Prólogo
TODOS LOS LADRILLOS PARA ELLA
1 DE JUNIO DE 1563. ISLA HELIOTROPO.
Los murmullos del gentío se convirtieron en un parloteo entusiasmado cuando vieron los cuatro caballos negros tirando del carruaje dorado por el puente levadizo. Ya llegaba. El gélido viento invernal de la isla les azotaba el rostro mientras observaban cómo se acercaba.
Su reina se asomó tras la cortina de terciopelo rojo de la ventana del carruaje; la capucha de su capa oscura le enmarcaba la piel, tan blanca que casi resplandecía. Se le escaparon unos mechones de pelo rojizo que ahora danzaban al viento.
Oculta en el interior del carruaje, sujetaba entre sus manos un librito morado con un pájaro dorado grabado en la cubierta.
—Gracias —susurró en voz baja, y luego se acarició el anillo de rubíes y diamantes. Contenía un retrato esmaltado en miniatura de su madre, Ana Bolena. El carruaje cruzó una puerta de hierro y avanzó por el largo camino que conducía a la mansión de ladrillo rojo. Un lago inmenso y espléndido se extendía a lo largo del sendero y al pasar observó cómo brillaba en su superficie la luz del sol invernal.
Los diecinueve hombres de su Consejo Privado ya habían llegado, junto con los miembros escogidos del Parlamento a los que también habían convocado para reunirse con su soberana. Vestidos con sus mejores galas, se arrodillaron cuando el carruaje se detuvo ante ellos.
La regente bajó despacio y la luz captó los diamantes bordados en el lustroso tejido de terciopelo blanco de su vestido. Alrededor del cuello llevaba un collar de perlas y del fajín ornamentado pendía un gran rubí.
—Su Majestad la reina Isabel —anunció un jardinero haciendo una reverencia.
Sonrió amablemente al anciano y le vino un recuerdo. Se acordaba de su rostro; lo había visto una vez cuando estuvo de visita siendo niña.
La multitud permaneció en silencio, expectante, esperando a que hablara, mientras ella recorría con la mirada el enorme edificio y el extenso terreno circundante. Luego miró al cielo y cerró los ojos, respirando lentamente. Por fin… Todo lo que había deseado, por fin. Habría redención para su madre. Un gran halcón blanco sobrevoló las puertas de hierro, pasó junto a las numerosas torres, planeó sobre la muchedumbre y se posó obediente en la mano enguantada de un guardia.
Carraspeó y miró a los hombres que tenía delante. Tantos hombres siempre. Pensó en las peticiones de matrimonio que le habían llovido tras su sucesión al trono. Un rey, un duque o un príncipe extranjero…, pero no quería a ninguno de ellos. Con la mirada firme y afilada, tomó la palabra:
—Os digo a todos que, desde que nací para servir a Dios todopoderoso, he elegido felizmente esta vida. Estoy desposada con mi país; ya estoy unida a un esposo, que es el reino de Inglaterra.
Sus palabras traspasaron el aire gélido mientras su Consejo escuchaba atentamente. Alzó la barbilla.
—Deseáis que engendre un heredero para nuestro trono. Pues bien, ahora tendremos uno. Hoy, como vuestra soberana, os regalo la vida eterna. Mi linaje trascenderá la carne y la sangre. Esta escuela, que abro hoy, será un lugar para nutrir las grandes mentes, los corazones de los polímatas y los futuros líderes de nuestra tierra. Los niños y niñas que salgan de estos muros serán mi legado, mis sucesores, mis herederos y serán ellos quienes sirvan a nuestro reino. Esta escuela albergará solo a los mejores estudiantes y, por supuesto, todos los descendientes y aliados de mi padre son bienvenidos.
Muchos de sus asesores asentían con la cabeza, mientras otros hablaban con sus vecinos, y las conversaciones aumentaban de volumen.
—Silencio. No he terminado —ordenó alzando la voz por encima del estruendo—. La muerte de mi madre no fue en vano. Ella vivirá a través de nuestra resistencia, valor, poder y libertad. Y cada estudiante de esta escuela encarnará los principios que me enseñó mi madre.
Los hombres fruncieron el ceño. Hablar de Ana Bolena estaba prohibido desde su ejecución.
Elizabeth cerró los labios con fuerza.
Su voz se volvió más fuerte, más oscura.
—Ahuyenté las sombras, las mentiras sobre ella. El nombre de mi madre, su sangre, vive en mí, y no solo en la carne, sino a través de las ideas. La verdad saldrá a la luz. Su poder se extenderá a través de los eruditos y estudiantes que vengan aquí, brillará en la artesanía y las filosofías.
Se oyó un murmullo dubitativo por parte de algunos hombres.
