Tiempo de perdón

John Grisham

Fragmento

Capítulo 1

1

La triste casita estaba en el campo, a unos diez kilómetros al sur de Clanton por una carretera rural que no llevaba a ningún lugar concreto. No se veía desde la carretera y se accedía a ella por un camino de grava serpenteante que subía, bajaba y se retorcía, y que, por las noches, hacía que los faros de los coches que se acercaban iluminaran intermitentemente las ventanas y las puertas delanteras, como si trataran de alertar a los que esperaban dentro. El aislamiento de la casa aumentaba el inminente horror.

Hacía mucho que habían dejado atrás la medianoche del domingo cuando al fin aparecieron los faros. Bañaron el interior de la casa y proyectaron sombras silenciosas y amenazantes sobre las paredes; luego desaparecieron, cuando el coche descendió antes de enfilar el tramo final. Hacía horas que los de dentro tendrían que haber estado durmiendo, pero dormir era algo imposible durante aquellas noches terribles. En el sofá de la sala de estar, Josie respiró hondo, rezó una oración rápida y se acercó a la ventana para ver el coche. ¿Avanzaba a trompicones y dando tumbos, como de costumbre, o lo controlaba bien? ¿Estaba el conductor borracho, como ocurría siempre en noches como aquella, o habría sido capaz de moderarse con el alcohol? Josie llevaba un picardías atrevido para captar su atención y tal vez desviar su estado de ánimo de la violencia al romanticismo. Ya se lo había puesto antes y una vez le había gustado.

Lo vio salir cuando el coche se detuvo junto a la casa. Se tambaleaba y daba traspiés, así que se preparó para lo que se avecinaba. Fue a la cocina, donde la luz seguía encendida, y esperó. Al lado de la puerta, medio escondido en un rincón, había un bate de béisbol de aluminio. Era de su hijo Josie, y lo había colocado allí hacía una hora a modo de protección, solo por si le daba por ir a por sus niños. Había rezado pidiendo valor para usarlo, pero seguía teniendo dudas. Él se desplomó contra la puerta de la cocina y forcejeó con el picaporte, como si estuviera cerrada con llave; no era así. Al final la abrió de una patada y la estampó contra el frigorífico.

Stuart era un borracho desaliñado y violento. La pálida piel irlandesa se le ponía colorada, tenía las mejillas rojísimas y los ojos le brillaban con un fuego alimentado por el whisky que Josie ya había visto en demasiadas ocasiones. A los treinta y cuatro años, empezaban a salirle canas y se estaba quedando calvo, pero intentaba disimularlo con una cortinilla mal hecha que, tras pasarse la noche de bar en bar, se convertía en unos cuantos mechones de pelo largo que le colgaban por debajo de las orejas. No tenía cortes ni magulladuras en la cara; quizá eso fuera una buena señal, o quizá no. Le gustaba pelearse en los garitos, y después de una noche complicada solía lamerse las heridas e irse directo a la cama. Pero si no había habido pelea, llegaría a casa buscando bronca.

—¿Qué coño haces despierta? —gruñó mientras intentaba cerrar la puerta a su espalda.

Con la mayor calma posible, Josie contestó:

—Te estaba esperando, cariño. ¿Estás bien?

—No necesito que me esperes. ¿Qué hora es, las dos?

La mujer sonrió con dulzura, como si no pasara nada. Hacía una semana, había decidido irse a la cama y esperarlo allí. Stuart llegó tarde, subió al piso de arriba y amenazó a los hijos de Josie.

—Más o menos las dos, sí —respondió en voz baja—. Vámonos a la cama.

—¿Para qué llevas puesta esa cosa? Pareces una puta. ¿Has tenido a alguien aquí esta noche?

Una acusación frecuente desde hacía un tiempo.

—Claro que no —dijo—. Me lo he puesto para acostarme.

—Qué zorra eres.

—Venga, Stu. Tengo sueño, vámonos a la cama.

—¿Quién es? —rugió mientras se dejaba caer de espaldas contra la puerta.

—¿Quién es quién? No hay nadie. Llevo aquí toda la noche con los niños.

—Eres una puta mentirosa, ¿lo sabías?

—No te estoy mintiendo, Stu. Vámonos a la cama, es tarde.

—Esta noche me han dicho que vieron la camioneta de John Albert aquí delante hace un par de días.

—¿Y quién es John Albert?

—¡Y quién es John Albert, pregunta la muy zorra! Sabes muy bien quién es John Albert. —Se apartó de la puerta y dio unos cuantos pasos hacia ella, pasos inestables. Intentó agarrarse a la encimera, señaló a Josie y farfulló—: Eres una fulana y tienes a tus antiguos novios rondando por aquí. Te lo he advertido.

—Mi único novio eres tú, Stuart, te lo he dicho mil veces. ¿Por qué no me crees?

—Porque eres una mentirosa y ya te he pillado mintiéndome antes. Acuérdate de la tarjeta de crédito. Menuda zorra.

—Venga, Stu, eso fue el año pasado y ya lo hemos superado.

El hombre se abalanzó sobre ella, le agarró una muñeca con la zurda y le pegó un bofetón en la cara. Con la mano abierta, un golpe a la altura de la mandíbula, un chasquido estruendoso y nauseabundo, de carne contra carne. Josie chilló de dolor y miedo. Se había prometido que haría cualquier cosa menos chillar, porque sus hijos estaban en el piso de arriba, tras una puerta cerrada con pestillo, escuchando, oyéndolo todo.

—¡Para, Stu! —gritó. Se llevó las manos a la cara e intentó recuperar el aliento—. ¡No quiero más golpes! ¡Te dije que me largaría y te juro que lo haré!

Stuart soltó una carcajada tremenda.

—¿Ah, sí? ¿Y adónde vas a irte ahora, putita? ¿De vuelta a la autocaravana en el bosque? ¿Vas a vivir otra vez en el coche? —Tiró de la muñeca, la obligó a darse la vuelta, le rodeó el cuello con un antebrazo grueso y le gruñó al oído—: No tienes adonde ir, zorra, ni siquiera puedes volver al camping de caravanas donde naciste.

Le salpicó la oreja con saliva caliente y con el tufo del whisky y la cerveza rancios.

Josie tironeó e intentó liberarse, pero Stuart le tiró del brazo hasta levantárselo casi hasta la altura de los hombros, como si estuviera intentando con todas sus fuerzas romperle un hueso. Josie no pudo evitar gritar de nuevo y, al hacerlo, sintió lástima por sus hijos.

—¡Vas a romperme el brazo, Stu! ¡Para, por favor!

Se lo bajó un par de centímetros o tres, pero la apretó contra sí con más fuerza.

—¿Adónde vas a ir? —le siseó al oído—. Tienes un techo bajo el que vivir, comida en la mesa, un dormitorio para esos dos mocosos de mierda que tienes, ¿y hablas de largarte? No lo creo.

La mujer se tensó, se agitó y trató de soltarse, pero Stuart era un hombre fuerte con un mal genio terrible.

—¡Vas a romperme el brazo! —repitió—. Stu, ¡suéltame, por favor!

Pero él volvió a tirar con fuerza y Josie gritó. Lanzó una patada hacia atrás con el talón desnudo y lo golpeó en la espinilla; luego se dio la vuelta y con el codo izquierdo le acertó en las costillas. Aquella reacción lo aturdió durante un segundo; no le hizo daño, pero permitió que Josie se liberara. Al soltarse, tiró al suelo una de las sillas de la cocina. Más ruido para asustar a sus hijos.

Stuart cargó contra ella como un toro enloquecido, la agarró por la garganta, la empotró contra la pared y le clavó las uñas en la carne del cuello. Josie no podía chillar, no podía tragar ni respirar, y el destello enajenado de los ojos de Stuart le reveló que aquella sería su última pelea. Había llegado el momento en que por fin la mataría. Intentó darle otra patada, falló y, en un abrir y cerrar de ojos, él le asestó un gancho de derecha tremendo que le acertó de pleno en la barbilla y la dejó inconsciente de inmediato. Josie se desplomó y aterrizó en el suelo de espaldas, con las piernas separadas. El picardías se le había abierto, dejando los pechos al aire. Stuart se quedó inmóvil durante uno o dos segundos, admirando su obra.

—El primer golpe lo dio ella, la muy zorra —masculló, y después fue al frigorífico a coger una lata de cerveza.

La abrió, bebió un trago, se secó la boca con el dorso de la mano y esperó a ver si Josie se despertaba o si iba a pasarse fuera de combate el resto de la noche. No se movía, así que se acercó para comprobar si respiraba.

Llevaba toda la vida metiéndose en peleas callejeras y conocía bien la primera norma: mételes en la barbilla y déjalos tiesos.

La casa estaba tranquila y silenciosa, pero él sabía que los críos estaban arriba, escondidos y a la espera.

Drew era dos años mayor que su hermana, Kiera, pero la pubertad, como la mayor parte de los cambios normales de la vida, se estaba haciendo de rogar. Tenía dieciséis años y era bajo para su edad. Le preocupaba esa falta de altura, sobre todo cuando se comparaba con su hermana, que estaba dando otro de esos estirones que le proporcionaban un aspecto desmañado. Lo que ninguno de los dos sabía aún era que cada uno era de un padre distinto y que, por tanto, su desarrollo físico nunca iría a la par. Genética aparte, en aquel momento estaban abrazados con la misma fuerza que cualquier otra pareja de hermanos, escuchando con horror cómo su madre sufría otra paliza.

La violencia aumentaba y el maltrato era cada vez más frecuente. Le suplicaban a Josie que se marcharan de allí y ella les hacía promesas, pero los tres sabían que no tenían adonde ir. Su madre les aseguraba que las cosas mejorarían, que Stu era un buen hombre cuando no bebía y que ella estaba decidida a ayudarlo a recobrar la salud con amor.

