Carmen Balcells, traficante de palabras

Carme Riera

Fragmento

1. A manera de introducción

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A manera de introducción

Carmen Balcells me cambió la vida. Lo he repetido muchas veces como si el hecho fuera algo extraordinario. Lo fue, en efecto, para mí, aunque no para ella. Para ella, cambiar la vida de sus escritores, hacerla mucho más digna y confortable, era algo ordinario. Entraba en su día a día, en su manera de entender el trabajo de agente literaria, si le caías bien o si consideraba que tenías un mínimo talento en el que valía la pena invertir.

Invertir en el talento de los creadores formaba parte de su negocio. Un negocio sumamente rentable, ya que seis de sus representados, entre ellos dos de los más cercanos y más queridos, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, consiguieron el Premio Nobel. Las obras de ambos supusieron durante una larga época un alto porcentaje de los ingresos de la agencia. Cuentan que un día, a la pregunta de García Márquez: «¿Me quieres, Carmen?», ella le respondió: «No te puedo contestar. Eres el 36,2 por ciento del total de la facturación». Ese sentido del humor aplicado a los números, de los que debía ocuparse para que sus autores pudieran dedicarse a las letras, fue una constante. Solía referirse a sí misma como una administradora de fincas literarias, una traficante de palabras e incluso una mujer de papel. No se comportó del mismo modo con la larga lista de escritores que llegó a representar, pero sí con la mayoría. Muchos, además de sus clientes, fueron sus amigos, para los que organizó almuerzos y cenas exquisitos con los platos predilectos de cada cual. Unas veces cocinados por Lola Carmona, la persona que estuvo en casa de Carmen más de cincuenta años, y cuyos arroces de bacalao entusiasmaban a los García Márquez; otras veces, por los mejores cocineros, los más elegantes y sofisticados del momento, como Ferran Adrià, del restaurante El Bulli, que sirvió un memorable menú en homenaje a Mario Vargas Llosa, de paso por Barcelona tras recibir el Premio Nobel en 2010, o quizá antes, puesto que no era necesario llegar a conquistar el Nobel para que Balcells organizara un convite de alta gastronomía en honor de un autor. Cuando en 1995 apareció Tiempo de beleño, de Javier Fernández de Castro, su agente quiso celebrarlo en el restaurante La Fuencisla de Madrid con una comida basada exclusivamente en los ingredientes mencionados en la novela.

Cuando se cambió de casa, prestó a algunos de sus autores el piso que tenía en la barcelonesa calle de Benedicto Mateo, 24 —hoy Benet Mateu—, del barrio de Sarriá, para que pudieran escribir sin apuros. Por allí pasaron Antonio Rabinad —un grandísimo novelista con poca fortuna, que se ganó la vida como librero de viejo, al regresar a Barcelona tras una larga estancia en Venezuela—, el escritor y guionista cubano Senel Paz, el editor y librero colombiano Ricardo Arango y Mario Vargas Llosa con su segunda mujer, Patricia, entre algunos más. Otros se refugiaron temporadas en Santa Fe de la Segarra, invitados por la agente, para encontrar la tranquilidad necesaria con la intención de trabajar en un nuevo libro, como Manuel de Lope.

Celebró con muchos de nosotros los premios que conseguimos, invitando a nuestras familias y amigos. Recuerdo que en 1995 asistí en el restaurante Casa Leopoldo al almuerzo que le ofreció a Manolo Vázquez Montalbán, al que tanto quiso, cuando ganó el Premio de las Letras. Pocos días después me tocó el turno a mí, en una cena en el Via Veneto, cuando me concedieron el Premio Nacional de Narrativa.

Organizó fiestas majestuosas en su casa de la calle Anglí y, más adelante, en los pisos que alquiló sobre el despacho de la agencia, en la avenida Diagonal, 580, con motivo de los cumpleaños de sus autores más cercanos, Juan Marsé o José Luis Sampedro, o de sus amigos más queridos, Luis Feduchi o Luis Izquierdo.

Atendió a muchos de los escritores hispanoamericanos de paso por Barcelona con diversos agasajos, en los que nunca faltaban flores enviadas a sus hoteles ni taxis a su disposición —se llegó a asegurar que tenía una flota de su propiedad— esperando en la puerta. Les prodigó cuantas exquisiteces gastronómicas le parecieron apetecibles, tanto a los recién representados, casi acabados de conocer —tal fue el caso de Isabel Allende en 1982, a la que ofreció un festín con caviar iraní en abundancia, «como nunca antes había visto»,[1] según cuenta ella misma—, como con los más veteranos en sus afectos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Nélida Piñón, casi siempre alojada en casa de Carmen, o Carlos Fuentes.

