La Boca y La Bombonera, un destino y un mito: tango, fútbol y choripán
Apenas unas semanas después del pitido final del Mundial de Qatar, exponente máximo del llamado fútbol negocio, un evento corrompido por las manos que más dinero mecen, ha regresado el espectáculo de la Champions League, el torneo donde se citan los equipos más importantes del planeta. Las gradas de los campos europeos, antaño hervideros de hormigón y metal, son hoy una sucesión de palcos VIP, butacas con calefacción y turistas, muchos de ellos más pendientes del «selfie» que del juego (que para eso se han dejado unos cuantos euros en su localidad). El fútbol tal y como lo conocíamos ha perdido su identidad, si bien es cierto que aún quedan pequeños rincones (como la valerosa aldea de Astérix el Galo) que resisten las embestidas que imponen marcas, patrocinadores y partes interesadas en comerse el pedazo más grande y jugoso del pastel. La Bombonera, la cancha del Boca Juniors, y el estadio Mohamed V, hogar del Raja Casablanca, son dos de esos últimos reductos que todavía combaten contra la modernidad. En las siguientes líneas, un capítulo íntegro del libro «Invasión de campo» (Ediciones B), «un manifiesto contra el fútbol como negocio y en defensa del aficionado», viajamos con el periodista Alejandro Requeijo a las gradas de dos estadios que aún huelen a comida barata, a nervios, sudor, sangre y, sobre todo, a fútbol y a pasión.
29 de noviembre de 2020. Un hincha de Diego Maradona levanta el puño en lo alto de las gradas del estadio Alberto J. Armando antes de un partido entre Boca Juniors y Newell's Old Boys como parte de la Copa Diego Maradona, la antigua Copa de la Liga Profesional de Fútbol de AFA. Crédito: Getty Images.
Me detuve en una página web a la que me llevó mi algoritmo, que nunca desperdicia la oportunidad de demostrar lo perdido que está respecto a mis gustos. Quizá fue porque la imagen de la cosa era Éric Cantona, alguien que tras dejar el fútbol protagonizó —interpretándose a sí mismo— una de las películas más esperanzadoras de la obra del genial Ken Loach (Buscando a Éric, 2009). El delantero francés que reinó en Old Trafford con su personalidad apabullante aparecía en aquella web en su versión actual, sin el cuello de su camiseta roja del United levantado, sino con barba descuidada y pasado de kilos. Anunciaba una extraña agencia de viajes futbolera que ofrecía vivir la experiencia de presenciar un partido en alguno de los principales estadios del planeta. La propuesta va más allá de conseguirte un sitio en el campo, es algo más ambiciosa. El paquete incluye alojamiento y una serie de actividades en la ciudad relacionadas con el estadio y el equipo elegido. Se trata de un producto exclusivo, no ofrece un partido cualquiera, sino los más importantes del año. En España daban la opción de apuntarse en una lista de espera para vivir el cruce de Champions entre el Real Madrid y el PSG. El plan incluía una masterclass con un periodista de El País, desayunar en el Rastro o ensayar cánticos con la peña madridista Al Ataque. Meses después, la misma web con Cantona a modo de reclamo ofrecía una visita al Camp Nou para presenciar un clásico, otra masterclass, en este caso con un agente de futbolistas, y una tarde de cervezas y canciones con la Penya Cinc Copes culé. Todo por un módico precio de 1.425 dólares de nada. Y eso sin incluir el desplazamiento, que corre a cuenta del cliente. Hay un apartado sobre respuestas a preguntas frecuentes de los usuarios. Una de ellas recomienda memorizar frases antes de acudir al destino en cuestión. En el caso de Barcelona, aconsejan apuntarse en alguna parte para no olvidarse que «tot el camp és un clam». Si usted ha llegado hasta aquí, querido lector, ya podrá imaginar lo que pienso de que los clubes reserven una parte de sus estadios a explotar este tipo de negocios para turistas adinerados en detrimento de un aficionado tradicional. Para empezar, la consecuencia directa de que exista gente dispuesta a pagar más de 2.000 euros por un capricho de cuarenta y ocho horas es el encarecimiento de los abonos para el público general la temporada siguiente. Es el mercado, te dirán.
