No te puedo besar
por María José Solano
Las amigas siempre, los bares de moda, el instituto, las carpetas de anillas con pegatinas, la Vespa prestada, el viaje de fin de curso, el bonobús arrugado, los recreativos llenos de chicos malotes, el tocadiscos de casa, el radiocasete del coche, el deseado walkman, el primer PC que ni siquiera sabes para qué sirve, la primera cerveza agria, fría, emocionante, los chicos de moda del insti ensayando en locales con el olor a madera de guitarra, a cuerdas, a whisky con cola; las noches interminables de playa en verano; los besos en las butacas de la última fila de los cines en invierno; las camisetas Fruit on the Loom, los Levi’s 501, los primeros zapatos de tacón, el lápiz de labios escondido en un bolsillo, los escotes, las risas, el cuarto lleno de fotos, las conversaciones interminables de tu hermana mayor al teléfono, las monedas cogidas a escondidas; los minutos de felicidad y su voz en aquella cabina; tu mejor amiga besándose con el chico que te gusta, el suspenso de mates, el sobresaliente de religión y el concierto como horizonte de felicidad; ese concierto que da sentido al futuro, que centra las charlas de las amigas, que despierta la envidia de las que no pueden ir y la admiración de las que quisieran hacerlo; los planes a escondidas, la noche fuera de casa; la minifalda prestada. Y ese sueño absoluto cada vez más cerca; a punto de hacerse realidad: el primer concierto de los Hombres G.
Estos chicos guapos ya arrasaban cuando algunas cumplíamos los catorce, y deseábamos la mayoría de edad para poder hacer todo aquello de lo que hablábamos en las charlas de los baños; en las noches de sábado, en las letras de las canciones que nos sabíamos de memoria. Queríamos bailar como Madonna, ganar al Trivial y besar a los Hombres G.
Anhelábamos una vida construida en los sueños, las risas y las canciones, pero no todo era tan fácil. Como cualquier generación, la nuestra necesitaba referentes, ideas, palabras que dieran sentido a un mundo que se estaba forjando en torno a nuestro asombro, nuestras inseguridades, nuestros sentimientos, nuestra valentía. Esos cuatro chicos que aparecían en la televisión, las revistas, los pósteres y las portadas de los discos estaban construyendo, sin saberlo, un espacio singular e imprescindible de palabras enroscadas en melodías inolvidables que iban a constituir la banda sonora de la juventud de millones de personas. Muchos de aquellos jóvenes de entonces adquirimos una manera de desear con palabras y de recordar con música que permanecería ya para siempre ligada a aquellas canciones de Hombres G. En realidad, las canciones de Hombres G trazaron un código de deseo compartido por varias generaciones.
Para las muchachitas de aquellas décadas todo estaba muy claro; queríamos que alguien nos dijera lo que aquellos chicos sabían decir tan maravillosamente bien:
Vamos juntos hasta Italia, quiero comprarme un jersey a rayas. Voy a buscarte al colegio para estar contigo un poco más. Solo quiero ser feliz, poder abrazarme a ti y sentirte respirar, de la mano pasear juntos. Por fin, te encuentro, estás allí desnuda en la piscina tan feliz. Somos dos imanes, tú lo has dicho y ni la música ni el tiempo nos pueden separar.
Suspirábamos juntas, soñadoras, tumbadas en la cama escuchando los discos de Hombres G porque hablaban de nosotras; de nuestras vidas. ¿Cómo era posible que aquel chico, David Summers, escribiese esas letras? ¿Quién le había contado a él lo que nos pasaba? ¿Cómo podía saber todo eso, conocer nuestra tristeza?
Estoy solo en mi habitación, todo se nubla a mi alrededor. Temblando con los ojos cerrados el cielo está nublado, y a lo lejos tú hablando de lo que te ha pasado, intentando ordenar palabras para no hacerme tanto daño. No te reirás nunca más de mí; lo siento nene vas a morir. Y ahí está la puerta de tu colegio y tú no saldrás esta tarde, no lo entiendo, ya no me quieres, no ha pasado tanto tiempo. Se han borrado nuestras huellas en la bajamar. Y ese «adiós» que tantas veces utilizaste para besarme en tu portal, ahora me hace llorar. Unos tragos más para tapar la herida de mi estupidez; un vaso vacío en mis manos, estoy solo otra vez.
Los días de aquella juventud transcurrían enredados en letras y en vida, la política y las responsabilidades aún quedaban muy lejos; nos gustaba creer en lo que teníamos cerca: los besos, las canciones, el sexo, los amigos, los exámenes del semestre, el dinero ahorrado para el fin de semana. La aventura de vivir se sostenía sobre los sueños, el amor y la risa. A veces, escuchando sus canciones, no podíamos parar de reír:
Tengo la espalda como el culo de un mandril; mucho rollo con los limones del Caribe y luego llegas y de milagro sobrevives. Si no tienes cuidado te muerden las piernas; has sido tú la que me dio el mordisco, chica cocodrilo. Ha salido el marcapasos entre vísceras y sangre, mírale qué ojitos tiene, es idéntico a su padre. Indiana, Indiana, no sabes decir otra cosa, ya me tienes hasta la banana. Sufre mamón devuélveme a mi chica o te retorcerás entre polvos pica-pica.