—Soy vuestra reina, y aquellos que me desobedezcan en esta empresa sufrirán mi ira. —Su mirada fue fulminante. Se acallaron las voces. Luego sonrió, con ademán firme, y miró a la multitud, que volvía a escuchar a su monarca con una atención absoluta.
—Aquí, en la isla Heliotropo, prosperará la grandeza. Es el Jardín del Edén de Inglaterra, un lugar donde todas las criaturas de Dios vivirán sin ser mancilladas por la mano del hombre. Todos los que aquí estudien llegarán a apreciar la divina majestad de Dios a través de la observación de sus diversas creaciones. Y los estudiantes madurarán con fortaleza viviendo según los principios fundacionales que me transmitió mi bendita madre, la reina Halcón: Animo, Imperium, Libertas —declaró.
La multitud respondió aclamándola:
—Animo, Imperium, Libertas! —repitieron todos a una.
—Así pues, declaro esta escuela oficialmente abierta.
Y estrellaron solemnemente una gran botella de cristal con ornamentos dorados contra el ladrillo rojo del edificio.
La monarca dio la espalda a la mansión y miró hacia la entrada. A la luz del sol brillaba un halcón blanco y dorado monumental, con las alas desplegadas, posado sobre la parte superior de las enormes puertas de hierro. Orgulloso protector del edificio y de todos sus habitantes. El halcón planeaba en la misma entrada, regio y grandioso. En las garras sostenía un letrero de metal grabado en bronce:
BIENVENIDOS A LA ESCUELA HEVERBRIDGE
—Gracias, mamá —susurró, sin dejar de aferrarse al librito morado—. Todo esto es para ti.
Capítulo 1
EN LA ACTUALIDAD. MIÉRCOLES, 30 DE NOVIEMBRE. A MEDIA MAÑANA.
¿Por qué le dolía tanto que la excluyeran? Rosie Frost siempre había sentido que no encajaba. Había sido así durante todos sus trece años, y no sabía por qué.
Estaba sola, sentada en el borde de aquella endeble mesa escolar, con la mochila guardada bajo sus botas desgastadas. La mayoría de los alumnos estaban apiñados al otro lado de la larga mesa. Todos juntos en un aula estéril, bajo un techo bajo de placas de poliestireno y luces fluorescentes.
Rosie mordisqueó la punta de su boli de plástico y, sin querer, la rozó con los aparatos y provocó un crujido demasiado fuerte.
—Eh, bicho raro —la increpó Simon—. ¿Qué tienen en común los pelirrojos y los dinosaurios extintos? —El chico hizo una pausa y prosiguió con su burla—: ¡No lo suficiente!
Los que estaban cerca se rieron y Rosie, acomplejada, se metió el rebelde pelo rojo por el cuello de su sudadera holgada. Las risitas duraron más de lo habitual. Levantó la vista. ¿Qué estaba pasando? Y entonces vio lo que había escrito en la pizarra.
JANE EYRE, CÁLLATE, ZURULLO, Y TÚ TAMBIÉN, ROSIE FROST. A NADIE LE GUSTA UNA SABELOTODO.
Rosie se encogió. Nunca fue su intención ser una sabelotodo; los libros le parecían interesantes, y no podía evitar saber la respuesta cuando la profe le preguntaba algo. Desde luego, no se creía extraordinariamente inteligente y tampoco quería hacer quedar mal a nadie, pero, fuera como fuera, siempre pasaba.
—¿Y bien? ¿Quién ha sido? ¿Quién? —balbuceó la profesora, la señorita Metcalf. Los pendientes le tintineaban—. ¿Quién de vosotros ha escrito esto?
—Bueno, tienen razón… —dijo alguien.
La letra alargada en la pizarra parecía hacerle muecas a la clase entera.
—¿Y dónde está mi libro? Estaba justo aquí. ¿Quién lo ha cogido? —preguntó la señorita Metcalf cruzándose de brazos.
La lluvia de finales de noviembre empezó a azotar las finas ventanas de aquella clase fría, como si intentase señalar al auténtico culpable.
—He preguntado quién ha escrito esta grosería. ¡¿Y quién tiene mi libro?! Eso cuesta dinero y acaban de recortar el presupuesto en la escuela.
Se oyeron más risitas desde el otro lado de la mesa. La señorita Metcalf suspiró y paseó la vista por el aula.
—Ha sido Frost, la Hermione de saldo. Ella —dijo un chico con voz tosca y un gorro rojo que casi le cubría los ojos mientras señalaba a Rosie con la cabeza—. El bicho raro quiere atención —añadió desafiante, estirando la pierna para darle una patada al asiento de Rosie.
«Ojalá pudiese hacerles frente a estos abusones», pensó Rosie.
Vaciló, tentada de devolverle la patada.
«No, no lo hagas».
«No digas nada, no hagas nada; el silencio es tu escudo. Estate tranquila; esa es tu armadura. Así no tendrás que disculparte por palabras que no has dicho, por cosas que no has hecho», le aconsejaba siempre su madre.