Dio «becas» para que pudieran dedicarse a terminar obras iniciadas a autores desconocidos en los que confió y ayudas mensuales a otros conocidos que pasaban apuros, no siempre a cuenta de futuros derechos.[2] En ambos casos, a menudo no recuperó el dinero subvencionado, bien porque el libro, una vez terminado, no encontrara editor, bien porque las cantidades sufragadas no tuvieran la posibilidad de retorno y fueran consideradas un regalo. El hecho de perder ese dinero no le importaba; sí, en cambio, lo que suponía de fracaso creativo por parte de los escritores. La cantidad gastada en la inversión que, como cualquier otra, podía haber obtenido ganancias o pérdidas era lo de menos.

En algún caso, el mero ofrecimiento fue un éxito rotundo, como la llegada a Barcelona de Mario Vargas Llosa. Cuentan que Carmen le garantizó un sueldo pagado por la agencia para que dejara el Queen Mary College, donde enseñaba literatura hispanoamericana, abandonara Londres, se instalara en Barcelona y pudiera dedicarse en exclusiva a escribir. No obstante, según el testimonio del propio Vargas Llosa,[3] aunque hizo caso a Carmen y se trasladó con su familia a Barcelona, no recibió ningún estipendio fijo, los tantas veces citados quinientos dólares, de parte de su agente. En cambio, me asegura que, gracias a Balcells, pudo empezar a vivir con holgura de los derechos de autor, ya que esta se ocupó de situarlo convenientemente en el mercado editorial, como corroboran los biógrafos del novelista.[4]

La oferta al futuro premio Nobel sí marcó un precedente, que en este caso a Balcells le salió redondo. Manuel Vázquez Montalbán se refirió con ironía al trabajo de la agente, que consistía en:

El empeño prometeico de robarles los autores a los editores para construirles la condición de escritores libres en el mercado libre. Hasta Carmen Balcells, los escritores [...] firmaban contratos vitalicios con las editoriales, percibían liquidaciones agonizantes y, a veces, como premio, recibían algunos en especie, por ejemplo, un jersey o un queso Stilton. Muchos escritores padecían el síndrome de Estocolmo con respecto a los editores, y se cuenta que un famosísimo y hoy venerado gran autor catalán se amoscó cuando le ofrecieron un cheque en blanco y prefirió seguir en régimen de producción esclavista. Demasiado dinero. El oferente no podía ser serio.[5][*]

En efecto, creo que ningún agente ha defendido de una manera más enconada y decidida a sus escritores ni ha luchado más para que los contratos entre escritores y editores no supusieran una cadena perpetua para los primeros, ya que en algunas editoriales se exigía que los autores cedieran sus derechos de por vida y, en otras, los contratos eran inexistentes o no se cumplían, como me sucedía a mí.

Cuando en 1979, desde la Agencia Balcells, Magdalena Oliver se puso en contacto conmigo para preguntarme si quería que me representaran y acordar una cita con Carmen, me pidió que le llevara los contratos firmados hasta la fecha. Por entonces, la relación con mi editor, Alfonso Carlos Comín, era tan buena como económicamente nula. Él, con sus habilidades de seductor y la gracia híbrida de su discurso —cristiano entre los marxistas y marxista entre los cristianos—, me había convencido para que yo no reclamara las cantidades que la editorial Laia me adeudaba desde 1975, año en que apareció Te deix, amor, la mar com a penyora, que se reeditó sin parar durante aquella época. Me persuadió diciéndome que, de ese modo, yo ayudaba a otros compañeros míos, cuyos libros podrían publicarse aunque no se vendiesen, ya que yo tenía la fortuna de haber conseguido todo lo contrario. Recuerdo perfectamente la cara que puso Carmen cuando se lo conté. Recuerdo su sonrisa, primero, y su risa franca, después, y mi desconcierto. En aquellos momentos —una mañana de lunes de finales de marzo que ya apuntaba maneras primaverales— no supe interpretar si su sonrisa entre irónica y condescendiente la provocaba mi ingenuidad —le conté lo que ocurría con mis contratos, convencida de las bondades de la justicia distributiva que Comín ejercía en la editorial— o si la carcajada que siguió a la sonrisa que me había dedicado mientras le describía mi situación la motivaba por adelantado imaginar la cara que pondría el editor cuando ella le dijera que a partir de entonces se entendería con la agencia y no con la tonta del bote que era yo.