En ocasiones, los malotes del instituto que tocaban en la guitarra canciones de Bon Jovi o escuchaban a Siniestro Total se burlaban de nuestro amor incondicional a los Hombres G: «Pero ¿qué tienen esos chicos? Nunca entenderemos a las mujeres». Les sonreíamos enigmáticas como si la respuesta fuese una especie de código cifrado escondido en las canciones y solo nosotras tuviésemos la clave. Nos limitábamos a ignorarlos y a cantar en el bar del instituto, divertidas, superiores, seguras, provocativas, algunas estrofas de nuestros Hombres G:
Cuando escribo se me abren las heridas, cuando canto se me incendia el corazón. Nunca hemos sido los guapos del barrio, siempre hemos sido una cosa normal, ni mucho, ni poco, ni para comerse el coco, oye ya te digo una cosa normal. No tengo un duro ni tampoco lo valgo, llevo unos años en pecado mortal; no soy bajito ni tampoco muy alto, y reconozco que soy un animal en potencia sexual. Ya sé que solamente soy un sinvergüenza… pero dejad que las niñas se acerquen a mí.
Casi treinta años después, el azar y su infalible geometría situaron frente a frente a aquella adolescente enamorada de los Hombres G y a David Summers. Ambos charlaron de la vida, de sus hijos, de sus familias, de aquellos maravillosos años, de los proyectos de futuro. Reían divertidos evocando amistades comunes, recordando películas, canciones, bares de entonces; incluso tararearon alguna canción. Aquella tarde nació una entrevista larga y una amistad singular entre ellos. Al despedirse se dieron un par de besos con ternura, como dos viejos amigos. De regreso al trabajo, ella pensaba en su suerte, en la vida generosa que finalmente le había permitido cumplir un sueño más, y, sin embargo, se dijo, melancólica, gustosamente cambiaría toda esta serenidad feliz por ser esa niña que, en un lejano día de los ochenta, inspiró una hermosa canción saliendo del instituto con la falda corta y los libros abrazados, caminando hacia aquel chico flaco que la esperaba fumando un cigarrillo echado en su Ford Fiesta blanco mientras le decía, sonriendo, tal vez un poco enamorado: «Vamos, entra en el coche que aquí en la calle no te puedo besar».
Agradecimientos
A Dios por encima de todo, por darme salud, lucidez, talento, constancia, honestidad y fuerza para afrontar esta obra.
A David, Dani, Javi y Rafa, por confiar en mí y en mi trabajo, por el legado de felicidad que han aportado a la vida de millones de personas y por el ejemplo que dan al mundo con su humildad y educación. Donde los valores están por encima de egos e intereses, ahí es. Todo lo bueno que les pase es poco.
A los dos «David» de Penguin Random House, García Escamilla en México y Trías en España, y a Cristina, por la confianza y el amor que han puesto en esta obra, el mismo que ha puesto María José, gracias por ese maravilloso prólogo.
A toda la familia G por haber colaborado conmigo desde que el primer libro comenzó a dar sus primeros pasos junto al documental Los Beatles Latinos en 2002, hasta esta nueva obra. Gracias a Antonio Rodríguez (Esquimal), Juan y Medio, Juan Muro, Augusto Serrano, José Carlos Parada y Jorge Martínez; a la gente del Parque de las Avenidas, como Nano de Rowland, Carlos Blas, Marcial López, Carlos Aldana y José Miguélez. Gracias extendidas a Paco Martín, Pedro Caballero, Mikel Erentxun, Miguel Bosé, Luz Casal, Maribel Verdú, Rebeca de Alba, Jorge «Burro» Van Rankin, Eduardo Verástegui, Horacio Villalobos, Pilar Tabares, Beatriz Pécker, Luis Vaquero, Raúl Velasco (QEPD), a Paco Polonio, a Joaquín Rodríguez, de Los Nikis, y Juanjo Ramos, de Los Secretos.
A la gente que apostó por llevar esta historia a las pantallas: a Joaquín, Pablo, Paloma, María y Germán (Dos Mundos); y a Enrique, Diego y Marta (Apache Films).
A todos los fans de España y América, por estar ahí contra viento y marea y por su enorme lealtad y pasión. En especial a Gaby Díaz, por su paciencia, a Jorge González por su maravillosa colección de los Hombres G, a Francisco Romero, creador de HombresG.Net, y a Pauli Villamarín por su colaboración y dedicación al entorno virtual de la banda.
A mi familia y amigos, tanto españoles como americanos. Por estar ahí, entender mi ausencia, que no olvido, cuando me aíslo para concentrarme en mis obras. Mención aparte merece la paciencia desde Los Ángeles de mi hermano Juan Manuel y mi representante, George, durante esas eternas nueve horas abajo; a Maki en México por el inolvidable concierto del 7 de marzo en el Arena, parte de esta historia, y a mi querida «familia» Sergio Rada y demás amigos de mi amada Colombia.
A mi Ayna querida, mi patria chica, Ayna inolvidable, La Suiza Manchega, siempre, manantial de la inspiración y testigo del esfuerzo; y al pueblo de México, por el amor eterno.
1980 - 1984
1
Amigos para siempre
I may be lonely
But I’m never alone
And the night may pass me by
But I’ll never cry.
ALICE COOPER / DICK WAGNER, I never cry

Javi (primero por la izquierda de pie) y Dani (de pie en el centro) en Moralzarzal con los hermanos de ambos y otros amigos de la sierra a mediados de los años setenta.