No tenían adonde ir. Su última «casa» había sido una vieja autocaravana en el patio trasero de un pariente lejano al que le avergonzaba tenerlos en su propiedad. Los tres sabían que estaban sobreviviendo con Stu solo porque tenía una casa de verdad, con ladrillos y un tejado de estaño. No pasaban hambre, aunque todavía conservaban recuerdos dolorosos de aquella época, e iban al instituto. De hecho, el instituto era su santuario, porque Stuart jamás se pasaba por allí. En el instituto también había problemas —dificultades académicas en el caso de Drew, escasez de amigos en el caso de ambos, ropa vieja, ponerse en la cola de los becados que comían gratis—, pero al menos allí estaban lejos de Stu y a salvo.

Cuando estaba sobrio, que, por suerte, era la mayor parte del tiempo, seguía siendo un imbécil desagradable al que le fastidiaba tener que mantener a los chicos. Él no tenía hijos porque nunca los había querido, y también porque sus dos matrimonios anteriores habían terminado no mucho después de comenzar. Era un bravucón que creía que su casa era su castillo. Los críos eran invitados no deseados, puede que incluso intrusos y, por lo tanto, tenían que hacer todo el trabajo sucio. Con tanta mano de obra gratis, tenía una lista de tareas interminable, la mayoría incluidas para disimular el hecho de que él no era más que un vago inútil. A la menor transgresión, echaba pestes contra los chavales y los amenazaba. Compraba comida y cerveza para él e insistía en que los escasos ingresos de Josie cubrieran su parte de los gastos de alimentación.

Pero las tareas, la comida y la intimidación no eran nada en comparación con la violencia.

Josie apenas respiraba y no se movía. Stuart se acercó a ella, le miró los pechos y, como siempre, deseó que fueran más grandes. «Joder, hasta Kiera tiene más tetas». Sonrió al pensarlo y decidió ir a echar un vistazo. Cruzó la pequeña sala de estar a oscuras y empezó a subir las escaleras haciendo todo el ruido posible para asustarlos. A medio camino, la llamó con una voz aguda, ebria, casi juguetona:

—Kiera, oh, Kiera...

En la oscuridad, la muchacha se estremeció de miedo y le apretó el brazo a Drew con más fuerza aún. Stu continuó avanzando con pesadez, sus pasos resonaban en los escalones de madera.

—Kiera, oh, Kiera...

Primero abrió la puerta de la habitación de Drew y la cerró de golpe. Luego manipuló el picaporte de la puerta del dormitorio de Kiera, pero se dio cuenta de que tenía el pestillo echado.

—Ja, ja, Kiera, sé que estás ahí dentro. Abre la puerta.

Se dejó caer contra ella, empujándola con el hombro.

Los hermanos estaban sentados a los pies de la cama estrecha, con la mirada clavada en la puerta. Drew había encontrado en el cobertizo una barra de metal oxidada y con ella había improvisado un tope que rezaban para que funcionara. Uno de los extremos estaba encajado contra la puerta; el otro, contra la estructura de metal de la cama. Cuando Stu comenzó a sacudir el picaporte, los dos muchachos, tal como habían planeado, se apoyaron en la barra de metal para aumentar la presión. Habían ensayado la escena y estaban casi seguros de que la puerta aguantaría. También habían ideado un ataque, por si la puerta cedía. Kiera cogería una vieja raqueta de tenis y Drew se sacaría un botecito de espray de pimienta del bolsillo y lo rociaría con él. Se lo había comprado Josie, por si acaso. Puede que Stu volviera a pegarles una paliza, pero al menos caerían peleando.

Podía tirar la puerta abajo a patadas. Hacía un mes lo había hecho, y después montó un escándalo terrible cuando tuvo que gastarse cien dólares en una nueva. Al principio se empeñó en que los pagara Josie, luego les pidió dinero a los chicos y al final dejó de dar la lata con el asunto.

Kiera estaba rígida de miedo y lloraba en silencio, pero también pensaba que aquello no era lo habitual. Las otras veces que Stuart había ido a su habitación lo había hecho cuando no había nadie más en casa. No había habido testigos y él la había amenazado con matarla si alguna vez decía algo. Stu ya había silenciado a su madre, ¿tenía intención de hacerle daño también a Drew, de amenazarlo?

—Oh, Kiera, oh, Kiera —canturreó estúpidamente mientras embestía contra la puerta una vez más.

Parecía hablar con más suavidad, como si empezara a darse por vencido.

Hicieron presión en la barra de metal, a la espera de una explosión. Pero Stuart se quedó callado. Luego se marchó; el ruido de sus pasos se desvaneció en las escaleras. Todo se quedó en silencio.

Y ni un ruido por parte de su madre, lo que era el fin del mundo. Josie estaba abajo, muerta o inconsciente, porque, de lo contrario, Stuart no habría subido las escaleras, no sin enfrentarse a una buena pelea. Josie le sacaría los ojos con sus propias manos mientras dormía si volvía a hacer daño a sus hijos.

Pasaron los segundos, los minutos. Kiera dejó de llorar y los dos se sentaron en el borde de la cama esperando oír algo, un ruido, una voz, un portazo. Pero nada.

Finalmente, Drew susurró:

—Tenemos que hacer algo.

Kiera estaba aterrada y no reaccionaba.

—Voy a ver cómo está mamá —dijo el chico—. Tú quédate aquí con la puerta atrancada, ¿entendido?

—No te vayas.

—Tengo que hacerlo. A mamá le ha pasado algo; si no, estaría aquí arriba. Estoy seguro de que está herida. No te muevas y mantén la puerta atrancada.

Drew apartó la barra de metal y abrió la puerta del dormitorio de Kiera sin hacer ruido. Se asomó a la planta de abajo y no vio nada salvo oscuridad y el resplandor tenue de la luz del porche. Kiera cerró la puerta tras él. Drew bajó el primer escalón con el bote de espray de pimienta aferrado en una mano y pensó en lo maravilloso que sería rociarle una nube de veneno en la cara a ese hijo de puta, quemarle los ojos y tal vez dejarlo ciego. Despacio, escalón a escalón, sin hacer un solo ruido. Cuando llegó a la sala de estar se quedó inmóvil por completo y aguzó el oído. Captó un ruido lejano, procedente de la habitación de Stu, que estaba en el otro extremo del pequeño pasillo. Esperó un momento más y pensó que ojalá Stu hubiera metido a Josie en la cama tras haberle dado unas cuantas bofetadas. La luz de la cocina estaba encendida. Drew echó un vistazo desde la puerta y vio los pies descalzos de su madre inmóviles en el suelo, y después las piernas. Se arrodilló y caminó a gatas por debajo de la mesa hasta llegar a su lado. Le sacudió el brazo con fuerza, pero no dijo ni una palabra: cualquier ruido podría atraer a Stuart. Se fijó en que a su madre se le veían los pechos, pero tenía demasiado miedo para sentir vergüenza. La sacudió de nuevo y siseó:

—Mamá, ¡mamá, despierta!

No obtuvo respuesta. Josie tenía el lado izquierdo de la cara rojo e hinchado, y Drew estaba seguro de que no respiraba. Se secó los ojos, se apartó y volvió a gatas al pasillo. La puerta del dormitorio de Stu estaba abierta, con la luz de una mesilla encendida, y, tras enfocar la vista, Drew distinguió un par de botas colgando de la cama. Las de piel de serpiente acabadas en punta, las favoritas de Stu. El chico se puso de pie y caminó a toda prisa hacia el dormitorio, y allí, despatarrado sobre la cama con los brazos abiertos de par en par sobre la cabeza y totalmente vestido, estaba Stuart Kofer, que había vuelto a perder el conocimiento. Mientras Drew lo miraba con un odio desmesurado, el hombre empezó a roncar.

Drew subió las escaleras corriendo.

—Está muerta, Kiera —gritó en cuanto su hermana abrió la puerta—, mamá está muerta. Stu la ha matado. Está en el suelo de la cocina y está muerta.

La chica dio un paso atrás, chilló y agarró a su hermano. Ambos bajaron las escaleras llorando y entraron en la cocina. Kiera se apoyó la cabeza de su madre contra el pecho sin dejar de sollozar y susurrar:

—¡Despierta, mamá! ¡Despierta, por favor!

Drew le cogió una muñeca a su madre con delicadeza e intentó buscarle el pulso, aunque no sabía si lo estaba haciendo bien. No notó nada.

—Tenemos que llamar a emergencias —dijo.

—¿Dónde está Stu? —preguntó su hermana mientras miraba a su alrededor.

—En la cama, dormido. Creo que ha perdido el conocimiento.

—Yo me quedo con mamá. Ve a llamar.

Drew fue a la salita de estar, encendió una luz, cogió el teléfono y llamó a emergencias. Tras muchos tonos de llamada, por fin contestaron:

—Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle?

—Stuart Kofer ha matado a mi madre. Está muerta.

—Cielo, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Drew Gamble. Mi madre se llama Josie. Está muerta.

—¿Y dónde vives?

—En casa de Stuart Kofer, en Bart Road, 1414 de Bart Road. Mande a alguien que nos ayude, por favor.

—Sí, sí, van para allá. Dices que está muerta, ¿cómo lo sabes?

—Porque no respira. Porque Stuart ha vuelto a pegarle, como siempre.

—¿Stuart Kofer sigue en la casa?

—Sí, es su casa, nosotros solo vivimos aquí. Ha vuelto borracho otra vez y le ha pegado una paliza a mi madre. La ha matado. Lo hemos oído hacerlo.

—¿Dónde está?

—En su cama, inconsciente. Dense prisa, por favor.

—No me cuelgues, ¿vale?

—Voy a colgar, tengo que ir a ver cómo está mi madre.