Carmen, no desplegó, el día en que la conocí, sus habilidades hiperactivas, que tantas veces pude observar después y que tan admirados solía dejar a quienes la visitaban, pues era capaz de dar órdenes, atender llamadas, reclamar la inmediata presencia de alguno de sus empleados, sin dejar por ello de escucharte con solicitud,[6] tomando notas en sus cuadernos amarillos, en los que apuntaba la estrategia que había que seguir en cada caso. En el mío, por supuesto, acertó. Desde entonces no solo cobré derechos de autor por los dos libros de narraciones publicados en Laia, sino por todos los que he ido publicando hasta el día de hoy. Además, a partir de aquel momento, por esas misteriosas afinidades que surgen de manera espontánea entre las personas, me convertí en amiga de Carmen Balcells. Debo decir, no obstante, que antes pasé algunas pruebas.

En aquella primera visita a su despacho de la agencia, en el piso principal del número 580 de la avenida Diagonal de Barcelona —en el nomenclátor de entonces llamada del Generalísimo Franco—, me preguntó de manera directa, una de sus características, sin mediar el más mínimo circunloquio, por mis orígenes, por mis padres. «¿Eres de buena familia?», me espetó de pronto. Luego quiso saber mi estado civil, como se decía en aquella época, dónde vivía y de qué, además de mis aficiones. Tiempo después tuve ocasión de comprobar que Carmen deseaba saberlo todo de cuantas personas le interesaban mínimamente, por una enorme curiosidad innata, la misma que le llevaba a coger el teléfono cuando sonaba a cualquier hora, porque no podía soportar no enterarse de quién llamaba y para qué, no fuera a ocurrir que esa llamada pudiera cambiarle la vida. Necesitaba abarcarlo todo, controlarlo todo y no permitía que se le escapara el más mínimo detalle.

A veces, durante las entrevistas de trabajo para escoger empleados o colaboradores, hacía alguna pregunta que dejaba descolocado al personal. A Jorge Manzanilla le pidió que le concretara «cuál era su anclaje en la angustia universal».[7] Al parecer, tamaña cuestión era una pregunta que en su día le habían hecho a García Márquez o que quizá García Márquez, con su particular e ingenioso sentido del humor, le había contado a Carmen Balcells que alguien le había hecho. Se trataba, tal vez, de una broma inventada por el escritor colombiano. He podido averiguar que la frase aparece en una carta de García Márquez a Alfonso Fuenmayor, datada precisamente en Barcelona.[8]

En mi caso, excepto eso de si era de buena familia, que me chocó y que alguna otra vez también le oí preguntar a personas variopintas e incluso a algunas conocidas y reconocidas, como el editor Emiliano Martínez, el interrogatorio no incluyó nada extravagante. Ni siquiera trató de averiguar quiénes eran mis escritores predilectos, como haría con Laura Freixas[9] cuando, muy joven, entró en la agencia, o cuáles eran los motivos que me impulsaban a publicar, como le ocurriría a Rosa Montero.[10] Mis respuestas debieron de parecerle apropiadas, y unas semanas más tarde me invitó a cenar con mi marido a su casa, cerca de donde entonces vivíamos nosotros. Carmen había convidado a otros escritores, más que amigos, clientes suyos, enfatizó con gran jolgorio mientras me los iba presentando.

No sé si aquel convite incluía otra prueba o quizá ya solo media. Por mi parte, tuve que vencer mi timidez infinita y hablar con el comensal que me tocó al lado, Lluís Palomares, el marido de Carmen, una persona estupenda y un gran lector, con el que enseguida congenié y a quien después quise mucho. Ya aquel día me pareció que la relación entre Carmen y Lluís más que matrimonial era fraternal, con lo que eso implica a veces de diversas y variopintas crueldades, más o menos manifiestas según la ocasión, algo que pude ir constatando a lo largo de más de treinta años de amistad.

Escribir sobre una persona que se ha convertido en personaje no es fácil, y menos aún sobre alguien que ya en vida ha sido considerada un mito, porque existe la tentación de caer en lo hagiográfico, algo que, por descontado, trataré de evitar. Carmen tuvo muchas virtudes, y bastantes defectos, por más genial que la consideraran algunos. Yo la primera. Aunque ya se sabe que los genios no lo son para su ayuda de cámara pero ese no fue mi empleo respecto a la señora Balcells.