Otro fútbol es posible
Pero lo que realmente me llamó la atención de la astracanada fue comprobar la lista de los estadios con los que trabaja esta agencia. También están San Siro de Milán, Anfield de Liverpool, Old Trafford de Mánchester, el Parque de los Príncipes de París o el José Alvalade de Lisboa. Hasta ahí, todo bastante previsible. Son las sedes de algunos de los equipos más mediáticos del mundo en cuyas plantillas se encuentran las principales figuras del momento. Sin embargo, la oferta también incluía dos destinos poco convencionales; la Bombonera de Buenos Aires, la cancha de Boca Juniors, y el estadio Mohamed V, el hogar del Raja de Casablanca, uno de los equipos más seguidos de Marruecos. Estaremos todos de acuerdo en que estos dos conjuntos no están en esta selección por su estilo de juego ni por la calidad de sus futbolistas. Ni la Liga argentina ni la marroquí se retransmiten en la mayoría de los países europeos. ¿Cuál es el atractivo entonces? Su propuesta no es disfrutar de un buen partido, algo nunca garantizado, sino adentrarse en una atmósfera desconocida para un aficionado medio. Boca y Raja están ahí, compitiendo con Mbappé, Salah, Benzema y Messi, porque sus estadios son diferentes. Ofrecen una experiencia incomparable a pesar de no tener aire acondicionado en sus butacas. Ni falta que les hace. Desplazarse todavía hoy a algunos campos fuera del circuito «oficial» supone viajar casi en una máquina del tiempo a escenarios todavía sin desnaturalizar y eso es exactamente lo que los hace atractivos por auténticos. Su activo es algo mucho más perdurable en el tiempo que la inversión puntual de una fortuna extranjera capaz de reunir a jugadores de moda con una carrera limitada. El respeto a la tradición, la observancia de los códigos, la ortodoxia de una liturgia imposible de abarcar también es una inversión a largo plazo. Si todos los estadios acaban por ser iguales los unos a los otros, eso y otros muchos tesoros particulares moldeados con el tiempo se perderán.
Noviembre de 2021. Banderolas con la imagen de Maradona, eterno héroe local, en la grada de la Bombonera. Crédito: Getty Images.
La cancha de Boca es un viejo templo del fútbol mundial con nombre de galán de telenovela. Oficialmente se llama estadio Alberto José Armando, pero todos lo conocen como La Bombonera porque al arquitecto que ideó el diseño le regalaron una caja de bombones y cayó en la cuenta del extraordinario parecido que tenía con su obra. Entre las calles del Doctor del Valle Iberlucea y Brandsen de Buenos Aires, preside desde hace ochenta años el corazón de La Boca, uno de esos barrios de la capital argentina a evitar cuando cae la noche. Ese lugar lo fundaron hace dos siglos emigrantes genoveses y en las aceras de sus calles sin alcantarillado se amontonaba la mierda, razón por la que a los hinchas de Boca les llaman bosteros. No es precisamente uno de esos estadios con comodidades. De hecho, buena parte de sus gradas no tienen ni butacas, todos de pie, apiñados, imponentes. Difícilmente una infraestructura así podría albergar una gran final según los cánones europeos. Ellos se lo pierden. «Muchos caudillos se cagaron en esta cancha», dejó dicho Maradona. Sus alrededores huelen a choripán servido en asados callejeros y vino. Uno de los murales que decora sus fachadas dice así: «A los fundadores y a la gente, a los artistas y a los ídolos, al tango y al fútbol, que hicieron de la Boca un destino y un mito». La Bombonera es un lugar místico que como otros estadios en Sudamérica ha emprendido el camino de la europeización con remodelaciones en las que anuncian butacas más cómodas, palcos vip y nuevas opciones de explotación del recinto que traerán, dicen, mayores ingresos. River Plate inició el mismo camino con El Monumental, incluyendo un cambio en la distribución del aforo y eliminando el color tradicional de las gradas, que era una franja roja cuidadosamente pintada sobre un fondo blanco en cada sector imitando la camiseta del equipo. Ahora será todo gris hormigón como el cielo nublado de Bruselas o el traje de un funcionario de la Rumanía de Ceausescu. Los hinchas protestaron y la dirigencia del club les contestó así: «Todos estamos acostumbrados a ver el estadio con el color que nos caracterizó toda la vida, pero bueno, si uno mira hoy lo que está pasando en el mundo y uno mira a los entendidos cuando uno hace estas cosas no tiene que creerse que uno sabe todo. Hay que escuchar a los entendidos y los estadios más importantes del mundo están trabajando con colores oscuros». Los entendidos. En lugar de poner en valor la identidad propia, esta se destruye para hacer lo mismo que están haciendo todos por recomendación de unos presuntos entendidos que nadie sabe quiénes son o cuáles son sus criterios. Maracaná, el coloso brasileño, ya se lo cargaron para el Mundial de 2014 hasta despojarlo de la personalidad que lo hacía único para convertirlo en un estadio más. Construido para el Mundial de 1950, Maracaná llegó a contar con un aforo de 220.000 espectadores. Vivir un partido en esa cancha era presenciar una radiografía de la sociedad carioca, con su clase media acomodada, los arquibaldos, copando la zona de las arquibancadas. Debajo de ellos estaban los geraldinos abarrotando la grada general, la más económica. Poco o nada queda ya de eso. Alerta. Los lugares sagrados acarrean siempre la condición de intocables porque en cada piedra pueden haber sucedido cosas importantes. Basta visitar La Bombonera en compañía de uno de sus feligreses para comprobar que en ese escenario abundan los objetos sacros. «En aquel arco fue donde Roma atajó el penal que definió el campeonato de 1962». Da igual que esa portería la hayan cambiado cien veces desde entonces porque siempre será el arco donde el portero de Boca le paró el penalti decisivo a River y la gente invadió el campo para festejarlo hace sesenta años. «Allá arriba se ubica La Doce [los seguidores más incondicionales]». «Aquel es el palquito de Diego», desde donde celebraba los goles de su equipo como un Che, tocado con su gorra verde oliva y su habano cubano. Ahora va su hija. «Y aquel es el alambrado al que se encaramó el Diez tras convertir el penal contra Argentinos Juniors en el 97». «Y en esa otra verja es donde trepó el "Manteca" Martínez luego de vacunar a River en el 92».