Rosie sentía que sobraba de verdad. Salvo otra persona de su clase, seguramente ella era la única que se había molestado en hacer los deberes. Pero no tenía el libro de la profe. Metió la mano lentamente en el bolsillo de la sudadera para coger el móvil, miró hacia abajo y mandó un emoji de piña: .
Era la batiseñal personal de ella y su madre. «Mándame una piña cuando lo necesites, así sabrás que, pase lo que pase, alguien está contigo», le había dicho su madre. Se ve que, hace tiempo, la piña era un símbolo de amistad. (También era el ingrediente favorito de ambas para la pizza).
«Esos abusones te harán más fuerte. A la gente le intimidan las personas diferentes o más listas», le recordaba siempre su madre tras un mal día en el cole. Una vez, sin querer, Rosie le mandó una serie de piñas cuando se apoyó en el móvil. Su madre se presentó en el cole de inmediato con cara de preocupación e informó a la profesora de que Rosie tenía una «cita importante en el dentista» que había olvidado. Pero Rosie estaba bien, solo había sido una falsa alarma.
«Un día, llegado el momento, irás a una escuela maravillosa para alumnos excepcionales. Ese es tu lugar. Cuando estés ahí, nada de esto importará. Te lo prometo», le había dicho su madre.
La señorita Metcalf miró a Rosie y enarcó las cejas, y en ese momento no se sintió para nada excepcional. Con la boca seca, tragó saliva mientras miraba las palabras en la pizarra, y luego a los demás estudiantes. ¿Quién había cogido el libro de la profe? Podría haber sido Jayden, que no había sabido responder a las preguntas que la señorita Metcalf le había hecho el día anterior sobre los capítulos que les tocaba leer. O quizá Becky, a quien llamaron la atención en la clase de ayer. Rosie echó un vistazo a la clase para ver si localizaba el libro, pero no parecía estar en ningún sitio.
Seguía el silencio, luego unos murmullos y más risitas al fondo.
—Si nadie confiesa, no me quedará otra que castigar a toda la clase a quedarse por la tarde.
Todos gimotearon.
—Y… y… llamaré a vuestros padres.
La clase se quedó en silencio.
La señorita Metcalf se paseaba por el aula como un halcón acechando a su presa.
—Lo quiero de vuelta, ya.
—Ella es la ladrona de libros —exclamó Jayden señalando a Rosie—. Admítelo, sabemos que lo tienes.
—Sí —dijo Wayne, el mejor amigo de Jayden, fanfarroneando con sus deportivas nuevas.
Rosie mandó otro emoji de piña . Todavía no había respuesta. Su madre debía de estar ocupada.
—Eso, mequetrefe, lerda, siempre haciéndote la listilla con tus palabrejas. —Connor, el tercer miembro del trío, pateó la mochila de Rosie, y cayó todo lo que había dentro.
La señorita Metcalf se dirigió hacia Rosie.
—¿Y bien…?
Rosie se puso como un tomate. Wayne señaló la mochila de Rosie con la cabeza para que la señorita Metcalf la mirase. Y ahí estaba, en el suelo. La señorita Metcalf se agachó y recogió su copia desaparecida de Jane Eyre.
«¡¿Qué?! ¡No he sido yo!». Alguien lo había metido ahí… era una trampa para incriminarla. A Rosie se le llenaron los ojos de lágrimas. Parpadeó. Nada de llorar, aquí no, no delante de ellos.
—Castigada —se mofó Jayden.
«No dejes que te afecte», oyó de nuevo la voz de su madre en su cabeza. Tragó saliva. «No dejes que te vean llorar».
Pero no podía asumir la culpa. Tenía que regresar a casa a tiempo, por su madre. Mamá había estado muy callada por la mañana, así que Rosie sabía que la necesitaba, y que la estaría esperando, y le había prometido que iría a por leche, y… y…
De repente, alguien llamó a la ventanilla de la puerta. Entró la secretaria del cole, le susurró algo al oído a la señorita Metcalf y esta se puso blanca como el papel. Miró a Rosie con el ceño fruncido mientras escuchaba a la secretaria. Al terminar, la señorita Metcalf carraspeó y dijo:
—Rosie Frost, ve al despacho del director inmediatamente.
«¿Qué…? ¡Pero si no he sido yo, no he sido yo!». A Rosie se le encogió el estómago. Se sacó el móvil del bolsillo disimuladamente y lo miró; le mandó otro emoji de piña a su madre: .
Al levantarse, la silla chirrió en el suelo de linóleo. Todos la miraban mientras se acercaba a la secretaria. Sin duda, no era su mejor semana.
Rosie entró en el austero despacho del director, escasamente amueblado; los archivadores de hojalata grises estaban medio abiertos y sobresalían los papeles. El director la saludó con la cabeza, pero su expresión no dejaba entrever nada.