Glòria Gutiérrez, que desde 1983 ha trabajado en la agencia ejerciendo diversos puestos de responsabilidad, asegura que Carmen Balcells podía ser desconcertante porque los genios lo son. Aunaba, como tal, «una enorme inteligencia, una extraordinaria capacidad de improvisación y una peculiar estrategia».[11]

Carina Pons, otra pieza fundamental de la agencia, hace hincapié en su gran inteligencia: «Cuando tú ibas, ella ya había ido y vuelto dos veces».[12]

Gonzalo Suárez, que conoció a la agente en los primeros años sesenta, cuando empezaba, la califica de genio y afirma en una entrevista de Inma Tubau que «Carmen Balcells es un emperador romano con todo lo que el cargo conlleva. Hay que serlo para llevar a cabo todo lo que ella ha hecho».[13]

Juan Luis Cebrián destaca también su inteligencia y perspicacia.[14]

El periodista Héctor Feliciano concluye: «Ella veía todo el campo. Veía los árboles y el bosque. Su perspectiva era extraordinaria y diferente a la de cualquier otro agente».[15]

Puedo dar fe de que, en efecto, tenía cualidades geniales; sin estas no habría llegado a donde llegó. En una muy importante coincidía con Picasso: en la capacidad de captar y absorber de los demás. En el caso de Picasso de las obras de los demás, como de las del pobre Georges Braque, de quien libó su etapa cubista; y en el caso de Balcells, de los escritores en general. Digamos que la agente libaba del comportamiento, las ideas, las ocurrencias, las reacciones, etcétera, los puntos que más le llamaban la atención, los más relevantes e interesantes, para una vez pasados por su filtro particular, asumirlos.

García Márquez, por ejemplo, no representó solo el 36,2 por ciento de la facturación de la agencia, sino algo mucho más importante: fue el espejo en el que muchas veces Carmen se miró, y en ese espejo destacaba el sentido del humor, la capacidad de sorprender, de quebrar la expectativa del interlocutor, la seguridad no exenta de cierta arrogancia y, muy especialmente, la fascinación por el poder y por quienes lo ejercen.

Además de esos aspectos hay otro, que, a mi juicio, los García Márquez potenciaron y sobre el que volveré más adelante: las creencias supersticiosas de Balcells, que antes de su trato con ellos o no las tenía o, si las tenía, habían permanecido absolutamente arrumbadas en el rincón más oscuro del cuarto de atrás, puesto que ninguna de las personas a las que he preguntado sobre el particular, y que conocieron a la agente durante su primera etapa como tal, vinculan su interés por el esoterismo en fechas anteriores a 1965, año en que inició su intensa relación con el autor colombiano y su familia.

Se podría pensar que la lista de coincidencias que he enumerado más arriba eran fruto exclusivo de la influencia, de una voluntaria y muy consciente imitación del autor al que Balcells admiraba con total veneración y consideraba un genio,[16] tal y como me contestó cuando le pregunté que me lo definiera, en la entrevista que en 1982 le hice para la revista Quimera;[17] sin embargo, creo que no es así, en todo caso se trataba de un aprendizaje del método.

Carmen Balcells aprendió muchísimo de García Márquez porque atesoraba en su manera de ser los ingredientes de la particular cocina del autor de Cien años de soledad, que se vieron afianzados con su constante trato. Me atrevo a sugerir que, si Balcells no le hubiera llegado a representar y no hubiese trabado con él una relación tan íntima, su comportamiento habría sido diferente. Por su parte, también él sin Balcells habría sido otro. Así lo asegura Gerald Martin:

No es extraño que Carmen Balcells adquiriera tanta importancia en su vida: se convirtió en su agente en muchos más sentidos de los que implica el mero hecho de negociar sus contratos con las editoriales. Ella lo ayudó, sin lugar a dudas, a llevar a cabo la posibilidad de ser, en la medida de que es capaz de serlo cualquier ser humano, «el dueño de todo su poder».[18]

A la muerte de García Márquez, Balcells declaró a la Agencia EFE que la desaparición del escritor generaría una nueva religión e incluso, por primera y única vez en su vida, publicó en un periódico un breve artículo, «Ha nacido el gabismo», incluido en La Vanguardia.

Espero que la vida me alcance para adorarlo y disfrutar de los primeros milagros. Seguro que hará cosas extraordinarias. Yo prometo avisarles si la primera cosa que le he pedido esta madrugada me la concede. Si hay fe, las cosas más inverosímiles suceden.[19]

También ella bromeaba conmigo sobre los milagros que haría tras su muerte para la causa de su beatificación, de la que yo habría de encargarme. El primer milagro de Carmen Balcells fue que la agencia no cerrara ni se vendiera, sino que siguiera funcionando y que además su hijo Lluís Miquel se hiciera cargo de su continuidad con el mismo equipo y sin que los más importantes autores desertaran, como algunos pronosticaban. Al contrario, desde la muerte de su fundadora, la agencia ha incorporado nuevos nombres: Alejo Carpentier, Luis Sepúlveda, Jaume Cabré, Maria Climent, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Belén López Peiró, José Morella..., y sigue luchando, como lo hizo Balcells, por la defensa de los derechos de autor y la dignidad del trabajo de los creadores.