Soltó el teléfono y cogió una manta del sofá. Kiera tenía la cabeza de su madre apoyada en el regazo y le acariciaba el pelo con cuidado mientras sollozaba y no paraba de repetir:

—Venga, mamá, despierta, por favor. Por favor, despierta. No nos dejes, mamá.

Drew tapó a su madre con la manta y después se sentó junto a sus pies. Cerró los ojos, se llevó dos dedos a la nariz e intentó rezar. La casa estaba en calma, silenciosa; solo se oían los gimoteos de Kiera suplicándole a su madre que volviera. Los minutos pasaban y Drew se obligó a dejar de llorar y a hacer algo que los protegiera. Quizá Stuart estuviera dormido en su habitación, pero podía despertarse en cualquier momento, y si los pillaba en el piso de abajo montaría en cólera y les pegaría.

Ya lo había hecho otras veces: emborracharse, ponerse furioso, amenazar, pegar, desmayarse y después despertarse preparado para otra ronda de diversión.

En ese momento Stuart estornudó y emitió un ruido ebrio; Drew temió que se despertara a pesar de la borrachera.

—Kiera, calla.

Pero su hermana no lo oyó; estaba en una especie de trance, acariciando a su madre mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.

Despacio, Drew se apartó gateando y salió de la cocina. En el pasillo, se irguió y caminó de puntillas hasta el dormitorio. Stuart no se había movido. Las botas seguían colgando de la cama. El cuerpo fornido del hombre descansaba encima de las mantas. Tenía la boca tan abierta que habrían podido entrarle moscas. Drew lo contempló con un odio que casi lo cegaba. Aquella bestia por fin había matado a su madre, después de meses intentándolo, y no le cabía duda de que los siguientes serían ellos. Y nadie haría pagar a Stuart por ello, porque tenía contactos y conocía a gente importante, algo de lo que no paraba de presumir. Ellos no eran más que gentuza, basura de camping de caravanas, pero Stuart era influyente porque tenía tierras y llevaba una placa.

Drew dio un paso atrás y miró hacia la cocina, donde vio a su madre tendida en el suelo y a su hermana sujetándole la cabeza y emitiendo un gemido grave y dolorido, absolutamente ida. Se dirigió a una esquina de la habitación, hacia la mesita junto a la cama de Stuart donde este guardaba su arma, su grueso cinturón negro con la funda y la placa con forma de estrella. Sacó la pistola de la funda y se acordó de lo mucho que pesaba. Todos los agentes del cuerpo utilizaban aquella arma, una Glock 9 milímetros. Iba contra las normas que un civil la manipulara. A Stu le daban igual las normas tontas, así que no hacía mucho que, un día que estaba sobrio y de un buen humor poco habitual, se había llevado a Drew al prado de atrás y le había enseñado a manipular y disparar el arma de fuego. A Stu lo habían criado entre armas; a Drew no, y el hombre se burló del chico por su ignorancia. Alardeaba de haber matado su primer ciervo a los ocho años.

Drew había disparado el arma tres veces contra una diana de tiro con arco y había fallado estrepitosamente. El retroceso y el ruido de la pistola le habían dado miedo. Stu se había reído de él por su cobardía y luego había clavado seis tiros rápidos en el centro de la diana.

Drew sostuvo la pistola con la mano derecha y la examinó. Sabía que estaba cargada porque las armas de Stu siempre estaban a punto. En el armario había una vitrina atestada de rifles y escopetas, todos cargados.

Kiera gemía y lloraba a lo lejos, Stu roncaba delante de él y la policía llegaría y haría tan poco como había hecho hasta entonces. Nada. Nada que protegiera a Drew y a Kiera, ni siquiera ahora que su madre estaba muerta en el suelo de la cocina. Stuart Kofer la había matado y mentiría, y la policía lo creería. Y entonces Drew y su hermana se enfrentarían a un futuro aún más oscuro sin su madre.

Salió de la habitación con la Glock en la mano y volvió despacio a la cocina, donde nada había cambiado. Le preguntó a Kiera si su madre respiraba, pero ella no contestó, no interrumpió sus gemidos. Drew fue a la sala de estar y miró por la ventana hacia la oscuridad del exterior. Si tenía padre, no lo conocía, así que una vez más volvió a preguntarse dónde estaría el hombre de la familia. ¿Dónde estaba el líder, el sabio que daba consejos y ofrecía protección? Kiera y él nunca habían conocido la seguridad de tener una familia estable. Habían conocido a otros padres en las casas de acogida, y también a jóvenes abogados que habían intentado ayudarlos, pero nunca habían conocido el abrazo cálido de un hombre en el que pudieran confiar.

Esas responsabilidades recaían sobre él, el mayor. Con su madre muerta, no le quedaba más remedio que dar un paso adelante y convertirse en un hombre. Él y solo él tenía que salvarlos de aquella prolongada pesadilla.

Un ruido lo sobresaltó. Se oyó un gruñido, un bufido o algo así en el dormitorio, y el somier y el colchón traquetearon y chirriaron, como si Stu se estuviera moviendo y volviendo a la vida.

Drew y Kiera no podían soportarlo más. Había llegado el momento; aquella era su única oportunidad de sobrevivir, así que Drew tenía que actuar. Volvió a la habitación y se quedó mirando a Stu, que seguía tumbado de espaldas y dormido como un tronco, aunque ahora una de las botas estaba tirada en el suelo. Se merecía la muerte. Drew cerró la puerta despacio, como si quisiera proteger a Kiera de cualquier implicación. ¿Sería fácil? Agarró la pistola con ambas manos. Contuvo el aliento y bajó el arma hasta que la punta del cañón quedó a unos centímetros de la sien izquierda de Stu.

Cerró los ojos y apretó el gatillo.

Capítulo 2

2

Kiera ni siquiera llegó a levantar la vista. Le acarició el pelo a su madre y preguntó:

—¿Qué has hecho?

—Le he disparado —contestó Drew con pragmatismo.

La chica asintió y no dijo más. Su hermano fue a la sala de estar y volvió a mirar por la ventana. ¿Dónde estaban las luces rojas y azules? ¿Dónde estaban los servicios de emergencia? Llamas para informar de que un salvaje ha matado a tu madre y no aparece nadie. Encendió una lámpara y miró el reloj de pared. Las 2.47. Siempre recordaría el momento en que había matado a Stuart Kofer. Tenía las manos temblorosas y entumecidas, le pitaban los oídos, pero a las 2.47 no sentía remordimientos por haber acabado con el hombre que había matado a su madre. Volvió al dormitorio y encendió la lámpara del techo. La pistola estaba junto a la cabeza de Stu, que tenía un agujero feo y pequeño en el lado izquierdo. El hombre seguía mirando al techo, ahora con los ojos abiertos. Un círculo de sangre de color rojo intenso iba esparciéndose en arco sobre las sábanas.

Regresó a la cocina, donde seguía sin haber cambios. Fue a la sala de estar, encendió otra lámpara, abrió la puerta principal y se sentó en el sillón abatible de Stu. Se ponía frenético si pillaba a alguien sentado en su trono. Olía a él: a cigarrillos rancios, sudor seco, cuero viejo, whisky y cerveza. Al cabo de unos minutos, Drew decidió que detestaba el sillón abatible y acercó una silla a la ventana para esperar las luces.

Las primeras fueron azules. Parpadeaban y giraban con furia, y cuando coronaron la última cuesta del camino de entrada, Drew se sintió atenazado por el miedo y empezó a costarle respirar. Iban a por él. Se lo llevarían esposado en el asiento de atrás del coche patrulla de un agente, y no podía hacer nada para impedirlo.

El segundo vehículo en llegar fue una ambulancia con las luces rojas; el tercero, otro coche de policía. Una vez que se supo que había dos cuerpos y no solo uno, enseguida se presentó otra ambulancia, y, tras ella, más policía.

Josie tenía pulso y la subieron a toda prisa a una camilla para llevársela corriendo al hospital. A Drew y a Kiera los recluyeron en la sala de estar y les dijeron que no se movieran. ¿Adónde iban a ir? Todas las luces de la casa estaban encendidas y había agentes de policía en todas las habitaciones.

El sheriff Ozzie Walls llegó solo. Moss Junior Tatum, el subjefe de policía, lo recibió en la entrada y le dijo:

—Parece que Kofer volvió tarde a casa, se pelearon, él le pegó unos cuantos golpes a su novia y se desmayó en su cama. El chico le cogió la pistola y le metió un solo tiro en la cabeza. Muerto en el acto.

—¿Has hablado con el chaval?

—Sí. Drew Gamble, dieciséis años, hijo de la novia de Kofer. No ha dicho gran cosa. Creo que está conmocionado. Su hermana se llama Kiera, catorce años; me ha dicho que llevan viviendo aquí alrededor de un año y que Kofer era un maltratador, que no paraba de pegarle palizas a su madre.

—¿Kofer está muerto? —preguntó Ozzie con incredulidad.

—Stuart Kofer está muerto, señor.

El sheriff negó con la cabeza, asqueado y sin dar crédito a lo que oía, y franqueó la puerta delantera, que estaba abierta de par en par. Dentro, se detuvo y miró a Drew y a Kiera, que permanecían sentados el uno junto al otro en el sofá, ambos con la mirada baja e intentando ignorar aquel caos. Quiso decirles algo, pero se contuvo. Siguió a Tatum hasta el dormitorio, donde nadie había tocado nada. La pistola estaba encima de las sábanas, a unos veinticinco centímetros de la cabeza de Kofer, y había un gran círculo de sangre en el centro de la cama. Al otro lado, el orificio de salida de la bala le había arrancado parte del cráneo, y sobre las sábanas, las almohadas, el cabecero de la cama y la pared había salpicaduras de sangre y sesos.

