Prólogo
Las historias escritas en nuestros días son todas muy bellas, significativas, profundas y útiles; son impetuosas o pacíficas. Sólo les falta una introducción. Así que he decidido escribir esta historia de manera que necesite una introducción.
Ya han pasado casi dos semanas desde que murió mi madre y quisiera ponerme a trabajar, antes de que la necesidad de escribir sobre ella, que tan apremiante fue durante el entierro, se convierta en esa forma abúlica de quedarse sin habla, con la que reaccioné ante la noticia de su muerte.
Sí, ponerme a trabajar, ya que la necesidad de escribir algo sobre mi madre, que tan inesperadamente se presenta a veces, es por otra parte tan indefinida que será necesario esforzarse en el trabajo para no golpear el papel continuamente con las mismas teclas de la máquina de escribir, como correspondería a mi estado de ánimo, m m mmmm m mmm mmmmmmmmm mm mmm mmmmm mmmmm.
Me niego a utilizar el lenguaje, a buscar la verdad, y menos aún a exponerla. No sueño tampoco en nombrar al mundo y, verdaderamente, no nombro nada, pues la nominación supone un perpetuo sacrificio del nombre al objeto nombrado...
No hablo; tampoco me callo: es otra cosa. Soy prudente: se trata de mi madre. Aquí todo se podría poner en cursiva. ¡Cursilería de mierda de esta vida! Pero ¿por qué sería más obsceno escribir de ella que callarse? ¿O cualquier otra cosa? ¡Estar de pie, al lado de su tumba! Eso ¿qué sería? ¡Tomarla de la mano, y esperar que me apretara! Observar cómo las células se esfuman: Au revoir, Monsieur, fuimos parte de su madre, ¡adiós, jovencito guapete pero tontín! mmmm m m. Un hombre serio no muestra sus penas al mundo.
Es un terror en medio del cual me siento bien: el tiempo que pasa no me causa ningún dolor.
Lo peor en estos momentos sería la intromisión de otro a través de una mirada, o, siquiera, de una palabra. Se le da la espalda o se le deja con la palabra en la boca, pues es necesario tener la sensación de que es incomprensible e incomunicable lo que se está sintiendo: solamente así ese terror se le aparece a uno como algo real y significativo. Al ser interpelado sobre esto, inmediatamente vuelve el aburrimiento, todo se convierte de nuevo en algo inconsistente. Sin embargo, a veces hablo con la gente de la muerte de mi madre, pero me enojo si se atreven a hacer algún comentario. Preferiría que desviaran el tema y que me distrajesen con cualquier burla.
Por ejemplo, tuve que reírme, aliviado, cuando, en su última película, le preguntaron a James Bond si su adversario, a quien había lanzado por encima de la baranda de una escalera, estaba muerto, y dijo: «Es de esperar». Los chistes sobre la muerte y los muertos no me impresionan en absoluto, al contrario, me hacen sentir bien.
Los momentos de miedo fueron siempre muy breves: más bien fueron sensaciones de irrealidad que momentos de miedo; las imágenes continuas y cotidianas que sólo eran la reiteración constante de otras imágenes iniciales, con vejez de años y decenios, se diluían de repente y la conciencia se desgarraba; tal era el vacío que súbitamente surgía de ahí... Ahora esto ya pasó, ya no sufro esas depresiones. Cuando escribo, escribo necesariamente sobre el pasa