2. La creación de un mito

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La creación de un mito

LA PERSONA Y EL PERSONAJE

Por un lado, soy corpórea, terrenal, práctica, apasionada, exigente, generosa, y por el otro, irracional, generadora inconsciente del mito que acompaña mi vida de heroína de leyendas míticas. He sido, por tanto, agente con licencia para matar, sí, pero en realidad solo con el deseo interior de ser Alicia en el País de las Maravillas o una princesa medieval, y he derramado lágrimas en las batallas, he regado maravillas con guaraná y risotto, he amado a los autores sin cámaras ni micrófonos, y he evadido miedos con mil rosas literarias. Y ahora contemplo la vida de papel y me pregunto si esta Carmen superada, transfigurada y eterna soy yo. Puede que si no lo soy, querré soñar serlo. Este será mi reto para el futuro.[1]

Así, con estas palabras, un tanto exageradas y redundantes, como suyas, se describía a sí misma Carmen Balcells en la lección magistral pronunciada en el salón de actos del rectorado de la Universidad Autónoma de Barcelona, con motivo de la concesión del doctorado honoris causa. Por entonces, ya septuagenaria, estaba segura de que su personaje había sobrepasado a su persona, y que, por su condición mítica —curiosamente repite dos veces el concepto—, le acababan de otorgar la distinción.

Para que una persona se convierta en personaje hacen falta una serie de ingredientes que no todos los humanos llevan consigo, además de un conjunto de coyunturas favorables para desarrollarlos y manifestarlos. La persona de Carmen Balcells, que atesoraba los primeros, por inteligencia, voluntad e intuición extraordinarias, no hubiera podido llegar a ser el personaje de la Superagente, sin duda la más importante de las letras hispanas, sin que en su camino se topara con una serie de encrucijadas clave. Saber escoger en cada momento la mejor ruta por donde seguir fue, sin duda, el punto de partida de su éxito. Así, desde sus comienzos, en los años sesenta, se empeñó en lograr para todos los escritores, no solo para sus representados, contratos dignos, sin las cláusulas draconianas que los ligaban de por vida a un editor. Y mucho más adelante, a finales de los noventa, cuando ya había consolidado la agencia y era una mujer poderosa, gracias, precisamente, a sus buenas relaciones con el poder, consiguió que se aprobara una norma fiscal (Real Decreto 214 de 5 de febrero de 1999, artículo 6, apartado 3) que permitiría a los escritores tributar por los derechos de autor de manera fraccionada, según los libros vendidos y no de golpe en un solo ejercicio, por las cantidades percibidas como adelanto.

Muchas veces me he preguntado si ambos logros se hubieran podido llevar a cabo sin la ambición del personaje, solo con el tesón de la persona, y creo que no. Para conseguir que los editores estuvieran dispuestos a aceptar las condiciones impuestas por la agente, Balcells necesitaba, me parece, dejar de lado su persona y entrar en liza, revestida con el pontifical de los amplios ropajes de su personaje.

Una vez, a propósito de las cláusulas de un contrato mío con la editorial Planeta, asistí al espectáculo, no puedo llamarlo de otra manera, que protagonizaron José Manuel Lara, el fundador de Planeta, y Carmen Balcells. Más que una reunión —por cierto, interrumpida por una serie de importantes llamadas telefónicas, quién sabe si presuntamente casuales, como la del rey don Juan Carlos y la del capitán general de la IV Región Militar, que le iba pasando a Lara su secretaria—, aquel encuentro me pareció el de dos tiburones en singular batalla. La agente, con rotundidad, defendía que los derechos audiovisuales debían estar excluidos y el editor se empeñaba en todo lo contrario. Balcells argüía, para que no constaran, que esos derechos pertenecían a otro ámbito distinto al literario y que, llegado el caso, podría formalizarse un nuevo contrato, pero que era inadmisible una cesión total, etcétera. Lara se empecinaba en señalar que, dado que la obra de la que se hablaba, Joc de miralls (Por persona interpuesta, en castellano) había ganado el Premio Ramon Llull, se debían, en consecuencia, respetar las condiciones mantenidas en las bases. Balcells repetía que tales condiciones eran inaceptables.