En aquel momento, Ozzie tenía a catorce agentes a jornada completa. Ahora, trece, además de siete a jornada parcial y más voluntarios de los que podía cabrear. Era el sheriff del condado de Ford desde 1983, elegido hacía siete años por una mayoría histórica. Histórica porque, en aquel instante, era el único sheriff negro de Mississippi y el primero jamás elegido en un condado predominantemente blanco. En siete años no había perdido a un solo hombre. A DeWayne Looney le habían volado la pierna en el tiroteo que llevó a Carl Lee Hailey a juicio en 1985, pero Looney seguía en el cuerpo.

Sin embargo, allí estaba el primero, en todo su horrible esplendor. Allí estaba Stuart Kofer, uno de sus mejores hombres, y sin duda el más valiente, convertido en fiambre, aunque su cadáver continuaba emanando fluidos.

Ozzie se quitó el sombrero, rezó una oración rápida y dio un paso atrás.

—Asesinato de un agente policial —dijo sin apartar los ojos de Kofer—. Llama a los estatales y que lo investiguen. No toquéis nada. —Se volvió hacia Tatum y preguntó—: ¿Has hablado con los chavales?

—Sí.

—¿La historia coincide?

—Sí, señor. El chico no habla. Su hermana dice que fue él quien disparó. Creían que su madre estaba muerta.

Ozzie asintió y reflexionó sobre la situación.

—Bien, no se les hacen más preguntas a los chicos, se acabaron los interrogatorios. Los abogados examinarán con lupa todo lo que hagamos a partir de este momento. Nos los llevamos, pero ni una palabra. De hecho, metedlos en mi coche.

—¿Esposas?

—Claro. Para el chico. ¿Tienen algún pariente por aquí cerca?

El agente Mick Swayze carraspeó y respondió:

—No creo, Ozzie. Conocía bastante bien a Kofer y tenía a su chica viviendo aquí con él; por lo que se ve, ella tenía un pasado complicado. Un divorcio, puede que dos. No sé de dónde provenía exactamente pero, según Kofer, no era de por aquí. Vine hace unas semanas para atender un aviso de altercado, pero ella no presentó cargos.

—Muy bien. Ya lo averiguaremos. Me llevo a los chicos. Moss, te vienes conmigo. Mick, tú quédate aquí.

Drew se puso de pie cuando se lo pidieron y tendió las manos. Tatum se las esposó con cuidado delante del cuerpo y guio al sospechoso hacia el exterior de la casa y hasta el coche del sheriff. Kiera los siguió, secándose las lágrimas. La ladera era una locura de luces destellantes. Se había corrido la voz de que habían matado a un policía y hasta el último agente fuera de servicio del condado quería echar un vistazo.

Ozzie esquivó los demás coches patrulla y las ambulancias y bajó por el serpenteante camino de entrada hasta la carretera del condado. Encendió las luces azules y pisó el acelerador.

Drew preguntó:

—Señor, ¿podemos ver a nuestra madre?

Ozzie miró a Tatum.

—Pon la grabadora en marcha —le ordenó.

Tatum se sacó una grabadora pequeña del bolsillo y apretó un botón.

El sheriff continuó:

—Bien, vamos a grabar todo lo que se diga. Soy el sheriff Ozzie Walls y son las 3.51 de la madrugada del 25 de marzo de 1990. Voy conduciendo camino de la cárcel del condado de Ford con el subjefe Moss Junior Tatum en el asiento del pasajero, y en el asiento trasero tenemos a... ¿Me dices tu nombre completo, hijo?

—Drew Allen Gamble.

—¿Edad?

—Dieciséis años.

—¿Y tú cómo te llamas, señorita?

—Kiera Gale Gamble, catorce años.

—¿Y el nombre de vuestra madre?

—Josie Gamble. Tiene treinta y dos años.

—De acuerdo. Os aconsejo no hablar de lo que ha pasado esta noche. Esperad hasta tener un abogado. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Bien, habéis preguntado por vuestra madre, ¿no es así?

—Sí, señor. ¿Está viva?

Ozzie miró a Tatum, que se encogió de hombros y habló acercándose la grabadora:

—Hasta donde nosotros sabemos, Josie Gamble está viva. Se la han llevado de la escena en ambulancia y lo más seguro es que ya esté en el hospital.

—¿Podemos ir a verla? —preguntó Drew.

—No, ahora mismo no —contestó Ozzie.

Guardaron silencio durante un instante y después Ozzie volvió a hablar acercándose a la grabadora.

—Has sido el primero en llegar a la escena, ¿no?

—Sí —contestó Tatum.

—¿Y les has preguntado a estos dos chicos qué ha pasado?

—En efecto. El chico, Drew, no dijo nada. Le pregunté a su hermana, Kiera, si sabía algo y me contestó que su hermano había disparado a Kofer. En ese momento dejé de hacer preguntas. Estaba bastante claro lo que había ocurrido.

La radio crepitaba y, a pesar de la oscuridad, todo el condado de Ford parecía estar vivo. Ozzie bajó el volumen y él también se quedó callado. Seguía pisando el acelerador y su enorme Ford marrón rugía por la carretera del condado a horcajadas sobre la línea divisoria central, desafiando a las alimañas a arriesgarse a entrar en la calzada.

Había contratado a Kofer hacía cuatro años, cuando este había vuelto al condado de Ford tras una carrera truncada en el ejército. Stuart había ofrecido una explicación aceptable sobre por qué lo habían licenciado por conducta deshonrosa; según él, todo había sido cuestión de tecnicismos, malentendidos, etcétera. Ozzie le dio un uniforme, lo puso a prueba durante seis meses y lo mandó a la academia de Jackson, donde destacó enseguida. Cuando estaba de servicio no había quejas. Kofer se había convertido en una leyenda al atrapar él solo a tres traficantes de Memphis que se habían perdido en la zona rural del condado de Ford.

Cuando no estaba de servicio era otra cosa. Ozzie le había cantado las cuarenta al menos dos veces después de haber recibido denuncias por ebriedad y peleas, y Stuart, como no podía ser de otra manera, se había disculpado entre lágrimas y había prometido mejorar su comportamiento y jurado lealtad a Ozzie y al departamento. Y era leal como nadie.

Ozzie no tenía paciencia con los agentes desagradables y los imbéciles no solían durarle mucho. Kofer era uno de los agentes más queridos, al que además le gustaba hacer voluntariado en colegios y centros cívicos. En su época del ejército había visto mundo, algo extraño entre sus, por lo general, bastante rústicos compañeros, la mayoría de los cuales apenas había puesto un pie fuera del estado. En público eran todo ventajas: un agente sociable, siempre con una sonrisa y una broma a punto, que recordaba el nombre de todo el mundo y al que le gustaba pasear por Lowtown, el barrio negro, a pie, sin pistola y con caramelos para los niños.

En privado tenía problemas pero, como hermanos de uniforme, sus compañeros intentaban ocultárselos a Ozzie. Tatum, Swayze y la mayor parte de los agentes sabían algo acerca del lado oscuro de Stuart, pero era más sencillo ignorarlo y esperar que todo saliera bien, esperar que nadie saliera herido.

Ozzie volvió a mirar por el espejo retrovisor y observó a Drew entre las sombras. Cabeza gacha, ojos cerrados, ni un ruido. Y aunque Ozzie estaba aturdido y enfadado, le costó pensar en aquel crío como en un asesino. Flaco, más bajo que su hermana, pálido, cohibido, claramente abrumado; podría haber pasado por un tímido chaval de doce años.

Llegaron a las calles oscuras de Clanton y no tardaron en detenerse delante de la cárcel, situada a dos manzanas de la plaza. Delante de la entrada principal los esperaban un agente y un hombre que sujetaba una cámara.

—Mierda —bufó Ozzie—. Ese es Dumas Lee, ¿no?

—Eso me temo —contestó Tatum—. Supongo que se ha corrido la voz. Ahora todos tienen escáneres policiales.

—Quedaos todos en el coche.

Ozzie bajó del vehículo, cerró la portezuela de golpe y se encaminó directamente hacia el periodista diciéndole ya que no con la cabeza.

—No vas a llevarte nada, Dumas —le espetó con brusquedad—. Hay un menor implicado y no te vamos a dar ni su nombre ni su imagen. Lárgate.

Dumas Lee era uno de los dos periodistas de The Ford County Times que cubrían los casos policiales, así que conocía bien a Ozzie.

—¿Puedes confirmarme que han matado a un policía?

—No voy a confirmar nada. Tienes diez segundos para largarte de aquí antes de que te ponga las esposas y te meta ahí dentro a empujones. ¡Fuera de aquí!

El periodista se alejó a toda prisa y no tardó en desaparecer en la oscuridad. Ozzie lo vigiló unos segundos y después Tatum y él bajaron a los chicos del coche y se los llevaron dentro a buen paso.

—¿Quieres procesarlos? —preguntó el guardia.

—No, más tarde. De momento los meteremos en la celda de menores.

Con Tatum cerrando el grupo, guiaron a Drew y a Kiera hacia el otro lado de una pared de barrotes y por un pasillo angosto hasta una puerta de metal grueso con una ventanilla estrecha. El guardia la abrió y los chicos entraron en la habitación vacía. Había dos literas y un váter sucio en un rincón.

—Quítale las esposas —ordenó Ozzie. Tatum obedeció y Drew se frotó las muñecas de inmediato—. Pasaréis aquí unas cuantas horas.

—Quiero ver a mi madre —dijo Drew con más contundencia de la que Ozzie se esperaba.

—Hijo, ahora mismo no estás en posición de querer nada. Estás arrestado por el asesinato de un agente de las fuerzas del orden.

—Él mató a mi madre.

—Tu madre no está muerta, por suerte. Ahora mismo iré al hospital a ver cómo se encuentra. Cuando vuelva, te diré lo que sepa. Es lo máximo que puedo hacer.

Kiera preguntó:

—¿Y yo por qué estoy en la cárcel? No he hecho nada.