Vista aérea del barrio de La Boca y del estadio Alberto J. Armando, popularmente conocido como la Bombonera. Crédito: Getty Images.
Ahora, algunos de estos vallados los han retirado en uno de esos retoques estéticos que acaban por alterar la personalidad de una mirada. Todavía resiste alguna de esas vallas. Tiene sus hierros entrecruzados como los que delimitan cualquier potrero y acaban deformados de tanto recibir balonazos. Son como la alambrada por la que trepaba Vega, el luchador español del popular videojuego de los noventa Street Fighter II. Por definición, una alambrada es un símbolo de separación que convierte en sospechoso a quien se confina al otro lado. Pero hay vallados que el tiempo convirtió en otra cosa. Me detuve en esta idea en un artículo para la revista Líbero tras la muerte de Maradona. Ni el «Pelusa» ni el uruguayo Sergio Daniel «Manteca» Martínez eran cacos que estuvieran huyendo de nada cuando se encaramaron en esa verja, sino ídolos que buscaban fundirse en un abrazo eterno con la gente. No se podía subir cualquiera a ese alambrado. A nadie se le ocurriría trepar por un gol intrascendente. Tampoco un recién llegado sin ser bendecido antes por la grada. Ese vallado es casi como un lienzo reservado a culminar las más bellas obras de arte dibujadas antes sobre el césped. Basta echar un vistazo a la imagen de Batistuta cuando la goleada a Racing de Avellaneda en el 91. Inmortalizado por la cámara de Luis Micou, parece como un cristo del Renacimiento con dos compañeros abrazados a sus pies en el papel de la Virgen María y san Juan Evangelista. Uno de los últimos en realizar el ritual fue Carlos Tévez, el «Apache», justo antes de la pandemia tras el gol que les dio el campeonato en 2019. Le siguió dos años después el «Pipa» Benedetto para celebrar el gol de la victoria al eterno rival en el superclásico de 2022.
Buena parte de sus gradas no tienen ni butacas, todos de pie, apiñados, imponentes. Difícilmente una infraestructura así podría albergar una gran final según los cánones europeos. Ellos se lo pierden. «Muchos caudillos se cagaron en esta cancha», dejó dicho Maradona. Sus alrededores huelen a choripán servido en asados callejeros y vino. Uno de los murales que decora sus fachadas dice así: «A los fundadores y a la gente, a los artistas y a los ídolos, al tango y al fútbol, que hicieron de la Boca un destino y un mito».
Pretendieron llevar a Madrid una parte de toda esa esencia cuando, en 2018, unos incidentes violentos impidieron a Boca y a River disputar en Buenos Aires la final de la Copa Libertadores de América, la máxima competición de clubes en ese continente adonde el fútbol llegó antes que a España. El superclásico del fútbol argentino es algo sencillamente inexportable fuera de su entorno. No es un táper con croquetas de tu madre que te puedas llevar a casa. Un Boca-River lejos de la Bombonera o el Monumental se muere. Es el marco en el que se desenvuelve esta historia, el atractivo de un partido que en lo futbolístico hace ya tiempo que perdió interés. En condiciones normales, sería uno de esos encuentros que el relato único del gusto europeo futbolero rechazaría por mediocre. Contemplar un Boca-River al resguardo de la comodidad de un estadio como el Bernabéu es como pretender conocer las pirámides de Egipto desde la mesa del casino del hotel Luxor de Las Vegas. Fue como si alguien plantease reconstruir Macondo entre los rascacielos de Nueva York. La Bombonera, como otros estadios todavía, atrae por su pureza inalterable al paso del tiempo. Sus gradas, repletas de trapos y pancartas tapando los carteles publicitarios, son un desafío al fútbol moderno europeo en donde el riesgo significa llegar un día a tu butaca y, en lugar del compañero de toda la vida, encontrar a un turista asiático haciendo fotos a 200 euros la entrada. En el caso de Boca-River en España, los turistas eran los madrileños que se hicieron con una localidad por el puro morbo de asistir a la recreación de una de las mayores rivalidades del mundo del fútbol sin saber siquiera quiénes eran el «Príncipe» Francescoli o Blas Giunta.