Yo contemplaba la escena con estupor creciente, dándome cuenta de que lo que se dirimía no era, en el fondo, los derechos de las presuntas y más que remotas posibilidades de que mi novela fuese llevada al cine, sino dos posturas, dos puntos de vista diferentes en torno a los derechos de autor. Era la lucha por la defensa de esos derechos lo que había convertido a Balcells en un personaje, en cierto modo invencible, al que el propio Lara admiraba, respetaba e incluso, quizá, como tantos otros editores, temía. Ya casi a punto de dar su brazo a torcer, Lara, que tan bien debía de conocer a Carmen, le dijo: «Lo que pasa es que tú no follas». Lo que ocurrió entonces era previsible. Carmen se echó a llorar. Lloró desconsolada y en silencio durante un buen rato. El disparo de Lara, tan certero como intolerable, iba dirigido a la persona, no al personaje.

A veces la persona afloraba, por supuesto sin avisar, en momentos intempestivos como el que acabo de mencionar. No siempre, pues, el personaje conseguía ocultar a la persona vulnerable, insegura e infeliz, tras la invulnerabilidad, la seguridad y la felicidad, o quizá, mejor, la pseudofelicidad que provoca el triunfo. Cuando en 1982 le pregunté si era feliz, me contestó rotundamente «No», sin pensarlo ni un segundo ni añadir ningún matiz. Me quedé tan perpleja que a continuación quise saber qué era para ella la felicidad:

—Equilibrio. Un conjunto armónico de ingredientes.

E insistí con otra pregunta:

—Cuando contratas para Mario Vargas Llosa, por ejemplo, unos derechos suculentos y unas condiciones magníficas para la edición de La guerra del fin del mundo, ¿no te sientes feliz?

La respuesta que me dio entonces creo que habría sido la misma si hubiera hecho la pregunta treinta años más adelante:

—Feliz no es la palabra. Me siento satisfecha. La felicidad es un equilibrio, es otra cosa, es la perfección: recibir en tu casa a los amigos sin que haya roces ni estridencias de ningún tipo, tener una relación con tu marido que se mantenga a lo largo de los años... y que la relación amorosa sea con tu marido y tener unos hijos adorables y ¡dale![2]

Un concepto de felicidad muy acorde con la educación recibida por Balcells, pequeñoburguesa, en relación con la familia, con las expectativas que, en ese sentido, consideró que no se habían cumplido y que ya no se cumplirían nunca. Esther Tusquets lo capta muy bien en su estampa sobre la agente:

Creo que Carmen, aunque haya conseguido dinero, prestigio y poder, no ha estado nunca enteramente satisfecha [...], y no se resigna a carecer de algunas cosas que sabe no tendrá nunca, o a no lograr ser alguien que no va a ser nunca.[3]

Fue el personaje y no la persona, naturalmente, la que dio pie al mito. Un mito que se fue construyendo a medida que los logros de Balcells iban siendo conocidos y sus representados los aireaban a los cuatro vientos por distintos lugares del planeta. García Márquez, principal puntal de la agencia durante muchos años, contribuyó, sin duda, a su difusión, gracias a la propaganda. No hay mito que se consolide sin grandes dosis de publicidad.

La prensa se hizo especialmente eco de una serie de frases del autor de Cien años de soledad sobre su agente, alguna con voluntad de eslogan lapidario, como la que desde 1975 podía verse en el despacho de Balcells, escrita de puño y letra de Gabo: «El sueño de mi vida es poner una agencia literaria y tener un autor como yo». Pero quizá más que esa, solo conocida y luego divulgada por quienes visitaban el sanctasanctórum de Balcells, las que ayudaron a consolidar el personaje de la agente fueron las que el colombiano difundía. Una, tal vez la más citada, procede de uno de sus artículos: «Una tontería de Anthony Quinn»:

Me gusta decir cuánto dinero gano y cuánto pago por las cosas, porque sólo yo sé el trabajo que me cuesta ganármelo, y me parece injusto que no se sepa. La única excepción a esta norma es que nunca hablo de dinero con los editores y los productores de cine, porque tengo un agente literario que habla por mí mejor que yo; primero, porque es mujer, y después, porque es catalana. Muchos editores la detestan por la ferocidad con que defiende los centavos de los escritores, sobre todo de los jóvenes y más necesitados, y el día que no la detesten empezaré a sospechar que se pasó al bando contrario.[4]

Hoy la página web de la agencia reproduce la cita, obviando, por motivos evidentes, las frases finales, como referencia clave, junto a una fotografía de Carmen Balcells.