—Lo sé. Estás en la cárcel por tu propia seguridad, y no pasarás mucho tiempo aquí. Si te soltáramos dentro de unas horas, ¿adónde irías?

Kiera miró a Drew. Era obvio que no tenían ni idea.

—¿Tenéis algún familiar por aquí? ¿Tías, tíos, abuelos? ¿Alguien? —preguntó el sheriff.

Ambos dudaron y después negaron despacio con la cabeza.

—Vale. Era Kiera, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Si ahora mismo tuvieras que llamar a alguien para que viniera a buscarte, ¿a quién llamarías?

La muchacha bajó la vista y volvió a negar.

—A nuestro predicador, el hermano Charles.

—¿Charles qué más?

—Charles McGarry, de Pine Grove.

Ozzie creía conocer a todos los predicadores, pero quizá se le hubiera escapado alguno. No era extraño, teniendo en cuenta que había trescientas iglesias en el condado. La mayoría eran pequeñas congregaciones repartidas por todo el campo y famosas por sus peleas y divisiones internas y por echar a sus predicadores. Era imposible llevar la cuenta. Miró a Tatum y dijo:

—No lo conozco.

—Yo sí. Es un buen hombre.

—Llámalo, sácalo de la cama y dile que venga. —Volvió a mirar a los chicos—. Os dejaremos aquí, donde estáis a salvo. Os traerán algo de comer y de beber. Poneos cómodos. Yo me voy al hospital.

Respiró hondo y los miró con la menor simpatía posible. Su principal preocupación era que había un agente muerto y tenía al asesino delante. Aun así, estaban tan perdidos y daban tanta pena que le resultaba difícil querer vengarse.

Kiera levantó la mirada llorosa y preguntó:

—Señor, ¿está muerto de verdad?

—Sí, lo está.

—Lo siento, pero pegaba mucho a nuestra madre, y también vino a por nosotros.

Ozzie levantó ambas manos.

—No sigamos por ahí. Os traeremos un abogado para que hable con vosotros; ya le contaréis a él todo lo que queráis. De momento, cerrad la boca.

—Sí, señor.

Ozzie y Tatum salieron de la celda y la cerraron de un portazo a su espalda. En la entrada, el guardia colgó el teléfono

—Sheriff —dijo—, era Earl Kofer. Acaba de enterarse de que han matado a su hijo Stuart. Está muy afectado. Le he dicho que no sabía nada, pero tienes que llamarlo.

Ozzie soltó un taco en voz baja y masculló:

—Me estaba preparando para hacerlo, pero tengo que irme al hospital. Puedes encargarte tú, ¿verdad?

—No —contestó Tatum.

—Claro que sí. Dale unos cuantos datos y dile que lo llamaré más tarde.

—Gracias por nada.

—Lo harás bien.

Ozzie salió a toda prisa por la puerta principal y se subió al coche.

Eran casi las cinco de la mañana cuando entró en el aparcamiento vacío del hospital. Aparcó cerca de la sala de urgencias, entró deprisa y estuvo a punto de chocar contra Dumas Lee, que iba un paso por delante de él.

—Sin comentarios, Dumas, y me estás cabreando.

—Es mi trabajo, sheriff. Solo busco la verdad.

—No sé la verdad.

—¿La mujer está muerta?

—No soy médico. Déjame ya en paz.

Ozzie presionó con fuerza el botón del ascensor y dejó al periodista en el vestíbulo. En la tercera planta lo recibieron dos agentes que condujeron a su jefe hasta el mostrador, donde los esperaba un médico joven. Ozzie hizo las presentaciones y todo el mundo asintió sin estrecharse la mano.

—¿Qué puede decirnos? —preguntó.

Sin mirar ningún historial médico, el joven contestó:

—Está inconsciente, pero estable. Tiene la mandíbula izquierda hecha añicos y habrá que operarla pronto para reconstruírsela, pero no es excesivamente urgente. Parece que le dieron un golpe en la mandíbula y/o en la barbilla y perdió el conocimiento.

—¿Alguna lesión más?

—No gran cosa, puede que algunos moratones en las muñecas y el cuello, nada que requiera curas.

Ozzie respiró hondo y dio gracias a Dios por no haberse encontrado con dos asesinatos.

—¿O sea que saldrá adelante?

—Sus constantes vitales son fuertes. Ahora mismo no hay motivos para dudar de su recuperación.

—¿Cuándo se despertará?

—Es difícil preverlo, pero yo diría que a lo largo de las próximas cuarenta y ocho horas.

—De acuerdo. Oiga, estoy seguro de que lo tienen todo muy bien apuntado y demás, pero recuerde que es probable que todo lo que hagan con esta paciente se revise algún día de manera exhaustiva en un juzgado. Téngalo en cuenta. Asegúrese de que le hacen muchas radiografías y fotos en color.

—Sí, señor.

—Dejaré aquí a un agente para que me mantenga al corriente.

El sheriff volvió al ascensor y abandonó el hospital. Mientras regresaba a la cárcel cogió la radio y llamó a Tatum. La conversación con Earl Kofer había sido tan horrible como cabía esperar.

—Será mejor que lo llames, Ozzie. Me ha dicho que iba para allá para verlo con sus propios ojos.

—Vale.

Dio por finalizada la llamada justo cuando se detuvo delante de la cárcel. Cogió su teléfono y lo miró un instante; como siempre en aquellos momentos terribles, recordó todas las llamadas en plena noche y de madrugada a las familias; llamadas horrorosas que cambiarían de forma radical e incluso destrozarían para siempre la vida de muchas personas; llamadas que odiaba hacer, pero que su trabajo le exigía. Un padre joven hallado con la cara reventada y una nota de suicidio al lado; dos adolescentes borrachos que habían salido despedidos de un coche que circulaba demasiado deprisa; un abuelo demente al que por fin habían encontrado en una zanja. Era, con mucho, la peor parte de su vida.

Earl Kofer estaba histérico y quería saber quién había matado a su «niño». Ozzie se mostró paciente y le dijo que todavía no podía hablar de los detalles, pero que estaba dispuesto a reunirse con la familia, otra perspectiva terrible e inevitable. No, Earl no debía ir a casa de Stuart porque no lo dejarían entrar. Los agentes estaban esperando a los peritos del laboratorio forense del estado, y estos tardarían horas en concluir su trabajo. Ozzie sugirió que la familia se reuniera en casa de Earl y que él se pasaría a verlos a lo largo de la mañana. El padre sollozaba al otro lado de la línea cuando por fin Ozzie consiguió colgar.

Ya en la cárcel, le preguntó a Tatum si habían avisado al agente Marshall Prather. Tatum le contestó que sí, que estaba en camino. Prather era un veterano que había sido amigo íntimo de Stuart Kofer desde que iban juntos al colegio público de Clanton. Llegó vestido con unos vaqueros y una sudadera y sin poder creerse lo que había ocurrido. Siguió a Ozzie hasta su despacho y ambos se dejaron caer en las sillas en cuanto Tatum cerró la puerta a su espalda. El sheriff le relató los hechos tal como los conocían, y Prather fue incapaz de ocultar sus sentimientos. Apretó los dientes como un tío duro y se tapó los ojos, pero era evidente que estaba sufriendo.

Tras un silencio largo y doloroso, Prather logró decir:

—Empezamos a ir juntos a clase en tercero de primaria.

Se le fue apagando la voz y bajó la barbilla. Ozzie miró a Tatum, que apartó la vista.

Tras otra pausa larga, Ozzie continuó:

—¿Qué sabes de la mujer, Josie Gamble?

Prather tragó saliva con dificultad y sacudió la cabeza como si así pudiera librarse de sus emociones.

—La he visto una o dos veces, pero no la conozco mucho. Creo que Stu empezó con ella hace alrededor de un año. Sus hijos y ella se mudaron a su casa. Parecía bastante maja, pero estaba de vuelta de todo. Tenía un historial bastante complicado.

—¿A qué te refieres?

—Había estado en la cárcel. Por drogas, creo. Un pasado movidito. Stu la conoció en un bar, nada de extrañar, e hicieron buenas migas. A él no le gustaba tener que cargar con los dos críos, pero ella lo convenció. Pensándolo a toro pasado, ella necesitaba un sitio para vivir y él tenía habitaciones de sobra.

—¿Qué atractivo tenía?

—Vamos, Ozzie. No es una mujer precisamente fea; de hecho, es bastante mona y le quedan bien los vaqueros ajustados. Ya conoces a Stu, siempre al acecho, pero del todo incapaz de entenderse con una mujer.

—¿Y el alcohol?

Prather se quitó una gorra vieja y se rascó la cabeza.

Ozzie se echó hacia delante con el ceño fruncido y añadió:

—Te estoy haciendo una pregunta, Marshall, y quiero respuestas. No es momento de intentar encubrir a un compañero mirando hacia otro lado y haciéndote el tonto. Quiero respuestas.

—No sé mucho, te lo juro. Yo dejé de beber hace tres años, así que ya no voy a los bares. Sí, Stu bebía demasiado y creo que estaba yendo a peor. Lo hablé con él dos veces. Me dijo que lo tenía todo controlado, como todos los alcohólicos. Tengo un primo que todavía sale por esos antros y me dijo que Stu se estaba ganando fama de matón, que no era lo que yo quería oír. También me dijo que iba mucho a jugarse la pasta a Huey’s, cerca del lago.

—¿Y no te pareció que yo debería estar al corriente de todo esto?

—Venga, Ozzie, estaba preocupado. Por eso hablé con Stu. Iba a volver a hablar con él, te lo juro.

—Déjate de juramentos. O sea que teníamos a un agente que bebía, se metía en peleas y jugaba con la chusma y, ¡ah!, a todo esto, que pegaba a su novia en casa, y tú pensaste que yo no debía saberlo, ¿no?

—Creía que ya lo sabías.

—Creíamos que ya lo sabías —intervino Tatum.

