La historia del mundo en 25 historias

Javier Alonso López

Fragmento

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el gran día –dijo el Doctor Vigl mirando a los ojos a aquel hombre de la Prehistoria–. Ya era hora.

–No cabe duda de que somos unos afortunados –dijo su colega, el doctor Gostner–. Vamos a examinar a un ser humano de más de cinco mil años. ¡Me tiemblan las manos de los nervios!

Todo empezó en el verano de 1991, cuando dos alpinistas aficionados descubrieron en lo alto de una montaña nevada el cuerpo de un hombre congelado. Una vez superado el susto, se dieron cuenta de que era un cadáver muy antiguo. Ötzi, así llamado porque se le había encontrado en el Valle de Ötz, era un ser de color oscuro, parecido al cuero, extremadamente delgado y con una mueca, como si hubiese muerto en circunstancias muy duras. Aún se veían con claridad las ropas que le cubrían: una capa, un chaleco y un calzado que parecía unas botas modernas. Ötzi llevaba además varios objetos cuando fue encontrado, entre ellos un hacha, un cuchillo, un arco y un carcaj lleno de flechas. Cuando llegaron los científicos, confirmaron que aquel hombre había vivido hacía más de 5.300 años. ¡Por suerte las nieves perpetuas lo habían conservado intacto!

Diez años habían tardado los gobiernos de Austria e Italia en decidir qué equipo de científicos debía investigar a Ötzi: lo habían encontrado en la frontera, y no se ponían de acuerdo. Ahora, por fin, el hombre prehistórico descansaba en el Museo de Arqueología de Bolzano, en Italia.Image

Los doctores Vigl y Gostner habían recibido el encargo de hacer un estudio completo para intentar averiguar todo lo posible sobre él. Trabajarían en una sala que era una combinación de quirófano y laboratorio, con infinidad de instrumentos: estudiarían los tejidos de sus ropas, sus armas, su cuerpo, intentarían determinar la causa de su muerte, e incluso, mirando en su estómago, quizás averiguaran cuál había sido su última comida. Los análisis comenzarían al día siguiente, pero los doctores querían ver antes a su paciente cara a cara y con tranquilidad. Era ya muy tarde, el edificio del museo ya estaba cerrado y solo quedaban dentro los dos científicos, y Ötzi.

–¿Qué le preguntarías si estuviera vivo y pudiera responderte?

–No sé. Déjame pensar –respondió Gostner–. Creo que lo que más me intriga es qué estaba haciendo en lo alto de la montaña, porque dudo que estuviera allí porque le gustase esquiar...

–No, eso seguro –concedió Vigl entre risas–. Con los precios de las estaciones de esquí en esa zona, seguro que se habría ido a los Pirineos, que son más baratos. Sería primitivo, pero no estúpido.

–La verdad es que eso ha tenido gracia. ¿Siempre sois tan chistosos?

Gostner y Vigl se miraron atónitos. ¿Quién había hablado? Miraron alrededor, pero no vieron a nadie.

–¡Eh, los graciosillos! ¿Podéis rascarme el hombro derecho? Estoy tan entumecido que no puedo doblar el brazo.

Los dos científicos se quedaron paralizados, mientras veían que Ötzi movía los labios y oían que su garganta emitía una voz ronca, profunda.

–Pero, pero... –Vigl no salía de su asombro–. ¿Hablas nuestro idioma?

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–Oye, ¿tú eres científico o te ha tocado la bata en una rifa? –respondió Ötzi, que comenzó a incorporarse hasta quedarse sentado en la camilla. Lo hacía con dificultad, sin apenas mover los músculos de la cara–. Te habla un tío muerto desde hace cinco mil años y, en lugar de preguntar qué hago vivo, ¡te extrañas porque hablo tu idioma! Hombre, es difícil, pero hace ya diez años que me sacasteis del hielo donde estaba enterrado y desde entonces oigo hablar a gente todos los días. Si tú eres el mejor científico que han podido encontrar para examinarme, estoy listo...

–¡Eh, eh, sin faltar al respeto, que nosotros no nos hemos metido contigo! –intervino Gostner–. Comprenderás que nos haya sorprendido que estés vivo.