Tic, tic, tic; el reloj de la pared cortaba el silencio.
—Toma asiento —dijo al final.
Rosie se sentó en la silla de plástico duro delante de su escritorio. Se le tensaron los músculos de las piernas; ya fuera porque marcar el ritmo la hacía sentirse más cómoda, o por los nervios, empezó a mover el pie.
El director era un hombre pálido, y se estaba quedando calvo. Su piel, casi traslúcida, hacía juego con las paredes grises del despacho. Se aclaró la garganta.
—La vida no va siempre como nos gustaría. —Tosió—. A veces es así, no hay vuelta de hoja.
El reloj seguía con su tictac como si estuviese de acuerdo. Rosie se mordió el labio. ¿De qué estaba hablando?
—No he hecho nada —le soltó.
Una policía y un hombre con traje gris entraron al despacho.
A Rosie se le aceleró el corazón. Ay, no, ¿la iban a arrestar? ¿A expulsar? ¡¿Por el libro de la señorita Metcalf?!
La agente se quitó el sombrero. Ponía cara de póquer.
El hombre que la acompañaba llevaba consigo un documento y un pequeño maletín rojo de piel. Era la primera vez que lo veía; no era de la escuela. La policía saludó al director, que le devolvió el saludo como si fuese una indicación para proseguir.
—Primero, he de decirte que soy la inspectora jefe Clarke —empezó a decir la policía con voz calmada, mirando a Rosie directamente.
—Y yo soy Colin Fletcher, abogado —se presentó el hombre del traje gris atusándose el pelo.
—No es fácil decirte esto…, pero traigo malas noticias para ti —dijo la inspectora jefe Clarke, carraspeando—. Me han pedido que te diga…
«¡No! Ay, no, esto es injusto». El castigo no era proporcional a la falta. Además, ¡ni siquiera era culpable! Su madre estaría muy decepcionada; ahora no podría soportarlo.
—Siento decirte… —dijo la inspectora jefe Clarke—. Tu madre… —volvió a detenerse a media frase.
«Estará muy decepcionada, lo sé. Por favor, no se lo diga».
—¡No he sido yo! —soltó Rosie.
—Ha fallecido esta mañana —dijo la inspectora, poniéndole una mano en el hombro.
Rosie frunció el ceño. ¿Qué estaba diciendo? «¿Qué?». Se le escapó una risita nerviosa.
—¿Qué…?
—Tu madre ha muerto —la interrumpió el abogado. La miró con cara seria.
Rosie sintió que le empezaban a temblar las piernas.
—Un momento, ¿qué?, no, me he metido en un lío, por eso estoy aquí. Porque la he liado, ¿vale? ¡Yo he cogido el libro!
Rosie sacó el móvil y mandó más a su madre. Las palabras del abogado le taladraban la cabeza, pero se negaba a escucharlas. ¿Qué clase de perturbado diría algo así?
—Hemos recibido instrucciones precisas para proceder según sus últimas voluntades. Debes partir inmediatamente hacia la isla Heliotropo. Ahora te llevarán a casa para que puedas hacer las maletas. Ya nos hemos ocupado de todo.
—De ninguna manera, no puedo irme sin más. —Rosie negó con la cabeza.
«¿La isla Heliotropo? ¿Qué?».
—Tienes mucho que asimilar, pero es lo mejor. Es la voluntad de tu madre —dijo la policía, que ahora había suavizado la mirada.
—No me creo absolutamente nada. ¿Dónde está? —exigió. Se encontraba fatal, como si estuviera delirando por la fiebre; no entendía lo que le estaban diciendo.
—Habrá una investigación forense y entonces tendremos más respuestas.
—Tenemos un gato… no, debo ocuparme de Muffin —tartamudeó Rosie. Le retumbaba la cabeza. «Ay, no, ahora no». Sintió un cosquilleo en la nariz, y la habitación daba vueltas. Ay, no, ¿le iba a pasar? No, ahora no, ahora no era el momento. Se tocó la nariz con el dorso de la mano y miró hacia abajo buscando la señal de alerta, la primera gotita roja. Nada, gracias a Dios. Suspiró con alivio. La nariz le había sangrado toda la vida; cada vez que se estresaba aquello parecía una peli de terror. Pero su madre siempre le decía: «Respira, todo irá bien». Por suerte no había ocurrido. «¿Qué estaba diciendo ese hombre sobre mi madre? ¿Dónde está mamá?». No sabía cómo reaccionar.
Respiró profundamente y siguió moviendo el pie, hasta que, de algún modo, logró recuperar el control.
—Lo siento, Rosie, seguro que esto es muy duro para ti.
Los adultos la miraban con lástima.