—¿Cómo dices? —gritó Ozzie—. No tenía la menor idea de lo de la violencia doméstica.

—Hace un mes se presentó una denuncia. Su novia llamó a emergencias en plena noche y dijo que Stu estaba como loco. Mandamos una patrulla y Pirtle y McCarver pusieron paz. Era obvio que le había pegado, pero la mujer se negó a presentar cargos.

Ozzie estaba furioso.

—Nadie me contó nada, ni siquiera vi el papeleo. ¿Dónde están esos papeles?

Tatum lanzó una mirada a Prather, pero este no se la devolvió. El subjefe se encogió de hombros, como si no supiera nada.

—No hubo arrestos —explicó—, solo una notificación de incidente. Se habrá traspapelado, supongo. No lo sé, Ozzie, yo no tuve nada que ver.

—Estoy seguro de que nadie tuvo nada que ver. Si removiera cielo y tierra e interrogara a todos los hombres de mi departamento, estoy seguro de que no encontraría ni a uno solo que tuviera algo que ver.

Prather lo fulminó con la mirada y se revolvió.

—O sea que le echas a Stu la culpa de que le hayan pegado un tiro, ¿no es así, Ozzie? ¿Culpas a la víctima?

Ozzie se hundió en su asiento y cerró los ojos.

En la litera de abajo, Drew se había hecho un ovillo con las rodillas en el pecho y descansaba bajo una manta fina con la cabeza apoyada en una almohada vieja. Tenía la mirada perdida en la pared oscura. Hacía horas que no pronunciaba una sola palabra. Kiera estaba sentada al borde de la cama, con una mano apoyada en los pies de su hermano bajo la manta y toqueteándose el pelo largo con la otra mientras esperaban lo que fuera que fuese a suceder a continuación. De vez en cuando oían voces en el pasillo, pero se iban apagando hasta desaparecer por completo.

Durante la primera hora, Drew y ella habían hablado de lo obvio: el estado de su madre, la asombrosa noticia de que no estuviera muerta y luego del disparo contra Stu. Que estuviera muerto suponía un alivio para ambos; los dos tenían miedo, pero no remordimientos. Stu había utilizado a su madre como saco de boxeo, pero a ellos también les había pegado y amenazado muchas veces. La pesadilla había acabado. Nunca volverían a oír los repugnantes ruidos de los golpes que aquel animal borracho le daba a su madre.

Estar encerrados en una celda no tenía demasiada importancia para ellos. Aquellas condiciones tan crudas y antihigiénicas tal vez inquietaran a un delincuente novato, pero ellos habían visto cosas peores. Una vez, Drew había pasado meses en un reformatorio juvenil de otro estado. Y el año anterior habían encerrado a Kiera durante dos días, supuestamente en arresto preventivo. A la cárcel se sobrevivía.

Como familia pequeña siempre en continuo movimiento, una de las preguntas que se planteaban era adónde ir a continuación. En cuanto se reunieran con su madre podrían planear su siguiente movimiento. Habían conocido a algunos parientes de Stu y siempre se habían sentido rechazados. A Stu le gustaba presumir de que era propietario de una casa «libre y limpia» de deudas porque su abuelo se la había dejado en su testamento. En realidad la casa no era tan maravillosa. Estaba sucia y necesitaba arreglos, pero Josie siempre se topaba con la oposición de Stuart cuando intentaba limpiarla. Los chicos habían decidido que no echarían de menos la casa.

Durante la segunda hora especularon acerca de lo más o menos grave que sería el problema al que tendría que enfrentarse Drew. Para ellos era una simple cuestión de autodefensa, de supervivencia y de venganza. Despacio, Drew comenzó a revivir el momento del disparo, paso a paso, o al menos todo lo que era capaz de recordar. Había sido muy rápido y lo tenía todo borroso. Stu allí tumbado, con la cara colorada y la boca abierta, roncando tan tranquilo, como si se hubiera ganado una buena noche de descanso. Stu apestando a alcohol. Stu el violento, que podía despertarse en cualquier momento y pegarles una paliza a los niños solo para divertirse.

El olor acre de la pólvora gastada. La salpicadura de sangre y sesos estampándose contra las almohadas y la pared. La impresión de ver que a Stu se le abrían los ojos tras recibir el disparo.

No obstante, con el paso de las horas Drew había ido tranquilizándose. Se tapó con la manta hasta la barbilla y dijo que estaba cansado de hablar. Kiera lo vio replegarse sobre sí mismo y clavar la mirada en la pared.

Capítulo 3

3

La cárcel estaba llena de agentes fuera de servicio, de policías de Clanton y de otros miembros de la plantilla, algunos de ellos relacionados con el departamento, otros no. Fumaban cigarrillos, bebían café, comían pastas rancias y hablaban en voz baja sobre el compañero caído y los peligros del trabajo. Ozzie estaba liado en su despacho, al teléfono, poniéndose en contacto con la policía estatal y el laboratorio forense y evitando las llamadas de los periodistas, de los amigos y de los extraños.

Cuando el reverendo Charles McGarry llegó a la cárcel lo acompañaron hasta el gran despacho, donde le estrechó la mano a Ozzie y tomó asiento. El sheriff le explicó los detalles y le dijo que Kiera había pedido ver a su predicador. La muchacha había asegurado que no tenían familiares por la zona ni ningún sitio adonde ir. Estaba en la celda con su hermano, aunque Ozzie no preveía que se presentaran cargos contra ella. Había otras dos celdas para menores, pero estaban ocupadas y, además, no había razón para que Kiera estuviera en la cárcel.

El predicador tenía solo veintiséis años y hacía cuanto podía para dirigir una iglesia rural; Ozzie la había visitado durante su campaña, pero entonces había otro pastor. Era un joven agradable, claramente sobrepasado por la situación. Lo habían contratado hacía solo catorce meses, su primer destino tras terminar el seminario. Aceptó la taza de café que le ofreció Tatum y les contó lo poco que sabía de la historia de la familia Gamble. Josie y sus hijos habían aparecido por primera vez unos seis meses antes, cuando un feligrés de la iglesia le comentó a McGarry que tal vez necesitaran ayuda. El pastor fue a su casa una noche de un día laborable, y Stuart Kofer se había mostrado bastante grosero con él. Al marcharse, McGarry invitó a Josie a su servicio del domingo. Los niños y ella asistieron unas cuantas veces, pero la mujer le dijo que Kofer no veía con buenos ojos que fueran a la iglesia. Sin que Stu lo supiera, Josie le había pedido consejo al predicador en dos ocasiones, y este se quedó perplejo al conocer su pasado. Había tenido a sus dos hijos siendo adolescente, sin estar casada; había estado en la cárcel por posesión de drogas y reconocía muchos malos comportamientos, aunque prometía que ya había dejado todo eso atrás. Mientras estuvo encerrada, sus hijos estuvieron en casas de acogida y en un orfanato.

—¿Puede llevarse a la chica a algún lugar seguro? —preguntó Ozzie.

—Sí, de momento puede vivir con nosotros.

—¿Con su familia?

—Sí. Estoy casado, tengo un hijo y estamos esperando el segundo. Vivimos en la casa parroquial que hay al lado de la iglesia. Es pequeña, pero le haremos sitio.

—De acuerdo. Llévesela a casa, pero no puede salir de la zona. Nuestro investigador querrá hablar con ella.

—De acuerdo. ¿La situación de Drew es grave?

—Gravísima. Tardará mucho en salir de la cárcel, eso sí se lo puedo prometer. Seguirá en la celda de menores, y estoy seguro de que el tribunal le asignará un abogado entre hoy y mañana. No hablaremos con él hasta entonces. El caso parece sencillo. Reconoció ante su hermana que había disparado a Kofer. No hay más sospechosos. Está metido en un buen lío, reverendo, en un buen lío.

—Muy bien, sheriff. Gracias por su consideración.

—No hay de qué.

—Y lamento su pérdida. Es increíble.

—Sí. Acompáñeme a la celda y sacaremos a la niña.

McGarry siguió a Ozzie y a Tatum por la abarrotada sala de visitas, donde se hizo el silencio. Algunos se quedaron mirando al predicador como si este ya se hubiera sumado al equipo contrario. Estaba allí para apoyar a la familia del asesino. En un lugar extraño y en una situación aún más extraña, el reverendo no se percató de la importancia de aquellas miradas severas.

El guardia abrió la puerta de la celda y entraron. Kiera dudó, parecía insegura, luego se puso de pie y corrió hacia McGarry. La suya era la primera cara amiga que veía desde hacía horas. Él la abrazó con fuerza, le acarició la cabeza, le susurró que había ido a buscarla y que su madre se pondría bien. La muchacha se aferró a él sin dejar de llorar. El abrazo se prolongó y Ozzie le lanzó una mirada a Moss Junior.

Tenían que seguir adelante.

En la oscuridad de la litera de abajo, Drew casi había desaparecido bajo la manta y no había movido ni un músculo desde que habían entrado. Con delicadeza, McGarry al fin consiguió apartar a Kiera unos centímetros. Intentó secarle las lágrimas con los dedos, pero no paraban de rodarle por las mejillas.

—Voy a llevarte a mi casa —le repitió McGarry; ella intentó sonreír. El predicador miró hacia la litera de abajo para echarle un vistazo a Drew, pero no había gran cosa que ver. Miró a Ozzie y preguntó—: ¿Puedo decirle algo?

El sheriff contestó que no con un movimiento firme de la cabeza.

—Salgamos de aquí.

McGarry agarró a Kiera del brazo y la sacó al pasillo. La niña no intentó hablar con su hermano, que se quedó solo en su mundo de oscuridad en cuanto cerraron la puerta. Ozzie los llevó hasta el aparcamiento a través de una puerta lateral. Cuando se estaban montando en el coche de McGarry, el agente Swayze apareció y le susurró algo a Ozzie.