–Bah, os pasáis la vida viendo películas de momias, vampiros y monstruos que reviven y no os extraña, pero cuando veis a un hombre de carne y hueso –Ötzi se miró el brazo, que era casi todo hueso, tan solo cubierto por una fina capa de piel–, entonces os asustáis. Por cierto, ese nombre que me han puesto, Ötzi... ¡Es ridículo! ¿Le pondríais ese nombre a vuestro hijo? No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué me lo habéis puesto a mí? Oye, ¿quieres hacer el favor de rascarme el hombro de una vez?

–Vaya, siento que no te guste tu nombre –se disculpó Vigl mientras rascaba el hombro de la momia helada–. ¿Cómo te llamas?

–Engstschwoz.

–¿Engst... qué? –dijo riendo Gostner–. ¿Te importa si seguimos llamándote Ötzi?

–Si no sois capaces de pronunciar mi nombre creo que valdría con señor Ötzi. Me gusta más como suena...

–Vale, señor Ötzi –asintió Vigl–. ¿Ha estado despierto todo el tiempo desde que le descubrieron?

–Más o menos... Al principio solo oía, luego comencé a ver, y ahora por fin me puedo mover. Ya estaba harto de estar tumbado todo el día. Sigue rascando, no pares, por ahí, bien, ¡ah, qué alivio!

–Bueno, ya que está despierto y puede hablar, ¿le importaría contarnos su historia?

–Oh, no hay mucho que contar –dijo Ötzi con falsa modestia; en el fondo, se le veía encantado de sentirse protagonista–, pero si os interesa… Como os he dicho, me llamo Engstschwoz, y era cazador de mi tribu, que vivía en un valle cerca del lugar donde me encontraron. La verdad es que el día de mi muerte no comenzó nada bien...

–¡Y terminó peor! –interrumpió Gostner.

–Perdona que no me muera de risa con tu chiste, pero ya estoy muerto, ¿recuerdas? –Ötzi miró al científico preguntándose por qué le habían tocado precisamente a él aquellos dos aspirantes a cómicos–. Como iba diciendo, aquel día salí de caza con dos compañeros. En cierto momento, divisamos a lo lejos un ciervo y lo perseguimos durante horas mientras el animal subía cada vez más por la ladera, alejándonos de nuestro campamento. Entonces, aparecieron hombres de una tribu vecina. Nos dijeron que aquel era su territorio de caza y que debíamos marcharnos. Pero nosotros llevábamos mucho tiempo detrás de aquella presa, así que les dijimos que era nuestra y que nos iríamos en cuanto la hubiésemos cazado.

–¿Y qué ocurrió entonces?

–Oye, si os lo cuento yo todo, no tiene gracia. Deberíais trabajároslo un poco. Os propongo un juego: vosotros intentáis adivinar haciéndome preguntas y yo respondo sí o no. Vamos a ver si sois tan listos como creéis o tan torpes como parecéis.

–¿Y cuál es el premio? –preguntó Gostner.

–Si acertáis, cuando terminemos con nuestro juego para personas inteligentes, volveré a quedarme petrificado como hasta ahora, y nadie sabrá que no estoy muerto del todo. Vosotros haréis vuestro trabajo mañana y seréis unos científicos famosos en todo el mundo a pesar de hacer unos chistes horribles.

–¿Y si fracasamos?

–Entonces sigo vivito y coleando y monto un escándalo hasta que me permitan largarme de aquí.

–Si se descubriese su secreto, señor Ötzi, muy poca gente lo entendería. Creo que no le gustaría nuestro mundo.

–Ese es mi problema. ¡Comenzad a preguntar! Image

–Vale –Vigl retomó el hilo–. Hubo una pelea, con flechas, cuchillos, piedras...

–Pero fue en un lugar diferente a donde encontraron su cuerpo –continuó Gostner–. Quizá hubo muertos, y usted debió de herir a algún enemigo. Todavía no hemos analizado la sangre de su cuchillo, pero no creo que sea suya.

–¡Muy bien! –confirmó Ötzi–. Quizás en el fondo no seáis tan bobos. Mis dos compañeros murieron muy pronto, y yo clavé mi cuchillo en dos de nuestros enemigos, pero aún quedaban otros dos.