La primera parte de la historia de Hombres G arranca en el Madrid del Parque de las Avenidas en 1980 y se extiende hasta 1985, año que cambiará la vida de los cuatro miembros del grupo para siempre. Esta es una historia forjada a base de cruces de caminos. El primero, el de Javi y David por un lado y Dani por otro. David y Javi eran amigos de toda la vida, compañeros de colegio y de barrio. Dani y Javi se conocieron en la sierra, donde los padres de ambos tenían una segunda residencia en Moralzarzal. Javi presentó a sus dos grandes amigos. La pasión por la música y un clarinete los unirá a los tres. Después, una amiga común, Daniela Bosé, se encargará de hacer otro guiño al destino el día que les presentó a Rafa en un programa de televisión.
EL PARQUE DE LAS AVENIDAS
El Parque de las Avenidas, situado en uno de los márgenes de la avenida de circunvalación M-30 de Madrid, fue desarrollado en los años sesenta por una burguesía cada vez más pudiente y numerosa que dejaba lejos las penurias de los duros tiempos de la posguerra y el aislamiento al que estuvo sometido el país tras la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial. El Parque fue parte del crecimiento de la zona norte del viejo Madrid, donde se iban configurando nuevos barrios que con el paso del tiempo adquirieron una personalidad propia.
Este fue uno de ellos, situado muy cerca de la vieja plaza de toros de Las Ventas e integrado en la denominación actual del castizo barrio de La Guindalera. Allí, en el colegio Menesiano, regentado por sacerdotes, estudiaba Francisco Javier de Molina Burgos, hijo de Fernando de Molina, director administrativo de la empresa constructora Huarte, y Mercedes Burgos, una actriz de teatro y de doblaje en radionovelas nacida en Argentina en el seno de una gran familia de actores.
La abuela y los bisabuelos maternos de Javi tenían una compañía de teatro llamada Emilio Díaz en honor a su bisabuelo, un malagueño ilustre que tiene incluso una calle con su nombre en la ciudad de Málaga. La compañía giró muchos años por América hasta que regresó y se asentó definitivamente en Madrid, donde nació Javi en pleno baby boom de los años sesenta, concretamente el 16 de junio de 1964.
JAVI. Mi abuela materna, Ana Díaz, viajó mucho por América con la compañía de teatro de mis bisabuelos. Ella nació en un buque en mitad del océano en plena tormenta durante uno de esos viajes. Se casó en Lima, la capital de Perú, y vivió en Argentina. Mi madre nació en Rosario, aunque regresó a Madrid con la familia siendo muy pequeña. Yo tenía familia allí que no había conocido jamás, por eso me hizo una especial ilusión cuando triunfamos y fuimos a Perú.
Javi coincidió con David Summers Rodríguez en las aulas del Menesiano. David era apenas unos meses mayor que él. Nació el 26 de febrero de 1964 en el castizo barrio madrileño de Chamberí. Era vecino del Parque y alumno del colegio. Fundado por los Hermanos Menesianos el 15 de septiembre de 1941, el centro se había trasladado a la avenida Brasilia desde el edificio más pequeño que ocupaba en la zona de Cuatro Caminos. Era el 9 de octubre de 1964, justo el año que ellos nacieron.
Ambos estaban juntos desde el jardín de infancia, y con apenas diez años entablaron una amistad que se fortalecería con el paso de los años. David es hijo de Consuelo Rodríguez y del famoso dibujante, humorista y cineasta sevillano Manuel Summers, de ascendencia anglosajona por parte de padre. Su bisabuelo, Francisco Summers, hijo de ingleses, nació en Manila y vivió en las islas Filipinas cuando estaban bajo soberanía española. Luchó en la guerra de Filipinas, y cuando España perdió la colonia viajó hasta la península, donde echó raíces.
DAVID. A Javi lo conozco desde párvulos. Siempre nos hemos llevado muy bien. Nos hicimos amigos íntimos en la adolescencia. El gusto por la música nos unió desde el principio. A él le encantaba comprar discos, hablar de música, era un loco cachondo en el mejor sentido de la palabra. Bueno, y en el peor también. Ponía motes a todo el mundo, principalmente de animales. Entre los amigos del Parque había un Pez, un Caballo, un Tobías… Imitaba muy bien y bailaba de puta madre. Teníamos rapidez y una complicidad tremenda para ironizar sobre cualquier cosa e imitar a terceros describiendo situaciones absurdas.
La música le interesaba muchísimo, igual que a sus hermanos, Fernando y Mercedes. Dios los cría y ellos se juntan. Nos hicimos amigos de otros chavales tan locos de la música como nosotros.
A Javi le debo haber conocido, por ejemplo, a Carly Simon , Carole King, James Taylor, Billy Paul y Wings. Había escuchado a los Beatles mucho, pero casi nada a Wings. Él tenía sus discos. Eran vinilos que tenían sus hermanos mayores y que escuchábamos en casa. Hacíamos quedadas para oír música.
Así éramos los chavales de aquella época. Le decía a mi madre: «He quedado con Javi para oír música», o bien venía él a casa y traía sus discos o me iba yo a la suya y llevaba los míos. Y así nos pasábamos las tardes, «escucha esto, escucha lo otro, ¡cómo mola!». Eran así nuestras quedadas, de pasarte un sábado entero escuchando música y después grabando aquellas famosas cintas de BASF.