Tras escucharlo, el sheriff asintió.

—Vale. —Se acercó a la ventanilla de McGarry y le dijo—: Acaban de llamar del hospital. Josie Gamble se ha despertado y pregunta por sus hijos. Yo voy para allá, y si quiere pueden acompañarme.

Mientras Ozzie se alejaba de nuevo en su coche, pensó que era muy probable que se pasara todo el día corriendo de un sitio a otro, teniendo en cuenta cómo iba desarrollándose aquella terrible historia. Cuando se saltó una señal de stop, Tatum le preguntó:

—¿Quieres que conduzca yo?

—Soy el sheriff y esto es importante. ¿Quién va a quejarse?

—Yo no. Oye, mientras estabas con el predicador he recibido una llamada de Looney, que está en el lugar de los hechos. Earl Kofer se ha presentado allí, totalmente desquiciado, diciendo que quiere ver a su hijo. Looney y Pirtle lo tienen todo precintado, pero Earl estaba empeñado en entrar. Lo acompañaban un par de sobrinos, jovencitos que intentaban parecer tipos duros, y han montado un buen número en el jardín delantero. Entonces han aparecido los peritos de la estatal con una furgoneta del laboratorio forense y han conseguido convencer a Earl de que toda la casa es una escena del crimen activa y de que, por tanto, dejarlo entrar va contra la ley. Así que Earl ha aparcado la camioneta en el patio delantero y ahí se ha quedado con sus dos sobrinos. Looney le ha pedido que se marche, pero él le ha contestado que la propiedad es suya. Propiedad de la familia, ha dicho. Creo que sigue allí.

—De acuerdo, dentro de más o menos una hora voy a ver a Earl para reunirme con toda la familia. ¿Quieres venir?

—Ni de coña.

—Bien, pues vas a ir, y es una orden. Necesito a un par de blancos de mi parte, y os quiero a ti y a Looney.

—¿Esa gente te vota?

—Me votó todo el mundo, Moss, ¿es que no lo sabes? Cuando ganas unas elecciones locales, te enteras de que te votó hasta el último mono. Me llevé el setenta por ciento de los votos, así que no me quejo, pero todavía tengo que conocer a una sola persona del condado de Ford que no me votara. Y están orgullosos de ello, impacientes por volver a votarme.

—Creía que había sido el sesenta y ocho por ciento.

—Habría sido el setenta si los vagos de tus paisanos de Blackjack hubieran acudido a las urnas.

—¿Vagos? Mi gente vota a saco, Ozzie. Son votantes incansables, implacables. Votan temprano, a menudo, todo el día, tarde, por correo, con papeletas auténticas, con papeletas fraudulentas, con papeletas falsas. Votan los muertos, los locos, los menores de edad, los delincuentes convictos que no tienen derecho a voto. Tú no te acuerdas porque fue hace unos veinte años, pero a mi tío Felix lo condenaron por recibir votos de muertos. Arrasó con dos cementerios en unas solas elecciones. Aun así no fue suficiente y, cuando su adversario ganó por seis votos, lo imputó.

—¿Tu tío estuvo en la cárcel?

—Bueno, cumplió unos tres meses y dijo que no estaba tan mal. Salió convertido en un héroe, pero le prohibieron volver a votar, así que aprendió a dar pucherazos. Necesitas a mi gente, Ozzie, nosotros sí que sabemos cómo darles la vuelta a unas elecciones.

El sheriff aparcó de nuevo cerca del acceso de urgencias y entraron deprisa. En la tercera planta, los dos mismos agentes lo guiaron por el pasillo hasta donde el mismo médico charlaba con una enfermera. El informe fue rápido. Josie Gamble estaba consciente, aunque sedada debido al dolor agudo que le provocaba la mandíbula rota. Sus constantes vitales eran normales. No le habían dicho que Stuart Kofer estaba muerto ni que su hijo Drew estaba en la cárcel. Había preguntado por sus hijos y el médico le había asegurado que estaban a salvo.

Ozzie respiró hondo y miró a Tatum, que le había leído la mente y ya estaba negando con la cabeza. El subjefe dijo en voz baja:

—Toda tuya, jefe.

—¿Está en condiciones de tolerar las malas noticias? —preguntó el sheriff.

El médico sonrió y se encogió de hombros.

—Si no es ahora, será más tarde. No es que importe mucho.

—Vamos —dijo Ozzie.

—Yo te espero aquí —respondió Tatum.

—No, tú te vienes conmigo. Sígueme.

Quince minutos más tarde, cuando Ozzie y Tatum salían del hospital, vieron al pastor McGarry y a Kiera sentados en la sala de espera de la sala de urgencias. Ozzie se acercó y les explicó en voz baja que acababa de hablar con Josie y que la mujer estaba despierta y deseosa de ver a su hija. La muerte de Kofer y el arresto de Drew la habían alterado y confundido y tenía muchas ganas de verla.

Volvió a darle las gracias al pastor por su ayuda y prometió llamarlo más tarde.

Ya en el coche, el sheriff le pidió a Tatum que condujera él y ocupó el asiento del pasajero.

—Encantado. ¿Adónde vamos?

—Bueno, hace varias horas que no veo un cadáver ensangrentado, así que vayamos a echarle un vistazo a Stuart, que en paz descanse.

—No creo que se haya movido mucho.

—Y tengo que hablar con los de la estatal.

—Seguro que ni siquiera ellos son capaces de fastidiar un caso como este.

—Son buenos chicos.

—Si tú lo dices...

Tatum cerró la portezuela y arrancó el motor.

—Son las ocho y media y llevo en pie desde las tres —comentó Ozzie cuando salieron de la ciudad.

—Igual que yo, y lo que más me fastidia es lo de que sean las ocho y media.

—Y no he desayunado.

—Me muero de hambre.

—¿Qué hay abierto a esta maravillosa hora del domingo?

—Bueno, Huey’s debe de estar cerrando justo ahora, y tampoco hacen desayunos. ¿Qué te parece Sawdust?

—¿Sawdust?

—Sí, por lo que sé, es el único sitio que abre tan temprano los domingos, al menos en esta parte del condado.

—Bueno, sé que seré bien recibido, porque tienen una puerta especial para mí. Pone «Entrada para negros».

—Me han dicho que ya han quitado el cartel. ¿Has entrado alguna vez?

—No, agente Tatum, nunca he entrado en los almacenes Sawdust. Cuando era un crío, el Klan todavía los usaba para celebrar reuniones no demasiado secretas. Puede que estemos en 1990, pero esa gente que compra y come en Sawdust, los que en invierno se sientan junto a la vieja estufa de hierro y cuentan chistes de negros, y los que mascan tabaco en el porche delantero y lo escupen en la grava mientras tallan a cuchillo y juegan a las damas, no es el tipo de gente con la que quiero tomarme algo.

—Hacen unas tortitas de arándanos riquísimas.

—Seguro que las mías las envenenan.

—No, claro que no. Pedimos lo mismo y nos cambiamos los platos cuando nos los sirvan. Si estiro la pata, Kofer y yo celebraremos nuestro funeral juntos. Joder, imagínate el desfile dando la vuelta a la plaza.

—En serio, no quiero ir a Sawdust.

—Ozzie, te han elegido sheriff del condado de Ford dos veces con victorias aplastantes. Eres el amo de este sitio, así que me parece increíble que te intimide entrar en una cafetería pública y desayunar. Si te da miedo, te prometo que yo te protegeré.

—No es eso.

—Una pregunta. ¿Cuántos negocios regentados por blancos has evitado y esquivado desde que te presentaste a sheriff hace siete años?

—Bueno, no he estado en todas las iglesias de blancos.

—Eso es porque es humanamente imposible visitarlas todas. Debe de haber mil, y siguen construyendo más. Y he dicho negocios, no iglesias.

Ozzie meditó su respuesta mientras dejaban atrás pequeñas granjas y bosques de pinos. Al final contestó:

—Solo uno, que yo recuerde.

—Pues entonces, vamos.

—¿Siguen teniendo la bandera confederada plantada delante?

—Seguro que sí.

—¿Quién es el propietario ahora?

—No lo sé. Hace unos cuantos años que no me paso por allí.

Cruzaron un arroyo y giraron hacia otra carretera del condado. Tatum pisó el acelerador y desvió el coche hacia el centro de la calzada. Aquella carretera tenía poco tráfico los días de diario y los domingos por la mañana estaba aún más tranquila.

—Distrito de Pine Grove —dijo Ozzie—. Noventa y cinco por ciento blanco y solo me votó el treinta por ciento.

—¿El treinta?

—Sí.

—¿Te he hablado alguna vez del padre de mi madre? Lo llamaban Abuelo Cascarrabias y murió antes de que yo naciera, lo cual creo que fue bueno para mí. Se presentó a sheriff en el condado de Tyler hace cuarenta años y sacó el ocho por ciento de los votos, así que el treinta es bastante impresionante.

—La noche de las elecciones no me pareció precisamente impresionante.

—Para ya, jefe. Ganaste de calle, y esta es tu oportunidad de impresionar a las sabias personas que desayunan en Sawdust.

—¿Por qué habrán llamado «serrín» a un sitio donde sirven comidas?

—En esta zona hay bastantes aserraderos y muchos leñadores. Tíos duros. No sé, pero estamos a punto de descubrirlo.

El aparcamiento estaba lleno de camionetas, algunas nuevas, la mayoría viejas y abolladas y todas aparcadas de cualquier manera, como si los conductores hubieran hecho una carrera para ver quién llegaba antes a desayunar. A un lado, un mástil saludaba al gran estado de Mississippi y a la gloriosa causa de la Confederación. Dos osos negros se hocicaban el uno al otro en una jaula junto al porche lateral. Los tablones crujieron cuando Ozzie y Moss Junior los cruzaron. La puerta delantera daba paso a una tenducha con carnes ahumadas colgando del techo. El olor fuerte y pesado del beicon frito y la madera quemada impregnaba el ambiente. Desde el otro lado del mostrador, una mujer mayor miró a Tatum, después a Ozzie y consiguió asentir y decir: «Buenos días».