–Y esos dos le hirieron. Por eso tiene una herida en una mano y una punta de flecha en el costado –dijo Gostner, que intentaba recordar lo que sabía por las exploraciones que se habían realizado a Ötzi cuando fue descubierto enterrado en la nieve.

–Correcto –respondió Ötzi mientras se miraba la mano como si no fuera suya–. Lo de la mano fue un corte con la punta de una lanza.

–Continuemos –sugirió Vigl, que le había cogido gusto al juego–. Quedaban dos y usted estaba herido en la mano, así que huyó subiendo a lo alto de la montaña.

Ötzi asintió.

–Queda por explicar la punta de flecha que lo mató –recordó Vigl–, así que le persiguieron montaña arriba.

–Sí –continuó Ötzi mirándose en el costado la herida provocada por la flecha–. Dispararon varias flechas, hasta que una me alcanzó.

–Intentó sacársela, pero se rompió la caña y la punta se quedó dentro –prosiguió Vigl.

–Sí. Después, seguí corriendo aunque sufría un gran dolor en el costado. Fui montaña arriba, hasta que me di cuenta de que nadie me perseguía.

–Sabían que la flecha le había alcanzado y que moriría en poco tiempo. No merecía la pena continuar –dijo Gostner.

–¡Pues acertaron! –suspiró Ötzi–. Yo también sabía que era el final. Pasado un rato, caí en el hielo y todo se volvió negro. Y luego estuve muerto durante miles de años, y después me descubrieron, y ahora me he despertado, y ¡tengo hambre! ¡Vamos a comer una de esas salchichas de las que habla todo el mundo!

–¿Dice en serio lo de ir a comer? –Gostner se imaginó a Ötzi saliendo a la calle en busca de salchichas y se le pusieron los pelos de punta. ¡Menudo espectáculo se montaría!

–Tranquilos –se rió Ötzi–. Ya sé que es imposible. Bueno, como habéis demostrado que sois unos tipos listos, cumpliré mi parte del trato y me haré el dormido para siempre, pero, a cambio vendréis a verme de vez en cuando para charlar y traerme salchichas. Luego ya veremos si me apetecen hamburguesas, crêpes y otras cosas. Será nuestro secreto.

Al día siguiente, la sala de investigaciones estaba repleta a la hora fijada para el comienzo del estudio del cuerpo de Ötzi. Los dos científicos responsables casi no habían podido dormir pensando en lo que había ocurrido la tarde anterior. Cuando se disponían a iniciar el primer examen físico, Gostner miró a Vigl y le susurró:

–¡Eh, graciosillo! ¿Puedes rascarme el hombro derecho? Estoy tan entumecido que no puedo doblar el brazo.

Y, mientras decía estas palabras, los dos hombres miraron a Engstschwoz, el señor Ötzi, y les pareció por un momento que en su rostro había algo diferente... ¿Un ojo guiñado, una leve sonrisa?

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La prehistoria es un periodo de millones de años en el que los primeros homínidos evolucionaron hasta convertirse en Homo sapiens o seres humanos. Además, las sociedades se fueron haciendo cada vez más complejas, pasando de grupos tribales nómadas a ciudades-estado. Como no hay testimonios escritos de estos cambios, el estudio de la prehistoria se basa en los fósiles de los homínidos, los restos de utensilios y los vestigios de las poblaciones.

La prehistoria se ha dividido en grandes etapas, según el tipo de utensilios que se han hallado y la modalidad de sociedad y e conomía que se cree que existía.

En el Paleolítico (desde hace 4,5 millones de años) había bandas de homínidos que se dedicaban a la caza y la recolección de vegetales y frutos. En el Neolítico (desde hace 10.000 años) se formaron tribus que empezaron a practicar la agricultura y la ganadería como medios para establecer los primeros poblados. Y en la Edad de los Metales (hace 5.000 años) se consolidaron los grupos sociales y sus actividades económicas, lo que permitió que aparecieran las primeras ciudades. Durante esta época hubo también una importante revolución tecnológica que cambiaría para siempre la vida de los humanos: el uso del cobre, el bronce y el hierro.