Rosie tragó saliva. «No, no, no…». Eso no podía estar pasando. Y, además, ¿quién era ese tipo? En cualquier momento recibiría un aluvión de emojis de piña de su madre. Seguro que solo estaba ocupada.
—Y que te quede muy claro: aún no puedes abrir esto —dijo el abogado mientras le enseñaba el maletín rojo—. Contiene algo muy especial que tu madre consideraba importante que tuvieses. Algo que, según sus propias palabras, te revelará quién eres en realidad.
«¿Quién soy? Yo ya sé quién soy, ¡y quiero a mi madre!». Apretó el teclado del móvil y mandó otra hilera de emojis de piña:
. Seguía sin haber respuesta.
—Pero, repito, es fundamental que no abras este maletín hasta que llegues a la isla Heliotropo, y que lo abras solamente en presencia de la señorita Churchill —dijo, mientras se lo tendía—. La isla Heliotropo es un lugar único y de una gran belleza, que alberga una escuela para educar a jóvenes excepcionales.
¿¿¿De qué estaba hablando??? Cogió el maletín con manos temblorosas. Se le empezaba a entumecer el cuerpo y se le humedecieron las mejillas. De pronto, empezó a brotarle un líquido rojo de la nariz.
—Creo que también necesitas esto —añadió el hombre, pasándole un pañuelo y señalándose la nariz.
Rosie Frost se limpió la nariz con el pañuelo y se quedó mirando fijamente el puntito carmesí. La señal… iba a ocurrir. No, eso no podía estar pasando. La habitación empezó a dar vueltas.
No quería eso, ahora no, pero lo que menos quería era ir a una isla de la que no había oído hablar nunca. Solo quería a su madre.
Capítulo 2
EL VIAJE A LA ISLA HELIOTROPO
MIÉRCOLES, 30 DE NOVIEMBRE. AL FINAL DE LA TARDE.
DOS DÍAS ANTES DEL RETO DEL LAGO NEGRO.
El helicóptero daba sacudidas y descendía como botando, y se le revolvió el estómago. Rosie seguía algo desorientada. ¿Qué narices estaba pasando? Después de fregar los restos de la épica hemorragia nasal que parecía la escena de un crimen, la habían llevado a casa para preparar una maleta con artículos esenciales y darle su gato, Muffin, a la señora Yates, que estaba al otro lado del pasillo. Después, el abogado, Colin Fletcher, la llevó al helipuerto, la subió a bordo y le dijo adiós desde la pista. Llevaban volando una media hora y el viaje había sido una auténtica tortura.
«Ay, no, por favor. Estoy… estoy…».
«¡Basta!», gritó Rosie mentalmente. Pero ya era tarde. No podía aguantar mucho más y vomitó en la bolsa de papel los cereales del desayuno. Se alegró de no haber comido nada después.
—Lo siento —gritó el piloto por encima del zumbido de las aspas del rotor—. Ya no queda nada.
Rosie se limpió la cara con el dorso de la mano, dobló la parte superior de la bolsa de papel y la dejó en el suelo, entre los pies. Arrugó la nariz y bebió un poco de agua. El sabor agrio permaneció en su boca como aferrado al metal de los aparatos.
Rosie miró al frente e hizo rodar los números del candado del viejo maletín rojo, hacia atrás y hacia delante, una y otra vez. Lo sujetaba fuerte contra su pecho, como si fuera su osito de peluche favorito, que estaba a buen recaudo dentro de la maleta. Pasó los dedos por los números del candado una vez más. Ya lo había intentado con su fecha de cumpleaños y la de su madre, había buscado en Google cómo descifrar una combinación, pero nada había funcionado.
El abogado le había dicho en el coche que la señorita Churchill era la única persona que conocía la combinación y que podía explicarle el contenido del maletín. Era pesado y antiguo, y seguramente contenía algo que había pertenecido a su madre. No tenía ni idea de lo que podría ser. Por lo que sabía, su madre no poseía nada valioso. Desde luego, no eran de esa clase de gente que tiene reliquias familiares ostentosas. Su madre era escritora autónoma y lo compaginaba con otros trabajos que la ayudaban a llegar a fin de mes; incluso se había visto obligada a vender las pocas joyas que tenía para pagar las facturas cuando pasaron estrecheces económicas. Casi todo lo que le quedaba a Rosie de su antigua vida había desaparecido, hasta su gato atigrado.
No sabía qué albergaba aquel maletín, pero rezaba para que le diera alguna respuesta sobre lo que le había pasado a su madre y por qué tenía que ir a esa misteriosa isla.
El helicóptero dio otra sacudida, el maletín se le escapó de los brazos y acabó en el suelo, emitiendo un ruido sordo. ¿Se habría roto el contenido? Se desabrochó el cinturón de seguridad, recogió el maletín a toda prisa, se lo llevó al pecho de nuevo y volvió a abrocharse el cinturón.