Además, a raíz de su estancia en Barcelona, García Márquez habría de señalar que Carmen Balcells le resolvía todas las necesidades; y lo mismo ocurría con las de Vargas Llosa en su época barcelonesa, algo corroborado por Núria Rodríguez, que muchas veces era la encargada, por delegación de Carmen, de solucionar cualquier tipo de problema:

Los García Márquez llamaban si se les había roto la caldera de la calefacción y nosotros nos encargábamos de enviar a alguien para arreglársela; o llamaban para que les consiguiéramos unos billetes de avión o la reserva de un restaurante... Nos ocupábamos también de todo eso.[5]

El hecho de que la agente lo resolviera todo, principalmente los aspectos de intendencia, algo sobre lo que la escuché presumir muchas veces, contribuiría a su mito y lo agigantaría, especialmente a partir del momento en que otro escritor muy popular, Manuel Vázquez Montalbán, se refiriera a ella primero en la prensa, en 1974, solo como «superagente literaria 009» todavía sin licencia «para matar como James Bond», según afirmaría después, pero dispuesta a buscarle a Mario Vargas Llosa, cuando volviera a Barcelona, tras su marcha a Perú en 1974, un «piso anónimo» donde poder escribir.[6]

Además, con motivo de que el rey Juan Carlos otorgara a Carmen Balcells la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, Vázquez Montalbán publicó un muy encomiástico y a la vez divertido artículo en El País, del que, creo, vale la pena citar un fragmento:

Mis relaciones profesionales con ella arrancan del día siguiente en que gané el Planeta (1979). [...] Mi demanda de auxilio espiritual a Carmen tuvo algún antecedente: por ejemplo, cuando publiqué en 1972 Yo maté a Kennedy, [...] Nuestra segunda relación la establecí yo al opinar humorísticamente en la prensa que Carmen Balcells era una superagente literaria con licencia para matar como James Bond, y a pesar de lo arriesgado de mi afirmación puedo testimoniar que no sufrí ningún atentado y, si no recuerdo mal, jamás Carmen ha iniciado una conversación conmigo previa presencia de una pistola sobre el tablero de la mesa. No todos pueden contar lo mismo, porque la leyenda Balcells insiste en que Carmen puede ser peligrosa cuando se cala el incorrupto sombrero de fieltro gris de Humphrey Bogart, obsequio de Terenci Moix, saca del cajón superior de la mesa de su despacho la pistola de cadete del Leoncio Prado que le regaló Vargas Llosa antes de no ser presidente del Perú o vence la tentación de apretar el resorte que abre la fosa de los cocodrilos bajo los pies del negociador que perdió el favor del mar. Ese resorte, insisten mis informantes, se lo propició Juan Marsé, procede de una subasta de los bienes virtuales de Fu-Manchú y constituye la más deseada amenaza que moviliza el masoquismo de los negociadores, deseosos de caer en el abismo y aliviados cuando salen del despacho sin mordeduras. Tan contentos salen, que están dispuestos a contratar la guía telefónica de Cuenca en formato de fascículos, CD-ROM y camisetas estivales.[7]

Por otro lado, precisamente el hijo de Vázquez Montalbán, Daniel Vázquez Sallés, empleado de la agencia durante tres años y autor del libro dedicado y dirigido a su padre, Recuerdos sin retorno, traza un retrato despiadado de la agente y asegura que fueron los escritores los primeros responsables de la mitificación de Balcells:

Vosotros fabricasteis el personaje. Vosotros lo hicisteis inmune al dolor. Vosotros le disteis la impunidad. Vosotros la convertisteis en una diosa con el poder de convertir a sus empleados en siervos. Vosotros hicisteis de su mesianismo una virtud maliciosa. Había, en vuestra necesidad de lograr el primer puesto de sus atenciones, una competitividad insana e infantil. Los escritores mimados que formabais parte de la Agencia Literaria Carmen Balcells competíais no sólo por ganaros el corazón de Carmen, sino por lograr el título de favorito en un reino construido a golpes de antojo. Vosotros, tan grandes, funcionabais como hormigas obreras en torno a la reina madre, y la agasajabais con regalos, pendientes de que os tuviera en sus ruegos. No trato de poner en duda la genialidad de Carmen. Sería de necio. Carmen es una mujer genial, sin duda, pero terrible. A la gran Balcells, a la que le decías que era la única agente con licencia para matar, más vale tenerla como amiga que como enemiga, y con ella la condición de amigo se gana con la pleitesía.[8]