Todas estas fases se dieron en momentos diferentes en los diversos lugares del mundo, y tuvieron características distintas según la región y el clima. Ötzi vivió en la Edad de Bronce, una de las fases de la Era de los Metales.

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barco que surcaba las aguas del río Nilo, la princesa Taduhepa contempló con admiración unas inmensas moles de piedra que se elevaban hacia el cielo y parecían llegar hasta el sol.

–Mi fiel criado Artawaza, ¿qué son esas montañas?

Artawaza miró hacia las pirámides y sonrió. No era la primera vez que contemplaba aquellas enormes tumbas.

–Son los sepulcros de los grandes reyes de esta tierra, mi princesa. En el pasado las construían para mostrar toda su grandeza y poder. Creían que así conservarían sus cuerpos y sus riquezas durante toda la eternidad; pero lo cierto es que ahora están todas vacías... Los ladrones se han llevado los tesoros.

–¿Y ya no es así? –Taduhepa era curiosa. Quería saber todo sobre el que, a partir de ese momento, iba a ser su país–. ¿Dónde se entierran ahora?

–Pues se hacen excavar tumbas subterráneas hermosamente decoradas en un valle cerca de Uaset, la capital del reino, mi señora.

Mientras el barco seguía navegando río arriba, Taduhepa sintió una extraña mezcla de tristeza y emoción. Se dirigía a su nuevo hogar, la corte del rey de Egipto, el monarca más poderoso de la tierra, para convertirse en esposa de su hijo Amenofis y, quién sabe, quizás algún día en la madre de un rey. Lo que sí sabía con certeza era que jamás volvería a su tierra, Mitani. No era la primera muchacha que recorría ese camino...

–¿Cómo es el príncipe Amenofis? –Taduhepa volvió a la carga. Necesitaba saber más–. ¿Tiene otras esposas?

–Es un joven excelente, hábil con el carro de guerra y el arco, y un gobernador sabio. Hay rumores de que su padre le permitirá pronto compartir el trono.

Artawaza evitó la cuestión de las esposas del príncipe Amenofis, porque sabía que a Taduhepa no le iba a gustar la respuesta; pero ella no se dio por satisfecha.

–No me has contestado la segunda pregunta...

–Tiene varias esposas y especialmente una favorita –Artawaza cedió. Si Taduhepa quería saber la verdad, no se la ocultaría–. Se llama Nefertiti. Nuestros embajadores dicen que es muy hermosa, y que influye enormemente sobre la voluntad de su marido. No lo vas a tener fácil.

Taduhepa hizo una mueca de disgusto, aunque tampoco se sorprendió por lo que acababa de escuchar. Al fin y al cabo, ya tenía quince años y sabía que ella no era más que parte de un tratado de paz entre su padre, el rey Tushratta de Mitani, y el faraón. Las guerras entre Mitani y Egipto no habían hecho más que desgastar a ambos reinos, de manera que habían decidido repartirse las tierras por las que se enfrentaban, sellando el acuerdo con un matrimonio entre sus hijos. Volvió a mirar el paisaje que veía en las orillas del río Nilo, con sus campos de cultivo, sus campesinos trabajando en ellos y, de vez en cuando, algún templo imponente.

–Es un lugar magnífico. Los dioses de las Dos Tierras deben de ser muy poderosos y parecen cuidar muy bien de sus fieles.

–Sin duda, mi señora. Es un país extraordinario. Este magnífico río, el Nilo, recorre todo el territorio desde las cataratas del sur hasta el mar, en el norte. Cada año sus aguas crecen dejando un barro muy fértil sobre los campos, de manera que aquí las buenas cosechas están casi aseguradas. Sí, mi princesa, es una tierra magnífica, donde la gente gusta de vivir en paz y donde parece que el tiempo se detiene. Seréis muy feliz aquí –la convenció.

Taduhepa cerró los ojos e intentó imaginar cómo sería... Image

–Juguemos otra partida de senet, madre.  

Taduhepa puso los ojos en blanco, reprochando en broma la insistencia de su hijo en jugar una y otra vez, incansable, a aquel curioso juego de mesa. Volvió a c

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