Ellos continuaron hablando y caminando. Entraron en la cafetería de la parte de atrás, donde la mitad de las mesas estaban ocupadas por hombres, todos blancos, ni una sola mujer. Comían y bebían café, algunos fumaban y todos charlaban con aire despreocupado, hasta que vieron a Ozzie. Se produjo una reducción significativa del ruido, pero solo durante el par de segundos que tardaron en darse cuenta de quién era aquel hombre y de que ambos eran policías. Entonces, como para demostrar su tolerancia, retomaron sus conversaciones aún con más vigor e intentaron no prestarles atención.

Tatum señaló una mesa vacía y se sentaron. Ozzie se enfrascó de inmediato en un análisis exhaustivo de la carta, aunque no era necesario. Una camarera se acercó con una jarra de café y les llenó las tazas.

Un hombre de la mesa más cercana los miró por segunda vez y Tatum decidió abordarlo.

—Este sitio era famoso por sus tortitas de arándanos, ¿sigue teniéndolas?

—Y que lo digas —respondió el hombre con una amplia sonrisa, y después se dio unas palmaditas en la barriga generosa—. Eso y la salchicha de venado. Me ayudan a mantener la línea.

Aquel comentario arrancó un par de carcajadas.

Entonces intervino otro hombre:

—Oye, acabamos de enterarnos de lo de Stuart Kofer. —La cafetería se sumió en un silencio instantáneo—. ¿Es cierto?

Tatum le hizo un breve gesto con la cabeza a su jefe, como si quisiera decirle: «Este es tu momento. Actúa como el sheriff que eres».

Ozzie estaba sentado de espaldas a al menos la mitad de los clientes, así que se puso de pie y los miró a todos.

—Sí, me temo que es cierto. Han disparado y matado a Stuart en su casa, más o menos a las tres de la mañana. Hemos perdido a uno de nuestros mejores hombres.

—¿Quién ha sido?

—Ahora mismo no puedo entrar en detalles. Quizá mañana podamos decir algo más.

—Dicen que ha sido un chaval que vivía con él.

—Bueno, hemos arrestado a un chico de dieciséis años. Su madre era la novia de Kofer. No puedo decir más. La policía estatal está ahora mismo en el lugar de los hechos. Repito que no puedo decir mucho, tal vez más tarde.

Ozzie se mostró tranquilo y amigable, y ni en sueños podría haber imaginado lo que sucedió a continuación. Un hombre mayor, de campo, con las botas sucias, un mono de trabajo desgastado y una gorra de una empresa de piensos dijo con un enorme respeto:

—Gracias, sheriff.

Siguió un silencio. Roto el hielo, otros parroquianos le dieron las gracias.

Se sentó y pidió tortitas y una salchicha. Mientras esperaban tomándose el café, Tatum le susurró:

—No ha sido una mala estrategia de campaña, ¿eh, jefe?

—Nunca pienso en política.

Tatum contuvo una carcajada y miró hacia otro lado.

—¿Sabes, jefe? Si vinieras a desayunar aquí una vez al mes, te llevarías hasta el último voto.

—No quiero todos los votos. Solo el setenta por ciento.

La camarera les dejó un ejemplar del periódico dominical de Jackson en la mesa y sonrió a Ozzie. Tatum se quedó con la sección de deportes y, para matar el tiempo, el sheriff empezó a leer las noticias estatales. Levantó la mirada por encima del periódico y se fijó en la pared que tenía a la derecha. En el centro había dos enormes carteles de fútbol americano universitario del año 1990, uno de la Ole Miss y otro de la Mississippi State. A su alrededor había banderines de los dos equipos y fotografías en blanco y negro enmarcadas de grandes figuras del pasado captadas en plena acción. Todos blancos, todos de otra época.

Ozzie había sido la estrella del Instituto Clanton y soñaba con ser el primer jugador negro de Ole Miss, pero no lo ficharon. Ya había otros dos negros en el programa, así que Ozzie siempre había dado por supuesto que, en aquella época, dos eran bastantes. Terminó firmando con Alcorn State, donde fue la estrella durante cuatro años; lo seleccionaron en la décima ronda y en su primer año entró en la lista de los L.A. Rams. Jugó once partidos antes de que una lesión de rodilla lo mandara de vuelta a Mississippi.

Repasó la cara de aquellas viejas estrellas y se preguntó cuántos habrían disputado realmente un partido de fútbol profesional. Otros dos jugadores del condado de Ford, ambos negros, habían llegado a la liga profesional, pero tampoco había fotos suyas en aquella pared.

Levantó el periódico un par de centímetros e intentó leer un artículo, pero no podía concentrarse. A su alrededor, la gente que lo rodeaba hablaban sobre el tiempo, la tormenta que se acercaba, los róbalos que picaban en el lago Chatulla, la muerte de un viejo granjero al que todos conocían y las últimas artimañas de sus senadores en Jackson. Escuchó con atención mientras fingía leer y se preguntó de qué estarían hablando aquellos hombres en su ausencia. ¿Recurrirían a los mismos temas? Era lo más probable.

Ozzie sabía que a finales de la década de 1960 los almacenes Sawdust habían sido el lugar de reunión de los blancos exaltados decididos a construir un colegio privado tras la traición del Tribunal Supremo al abolir la segregación. El colegio se había construido en un terreno donado a las afueras de Clanton, un sencillo edificio de metal con profesores mal pagados y matrículas baratas que nunca eran lo bastante baratas. Cerró tras unos cuantos años acumulando deudas y recibiendo intensas presiones para que todo el condado mantuviera los colegios públicos.

Llegaron las tortitas y la salchicha y la camarera les rellenó las tazas.

—¿Has probado alguna vez la salchicha de venado? —preguntó Tatum.

En sus alrededor de cuarenta años, el subjefe apenas había salido del condado de Ford, pero con frecuencia daba por hecho que sabía más que su jefe, que una vez había viajado de costa a costa con la NFL.

—Mi abuela solía hacerlas, y yo la miraba mientras las preparaba —contestó Ozzie. Probó un trozo, lo saboreó y dijo—: No está mal; se han pasado un poco con las especias.

—Te he visto mirar esas fotos de la pared. Tienen que poner una tuya, jefe.

—No puede decirse que este sitio sea mi favorito. Puedo vivir sin ella.

—Ya veremos. No es justo, ya lo sabes.

—Déjalo.

Atacaron sus respectivas montañas de tortitas, cada una de ellas suficiente para una familia de cuatro miembros, y disfrutaron de unos cuantos bocados. Luego Tatum se echó hacia delante y preguntó.

—Bueno, ¿qué opinas de organizarle un funeral y esas cosas?

—No soy familiar suyo, Moss, por si no te habías dado cuenta. Supongo que eso será decisión de sus padres.

—Sí, pero no puedes dejar que se celebre una ceremonia y lo entierren sin más, ¿no? No fastidies, es agente de policía, Ozzie. ¿No tenemos desfiles, bandas de música, pelotones de instrucción y salvas de rifle? Cuando me entierren a mí, quiero que haya mucha gente y quiero que unos cuantos lloren y se cojan un berrinche.

—Yo diría que eso no va a pasar. —Ozzie soltó el tenedor y el cuchillo y, despacio, tomó un sobo de café. Miró a su agente como si estuviera en la guardería y dijo—: Una ligera diferencia, Moss. A nuestro compañero Kofer no lo han matado precisamente en acto de servicio. De hecho, estaba fuera de servicio y con toda probabilidad había estado bebiendo, de juerga y a saber cuántas cosas más. Podría resultar bastante complicado reunir apoyo para despedirlo con un desfile.

—¿Y si la familia quiere el espectáculo completo?

—Mira, todavía le están sacando fotos a su cadáver, así que ya nos preocuparemos de eso más tarde, ¿vale? Venga, come, tenemos que darnos prisa en llegar.

Cuando llegaron a casa de Stuart, Earl Kofer y sus sobrinos ya se habían marchado. En algún momento se habían cansado de esperar, y, además, su familia debía de necesitarlos. El camino de entrada y el jardín delantero estaban abarrotados de coches de policía y vehículos oficiales: dos furgonetas del laboratorio forense del estado, una ambulancia a la espera de poder llevarse a Stuart y otra con un equipo médico, por si acaso los necesitaban, como de costumbre, había incluso un par de vehículos de bomberos voluntarios para ayudar con las aglomeraciones.

Ozzie conocía a uno de los peritos de la estatal, que enseguida le informó de cómo iban las cosas, aunque tampoco es que fuera necesario. Volvieron a ver a Stuart, que seguía exactamente en el mismo sitio que antes, con la única diferencia de que las sábanas ensangrentadas que lo rodeaban se habían oscurecido. Las almohadas manchadas y llenas de salpicaduras habían desaparecido. Dos técnicos cubiertos de pies a cabeza con trajes protectores extraían muestras de la pared de encima del cabecero de la cama.

—Yo diría que es un caso claro y sencillo —comentó el perito—. Pero aun así nos lo llevaremos para hacerle la autopsia. Supongo que el chaval sigue en la cárcel.

—Sí —respondió Ozzie.

¿Dónde iba a estar si no? Como siempre le ocurría en las escenas del crimen, a Ozzie le costaba soportar la arrogancia de los chicos de la estatal, que llegaban con sus aires de superioridad. No tenía la obligación de llamarlos para que acudieran al lugar de los hechos, pero, en los casos de asesinato que desembocaban en un juicio, había aprendido que los miembros del jurado solían sentirse más impresionados por los expertos de la policía estatal. Al final, lo único que importaba eran las co

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