La durísima crítica de Daniel Vázquez Sallés, con la que uno puede estar o no de acuerdo, permite considerar que quienes crean el personaje son precisamente sus representados más íntimos, esos que competían por estar entre los elegidos. «Todos escribimos para Carmen. Para que Carmen nos quiera», le oí decir un día a Juan García Hortelano, que, igual que su mujer, María Martín Ampudia, mantendrían durante toda su vida una íntima amistad con Balcells.[9]El novelista García Hortelano fue siempre «incondicional» de la agente, como recuerda Jaime Salinas, muy dolido porque se puso del lado de esta cuando la editorial Alfaguara, pilotada por Salinas, tuvo graves problemas, con la frase: «Lo que hace Carmen Balcells va a misa».[10]

Muchos fuimos los que ayudamos a convertirla en leyenda. Yo misma, en la glosa que el Ayuntamiento de Barcelona me pidió que hiciera sobre la agente al otorgársele la Medalla d’Or al Mèrit Cultural en 2001, destaqué algunos atributos del personaje de Balcells que se transformaron en convencionales. Mencioné que, por entonces, ya se contaba que era la dueña de una flota de taxis y que poseía una inmobiliaria en Barcelona. Así podía alojar gratis a sus escritores de paso por la ciudad. Enviaba costosos regalos a sus representados, y siempre, en Navidad, turrones exquisitos.

Bryce Echenique, cuya portentosa imaginación es de sobra conocida, escribió en el año 2000, en un artículo de título revelador, «Carmen Balcells, bañada en cariño», sobre el asunto del reparto navideño:

Mi vida como escritor, o sea prácticamente toda mi vida, está muy ligada a la persona de Carmen Balcells. [...] Yo era el único escritor que la hacía reír mientras negociaba. Aunque claro, inmediatamente reaccionaba, feroz, y en adelante me llamaba Bryce, en vez de Alfredo, y haciendo hincapié en las minúsculas. Así es nuestro cariño. [...] Se vengó haciéndome feliz. La Navidad se acercaba y ella cada año por esas fechas llena a sus escritores de unos deliciosos turrones. Y me tuvo de repartidor por cuanta calle hay en Barcelona con escritor incluido. Toda una tarde y hasta la noche anduvimos, ella al volante de su hermoso automóvil y yo al timbre de casas y edificios, turrón y turrón. Pero conversa y conversa, también. Una maravilla es ser repartidor en determinadas circunstancias. Y al final le sobraron tres turrones y me dijo, bueno, quédatelos, pues de todos modos tenía que haber uno para Bryce.[11]

En la laudatio que pronuncié con motivo de la concesión del doctorado honoris causa a la agente, me referí al conglomerado que suponían todos esos aspectos:

Aunque la leyenda sobre el mito Balcells, que los taxistas de Barcelona han ayudado a difundir, habla de una pistola de plata que fue de Mata Hari, con la que se suicidó, casualidades de la vida, un editor, y de una colección de jarrones modernistas llenos de veneno, como armas usadas en algunas negociaciones, lo cierto es que Carmen Balcells emplea solo el láser de su inteligencia poderosa y/o el bisturí finísimo de su intuición extraordinaria para obtener las mejores condiciones posibles para sus representados ante los editores, a quienes su capacidad de seducción ha convertido también en grandes amigos.[12]

Siguiendo la humorada de Vázquez Montalbán al apodarla «superagente con licencia para matar», Juan Cruz escribió que Balcells era capaz de sacar del cajón superior de la mesa de su despacho «la pistola de cadete de Leoncio Prado que le regaló Vargas Llosa»,[13] y yo me inventé lo de la pistola de Mata Hari y lo del veneno en los jarrones modernistas que sí coleccionaba. Pude hacerlo, en cierto modo, aludiendo a otro aspecto de su leyenda que la ligaba a la presunta muerte del editor norteamericano Roger Klein, al que no quiso escuchar cuando, desesperado, tras su salida de Harper Collins, la llamó por teléfono desde Nueva York y, en consecuencia, el editor se suicidó, como cuenta Mario Vargas Llosa:

Un día que, a horas de la madrugada, en un inglés idiosincrático, Carmen Balcells trataba de impedir por teléfono que el editor Roger Klein se suicidara, su hijito de pocos años la interrumpió: «Pero ¿tú no te ocupabas solo de vender libros, mamá?». Desconcertada, ella recapacitó, olvidó el teléfono, y, al otro lado de la línea, en el remoto New York, el pobre Roger Klein se ahorcó.[14]

No obstante la agente siempre negaba, con razón, que ella lo hubiera empujado al suicidio. Aseguraba que lo único que hizo fue negarle los derechos de publicación de García Márquez. La presunta implicación en el suicidio del editor no dejaba de ser un ingrediente muy aprovechable para las posibles fabulaciones forjadoras de la leyenda.

UNA GENEROSIDAD EXAGERADA

La generosidad exagerada de Balcells —ahí me parece que la persona y el

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