JAVI. David grababa unas cintas de puta madre, mucha gente le pedía que le grabara, porque hacía unas combinaciones muy buenas. En clase hacía unos dibujitos increíbles. Dibujaba muy bien desde pequeño, nació con ese talento, que heredó de su padre. Recuerdo una caricatura que hacía suya y mía, como una especie de viñetas en las que él se dibujaba tocando la batería, a mí tocando la guitarra y a una novia que tenía de Lepe la ponía tocando el bajo. Luego evolucionó la cosa y lo hacía al revés, conmigo en la batería, pero en aquella época todavía no creíamos que fuéramos a coger una guitarra o un bajo eléctrico en nuestras vidas. Nos intercambiábamos muchos discos. Por cierto, que David todavía debe de tener algunos singles que son auténticas joyas y no me los ha devuelto, así que ya va siendo hora [risas].
LOCOS POR LA MÚSICA
David era un niño tímido y soñador, un Piscis con gran talento para el dibujo y una enorme sensibilidad para la creación desde muy temprana edad. Lleva el talento en los genes. Su padre, hijo del pintor Francisco Summers y sobrino del dibujante Serni, se dio cuenta del potencial de su hijo e incentivó el desarrollo de su imaginación.
Albert Einstein dijo en una ocasión que la imaginación era más importante que el conocimiento. El padre de David exhortaba a sus hijos a que hicieran dibujos o escribieran relatos originales para verlos cuando volviera de trabajar. Les recompensaba con un cochecito o una moneda de cinco duros. En una ocasión, el pequeño David le mostró un dibujo de Bambi idéntico al que había visto en un libro de Walt Disney, convencido de que su padre se enorgullecería de él. Sin embargo, cuando llegó y se lo mostró, este lo agarró y lo tiró a la papelera.
—Para ese Bambi, prefiero el de Disney, lo hace mejor—le espetó su padre con voz rotunda.
No era suyo, no era original. Tenía seis años, pero jamás olvidó el mensaje: el arte no es imitar.
Su gran pasión por el jazz le hizo empezar a estudiar clarinete. También hacía sus pinitos con una armónica. Con diez años comenzó con clases de solfeo y poco después empezaría a tocar el instrumento. Tras dos años de estudio, su sueño fue tocar en un grupo.
Al margen de la música, le apasionaba el boxeo y era fiel seguidor del Real Madrid.
DAVID. Cuando era un niño era un fanático de la música por todos los discos que tenía mi padre y en especial de la música americana de los años cuarenta, de las grandes orquestas de Glenn Miller, Benny Goodman y Tommy Dorsey. Entonces yo quería ser músico de clarinete como Benny Goodman y tocar jazz. Estudié tres años. Fue cosa mía, yo se lo pedí a mi padre. Tocaba muy bien la flauta en el colegio, era el mejor flautista de la clase, y como era un imbécil y un soñador pensaba que el clarinete sería como la flauta, solo un poquito más difícil, pero resultó ser bastante más complicado. Todavía hoy soy capaz de tocar algo con el clarinete. No llego al nivel de Juan Muro, pero lo toco, conozco las notas, la digitación, etc.
Javi era un ciclón hiperactivo. Un niño nervioso, impulsivo, con mucho carisma y un gran sentido del humor. Conserva su pasión por las motos y las emociones fuertes. Pronto se sintió arrastrado por la estética y las corrientes transgresoras del movimiento punk. En los recreos del colegio prefería ahorrar los cinco duros que tenía para el típico cuerno de chocolate, el refresco o la golosina y de ese modo juntar lo necesario para comprarse el último single de turno. Javi ahorraba desde los siete años todo el dinero que recibía de sus padres, de sus abuelos u otros familiares y lo invertía en discos. Siendo un niño compró todo lo que encontraba de The Beatles, Jethro Tull, Supertramp, Yes, Chicago, Eagles, Deep Purple, etc., formando poco a poco una valiosísima colección.
JAVI. Éramos chavales que escuchábamos música desde muy niños. En el año 75 escuchábamos a Yes y a Pink Floyd, luego la E.L.O., o nos llegaba a las manos un disco de Emerson, Lake and Palmer, o de Blood Sweat and Tears, o de repente aparecía alguien con un disco de Squeeze o con el single de Police del año 1979 de Message in a bottle. Nos buscábamos la vida para tener todos esos discos. Muchas veces pienso cómo lo hacíamos. Entonces no había Spotify, todo era búsqueda física.
DAVID. Íbamos a las tiendas como MF Discos, en la calle José del Hierro, o Escridiscos, los famosos discos de importación. A veces comprabas por la portada, por el nombre del grupo. Llegaba un amigo y te decía: «¿Has oído el disco de la E.L.O., el no sé qué of the blue», que resultaba ser Out of the blue, «es que me lo regalaron por mi cumpleaños y está de puta madre». Yo le decía: «¡Joder, tío, déjamelo!». Y te lo dejaban, pero te decían: «Por favor, ¡cuídamelo!». Esos discos eran como tesoros. Así era el rollo. Escuchábamos la música de los setenta, como Steve Miller, Kansas o Alice Cooper. El I never cry estaba en nuestros guateques, por eso luego lo versionamos para el primer disco.