Estaban sobrevolando una enorme extensión de aguas azules cuando en la distancia apareció una masa de tierra. «Eso debe de ser la isla Heliotropo». Era una pequeña isla al suroeste de Inglaterra, justo al final, donde sumergía el pie en el Atlántico, le había explicado el abogado. La isla se veía oscura y misteriosa a lo lejos, envuelta en la niebla invernal; al fondo, el sol empezaba a ponerse.
El piloto giró bruscamente a la derecha y empezaron el descenso. La isla cada vez estaba más cerca; las espumosas olas del océano chocaban con los acantilados del sur de la isla. El aterrizaje fue algo accidentado y a Rosie le castañetearon los dientes. Se hincó las uñas en las palmas hasta que el helicóptero aterrizó al fin y se detuvo por completo.
—Esta es tu parada —dijo el piloto, mirándola por encima del hombro. Las palas del helicóptero seguían girando; parecía que el hombre no tenía intención de quedarse más tiempo del necesario—. Mi turno del día ya ha terminado. Bájate, niña.
—¿Y ahora adónde voy? —preguntó Rosie.
—Sigue ese camino. —Le señaló una senda que llevaba hasta unos árboles—. Te llevará hasta la puerta principal.
Rosie se desabrochó el cinturón, se quitó los auriculares que le había hecho ponerse y abrió la puerta. Bajó del helicóptero sin soltar el maltrecho maletín rojo, que aún llevaba bajo el brazo. Las aspas del rotor sonaban aún más fuertes fuera de la cabina, y se agachó, preocupada porque pudieran arrancarle la cabeza de cuajo.
—Todo el mundo se agacha —dijo el piloto entre risas.
Rosie hizo una mueca e intentó mantenerse bien erguida, mirando al piloto con el ceño fruncido. Sacó la maleta de la cabina, pero no sabía qué hacer con la bolsa de papel llena de vómito. ¿Cuál era el protocolo para una bolsa de vómito? La dejó donde estaba, en el suelo, disculpándose mentalmente con quienquiera que se la encontrara más tarde, y cerró la puerta. Cuando ya estaba a varios pasos de distancia, el piloto se despidió con un ademán y volvió a concentrarse en los mandos. El ruido del motor se intensificó hasta convertirse en un sonido muy agudo, mientras el helicóptero se elevaba del suelo, lo que provocó que el viento le azotara el pelo a Rosie. Los mechones cobrizos le cubrieron el rostro y le oscurecieron momentáneamente la visión. Al cabo de un momento, helicóptero y piloto se habían ido… y ella estaba sola.
Miró a su alrededor. El sol susurraba los últimos rayos de luz a través del cielo crepuscular, pero bastaba para que Rosie pudiera orientarse. El aire de finales de noviembre era frío y denso, punzante en contacto con la piel. El camino de grava estaba justo delante, donde el piloto le había indicado, así que se dirigió hacia allí y comenzó a seguirlo. El suelo estaba embarrado y las piedrecillas se quedaban atascadas en las ruedas chirriantes de su maleta, pero siguió avanzando entre profundos suspiros, mientras arrastraba sus pertenencias. Aquellos grandes árboles con sus enormes ramas la abrumaban; los árboles, los arbustos y la maleza le causaban una sensación… extraña. No eran como la vegetación que había en casa.
—¡Ay! —Se estremeció cuando una hoja puntiaguda le rozó la piel. Se puso tensa.
—Hummm, la la la… hummm, la la la. Estoy bien, estoy bien —tarareaba, tratando de distraerse.
«Ojalá estuvieras aquí conmigo, mamá», pensó mientras acariciaba las duras hojas verdes.
Ojalá pudiera tomar la mano de su madre, ver su cara y decirle cuánto la quería. Rosie deseaba más que cualquier otra cosa que su madre siguiera allí, con ella. Ella conseguía que todo fuera bien.
Pero el simple hecho de pensar en su madre era como caer en un agujero sin fin, como lanzarse a la oscuridad.
«¿Por qué está pasando esto? ¿Por qué? ¿Por qué me has enviado aquí?».
A esta escuela en particular, en esta isla en concreto.
La idea de no volver a ver a su madre era como un dolor punzante que le desgarraba el corazón.
Al cabo de poco, vio que la senda terminaba de forma abrupta ante unas puertas de hierro. Más allá de las puertas había un largo camino de entrada para coches y una enorme mansión de ladrillo rojo, y junto al camino principal había un enorme lago negro. Puso unos ojos como platos: incluso a pesar de la distancia, tenía una presencia tan imponente y desafiante a la luz de la luna que captaba toda su atención. Era el lago más grande que había visto jamás. Se extendía desde la misma entrada del edificio.
