelsior!
—Pues bien, ¡Excelsior! —respondió el cazador, que, respecto al latín, nunca se las había visto más gordas.
Pero estaba decidido a oponerse por todos los medios posibles a la partida de su amigo. Fingió adherirse a su parecer y se contentó con observar. En cuanto a Samuel, fue a activar sus preparativos.
IV
EXPLORACIONES AFRICANAS — BARTH, RICHARDSON, OVERWEG,
WERNE, BRUN BOLLET, PENEY, ANDREA DEBONO, MIANI,
GUILLAUME LEJEAN, BRUCE, KRAPH Y REBMANN, MAIZAN,
ROSCHER, BURTON Y SPEKE
La línea aérea que el doctor Fergusson se proponía seguir no estaba escogida por capricho; su punto de partida fue cuidadosamente estudiado, y no sin razón se resolvió verificar la ascensión desde la isla de Zanzíbar. Esta isla, situada cerca de la costa oriental de África, se encuentra a 6º de latitud austral, es decir, 430 millas geográficas debajo del ecuador.
De aquella isla acababa de partir la última expedición, enviada por los Grandes Lagos al descubrimiento del nacimiento del Nilo.
Pero bueno es indicar qué exploraciones el doctor Fergusson esperaba enlazar unas con otras. Hay dos principales, la del doctor Barth, en 1849, y las de los tenientes Burton y Speke, en 1858.

El doctor Barth es un hamburgués que obtuvo para sí y para su compatriota Overweg el permiso de asociarse a la expedición del inglés Richardson, que estaba encargado de una misión en el Sudán.
El Sudán es un vasto país, situado entre los 20º y 10º de latitud Norte, es decir, que para llegar a él es menester penetrar más de 1.500 millas en el interior de África.
Hasta entonces aquella comarca era únicamente conocida por el viaje de Denham, de Clepperton y de Oudney, verificados entre 1822 y 1824. Richardson, Barth y Overweg, ansiosos de llevar más adelante sus investigaciones, llegan a Túnez y a Trípoli, como sus antecesores, y luego a Murzuk, capital del Fezzán. Abandonan entonces la línea recta, y tuercen al oeste, hacia Ghat, guiados, no sin dificultades, por los tuareg. Después de mil escenas de saqueo, vejaciones y ataques a mano armada, su caravana llega en octubre al vasto oasis del Asben. El doctor Barth se separa de sus compañeros, hace una excursión a la ciudad de Agadés, y se incorpora de nuevo a la expedición; la cual vuelve a ponerse en marcha el 12 de diciembre. Llega a la provincia de Damergu, donde los tres viajeros se separan, y Barth, que toma el camino de Kano, llega a este punto a fuerza de paciencia y pagando considerables tributos.
A pesar de una fiebre intensa, deja la ciudad de Kano el 7 de marzo