LA SIERRA
Muchas familias de clase media prosperaron gracias al fuerte crecimiento económico de la España de los sesenta, un desarrollo cimentado en el apoyo de Estados Unidos y la expansión de la economía mundial y gestionado por tecnócratas del régimen que implementaron un plan de estabilización junto a planes de desarrollo económico y social. Gracias a este progreso lograron el poder adquisitivo necesario para comprar una segunda residencia de recreo en el noroeste de la provincia de Madrid, en una zona limítrofe con la de Segovia, en la sierra de Guadarrama, donde se ubica el puerto de Navacerrada, término con el que muchos madrileños se acabarían refiriendo a dicha sierra.
La llamada «casa de la sierra» era en aquellos años, junto al Seat 600 o cualquier otro automóvil, símbolo de bienestar y progreso de sus dueños. Las familias acudían a la sierra los fines de semana, puentes y vacaciones de verano. Era el «chalecito de Navacerrada», tal como lo describiría David Summers en la letra de Nassau. Los padres de Javi y los de Dani compraron una segunda residencia en la urbanización Retamar, en la localidad de Moralzarzal, y allí se conocieron.
Daniel Mezquita Hardy vivía en la calle Jorge Juan, en el barrio de Fuente del Berro. Nació en el Hospital Santa Cristina de la calle O’Donnell de Madrid el 10 de junio de 1965, es decir, que es un año menor que Javi y David. Su padre tenía un buen puesto como sobrecargo[1] en la compañía aérea Iberia, y gracias a su madre, Gwenda Hardy, de nacionalidad británica, se educó en un bilingüismo que le ayudó entre otras cosas a entender mejor la música de los grupos anglosajones preferidos por los jóvenes españoles.
Además, disfrutaba de otra ventaja: gracias a la profesión de su padre había recorrido medio mundo con su familia, mientras la mayoría de sus amigos no habían salido de España. Todavía hoy es un gran amante del fútbol y seguidor del Real Madrid. Le gusta la fotografía y el arte, es admirador de Pablo Picasso y es un apasionado del mundo de la aviación. Es uno de los mejores amigos de Javi desde los siete años.
JAVI. Siempre le decía a David que Dani, mi amigo de la sierra, era otro fanático de la música, que su padre iba mucho a Londres y le conseguía mogollón de discos de importación. Le traía discos, ropa y zapatos que sabía que lo tenía solo él. Con Dani me intercambiaba discos desde los once años. Tenía discos de los Doors, Led Zeppelin, Yes o America cuando lo normal en los compañeros de colegio de nuestra edad era que escuchasen a Enrique y Ana. Le fui dando la brasa con que un día iba a invitar a David a la sierra para presentárselo. Nosotros queríamos hacer algo en la música, pero no sabíamos qué; no tocábamos ningún instrumento ni teníamos ni puta idea, pero Dani sí. Le dije a David que él sabía solfeo y tocaba la guitarra. Cuando nos reunimos los tres y se puso a tocar cuatro acordes, David alucinaba y decía: «¡Joder , cómo toca este!». Claro, no habíamos visto un guitarrista de cerca en la vida. Fue la primera vez que hablamos de hacer algo juntos algún día, es lo típico que dicen unos chavalines soñadores, pero mira por dónde acabó siendo verdad.
DANI. Todos vivíamos en Madrid, pero lo normal era tener dos círculos de amistades totalmente separados: los amigos de la sierra eran los amigos de la sierra, y los amigos de Madrid eran los amigos de Madrid, y normalmente no se mezclaban. Yo a Javi en Madrid no lo veía, no iba al mismo colegio; lo veía solo en la sierra, los fines de semana y los veranos, del 20 de junio al 20 de septiembre más o menos estábamos allí y nos veíamos a diario. Recuerdo cuando Javi me decía que tenía que presentarme a su amigo David. El día que lo hizo, comentó que era hijo de Manolo Summers, el famoso director de cine, y eso le daba mucho corte a David, que era muy tímido. David se sonrojó y le dijo que cortara el rollo. Nuestra afición común a la música hizo que conectáramos muy bien. Yo estudiaba solfeo y guitarra. Tocaba la guitarra española, tenía mi propio instrumento. David comentó que tocaba el clarinete y le dije que yo también tenía uno que me había regalado un tío mío, pero que no lo tocaba. En aquella época organizábamos conciertos imaginarios y hacíamos los guateques en la sierra. Poníamos canciones de los Beatles y Uriah Heep. Como no había guitarras para todos, y mucho menos bajo, usábamos guitarras de juguete, raquetas de tenis y unos tambores de detergente Colón a modo de batería. Llamábamos a nuestras amigas para que hicieran de público. Era muy raro, nosotros con trece años escuchábamos a David Bowie, los Doors, Led Zeppelin, Yes, Grateful Dead, America o Pink Floyd.
DAVID. Dani era otro loco de la música, tenía mogollón de discos de David Bowie, entre otros. Cuando nos conocimos, yo tenía como unos doce años e hicimos buenas migas, lo que alegró mucho a Javi, que era el nexo común de los dos. Ese es el momento en que nos conocemos los tres. Los conciertos de la sierra eran un cachondeo; los padres y la gente que estaba allí nos miraba con caras raras.
