Las brujas de Monte Verità

Paula Klein
Paula Klein

Fragmento

cap-2

 

 

 

 

 

Al principio solo hay oscuridad. De a poco, el sonido empieza a emerger desde el fondo impreciso del escenario. Un chasquido metálico de platillos y un gong anuncian una música primitiva, ritual. La escena se va iluminando. El cuerpo de una mujer ocupa el espacio. Va descalza y tiene la cabeza agachada. Una máscara blanca con rasgos orientales le cubre la cara. Lleva un traje de lamé rojo cobrizo con reflejos negros y plateados. Está sentada, con las piernas flexionadas y las plantas de los pies enfrentadas. Las rodillas suspendidas a pocos centímetros del suelo. En un golpe de percusión, la cabeza se proyecta hacia el cielo y los brazos la siguen como flechas. Las manos se apoyan en los tablones de madera y luego suben por una pared invisible. Su columna se agita en espasmos. Los omóplatos convulsionan. El pecho se hincha, se vuelve rígido. Mary Wigman se toma de los tobillos. Los pies empiezan a elevarse. Suben y bajan golpeando el piso al ritmo del gong. Son un instrumento más. A pesar de la máscara, cada movimiento transforma la expresión de su rostro. Según la posición que adopta, los ojos parecen abrirse o cerrarse. Alrededor de su boca flota una sonrisa impenetrable. Está ahora en el borde del escenario, casi a punto de caer sobre la platea. Nadie la ha visto avanzar.

¿Repta?

Se mueve con una energía oscura. Una fuerza subterránea hace temblar el piso y la madera cede. Mary es ya puro ataque, una masa de músculos que se estremecen. Sus pies se mueven rápido, levantando chispas que encienden el aire. El ambiente está caldeado y las partículas anuncian la hoguera. Las llamas toman impulso y se aferran a las tablas.

Pero no a ella.

Su cuerpo parece hecho de piedra. El fuego lame su piel y la vuelve lustrosa como el bronce. Los gritos empiezan a subir desde la sala. El público, que antes se arqueaba incómodo en sus asientos, se ha puesto de pie. La gente vocifera y se apretuja aterrorizada en dirección a la salida del auditorio, que da a una calle de Múnich de 1914. Aunque no entienden muy bien lo que han visto, prefieren creer que fue una pesadilla o un momento de histeria colectiva. Salen sin mirar atrás. Ya afuera, las mujeres se cierran los abrigos con fuerza y los hombres se ponen los sombreros. Se van en silencio, suspendidos en el vértice de una catástrofe incomprensible.

¿Ahora gritan?

¿Qué gritan?

«¡Arde, arde!».

Sobre el escenario, los inmensos tablones que se han desprendido del suelo forman una pirámide. Vista de lejos, parece un árbol que se incendia. La escena hace pensar en las antiguas fiestas de la cosecha en las que los campesinos, bailando en ronda en torno a una hoguera, ofrendaban los frutos de la tierra a los dioses de la fertilidad y de la noche.

Mary tiene el cabello revuelto y los ojos hundidos en las órbitas. Parece un animal al acecho. Por fin logra verse realmente. Ahí está la criatura de la tierra y de la noche. El engendro lujurioso y salvaje, repulsivo y fascinante. Ahí está la bruja.

cap-3

 

 

 

 

 

La bestia se despierta todavía varias veces durante la noche. Verónica se acostumbró a dormir poco. Como las raíces de ciertas plantas que crecen en el desierto, sus sueños se fueron adaptando a las condiciones austeras. No sabe dónde surgirán los nuevos brotes, pero se sorprende al ver que las historias continúan incluso después de varias interrupciones. Algunas imágenes se imprimen en su memoria y pueden ser retomadas varias noches más tarde. Con el paso de los meses, aquel soñar fragmentado empieza a ensanchar la zona gris en la que lo vivido y lo imaginado se confunden. Ciertas escenas reaparecen tan seguido que se pregunta si no serán más bien recuerdos que su inconsciente saca a flote como piezas sueltas de un rompecabezas.

Por lo general, esos sueños tienen un trasfondo pesadillesco que le deja un gusto amargo. De madrugada, el llanto de la bestia la encuentra con los puños apretados contra las sábanas. Una saliva espesa se le acumula en la boca y la asquea. Antes de levantarse para tranquilizar a su hijo, tantea en la mesa de luz buscando el vaso de agua. Espera, resignada, que la sensación de pesadez se le instale en la nuca y la sien.

Esa noche arrima el sillón de cuero a la cuna. El cuerpito que segundos antes gemía aferrado a los barrotes se desploma sobre el colchón. Se autoriza a cerrar los ojos. Sabe que no podrá abandonar esa posición durante los próximos treinta minutos. Es un tiempo estimativo que le permite asegurarse de que la bestia duerme un sueño profundo. Un sueño que no será perturbado por el crujir de sus pasos sobre el parqué. No logra sacarse de la cabeza una historia que escuchó esa misma mañana en la radio. La emisión presentaba a una misteriosa mujer que vivía exiliada del mundo en los bosques de las Cévennes. Debía tener aproximadamente su edad y era hija de una sesentista, una de aquellas jóvenes que participaron del Mayo del 68 y se entusiasmaron con un destino hippie. Al principio era prácticamente invisible. El bosque la acobijaba y la protegía de la curiosidad de los lugareños, como a tantos otros animales salvajes. Nadie sabía muy bien cómo se alimentaba o vestía. Pero ese equilibrio endeble había empezado a quebrarse. Cada vez más seguido, entraba en las casas vacías buscando alimento o ropa. Se rumoreaba que rompía los juguetes de los niños abandonados en los patios traseros. A veces, le atribuían la aparición de extraños montoncitos de piedras, hojas secas y ramas. ¿Qué la llevaba a penetrar en los jardines para montar esos altares inquietantes? Frente al aumento de las denuncias, las autoridades locales habían tenido que admitir el problema. De criatura excéntrica y legendaria pasó a ser una amenaza. ¿Se trataba de una víctima de la sociedad de consumo o de una joven con algún trastorno mental? En todo caso, esa marginal acobardaba a las nuevas generaciones de treintañeros que, desde hacía algunos años, se instalaban en la región buscando reconectar con la naturaleza.

En la penumbra de la habitación, escucha el ritmo discontinuo de la respiración de su hijo. No entró todavía en una fase de sueño profundo. Ella querría no estar ahí. Querría ser otra. Hunde la cabeza entre los hombros y se acurruca en el sillón tratando de imaginar el rostro de la desconocida. No le falta atractivo, pero su apariencia es completamente dejada. La ropa descolorida le queda grande. Camina sin apuro, abriéndose paso entre los árboles de las Cévennes y sus ojos se pierden en un punto impreciso del bosque.

De repente, el recuerdo de otra mujer se l

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