Se acabó lo que se daba; ya no había vuelta atrás. A fin de cuentas, tampoco tenía adónde ir. Se puso la capucha, le dio un tironcillo a la maleta y la arrastró hacia la entrada. El maltrecho maletín rojo seguía bajo el brazo.
Rosie frunció el ceño, no soportaba verse así, tambaleándose cual cervatillo nervioso. Acabar abandonada en esa isla, en medio de Dios sabía dónde, no era exactamente lo que tenía en mente. Isla Heliotropo… Nunca había oído hablar de aquel lugar hasta esa mañana.
Consultó su reloj Flik Flak. Era demasiado mayor para llevarlo, pero no quería quitárselo. Era un regalo de cumpleaños de su madre. Lo había vuelto a encontrar esa tarde mientras hacía la maleta y se lo había puesto sin dudar. Se ciñó la correa.
—Sigue adelante —susurró respirando hondo y con decisión. «Sé fuerte». Eso es lo que su madre hubiera querido.
Se negaba a ser la típica huerfanita asustadiza de cuento: Oliver Twist, Cosette, Mowgli, Cenicienta…, todos eran vulnerables y solitarios. Ella no tenía por qué ser ese tipo de huérfana. No quería que la compadecieran; no quería que nadie sintiera pena por ella. Nunca.
No pensaba llorar, aunque en realidad ese fuera su futuro. Además, todos arrastraban historias bobas; Cenicienta se montaba en un carruaje que era una calabaza y vestía de gala. No, lo suyo era la vida real.
El príncipe azul no vendría a salvarla.
Su madre tampoco.
Ahora solo se tenía a sí misma.
Capítulo 3
LA INICIACIÓN DE ROSIE
MIÉRCOLES, 30 DE NOVIEMBRE. POR LA TARDE.
DOS DÍAS ANTES DEL RETO DEL LAGO NEGRO.
Cuanto más se acercaba Rosie a la mansión, más grande y amenazadora le parecía. Estaba iluminada con numerosos focos y las sombras serpenteaban por sus paredes de color rojo sangre. Sacudió la cabeza y siguió caminando hacia la entrada. Estaba tan ensimismada que no reparó en el pájaro gigante hasta que lo tuvo prácticamente encima. Se estremeció y dejó escapar un grito ahogado.
Pero el pájaro no se movió y Rosie se rio de su propia estupidez: no era de verdad. Estiró el cuello para mirarlo. A la luz de la luna, encima de ella resplandecía un monumental halcón blanco y dorado, con las alas desplegadas, posado sobre las dos enormes hojas de unas puertas de hierro. Era majestuoso e imponente, como si vigilara el edificio que había detrás. El ave sujetaba entre sus garras un letrero de metal con unas letras grabadas en bronce, desgastadas por el tiempo.
BIENVENIDOS A LA ESCUELA HEVERBRIDGE
Las puertas estaban ligeramente entreabiertas, como si la retaran a entrar. Se coló como pudo por la abertura y cruzó un puente levadizo de verdad (con sus tablones que crujían al pasar y todo), suspendido sobre un foso turbio y estrecho. Era como si hubiera viajado en el tiempo. Más adelante la aguardaba el lago negro con todo su helado esplendor. Junto al lago discurría un sendero recto que conducía a un patio semicircular donde se alzaba la enorme mansión.
Rosie arrastró los pies por la grava para quitarse el barro de las botas. De cerca, los ventanales del edificio eran enormes y sus imponentes puertas de madera parecían las fauces de un monstruo a punto de tragársela.
Aferrada al maletín rojo, subió los tres escalones de piedra hasta la entrada y llamó al timbre. Sonó como en las típicas películas antiguas de terror. También había un olor extraño en el aire, como a óxido y a velas.
Esperó con los pies helados. Se asomó por la ventana más cercana, pero estaba demasiado oscuro y no alcanzaba a ver el interior. ¿Vendría alguien? Volvió a pulsar el timbre, pero se detuvo. Oyó una especie de clic-clac proveniente del interior del edificio. Los pasos se hicieron más sonoros y las grandes puertas se abrieron con un chirrido.
—¿Rosemary Frost? —preguntó una voz imperiosa desde el interior—. Me llamo señor Hemlock y la estaba esperando. Es usted una pezqueñina con suerte… No se quede ahí pasmada. —Cerró la puerta en cuanto Rosie pasó y se resguardó por fin del frío. Dentro, el suelo de piedra pulida brillaba y se percibía un olor a cuero viejo. Los grandes ventanales estaban cubiertos por gruesas cortinas semejantes a tapices, y una enorme araña de cristal colgaba orgullosa en el centro del oscuro vestíbulo. Un conejito blanco cruzó una puerta arqueada dando saltitos y subió corriendo por una escalera de caracol.