JAVI. En los guateques de la sierra yo era conocido por mis bailes, hacía un paripé como imitando el break dance y me movía como un poseso. Una vez me apunté a un concurso de baile de break dance en los bajos de Orense con un amigo sin tener ni puñetera idea ninguno de los dos. Cuando salieron los primeros tíos iban en chándal e hicieron unos molinillos y unas piruetas impresionantes. Nosotros flipamos, pero no nos cortamos. Salimos después haciendo gilipolleces en la pista de la discoteca como patos mareados, la gente se partía. No nos dieron ningún premio, pero sí abrazos por la gracia que les hicimos, preguntándose de dónde habrían sacado a esos dos idiotas.
LOS REFLEJOS
David escuchó una entrevista con John Houston en la que instaba a los jóvenes a no dejar nunca de perseguir sus sueños y a que se dedicaran a lo que les hiciera felices. En el posible dilema que su mente barajaba, la música estaba por encima del cine. El fruto de sus estudios musicales se plasmaría por primera vez en Los Reflejos, un grupillo de cinco imberbes del colegio que hacían pop en el que permaneció un tiempo. En aquella época se reunían en El Antro, el bar que había dentro del colegio Menesiano y que siempre estaba lleno de gente. Allí, David, Javi y compañía se hicieron famosos por sus extravagancias.
Era una zona de esparcimiento que los curas permitían y en la que los alumnos se emborrachaban alegremente, porque la cerveza y los cubatas eran más baratos que en la calle. Ponían música, se podía tocar en directo y allí se presentaron Los Reflejos, con David al clarinete. Tocaban temas muy acelerados, tipo B-52. Era gracioso, porque de repente se paraban todos y David hacía con el clarinete: pam, como una nota.
Nunca llegó a sentirse a gusto del todo. Tenía catorce años y otros planes.
DAVID. Alguien se enteró en el colegio de que tocaba el clarinete y me llamaron para tocar con Los Reflejos. Eran todos del Menesiano. Recuerdo a Juan Villanueva, ya fallecido. Él componía todo. Me di cuenta de que Juan era el guitarrista, así que deduje que para hacer canciones tenía que tocar la guitarra. Con un clarinete no iba a componer una mierda.
Cada vez me motivaba menos, porque quería componer y cantar, pero de todos modos el grupo se tuvo que disolver por motivos económicos: no había dinero para pagar el local. Aprendí a tocar la guitarra porque quería componer. Nací el día que los Beatles grabaron And I love her y You can’t do that. Aprendí a hacer canciones escuchando su música. Mi sueño era ser como ellos.
Lo hice solo, nunca di clases de guitarra. Cogí una y empecé. Mi padre no me puso profesor, pero me animaba. Me decía que si quería ligar tenía que aprender a tocar la guitarra. Compré libros de canciones que me gustaban. Incluían dibujos de cómo poner los dedos en cada acorde, así que yo lo iba intentando, y conforme practicaba los acordes, cantaba. Fui aprendiendo poco a poco, y cuando tuve cuatro acordes claros empecé a hacer canciones con esos cuatro acordes.
Cuando logré saber lo suficiente como para tocar Perfidia sin equivocarme, empecé con la práctica de usar los acordes, combinarlos y hacer melodías con ellos. Soy un compositor totalmente autodidacta. Lo que más me ha gustado toda la vida es hacer canciones y cantar en directo.
David Summers compuso su primera canción a los quince años, cuando todavía estaba con Los Reflejos. Se titulaba La fiesta. En la primavera de 1980 Los Reflejos actuaron en el colegio Santamarca, cerca del Parque de las Avenidas. Aquel día conocerían a los miembros de otro grupo con el que compartían escenario, Los Nikis, un grupo que sería testigo de la evolución musical de aquel adolescente del clarinete.
2
«Quiero ser un Sex Pistol»
Yo era el enano número uno
Yo me llamaba Torrebruno.
DAVID SUMMERS,
La cagaste… Burt Lancaster

Alguna influencia de la época punk emulando a los Sex Pistols podía observarse todavía en la manera de vestir, como los zapatos boogies, durante la primera sesión de fotos en 1983. (Foto Eduardo Mesonero.)
Una película iba a ser la gran artífice del cambio en la vida de David Summers, y por extensión en la de Javi y Dani poco después. El sueño imposible de montar un grupo de pronto se hizo realidad por obra y gracia del punk. El cambio de colegio fue decisivo. Continuaron sus estudios de Bachillerato[2] en el Santa Cristina Chamartín, cerca de la calle Pío XII, mucho más lejos de sus casas y fuera del Parque de las Avenidas. Colegio nuevo, vida nueva. Atrás quedaban Los Reflejos y por delante todo un horizonte de berridos con los amigos en Los Residuos y la transición de La Burguesía Revolucionaria.
THE GREAT ROCK AND ROLL SWINDLE
Con el paso de la EGB a los estudios de BUP (Bachillerato Unificado Polivalente) y el final de la década de los setenta, los amigos locos por la música se entregaron a la influencia de las tribus urbanas británicas. La contracultura transgresora del movimiento punk emergió con fuerza en los años setenta y su onda expansiva llegó a las calles de Madrid.
Su aspecto se fue oscureciendo poco a poco hacia el negro de las chupas (chamarra en México) de cuero y las chapitas en la solapa con el emblema de la «A», entre otros; pantalones vaqueros negros o azules, rotos, ajustados y entubados; pulseras, colgantes, camisetas estampadas con bandas como los Ramones, The Damned, Sex Pistols o The Clash, y zapatos góticos, los famosos boogies de enormes plataformas o botas de estilo militar. Un atuendo en el que solo les faltaba el corte estilo mohicano y los cinturones de balas para conseguir una imagen de los típicos alumnos non gratos para un colegio regido por una política conservadora católica.