9 de diciembre de 2018. Vista general del juego durante el partido de vuelta de la final de la Copa Libertadores entre Boca Juniors y River Plate en el estadio Santiago Bernabeu en Madrid, España. Debido a los episodios violentos del 24 de noviembre en el estadio de River Plate, la CONMEBOL reprogramó el partido y lo sacó de América por primera vez en la historia. Crédito: Getty Images.
Por su parte, Marruecos alberga junto a otros países del norte de África uno de los fenómenos más interesantes a nivel de grada desde hace algunos años. Sus principales estadios se abarrotan los días de partido y sus aficiones entonan cánticos que superan con mucho lo deportivo. España vive de espaldas al día a día del vecino marroquí. Prácticamente nadie a este lado del estrecho sabría decir el nombre de un equipo local, no digamos ya de un par de jugadores. Sin embargo, lo que sucede en sus estadios es un extraordinario termómetro social. Los cánticos que emanan de sus bancadas serían la pesadilla de cualquier speaker-censor en su abnegada tarea de homogeneizar los campos hasta su despersonalización total. El Raja de Casablanca, fundado en 1949, es un equipo tradicionalmente ligado a las clases más populares de la ciudad. Juega sus partidos en el estadio Mohamed V, bautizado así en honor del abuelo del actual rey de Marruecos, artífice de la independencia del protectorado francés en 1956. Como con La Bombonera de Buenos Aires, las fotos que usa la web de Cantona para promocionar este destino enfocan todas a la grada, convertida muchas veces en altavoz de la calle contra sus dirigentes políticos. Sus mensajes y coreografías son de las mejores del mundo en cuanto a sincronización, potencia y puesta en escena. Lo que no se ve no existe en los televisores de Europa, pero tienen millones de reproducciones en YouTube, seguidores jóvenes que escuchan en sus himnos cosas como esta: «Las autoridades lo han llenado de problemas / y la corrupción de los Gobiernos / el árabe está viviendo con muchas dificultades / su futuro se ve oscuro / el rajawi [seguidor del Raja] es la voz del pueblo oprimido que no puedes escuchar / nosotros sabemos lo que está pasando». Estos son los versos que canta al unísono un estadio de 67.000 espectadores en protesta por lo que entienden como una traición a la causa de la liberación de Palestina. Marruecos suscribió a finales de 2020 un acuerdo para normalizar sus relaciones con Israel que rompe la histórica unión árabe en torno a la solidaridad con el pueblo palestino. El periodista local de Associated France Presse (AFP) Hamza Mekouar recorrió algunos de estos estadios, habló con sus residentes y recogió sus reflexiones. «El estadio sigue siendo el lugar en el que uno se puede expresar sin problema», decía un marroquí, consciente de que vive bajo las normas de un Estado que por lo general no tolera bien las críticas ni la libertad de expresión. La grada del estadio Mohamed V tiene cánticos que luego se han usado en manifestaciones callejeras: «En este país vivimos en una nube sombría / ustedes han robado las riquezas / y las han compartido con extranjeros / han destruido toda una generación». Eso es una afición reafirmando su identidad fundacional y reforzando los vínculos que le unen con su equipo y a este con los barrios de Casablanca a los que representa más allá de los noventa minutos que dura un encuentro. No es el único caso en la región. Si esto sucediera en España, seguramente habría muchas voces que clamarían contra la utilización política de los estadios, exigirían que los cánticos se limitasen a animar acríticamente a los jugadores y pedirían al speaker que hiciera atronar la megafonía. La señal de televisión, por supuesto, enfocaría hacia otro lado. Y todas estas prevenciones no tendrían siquiera una motivación política, sino económica: salvaguardar el producto con un formato amable, porque meterse en líos no vende. Ya lo advirtió en su momento el propio Michael Jordan cuando se sacudió cualquier implicación política en favor de los afroamericanos con un cínico «los republicanos también compran zapatillas». Me pregunto cuál será la frase que la agencia de viajes de Cantona recomienda memorizar a sus clientes coleccionistas de experiencias fuertes cuando lleguen a Casablanca.
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