Con porte regio, el señor Hemlock atravesó el vestíbulo en dirección a la escalera. Rosie lo siguió sin demora. El hombre tenía algo que la hacía sentirse pequeña e insignificante. Llamaba mucho la atención: era alto y delgado, con una mandíbula fuerte, y llevaba un traje de color blanco inmaculado. Los zapatos de charol color crema brillaban tanto que una podía verse la cara reflejada en ellos; además, repiqueteaban al andar, como si fuera golpeteando el suelo. Se pasó una mano por el pelo rubio engominado, cuidadosamente peinado y con la raya al lado.
—¿Será usted algo más que un estorbo pueril en esta nuestra escuela? —dijo con voz afectada.
Rosie se quedó con la mirada perdida; no había entendido muy bien la pregunta.
—Perdóneme —dijo con una sonrisa escueta, suavizando el tono de su voz—. Solo por curiosidad, ¿qué clase de estudiante es?
—Esto… hummm… Me dijeron que preguntara por la señorita Churchill —balbuceó Rosie—. Es la única que puede abrir esto. —Levantó el viejo maletín rojo. El corazón le palpitaba a toda velocidad por la expectación. ¿Qué contenía? Por fin lo sabría.
—Interesante. Deje que se lo coja yo —ronroneó, extendiendo los brazos hacia Rosie para cogerle el maletín.
Ella dio un paso atrás y apartó el maletín para impedírselo.
—Me han dicho que tengo que abrirlo con la señorita Churchill, con nadie más. Contiene algo muy importante. Tengo instrucciones estrictas: solo puede ser ella.
El hombre inclinó la cabeza.
—Me temo que la señorita Churchill está fuera ahora mismo. No te apures, yo me ocupo. Estará más seguro conmigo.
A la niña se le hizo un nudo en el estómago. «No pienso permitir que te lleves esto. Es de mi madre. No».
—Soy el director en funciones de la escuela. Quizá no se ha fijado en mi placa. —Enarcó las cejas y se tocó la solapa de la chaqueta con un dedo huesudo. En una gran insignia prendida con un alfiler se leía SR. HEMLOCK: SUBDIRECTOR—. Aquí en Heverbridge, los alumnos destacan por su obediencia, así que espero que no tengamos ningún problema con usted. —Apretó los labios, visiblemente molesto por el hecho de que ella no acatara inmediatamente sus órdenes—. Esto es una academia de élite. Tiene el gran privilegio de estar aquí —añadió.
Los pilares de la gran mansión se cernían sobre ella, oscuros y premonitorios. Rosie no se sentía nada privilegiada, en realidad. Quería estar de vuelta en Londres, en su pisito de la esquina del bloque. Con su madre y también con Muffin. No era gran cosa, pero allí había sido feliz …, más o menos.
Hemlock empezó a parlotear sobre los valores fundamentales de Heverbridge. Rosie se sintió sofocada por el intenso tufillo a loción para después del afeitado que desprendía. ¿De qué estaba hablando?
—Bla, bla… Heverbridge… normas… bla, bla, bla.
Sujetó el maletín rojo con más fuerza; le flaqueaban las piernas, el largo viaje empezaba a hacer mella. «Estoy agotada». Si aquel hombre era el subdirector, quizá podría ayudarla con el maletín en lugar de la señorita Churchill.
Hemlock se giró sin terminar la frase cuando una chica salió por una de las puertas que daban al pasillo. Parecía más o menos de la edad de Rosie y lucía una melena oscura y sedosa que le caía por la espalda formando una cascada impecable. «Parece salida de un anuncio de champú», pensó. La chica se detuvo de golpe al ver a Rosie y a Hemlock.
—Ottilie, ¿qué hace deambulando por ahí? —le preguntó el subdirector.
—La señorita Eliot me ha pedido que compruebe si ha cerrado la biblioteca, señor —respondió la chica.
—Bueno, pues hágame un favor. Le presento a Rosie. Acaba de llegar… con una beca, la muy suertuda. —Sonrió—. ¿Sería tan amable de acompañarla a su habitación y, de camino, enseñarle los lugares que debe conocer?
—Por supuesto, señor Hemlock —respondió Ottilie, exhibiendo una sonrisa perfecta.
—Muy bien —dijo el subdirector—. Ah, y, Rosie, se ha perdido la cena. Espero que ya haya comido.
A Rosie le rugió el estómago. No había comido nada desde el desayuno y lo había vomitado todo en el helicóptero. Sacudió la cabeza.
—Ay, pobre, debe de tener mucha hambre —añadió esbozando una sonrisa tensa, tras lo cual se inclinó hacia delante y le arrebató con delicadeza el maletín de las manos.
No sabía muy bien por qué, pero Rosie dejó que se lo llevara. Estaba entumecida y no encontraba las palabras para oponerse.
—Adiós, señorita. —Y, sin más, Hemlock giró sobre sus talones y desapareció por el pasillo, llevándose consigo el maletín.
«¡No, no! Es de mi madre. Po