DAVID. Nuestra expulsión del Menesiano no sucedió como se contó en la película, eso está ficcionado. Lo que pasó es que fue un año salvaje en el que no pegábamos ni palo, todo el día de pedo e inventando gamberradas. Hacíamos pellas, robábamos los extintores y los rociábamos por ahí. Javi y yo habíamos ido a unos ejercicios espirituales del colegio. Nos llevaban de retiro para hacer actividades, jugar al ping-pong, tocar la guitarra y ese tipo de cosas en un chalet en Reajo del Roble, en Navacerrada. Para nosotros, todo era una oportunidad para pasarlo bien y montábamos unas juergas tremendas. Estábamos empezando a ser un poco punkis y no teníamos ni idea de qué coño pintábamos allí. Se juntó todo, y el curso 1979-80 fue un desastre. Digamos que nos invitaron a irnos porque suspendimos casi todo en junio, seis asignaturas cada uno, y nos comentaron que había colegios más apropiados. Nos fuimos y repetimos segundo de BUP en el Santa Cristina. Era el curso 1980-81 y acababa de regresar flipado después de pasar el verano en Málaga. Estaba dispuesto a montar un grupo. Los Pistols me habían mostrado el camino.
JAVI. En realidad yo solo cateé dos, aunque me iban a hacer repetir de todos modos. Además, los curas le dijeron a mi madre que «no cuajábamos», literal. Estaban hartos de nosotros y nos echaron. No éramos tan malos, en las peores gamberradas que se hacían, como tirar piedras por la noche y romper los cristales, nosotros no participábamos. Lo único que hacíamos cuando volvíamos borrachos por la noche a casa era ponernos a competir a ver quién mataba más cucarachas en un solar del barrio. En aquel momento fue duro y un disgusto para las familias. A nadie le gustaba que expulsaran a sus hijos y les hicieran repetir. Todo se olvidó cuando pasó el verano y me volví a reunir con David. Íbamos a comernos el mundo honrando la memoria de Sid Vicious.
En el verano de 1980 David acudió con su familia a ver a sus abuelos a la ciudad costera de Torremolinos, en Málaga. Era el cumpleaños de su abuelo. Fue con sus primos a uno de los cines de verano en la zona de Los Álamos, donde proyectaban The Great Rock and Roll Swindle,[3] protagonizada por el grupo punk inglés Sex Pistols. Su primo Curro era muy dado al rollo de la new wave y el punk. Tal fue el impacto de aquella sesión que salió de la sala convencido de lo que quería ser en la vida.
DAVID. Mi primo Curro había estado en Londres y me trajo el single de Message in a bottle, de Police, y el Up the junction de Squeeze, una de las canciones que cambió mi vida. Ya estaba muy interesado en el punk y en los nuevos grupos que estaban saliendo. Tenía en mi habitación un pequeño tocadiscos de la época y lo ponía una y otra vez. Cuando salí del cine, mi cabeza hizo ¡rahs! Salí diciendo: «¡Yo quiero ser un Sex Pistol!». Y a partir de ese momento mi vida cambió para siempre. Todo lo que había estado escuchando hasta entonces me seguía interesando, Pink Floyd, Supertramp, Genesis, Bruce Springsteen, la E.L.O. y el Hotel California de los Eagles…
Pero de repente se me abrió un mundo nuevo, el del punk y la new wave. Me dije: «Esto somos capaces de hacerlo nosotros también, porque aquí todo vale, no hay que saber tocar de la hostia ni tener grandes músicos o recursos». Cuando escuchabas a Yes o Relayer, esos discos tan elaborados, tan complejos, decías: «¡Joder, esto es la hostia, pero es mucho para mí!». Imaginabas un montón de tíos tocando aparatos carísimos, con teclados espectaculares, melotrones, guitarras carísimas, bafles enormes, y esas baterías con tantos tambores. «¡En la puta vida voy a tener dinero para comprar eso y poder hacer algo así! ¡Imposible!» Pero llegaron los Sex Pistols, salían al escenario, pegaban cuatro berridos y decías: «¡Joder, esto yo sí lo puedo hacer! Una guitarra, una batería, un bajo y listo».
Los Sex Pistols y el punk le hicieron un gran favor a la música, supusieron un cambio tan importante como el de los Beatles, porque de alguna manera animaron a todos los chavalines de dieciséis o diecisiete años como yo a tener inquietudes, a montar un grupo, aunque no tuvieran ni puñetera idea de tocar. Te juntabas con dos amigos que tampoco tenían ni idea, pero daba igual, lo hacíamos solo para divertirnos, ligar y pasarlo de puta madre. Pensé en hacer lo mismo que los Pistols, escribir unas cancioncillas, coger a mi amigo Javi y a dos más, reunir un pequeño equipo para empezar, y listo. Llegué a Madrid en septiembre y empecé a moverme para montar el grupo. El ambiente del nuevo colegio ayudó mucho.
JAVI. Lo primero que hicimos, típico de nuestras hormonas del momento, fue fijarnos en que había muchas chicas en el nuevo colegio, una proporción muy grande de mujeres respecto a hombres, quizá porque antes había sido un centro solo femenino. Nos pareció el paraíso, viniendo como veníamos de un colegio de chicos y de curas. Allí conocimos a mucha gente que llegaría a estar muy dentro del rollo de la movida y con inquietudes musicales. Recuerdo a Javier Andreu, de La Frontera; al que llegó a ser cantante en Los Negativos, que era hijo del humorista Máximo. Precisamente por eso hizo también muy buenas migas con David, porque ambos eran hijos de humoristas. También estaba Luis, que luego sería bajista de Los Ronaldos. Allí era más fácil conocer gente con la que hacer un grupo punk de lo que lo hubiera sido en el Menesiano.
A pesar de ser un centro privado etiquetado de elitista, y de hecho estaba ubicado en uno de los barrios de mayor renta per cápita de la capital, lo cierto es que en el colegio Santa Cristina de Chamartín los antiguos menesianos encontraron un ambiente más propicio para la bohemia que para la excelencia académica. El paso de Hombres G dejó huella cuando el grupo explotó. El exalumno e ingeniero de caminos madrileño Ricardo Lacruz de Diego afirmó: «En los ochenta, los del Santa Cristina teníamos un pique con los del Cumbre, otro colegio próximo, por ver cuál de los dos había servido de inspiración para la canción de los Hombres G Sufre mamón. Circulaba la leyenda de que el pijo del jersey amarillo del que hablaban en la letra iba a nuestro cole».[4]
LOS RESIDUOS
En el Santa se consumó su metamorfosis punk y el sueño de tener un grupo propio se hizo realidad. Allí conocieron gente que frecuentaba ambientes underground, gente lista para pasar a la acción. Si había que tocar, cuanto peor, mejor.
DAVID. Los Residuos fue un grupo que hicimos con gente que conocimos en el Santa Cristina. Lo acabamos formando Pepe, Mario, Javi y yo. Pepe y Mario tenían medio organizado el grupo con otro chaval en la batería. El primer recuerdo que tengo de Pepe Punk es en la cola de la sala Carolina, que era un local de conciertos guarros punkis. Llevaba un pañuelo de leopardo como de señora, la chupa negra y los pelos de punta. Creo que tuvimos buena química porque nos vio con buena pinta de punkarras. Javi iba con un look Sid Vicious acojonante, llevaba una cadena y un candado en el cuello, una camiseta rota y los pelos tiesos, y eso era lo que Pepe buscaba, sin importar qué tocabas o si sabías tocar, así que pronto nos pusimos de acuerdo para que me uniera a ellos con mi clarinete. El problema fue que justo cuando quedé con ellos, no tenía clarinete, mi padre estaba mosqueado conmigo por el bajo rendimiento escolar y me lo había requisado, así que me acordé de Dani, el amigo de Javi de la sierra. Le pedí que le llamara a ver si me lo podía prestar. Javi le llamó y Dani dijo que claro, que sin ningún problema, y así fue como retomé el contacto con Dani.
DANI. Cuando estaban formando Los Residuos me llamó Javi para decirme que David necesitaba un clarinete. Ya hacía tiempo que me había comprado una guitarra eléctrica y tocaba solo en casa, sin pensar en ningún momento que iba a formar un grupo y mucho menos con Javi. Fue a raíz de esa coincidencia de pedirme el clarinete que me volví a encontrar con David. Ese fue el momento clave en el que los tres nos convertimos en una piña. Empecé a pasar más tiempo con ellos, llegaron los ensayos, los conciertos… Por entonces, mi madre me decía que vivía en el Parque y dormía en la calle Jorge Juan.
El día del encuentro nos vimos en la plaza Roma, en Manuel Becerra. Cuando llegué a darles el clarinete flipé con la pinta que llevaban, con la chupa, el imperdible, el pelo de punta y las chapitas. Yo iba con el traje del colegio. Había escuchado cosas de los Sex Pistols por mi primo en Inglaterra y, cuando los vi, dije: «¡Cómo mola!». Empezamos a hablar y quedamos para ver la peli de los Sex Pistols. A raíz de eso yo también me volví punk. Volví a casa, cogí la ropa más desastrosa que tenía y fuimos al cine con unas amigas suyas del Santa Cristina que eran también bastante punkis. Con la peli me pasó como a David, me dije: «¡Esto es la hostia, esto podemos hacerlo!». Desde entonces nos fuimos viendo cada vez más hasta que acabé entrando en Los Residuos, casi coincidiendo con la salida de Mario.
La cita de David con Pepe Punk y su grupo tuvo lugar en la Isla de Gabi, en la zona de Arturo Soria. La Isla de Gabi era el lugar donde solían citarse para ensayar todos los grupillos de esa época. Javi lo acompañó para ver qué pasaba. Cuando llegó y empezó a tocar el clarinete se dieron cuenta de que aquel instrumento poco pegaba en un grupo de guitarras fuertes y sonidos desgarrados, más allá de darle un toque muy sui generis. En mitad del ensayo se quedó mirando a los otros: «También canto», dijo. Dejó a un lado el clarinete y comenzó a emitir unos berridos de incalificable tono y contenido que hicieron las delicias del único público allí presente, su amigo Javi.
JAVI. Yo iba solo a acompañar a David. Tenían un batería que molaba, al que luego conocimos en Los Negativos. Tocó un par de canciones y de pronto dijo que se piraba, y se fue con la intención de no volver, y si la tenía le pasó aquello del que se fue a Sevilla... Los demás se cabrearon por no poder continuar el ensayo. Yo, que estaba ahí sentado